De lo que pasó en la sierra, cuento de Roberto Ríos Michel

Roberto Ríos Michel 

Roberto Ríos Michel (Puerto Vallarta, 1981) fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en la generación 2009-2010. Presentamos uno de sus relatos como parte de la “Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea.”

 

 

De lo que pasó en la sierra

 

 Carreras tan desgraciadas

esas carreras del cerro.

Corrido popular

 

 

Hay allá por la costa norte, en Jalisco, un cuadro montañoso muy cerrado. Los árboles se empinan en unos cerros altos y de tierra roja, y los arbustos que trepan por los árboles se enredan y se ciñen de manera compacta. Cuando caen las lluvias, el verde que conservan los cerros todo el año se vuelve oscuro. Entonces la montaña suelta sus alientos, llenando las laderas de un aire frío. Ese viento baja hasta los pueblos como en remolino; luego sube; pero la neblina que trae desde lo alto la olvida casi encima de los tejados.

            Por una de esas laderas baja un río de agua helada, que arrastra los frutos de las coníferas como si fueran barcos. Uno los ve perderse en la corriente rápida, ladeando las piedras gruesas que  encuentran por el cauce. Hasta arriba, en una meseta que se forma  en medio de la sierra, se encuentra la cruz de Arciaga, el vaquero que murió en los cuernos del toro Flor de capomo.   

            De los pueblos que en la sierra enclavan, El Tuito es el más grande y el más conocido. Por ahi de marzo la gente se organiza en peregrinación a la meseta. Llevan cargando la figura del patrono y luego la ponen donde una capilla que está cerca de la cruz. Allí  celebran misas, esperanzados en que las lluvias no se retrasen y salgan buenas sus cosechas. Hay quien también le lleva veladoras a la cruz de Arciaga. Dicen que lo han visto, tapando con sus manos ensangrentadas el enorme boquete que le causó el toro.

            Poco antes de la cima, el camino se desvía por una vereda que lleva al manantial del río. Hasta allí van las gentes a diario por su agua. Y ahí fue donde apareció muerto,  atravesado el estómago por un machete sierreño, Eliezer Romero, el joven que se burló del consejo de su madre.

            La madre tuvo por nombre Guillermina, y por más señas fue la encargada de la  tienda Conasupo. Dinero nunca le faltó a la mujer, atenida en parte por la venta del rancho que le dejó el marido, y en mayor parte por los abusos que acostumbraba cometer en la tienda. Era una hembra de carácter. Tenía el cuerpo ancho, y tras de sus gruesos lentes escondía una mirada que le servía para escarbar por dentro de uno. Hasta se decía que ella había matado al marido, cuando lo descubrió con una de las muchachitas de Silveria.

            A quien nunca pudo ponerle freno fue al hijo. Ese nomás no tuvo derecera.

            Anduvo siempre de pendencia, arrancando a los pueblos donde surgían los bullicios de los bailes y las charreadas. Y para andar de allá pa acá se atenía a su caballo. Tenía un zaino cuatralbo, muy arisco, bueno para las carreras. Y ayudado en el animal  hacía sus desmanes. Se contaba que tenía una novia en cada pueblo, y que a todas las dejaba encalilladas con la promesa de la boda.

            Su madre alguna vez le dijo que se anduviera con cuidado, que estaba bien eso de andar de chile frito con las mujeres serranas; pero que  tuviera su cuidado con las muchachas de la costa, donde no se sabía cómo era la gente.

            Eliezer nomás se reía.

 

Pero el pleito llegó por una de las muchachas del Tuito, una tal Mireya.

            Cierta tarde, cuando ya estaba por pardear, llegó un hombre a la tienda Conasupo.

            —¿Qué se te ofrece, Nicolás, no me digas que vienes otra vez a pedir fiado?

            —No, doña Guille, cómo cree, nomás vengo a darle un aviso.

            —¿Y qué clase de avisos puedes dar tú, Nicolás?

            —Pues es uno… Aunque de ahí si usted quiere apuntarme una pomada de árnica…

            Y el hombre a quien nombraban Nicolás se había quedado callado. Miraba a doña Guille con unos ojos de tristeza, casi de súplica. Luego dijo:

            —…Es para la mujer, anoche ni pudo dormir por las reumas.

            —¿Y no será que luego vas a ir con el doctor a venderle la pomada?

            —¡Cómo cree, doña Guille! Ya dejé la tomadera…

            —¡Te vas a ir al infierno por mentiroso, Nicolás! ¿No vino ayer un muchacho a decirme que te habías gastado lo de la venta de tu borrego? ¿No vino a decirme que te había encontrado en la banqueta, prendido a la botella de raicilla?

            —No crea de los chismes, doña Guille, le digo que ya dejé de tomar. ¿Cómo quiere que tome si la Mencho no me deja pegar el ojo con sus dolencias?

            Doña Guillermina había seguido regañando al hombre, recriminándole el abandono que le tenía al hijo de dos años:

            —¡Pobre criatura! ¡Vergüenza debería de darte! Él está crío, Nicolás, necesita de su padre… ¡Y tú gastándote el dinero en el vicio! Buen ejemplo le estás dando no creas…

            Luego Guillermina  había terminado por apaciguarse. Mientras lo hacía, iba sirviendo el mandado para el hijo de Nicolás.

            —Y toma la pomada —le dijo—. ¡Pero que no se te olvide pagarme con la cosecha!

            Nicolás tomó las bolsas. Cuando cruzaba la puerta se acordó del asunto que lo había llevado a la tienda. Entonces se volvió y miró a la mujer que lo había atendido:

            —Andan buscando a su hijo, doña Guille —le dijo, muy serio—, dígale que los Segura lo andan buscando.

            Doña Guillermina esperó esa noche la llegada de su hijo.

 

Eliezer no tomó en serio la recomendación de su madre. Llegaba de ver a Mireya, donde los hermanos de la muchacha lo habían topado en la vereda del río:

            —¿Tienes planeado ir al baile, Romero? —escuchó que le decían.

            —Lo que yo tenga planeado no creo que sea cosa que te concierna, Vidal             —respondió.

            —Te equivocas, Romero  —volvió a escuchar—, me concierne y tú lo sabes. Y sábete también que mi hermana no es para tus juegos.

            Eliezer se había ido por su lado. No quiso sostener la conversación con ese hombre que ya se ponía muy necio. El ligero trote de su cuatralbo fue seguido con la mirada de los hermanos Segura. Cuando ya estaba a distancia, Vidal alcanzó a gritarle que no volviera por esa noche, porque lo iba a estar esperando.

            —Hazle caso —le dijo Guillermina a su hijo—. Esa gente no se anda con cosas.

            Eliezer se burló:

            —Son unos mocosos, madre Guille,  nada pueden hacerme—. Y  se había metido al baño.

            Ella escuchaba los jicarazos de cuando en cuando.  Después lo siguió a la recámara.

            —No insista, madre Guille, ya quedé con la Mireya.

            La madre lo vio cambiarse; Eliezer salió para montar su cuatralbo. Entonces ella lo detuvo. Con una voz de ruego le pidió que le hiciera caso, que lo hiciera por ella, que le hiciera caso siquiera nomás esa vez.

            Y así se había quedado, pidiéndole ese favor a su hijo.

 

Ahora le venían con la noticia de su muerte. Le contaron que el zaino se había parado, que llegando a la vereda se paró y le dio por atrancarse, como si ya presintiera el destino de su dueño.

            Ella no quiso recibir el cuerpo. Lo tuvieron que llevar donde unos parientes para velarlo. Tampoco se dignó a presentarse ninguna de las dos noches que duró el velorio.

            Pero apareció en la iglesia, en la misa de cuerpo presente. No iba de luto, traía un vestido estampado, y, apuñada en su mano derecha, firme para que no se le fuera a soltar, llevaba un trozo de la chavinda de su hijo. Las gentes la miraron llegar hasta él y levantar la tapa del féretro. Entonces se soltó en llanto. Mientras lloraba, levantaba con ganas la mano donde llevaba la chavinda y le pegaba de azotes al cuerpo, uno tras otro, fuertes, que hasta childeaban en el aire por las fuerzas con las que se los daba.

            —Tú no eres mi hijo —le decía—, tú me desobedeciste y yo te desconozco como hijo —. Y seguía llorando.

            Las mujeres que estaban al frente alcanzaron a mirar cómo, después de varios azotes, el cuerpo de Eliezer Romero se comenzó a retorcer. De sus ojos muertos brotaron, primero quedito y después ya incontenidas, unas lágrimas gruesas, pesadas.

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