“El jardín de las delicias” novela de Jorge Vázquez

Jorge Vázquez

Presentamos a continuación el primer capítulo de “El jardín de las delicias”, novela de Jorge Vázquez, publicada recientemente en JUS. Se trata de un extraordinario ejercicio de crítica al México contemporáneo, a sus instituciones, a su historia;  una novela al propio tiempo devastadora e hilarante, uno de los mejores ejemplos de la buena narrativa mexicana actual. Está disponible en las librerías Educal.

 

Toluca, Estado de México-Ciudad de México

23 de abril-2 de mayo del A.I. (Año Impronunciable)

 

 

I

 

—Haciendo uso de las facultades que me confiere la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, gracias a las reformas impulsadas y establecidas por el ciudadano presidente de la República, Doctor Alfonso Ramírez Mendívil, y en mi calidad de gobernador constitucional del Estado de México, decreto el cierre temporal de los sistemas Lerma y Cutzamala que abastecen de agua potable a la Ciudad de México a partir de este momento.

El Gordo Castillo, arriba del estrado, ignoraba que esas palabras lo conducían a toda velocidad a las páginas de la historia para formar parte del periodo bautizado por los historiadores como “La Guerra del Agua”. En ningún momento dejó de observar el ventanal blindado al fondo de la sala, por lo que en las fotografías de aquel año que es mejor dejar en el olvido (pues sólo con escuchar sus cuatro cifras vienen a nuestras mentes los sucesos más terribles, violentos e inimaginables), el rostro del gobernador parecía el modelo de un busto funerario. Creo que hasta ese momento tuvo plena conciencia de lo que estaba leyendo y prefirió recordar la placidez de su playa privada en Michoacán, cuyas suaves arenas había cambiado ese fin de semana por la rusticidad de una vieja casona en el barrio de Chimalistac, al sur de la ciudad de México, y la dulce compañía de alguna de sus amantes por la del presidente Alfonso Ramírez y quince soldados que trabajaban de sol a sol en igual número de computadoras.

A pesar de la parálisis facial que lo aquejaba, el presidente Alfonso Ramírez redactó el mensaje en la fría estancia de la casona y corrigió personalmente los gestos e inflexiones del Gordo Castillo, subcampeón de todos los certámenes juveniles de oratoria en Atlacomulco, su tierra natal.

El lunes, luego de bañarse con agua fría en el único baño de la vieja casona, el Gordo Castillo fue transportado en un helicóptero negro, sin matrícula visible, al Palacio de Gobierno en Toluca, donde lo aguardaban su secretario particular y una maquillista.

Desvelado y deseoso de irse a desayunar, una vez dentro de su despacho, el Gordo Castillo hacía y deshacía el nudo de la corbata frente a un espejo de marco estilo reina Ana, adquirido a un famoso anticuario checo durante su última gira de trabajo por aquellas tierras.

—¿Ya están todos afuera? —preguntó a su secretario particular, quien salió apresurado al lobby.

Mientras la maquillista se empleaba a fondo para sepultar finamente las ojeras de su rostro abotagado, Sergio Castillo Sáenz observaba el reflejo de sus ciento diez kilos de peso. Su nariz de gnomo y el bigote recto, los cachetes y la papada que casi cubría el nudo de la corbata, lo hacían parecerse a Oliver Hardy. Por ello, los cartonistas de La Tribuna lo bautizaron como el “Gordo” Castillo y en decenas de caricaturas aparecía junto al presidente Alfonso Ramírez vestido como el “Flaco”.

Una vez maquillado, el Gordo Castillo se puso el saco de su traje Príncipe de Gales, y guardó en la bolsa interior la hoja con el mensaje que inspiraría centenares de libros plagados de oscuras y truculentas páginas de vergüenza nacional.

Se miró por última vez en el fino espejo y salió al recibidor. Eran las ocho cincuenta y cuatro de la mañana. Al observar la expresión somnolienta de sus colaboradores, el Gordo Castillo se vigorizó en el acto, hallando en la flojera ajena las vitaminas necesarias para espabilarse de una vez.

—¡Adelante, señores —les ordenó, agitando sus pesados brazos de oso amaestrado—, no se queden ahí paradotes!

Frente a la Sala de Actos, el Gordo Castillo se detuvo a escuchar el informe de su jefe de escoltas. La explosión que había matado a la primera gobernadora del estado, Griselda Sáisar, aún resonaba en su mente. Meses atrás, debido a una supuesta enfermedad estomacal, el Gordo Castillo no ocupó su asiento como secretario de gobierno el 15 de febrero A.I. (Antes del año Impronunciable). Tampoco se sobresaltó al escuchar cómo reventaban los vidrios del gran ventanal al fondo de la sala, ni gritó de pánico al observar la trayectoria de una granada que cayó sobre el estrado, a escasos cincuenta centímetros de Griselda Sáisar. En ese momento, “la dama de hierro” del Estado de México anunciaba las sanciones económicas a los estados del país que se negaban a venderle sal, época bautizada por los historiadores como “El Conflicto de la Sal”, preámbulo de la Guerra del Agua.

La explosión sepultó, además, el Acuerdo Metropolitano, un ambicioso plan de rescate nacional impulsado por la gobernadora y por Jorge Cortina Zepeda, jefe de gobierno del Distrito Federal.  

            A las nueve y quince de la mañana entró por fin a la sala, abarrotada de fotógrafos, reporteros y camarógrafos de los medios informativos más importantes del país, y lo hizo con estilo: se tropezó con un borde de la ennegrecida alfombra, de donde, a cada paso, se elevaba una capa de polvo que se adhería como caspa a la ropa y estropeaba las lentes de las cámaras. Sólo había algunas sillas desvencijadas y roídas, y el sistema de aire acondicionado aún no funcionaba. 

Algunos reporteros intentaron rodear al gobernador para ganar la exclusiva y marcharse cuanto antes de esa sofocante sala, pero los diez guaruras del Gordo Castillo, ex militares amaestrados en algún fuerte de los Estados Unidos, lo impidieron. Antes de llegar al estrado, el Gordo Castillo les dijo a los reporteros:

—Buenos días, señores comunicadores, gracias por estar aquí. El próximo diez de mayo esta sala recuperará su esplendor y lo haremos exhibiendo una muy buena película para celebrar a nuestras madres.  

Llevaba meses prometiendo el fin de la remodelación, hecho que a casi todos los reporteros, asignados a cubrir otras fuentes, nos importaba un carajo.

Después de revisar el nudo de su corbata azul marino, el gobernador se encaminó lentamente hacia el estrado. Una descomunal y empolvada cortina negra, rematada por un escudo de unicel del Estado de México, ocultaba parcialmente los trabajos de yesería de la pared más estropeada de la sala. Los miembros del gabinete se sentaron detrás de una larga mesa siguiendo las indicaciones de las “hijitas” del gobernador, dos espectaculares edecanes que compartían el lecho del Gordo Castillo. Los guaruras, por su parte, rodearon el estrado.

Conforme el Gordo Castillo subía los tres escalones hacia su destino, una revolución sucedía en su interior. Si en el pasado, arriba de cualquier templete, Sergio Castillo Sáenz revivía sus viejas glorias en los certámenes de oratoria —bajo la mirada emocionada de sus padres—, en ese instante, frente al más numeroso e inmejorable auditorio que tendría jamás, entrevió las devastadoras consecuencias del conjuro político que guardaba en la bolsa interior del saco. Un temblor cimbró su voluminoso cuerpo cuando imaginó el lento arrastre de las cortinas al terminar la función. Estaba por realizar el último acto de la ópera bufa que era su vida.

Una vez colocado detrás de un atril de relieves churriguerescos con incrustaciones de bisutería, nos advirtió:

 —Tengo algo muy importante qué decir, pero lo haré después de tratar los asuntos de la agenda.

Todos respondimos con gritos y chiflidos, pero el Gordo Castillo jamás hubiera lanzado de buenas a primeras la nota que garantizaba su fotografía en la primera plana de todos los diarios. 

Sin salidas que nos evitaran escucharlo, nos acomodamos lo mejor posible.  

Algunos reporteros se jactaban de conocer el contenido del mensaje, supuestamente obtenido a través de fuentes inverosímiles e inexistentes: el Gordo Castillo anunciaría la desarticulación del grupo guerrillero acusado de secuestrar a más de diez prominentes empresarios del estado durante la gestión de Griselda Sáisar.

Si el Gordo Castillo era un personaje satirizado por la prensa debido a su manera particular de hacer política, esa mañana realizó el papel más difícil de su carrera: la negación de sí mismo. Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, con la voz atada a un mismo nivel que mecía los sentidos hasta provocar sueño, el gobernador destacó la entrega de mil quinientas despensas en Metepec, dos mil metros cuadrados de banquetas construidas en Zinacantepec, obras de bacheo en Tultepec, quinientos pizarrones nuevos para municipios que terminaran con “tepec”, y otros temas insípidos de alta capacidad soporífera.

A lo largo de esa enumeración sin sentido, treinta y siete veces se ajustó el nudo de la corbata, según el conteo oficial de quienes estoicamente vencimos al sueño. 

—Ya córtale, pinche gordo —susurró un reportero insomne.

Como si hablara por primera vez en público, no empleaba los innumerables recursos a su alcance, como contar chistes o anécdotas personales, ni siquiera el conocido truco de hacer trizas al rival, encarnado en la figura de su más acérrimo enemigo: Jorge Cortina, jefe de gobierno de la Ciudad de México. Tampoco manoteaba ni daba puñetazos contra el atril, ni enarcaba la ceja izquierda al rematar una frase.

Cuando el Gordo Castillo finalizó la relación de sus proezas, pidió agua a una de sus “hijitas”. Bebió despacio y secó el sudor de su frente con un pañuelo, tocándose levemente cual médico en plena intervención quirúrgica. Tomó la hoja de la bolsa interior del saco. Por enésima vez en la mañana verificó el estado del nudo. Todos despertamos, animosos y expectantes. La desdobló sobre el atril. Leyó su contenido y sorprendió a casi todos los presentes. Y digo a casi todos porque yo había anticipado la jugada sucia del gobernador y del presidente, gracias a la información de un testigo real que prefirió el anonimato, y cuyas revelaciones divulgué en mi columna El Tablero del periódico La Tribuna, tres días antes del anuncio oficial. Nadie me creyó, y la mayoría de los articulistas de los periódicos afines al presidente Ramírez sentenciaron con saña: “Juan Alberto Medina acaba de ganarse una cripta en el panteón de los paranoicos”.  

Al terminar de leer el primer párrafo y enfatizar “…decreto el cierre temporal de los sistemas Lerma y Cutzamala que abastecen de agua potable a la Ciudad de México…”, una tormenta de flashes envolvió su figura. Entornó aún más sus pequeños ojos negros para no perder el orden de la lectura. El sudor llovía desde su frente y cada gota descarapelaba la capa de maquillaje, quedando al descubierto las ojeras grises y profundas que con tanto trabajo había aplanado la maquillista. La rigidez de su rostro le hubiera valido el premio a la mejor actuación masculina, pues el Gordo Castillo había construido su carrera política combinando sus pretensiones histriónicas con el servicio público.

Los miembros del gabinete estatal, amedrentados por los relámpagos en medio de aquella intempestiva tormenta, permanecían anclados a sus asientos, mirando a su enloquecido capitán perder el rumbo en medio del oleaje.

El Gordo Castillo sujetaba con fuerza las orillas del atril, conteniéndose al máximo para no mostrar su sonrisa ensayada o señalar acusadoramente hacia las cámaras. En su propio teatro, por las estrictas órdenes del presidente Ramírez, protagonizaba su único e irrepetible papel protagónico: el de una estatua sometida por los rigores de la piedra. El presidente Ramírez demostraba sus dotes de dramaturgo: había dominado a un individuo que, incluso frente a una cámara fotográfica casera, se comportaba como una luminaria del cine nacional.    

—Hemos tomado esta dolorosa decisión —continuaba el gobernador— porque las autoridades de la ciudad de México han violado sistemáticamente los acuerdos entre las dos entidades, dejando sin agua a todos los municipios de nuestra amada tierra.

Por supuesto que la medida era dolorosa. Castillo Sáenz, tras haber jurado sobre una constitución espuria y asumir el cargo de gobernador interino, no olvidaba la airada exigencia de Jorge Cortina: cambiar el nombre del Estado de México. Según el jefe de gobierno capitalino los parecidos generaban demasiadas confusiones: el país se llamaba México, la capital, México —o Ciudad de México— y además existía el Estado de México.

—No vayas a debatir con Cortina—, le ordenó Alfonso Ramírez antes de irse a la caza de inversionistas a China, pero el gobernador cayó en la trampa. Ansioso por salir a cuadro a nivel nacional, el Gordo Castillo destacó lo frívolo y descabellado de la propuesta, llamó a su rival “loco y megalómano, hombre sediento de poder” (sic), y en un alarde de arraigo y chovinismo, extendiendo los brazos hasta formar la “V” de la victoria, remató: “Ni una sola letra le quitaremos a nuestra amada tierra. ¡Qué viva el Estado de México!”.

Al día siguiente, Jorge Cortina, con la apacibilidad de su rostro masticado por la viruela infantil y el acné adolescente (lo que le valió el apodo del “Garapiñado”), le respondió: “Si el señor gobernador Castillo habla de mi hambre de poder, ojalá pueda detallarle a la sociedad mexicana los motivos de la suya”. Entonces, mostró el contenido de quince cajas halladas en un terreno baldío: abusos, fraudes, malos manejos y fechorías del Gordo Castillo debidamente clasificados. El enorme archivo de irregularidades, descubierto por dos policías al momento de perseguir a unos robacoches, vinculaba al Gordo Castillo y a los beneficiarios del Conflicto de la Sal (empresarios mexicanos de muy altos vuelos), con la muerte de Griselda Sáisar, y apuntaba directamente hacia el sitio donde se había fraguado el asesinato de la gobernadora para impedir el Acuerdo Metropolitano: la Residencia Oficial ocupada por el presidente Ramírez.

El jefe de gobierno capitalino acudió ante la justicia, pero un muro sólido de complicidades, construido por los jueces que desecharon las pruebas presentadas, sepultó bajo una losa indestructible sus esperanzas de ver en la cárcel al artífice del atentado y a su brazo ejecutor.

El presidente Alfonso Ramírez no permanecería tranquilo esperando el fin de las investigaciones de Cortina. Llevaba meses planeando cómo quitarlo del camino. La Guerra del Agua se le ocurrió cuando el Servicio de Inteligencia Nacional (S.I.N.) le mostró un memorando donde se alertaba sobre la inminente sublevación de los llamados “municipios conurbados” debido a la carencia de agua.

De acuerdo al plan, Jorge Cortina sería exhibido como un político corrupto y mezquino, que prefería engordar un fideicomiso —desviando recursos públicos—, para financiar su campaña presidencial en vez de pagar el agua que sus gobernados se bebían, lo que contribuía a la depredación de los ríos y lagunas del Estado de México. También se aprovecharía su siempre inestable popularidad, porque no había abatido la inseguridad ni reducido la impagable deuda de la ciudad.

La trampa y el anzuelo estaban listos: si quería agua potable debía renunciar al cargo.

—Mi gobierno —continuaba el Gordo Castillo leyendo el mensaje— exige a la ciudad de México que deje de agotar nuestros recursos. Primero nosotros, los mexiquenses, dueños legítimos del agua, debemos gozar lo que por derecho nos pertenece —sentenció, mirándonos por primera vez, retomando sus tablas, adueñándose del escenario durante unos segundos. Únicamente improvisó la última frase, si comparamos la hoja del discurso atesorada en el Archivo General de la Nación con el video de la conferencia. Quizá fue un acto de fuerza, o una tardía forma de demostrarle al presidente Ramírez que sus participaciones en los campeonatos de oratoria en Atlacomulco, de los cuales no ganó ninguno por su voz tipluda y soporífera, eran experiencia suficiente para enfrentar y hundir al Garapiñado.

—¡Eso es todo, buenos días! —gritó en medio del gran alboroto en la Sala de Actos. No respondió ninguna de nuestras preguntas. Se marchó de la sala seguido por su gabinete, como un cortejo fúnebre que cargaba sobre sus espaldas el pesado ataúd con la carrera política del Gordo Castillo. Por nuestra parte, fuimos desalojados a golpes y empujones por los guaruras del gobernador. A propósito, y debo recalcarlo, a diferencia de otros “periodistas” e “historiadores” cuyos libros y memorias recrean exageradamente la conferencia del Gordo Castillo, yo fui el único periodista que asistió esa mañana. De hecho, en medio de los empellones, un gorila uniformado me rompió una costilla de un macanazo.

Minutos después del anuncio, según las bitácoras a disposición de la sociedad en el Archivo General de la Nación, los ingenieros a cargo de los cuartos de máquinas, vigilados por un contingente especial del ejército, recibieron la orden de cerrar una a una las compuertas de los sistemas Lerma y Cutzamala.

A partir de ese momento, el día 23 de abril del Año Impronunciable se convirtió en una de las tantas conmemoraciones trágicas establecidas en nuestro calendario.

 

Alrededor de las once de la mañana, una hora después del anuncio del Gordo Castillo, el vocero del gobierno de la ciudad trataba de tranquilizar a la población y de persuadir a la opinión pública de que lo dicho por el gobernador era una fanfarronada política de vieja escuela y una broma de mal gusto.

—Únicamente demuestra su falta de tacto ante un problema tan serio —dijo, frente a la prensa—. El suministro está plenamente garantizado. De acuerdo a los reportes de la Comisión de Aguas del Gobierno de la ciudad, la presión del agua se mantiene según los estándares previstos.

Sin embargo, en ese mismo momento, Jorge Cortina se reunía con sus principales colaboradores para analizar los caminos y salidas posibles en caso de comprobarse la noticia. De ser así, ordenaría el cierre de válvulas en toda la ciudad, arriesgándose a una revuelta popular.

 

El presidente Alfonso Ramírez Mendívil, culpable directo de la disputa por las reformas constitucionales llevadas a cabo con la intención de ubicar a México en el camino de las naciones competitivas, y que le valieron ser nombrado “Hombre del Año” (apareció en las portadas de los periódicos y revistas más importantes del mundo), se recuperaba en el moderno Sanatorio Militar de una parálisis facial. Si bien su rostro no se deformó completamente, la tensión de los músculos masetero, orbicular y triangular de los labios le había dibujado temporalmente una sonrisa, afectando su voz y dicción. Aprovechando el padecimiento, ordenó el inicio de la campaña contra Jorge Cortina, pues estando él internado, nadie podría relacionarlo con la Guerra del Agua.

Mientras el Gordo Castillo concluía la conferencia y sus guaruras desalojaban la sala a golpes y empellones, Ramírez ya se vestía y ordenaba su traslado en helicóptero a la Residencia Oficial. Bajo los nuevos preceptos constitucionales, el titular del poder ejecutivo cumpliría con labores de mediación en caso de surgir alguna diferencia o conflicto entre los estados del país.

—Dile a la frenda lo diguiente: “Din imfortar mi fadedimiento, do dejaré de cumflir mid obligadioned” —dijo Alfonso Ramírez al vocero.

 

Si bien La Guerra del Agua comenzó el día 23 de abril del Año Impronunciable, los cañonazos tardaron en escucharse. La noticia agotó la mayoría de las ediciones vespertinas de los periódicos y las de la mañana siguiente, convirtiendo fugazmente al Gordo Castillo en la figura pública del momento, aunque no pudo capitalizar su repentina popularidad porque estaba acuartelado en la fría casona de Chimalistac, a la espera de la segunda fase del plan. Conocidos sus escándalos y arrebatos, los analistas supusieron erróneamente que se trataba de un amago natural y hasta cierto punto justificado. Las anteriores amenazas del Estado de México respecto al tema del agua no habían pasado de ser simples declaraciones de los políticos para cobrar relevancia cuando su popularidad disminuía en las encuestas mensuales. Temas como la contaminación, el tránsito habitual y la delincuencia opacaron la discusión sobre el cierre del Lerma y del Cutzamala.

            Sin embargo, la supuesta cotidianeidad se rompió el día 26 de abril del A. I.: silenciosamente, decenas de miles de capitalinos, por aquello de las dudas, en una decisión unánime, sin asambleas ni reuniones previas, concentraron sus fuerzas en almacenar la mayor cantidad de agua potable tras escuchar las palabras del Gordo Castillo. Abrieron las llaves de todos los lavabos, regaderas, fregaderos y grifos para llenar cubetas, garrafones, tambos, ollas, jarras, tinas y las interminables colecciones de recipientes tupper-ware. Mangueras de distintos colores y diámetros se multiplicaban rápidamente hasta succionar la última gota de los tinacos y cisternas, vaciando a su vez la red pública.

La Comisión de Aguas de la ciudad reportó a Jorge Cortina un alarmante incremento en el consumo per cápita durante los dos días posteriores al anuncio. Sin alternativas, y a sabiendas del cierre de los sistemas Lerma y Cutzamala, ordenó disminuir la presión de las bombas, y envió a las cuadrillas de trabajadores del SUTAGUA (Sindicato Único de Trabajadores del Agua) a cerrar las válvulas bajo la protección de la policía capitalina, responsable, a partir de ese momento, de custodiar los pozos y casas de bombas.

Hacia la una de la tarde del día 26 tuvo lugar la primera batalla campal entre habitantes del Estado de México y de la ciudad. La causa: la propiedad no aclarada de un pozo ubicado justo en el límite de ambos estados, cerca del Sector 12 (antes llamado Delegación Iztapalapa). Las cámaras de televisión transmitieron en vivo las pedradas, botellazos y el retiro de los heridos.

Muy cerca del escenario de la pelea, otra turba intentó detener uno de los camiones cisterna que todos los días distribuyen agua. El chofer, presa del pánico al observar cómo la multitud armada con palos y cuchillos le cerraba el paso y exigía a gritos la entrega del vehículo, aceleró al máximo y aplastó a doce personas.

El día 27, la radio y la televisión difundieron la terrible noticia: del Lerma y del Cutzamala no llegaba ni una gota de agua. Sin ánimos revanchistas, desde el día 25 informé de la inactividad de ambos sistemas hidráulicos en mi columna El Tablero de La Tribuna. Ambos sistemas estaban resguardados por un contingente embozado del ejército. Con ello, volví a demostrar la participación directa del gobierno federal en el asunto. En vez de aplausos o reconocimientos, los palafreneros de Ramírez me lincharon de nuevo desde sus espacios de radio, televisión y prensa (“Por humanidad…” vociferaban “…algún manicomio o casa de asistencia debe hacerse cargo del compañero Juan Alberto Medina”). Ninguna de las auto-nombradas “plumas críticas de la sociedad” salió en mi defensa, aun y cuando sustenté mi testimonio con una serie de fotografías y un video.

La escasez abarcaba el ochenta y cinco por ciento de la ciudad. En el resto, la presión del agua no alcanzaba a llenar cisternas y tinacos. Los tirajes de los periódicos volvieron a agotarse. En la radio y la televisión la noticia se difundía en matices cromáticos que iban del amarillo al negro. Reportes falsos, erróneos, contradictorios, chismes, radio-pasillo, versiones poco fidedignas, testimonios anónimos, complots: La Guerra del Agua se libraba en las trincheras de la información.

Finalmente, la programación habitual de todos los canales fue cancelada y los noticieros acapararon todos los espacios.

El 28 de abril Jorge Cortina decidió cerrar todos los pozos y casas de bombas para contener el consumo. Entonces, miles de personas salieron a las calles. Secaron las fuentes del Paseo de la Reforma, de la avenida Álvaro Obregón, de los parques México, España y Lira; rebajaron casi a la mitad el lago Chapultepec (que por el permanente estado verdoso del agua no era tan apetecible), así como los canales de Cuemanco. Xochimilco, debido a la imparable rapiña, estuvo a punto de perder su estatus de “Patrimonio de la humanidad”.

Conforme pasaban las horas, la desesperación de la gente aumentaba y la red pública se secaba inevitablemente. Las zonas ricas y lujosas de la ciudad tampoco tenían suministro, pero el volumen de sus tinacos, cisternas y piscinas les ayudaron a paliar la escasez.

Los asaltos a cadenas de autoservicio aumentaban en forma exponencial. En el Sector 13 (antes llamado delegación Gustavo A. Madero), la policía era insuficiente. Hordas imparables de saqueadores luchaban una guerra de guerrillas. Cuando las patrullas acudían en auxilio de una tienda, los ladrones asaltaban la de la esquina. Cuando los uniformados cruzaban la banqueta o corrían hacia el siguiente comercio, los “guerrilleros” regresaban por las últimas botellas, garrafones de agua Electropura y cualquier otro líquido apto para el consumo humano. En este juego imparable de policías y ladrones no faltaban las denuncias contra los propios uniformados: a río revuelto, también hacían por su causa.

Durante las noches eran comunes los “cortinazos” a misceláneas, lonjas mercantiles y estanquillos de los barrios populares. Se incrementaron los robos de vehículos, auto-partes y a casas habitación, donde el botín más socorrido se buscaba en el interior de los refrigeradores.

Decenas de agrupaciones vecinales protestaron ante el gobierno capitalino, pues la policía actuaba en complicidad con los ladrones. Numerosos testigos demostraban a través de videos caseros la participación de granaderos e integrantes del escuadrón de motopatrullas en los asaltos. A su vez, frente a las cámaras de la televisión, los denunciados acusaban a sus superiores de forzarlos a “pagar su derecho de piso” mediante la entrega de veinte litros diarios por uniformado. La población debió organizarse en patrullas nocturnas para proteger su patrimonio y las reservas de agua. 

Las reformas constitucionales habían transformado al país en una gigantesca arena de lucha libre, donde los golpes prohibidos se asestaban sin miramientos, aprovechando que el réferi, encarnado en el presidente de la república, se volvía hacia la multitud para escuchar cómo le mentaban la madre.

Mientras tanto, el presidente Alfonso Ramírez, creador del nuevo orden o “desmadre mexicano”, supervisaba el recién instalado sistema de riego de la residencia oficial. Gracias a una red hidráulica privada, ni él ni su familia sufrían por la carestía. Aún con las consecuencias de la parálisis facial que lo mantenían sonriente a toda hora, pensaba en la pronta aniquilación de su enemigo.

—Ya te chingadte, Codtina.dijo mientras degustaba, sin sospecharlo, su último tequila como jefe del poder ejecutivo.

Ese mismo día 28, alrededor de las cinco de la tarde, Jorge Cortina reconoció frente a la prensa que la crisis hidráulica no se resolvería en pocas horas dadas las posturas de ambos gobiernos.

—La ciudad se está quedando sin agua. La Comisión de Aguas me ha propuesto que utilicemos las reservas del subsuelo mientras llegamos a un acuerdo, pero están muy contaminadas y alcanzarían apenas para un par de meses, racionando al máximo el consumo—dijo amargamente, con cara de quien ha perdido todo en las carreras. Su actitud combativa era un recuerdo de mejores épocas. Llevaba el cabello un tanto alborotado y grasoso. A diferencia del maquillado Gordo Castillo, sin los efectos de una buena capa de colorete, la piel de Jorge Cortina lucía desastrosa. Padecía de diabetes y en los últimos días, debido a la falta de descanso y de una correcta alimentación, una enfermera vigilaba sus pasos a toda hora. A causa de la enfermedad le acometían prolongados periodos de sed en el momento menos oportuno, pues conseguirla pura y cristalina era misión imposible.

Antes de concluir la conferencia, Cortina emitió el bando número treinta y siete, que clausuraba indefinidamente baños públicos, balnearios y talleres lavacoches; suspendía el riego de áreas verdes y amenazaba con la cárcel a quienes desperdiciaran o lucraran con el agua.

 

En la televisión, naturalmente, no se hablaba de otra cosa. Las dos cadenas más importantes organizaron, cada una por su lado, un panel de análisis y debate integrado por políticos, científicos e investigadores. En Crisis Hidráulica, programa de TV del Valle, se analizaba cada palabra del anuncio del Gordo Castillo, “con el ánimo de entender su dimensión”, según remarcaba el gris conductor (como si no fuera suficiente el caos en la ciudad), y para determinar con los constitucionalistas más destacados si el gobernador se había extralimitado o no en sus atribuciones, o violaba las incomprensibles reformas políticas.

En Tele-México, el monstruo del entretenimiento, la cobertura especial del conflicto se titulaba “México, D.F.: la ciudad de la sed”.

Si bien las diferencias económicas entre las dos cadenas eran evidentes, sus debates, comentarios y conclusiones eran iguales, y no ofrecían las respuestas que la sociedad necesitaba. El panel de Tele-México estaba conformado por tres destacados académicos de la UNAM, un arquitecto, un intelectual autor de “profundos” libros de análisis político y dos representantes vecinales.

El arquitecto de apellido González Gálvez sentenció: “La ciudad ha llegado a su fin debido a la falta de planeación y compromiso por parte de los gobiernos. Si me hubieran escuchado hace cuarenta años no estaríamos viviendo esta desgracia”. El sesudo intelectual afirmó: “La historia es un constante retorno al punto de partida” y después comenzó a citar párrafos de sus propios libros. Las opiniones de los académicos se perdían entre fórmulas y razonamientos científicos incomprensibles para el grueso de la gente, que se resumían en la frase de cajón “sin agua no se puede vivir”. Después, en entrevistas enlazadas, los líderes de los partidos políticos, desde sus oficinas, dieron su opinión. El dirigente del partido oficial, el Bicolor, defendía al presidente Ramírez: “La situación es producto de la democracia que respira el país y poco a poco sociedad y gobierno se irán acostumbrando a los cambios y a asumir las responsabilidades de la libertad”. La presidenta del partido de izquierda, interrumpiendo su luna de miel en Cuba, afirmó: “la cancelación del suministro de agua es una artimaña perfectamente planeada para aumentar los precios de la leche y la gasolina”. Al final del enlace, el coordinador de los diputados bicolores, Francisco Monzón Suárez, correligionario y enemigo del presidente Ramírez, se disponía a criticar las reformas políticas así como la maniobra del Gordo Castillo, pero una aparente falla en la transmisión lo sacó del aire, y nadie pudo o quiso corregir el desperfecto.

Por último, los dos líderes vecinales, alejados de ideologías o compromisos políticos, abordaban la crisis con seriedad. Conscientes de los sucesos, vislumbraban graves conflictos sociales que podrían provocar una revuelta en la ciudad y, quizá, hasta una “guerra” entre habitantes del D.F. y del Estado de México, como ya había ocurrido en el Sector 12. En opinión de la líder del Sector 10 (antes llamado Delegación Coyoacán) debía de “…impulsarse un acuerdo entre los dos estados y el gobierno federal que resuelva las demandas y necesidades comunes. Este es el país de todos los mexicanos”. ¿Qué es eso de que los recursos son de unos cuantos?”.

Más tarde, el servicio meteorológico también tenía malas noticias: según la información del satélite, una onda intensa de calor se sentiría durante toda la semana provocada por el fenómeno del Calentamiento Global. 

Las clases se suspendieron en todas las escuelas de la capital, incluyendo las de nivel medio y superior.

Las fábricas y embotelladoras de refrescos se convirtieron en el blanco preferido de los saqueadores. Los accionistas de dichas empresas se declararon en alerta máxima y exigieron al gobierno de la ciudad protección para sus instalaciones y camiones repartidores. Las empresas cementeras, luego de cerrar sus fábricas, adelantaron las vacaciones a todo el personal de confianza y disminuyeron la jornada de trabajo. La mayoría de los comercios permanecían cerrados. Las oficinas públicas y privadas laboraban medio día.

En las clínicas y hospitales la situación era crítica. Las botellas de suero se agotaron rápidamente. La capacidad de tinacos y cisternas había disminuido a menos de la mitad. Por ello, la Secretaría de Salud capitalina ordenó de inmediato que el agua potable se destinara exclusivamente al cuidado de los enfermos según su cuadro clínico. Los empleados no podían usar más de dos veces al día los sanitarios, y los visitantes debían presentar ante el guardián de los baños (por lo general una enfermera o un policía, si aún no había desertado), un permiso especial firmado y sellado por el director o encargado del hospital.

Las agrupaciones vecinales presentaron una nueva denuncia: miembros del gobierno federal y capitalino traficaban con agua. Todas las noches, afirmaban, se extraían grandes volúmenes de los pozos ubicados en los sectores 3, 4, 5 y 6 (antes llamados delegaciones Miguel Hidalgo, Benito Juárez, Tlalpan y Magdalena Contreras, respectivamente). Después, por medio de pipas, el agua iba a parar directamente a las cisternas de los funcionarios. Por lo anterior, los grupos más radicales decidieron apoderarse de los pozos para administrar y repartir, según sus propias reglas, el agua entre la población. 

Los representantes del Honorable Cuerpo de Bomberos analizaban dos posibles y escabrosos escenarios: primero, si los enfrentamientos en la ciudad —sobre todo en el oriente— provocaban algún incendio, debían actuar rápidamente procurando no agotar las reservas de los camiones-cisterna y, segundo, que la multitud embravecida tomara por asalto sus estaciones para quedarse con el agua. 

Por desgracia, ambas suposiciones se cumplirían con exactitud.

Hubo quienes no desaprovecharon las circunstancias e hicieron algún dinerito, violando el bando 37 del gobierno de la ciudad. En las gasolineras, por ejemplo, el agua destinada a los motores comenzó a venderse a precios exorbitantes. Sin embargo, el negociazo les duraría poco a los concesionarios: la gente, indignada por el lucro, tomaría por la fuerza las instalaciones y se adueñaría, más tarde, de fábricas de hielo, paleterías, cantinas y de todos los lugares donde se sospechara, con razón o sin ella, que pudiera existir la mínima cantidad de agua potable. Al apretar la sed, semanas más tarde, excavarían gigantescas zanjas en busca de ríos subterráneos y serían capaces de matar por una botella de medio litro.

Ante tal escenario, el día 29 de abril del A.I. (año impronunciable), el presidente Ramírez citó en la residencia oficial a los integrantes del gabinete de seguridad interna, entre ellos al general Gonzalo Vargas, titular de la Defensa Nacional, al procurador general de la república, al secretario de Salud y, por supuesto, al Gordo Castillo y a Jorge Cortina.

La reunión no se diseñó para solucionar el problema sino para linchar, a lo largo de siete horas consecutivas, a Jorge Cortina, bajo la complacencia del presidente de la república y la mirada divertida del general Vargas.

Alfonso Ramírez bostezaba al escuchar los argumentos de Jorge Cortina, o se rascaba su extensa frente cuyo límite se extendía hasta la nuca. Antes de la reunión se habían puesto de acuerdo para que cada vez que él saliera a la terraza a despejarse y estirar las piernas, el Gordo Castillo se mofara de las imperfecciones cutáneas de Jorge Cortina. Cuando el presidente Ramírez volvía a escena, Cortina, fuera de sí, solicitaba su intervención, pero Ramírez se negaba bajo el argumento de que las reformas constitucionales se lo impedían.  

—Él mismo firmó el acuerdo, Alfonso. Aquí está su firma y estos son los recibos por los pagos del agua —reclamaba Jorge Cortina, exacerbado, con algunos mechones canosos sobre sus lentes de carey.

—Yo no doy quien para resolfer di la firma ed de él o do. —respondía Ramírez.

Jorge Cortina no sabía si enfurecerse más por la sucia maniobra en su contra o porque a lo largo de la maratónica sesión, sabedores de su diabetes, jamás le ofrecieron un vaso con agua. La estúpida sonrisa de Ramírez lo desesperaba a tal grado que hubiera deseado brincarle encima para quitársela, jalando hacia todos lados las abundantes patillas que encuadraban su rostro.

A las diez de la noche, el presidente Ramírez mostró por fin sus cartas y sin más rodeos, lanzó el anzuelo:

—Mira, Jorge, tú dituadión ed muy grafe. El gofernador Cadtillo dólo defiende lod intereded de du tierra y, en fista de los grafes delitod que de te imputan, lo mejor, dedde mi punto de fidta, ed que pidad lidendia a tu cargo y prepared tu defenda. Di lo haded, y aquí edtá el procurador, tendrád un juicio judto, apegado a derecho. El gofernador Castillo, por du parte, normalidara el duministro. ¿Qué led parece, caballerod?

Todos, excepto Jorge Cortina, asintieron. Las verdaderas intenciones del presidente  se le revelaron de golpe. Durante unos segundos recordó a su extinta aliada, Griselda Sáisar. Cuántas veces había estado en reuniones inútiles e interminables como a la que él ahora asistía, soportando las cínicas propuestas de Ramírez y los golpeteos desestabilizadores contra su administración. A toda hora, la gobernadora recibía llamadas intimidatorias y amenazas de muerte. Jorge Cortina se sintió acorralado y pensó: “Qué caso tiene seguir con esto, cuál es el objeto de luchar y exponer mi vida y la de mi familia”. Justo antes de responder y tirar todo por la borda, el Gordo Castillo abrió la boca:

—Si no lo haces, espérate hasta la temporada de lluvias —dijo, lanzando una carcajada hueca. El general Vargas festejó la gracejada arrugando la cicatriz que nacía en la sien izquierda y terminaba debajo de su boca. Alfonso Ramírez también pareció celebrar el chiste, pero él no controlaba en esos momentos los músculos de la boca. Su mirada congeló al Gordo Castillo.

—Por favor, deñor gofernador, no edtamod jugando.

El comentario burlón del Gordo Castillo removió algo dentro de la mente de Jorge Cortina.

—Muy bien, Alfonso, necesito tiempo, y que a la prensa no se le mencione nada. Para no generar más caos en la ciudad.

—Al contrario, Jorge. Badtará con mendionar que ya hay un punto de acuerdo entre lad parted y los cafitalinos edtarán mád tranquilod.

Afuera de la residencia, el Gordo Castillo y Jorge Cortina, por separado, expresaron su satisfacción por el avance de las negociaciones aunque de momento no podían difundir los primeros resultados. “La solución está cerca”, dijeron.

El jefe de gobierno se comunicó con sus principales colaboradores y se marchó directamente hacia su oficina para organizar sus ideas y responder lo antes posible a la propuesta del presidente. “Espérate hasta la temporada de lluvias” le había dicho el Gordo Castillo. Ahí estaba la respuesta.

Alfonso Ramírez estaba satisfecho, pero no confiado. En cuanto Cortina solicitara licencia, lanzaría en su contra a toda la caballería del Estado. No le dejaría ningún espacio que le permitiera continuar políticamente vivo. Lo hundiría hasta cansarse, y ya sin la presencia de tan incómodo vigilante, podría dedicarse con calma y sin distracciones a negocios más lucrativos.

Antes de irse a descansar, uno de sus asistentes le entregó el último parte informativo del día. Leyó despacio el cable. Quien no estuviera al tanto de su padecimiento facial, hubiera creído que se alegraba al conocer que la sociedad capitalina saldría a las calles a exigir la normalización del suministro de agua.

Diversos grupos sociales convocaban a una manifestación. El destino de millones estaba en juego y las diferencias entre un par de pendejos no eran argumentos para finiquitar el futuro de la ciudad. Preocupado, imaginó disturbios afuera de la residencia oficial. El general Gonzalo Vargas y el procurador general de la república le recomendaron que suspendiera las garantías individuales en la ciudad y que prohibiera cualquier reunión pública. Así lo hizo.

A las once de la noche, el gobierno capitalino, rebasado por los sucesos, atestiguaba cómo la población se apoderaba de la mayor parte de los pozos de la ciudad. La Secretaría de Seguridad Pública capitalina no podía recuperarlos o impedir los desmanes, pues el número de efectivos había disminuido por la deserción de cientos de policías que en ese momento buscaban agua junto a sus familias.

Nadie podía contener los robos a almacenes y tiendas de autoservicio. En toda la ciudad estallaban balazos y riñas callejeras. La gente se miraba con desconfianza, y ante cualquier movimiento en falso salían a relucir piedras, palos y armas de fuego.  

En la Jefatura de Gobierno, Jorge Cortina continuaba reunido con sus colaboradores más cercanos. Mi primera impresión al ver a la gente subir y bajar, cargando pesados archivos, o redactando oficios y circulares, fue que Cortina se preparaba para entregar el gobierno. Cuando conversamos brevemente no lo noté cansado o nervioso, a pesar de las largas jornadas de trabajo. No quiso responder puntualmente a mis preguntas. Se limitó a decir que las cosas pronto se arreglarían. Se acomodó los lentes, se pasó la mano por el cabello y entró a una de las salas de cómputo del Ayuntamiento.

Posteriormente, a través de la circular número 23, el gobierno del Distrito Federal informaba que el 2 de mayo, a las diecinueve horas, Jorge Cortina Zepeda anunciaría a los habitantes de la Ciudad de México las medidas que normalizarían el suministro de agua.

No pude entrevistar ni al presidente Ramírez ni al Gordo Castillo. El primero prefería no mostrarse ante los medios por los efectos de la parálisis facial, y al gobernador lo habían mandado de nueva cuenta a la casona de Chimalistac. ¿Qué esperaban ambos del anuncio de Jorge Cortina? Cualquiera que hubiera sido su respuesta, ambos personajes debieron dormir tranquilos, confiados en que el Garapiñado daría su brazo a torcer.

Los periódicos daban por hecho la solicitud de licencia de Jorge Cortina, según versiones anónimas muy cercanas al jefe de gobierno. Por mi parte, me limité a escribir en mi columna que si él renunciaba, el Gordo Castillo y Alfonso Ramírez debían hacer lo propio y someterse a juicio político.

En la fecha y hora señalada, Jorge Cortina apareció junto a su gabinete en el patio principal del Ayuntamiento. Vestía un traje negro y repasaba algunas notas. Por ningún lado se veía a la enfermera que vigilaba el nivel de azúcar en su sangre, señal de una posible mejoría. Se había preparado un proyector y una amplia pantalla. Unas doscientas sillas ya estaban ocupadas por decenas de líderes y representantes vecinales, asambleístas y los jefes de los dieciséis sectores capitalinos. Si Cortina pensaba renunciar en ese contexto tan sofisticado y concurrido, sería sin duda una gran despedida. ¿Eran necesarios el proyector y la pantalla? ¿Para qué? ¿Para difundir los últimos “logros” de su inestable administración?

Jorge Cortina era un gran jugador de ajedrez político, un hueso duro de roer. Lo demostró esa noche.

 

 

El jardín de las delicias

 

 

 

 

Datos vitales

Jorge Vázquez Ángeles nació en Tacubaya, Ciudad de México, en 1977. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en el rubro Jóvenes Creadores. “El jardín de las delicias” (2009), publicado bajo el sello de Editorial Jus, en su serie Contemporaneos, es su primera novela.

 

También puedes leer