Nueva narrativa ecuatoriana No. 3: Paul Herrmann

Paul Herrman

En el marco del dossier Nueva narrativa ecuatoriana, preparado por Xavier Oquendo, presentamos un cuento y dos capítulos de la novela “El Danubio azul” de Paul Herrman (Quito, 1973). Ha publicado los libros de cuentos Puntos de fuga (2001) y Cazador de brujas (2008). Se desempeña como editor de revista La Casa desde el 2003.  

 

 

 

 

Diálogo entre el viento y el mar

 

A papá

 

¿Por qué me desenterraste del mar?

RAFAEL ALBERTI

 

Estaba quedándome dormido cuando escuché a papá cerrar la puerta del estudio y subir las gradas arrimándose en la baranda, haciendo sonar lo menos posible sus pantuflas color café con leche, desgastadas en los talones, salpicadas de manteca.

Entreabrí los ojos: la luz de la calle reflejó su cuerpo en la pared en el preciso momento en que se sacaba su bata azul marino y ocupaba su lugar junto a mamá.

-¡Negrita quiero morirme!

-¿Pero por qué pues Ernestito? –le preguntó mamá con voz de sueño, para inmediatamente después incorporarse y mirar por sobre su estómago cual caparazón de tortuga marina, hacia la cama que habían puesto junto a ellos, por piedad a mi temor a los fantasmas.

-¿Y por qué pues Ernestito? –volvió a preguntar ya sin temor de que los escuchara.

-Porque extraño el mar –confesó papá y empezó a hablarle de Valparaíso, la ciudad costanera en la que había vivido antes de que Pinochet lo obligara a refugiarse entre montañas.

Y de la arena convertida en castillo, fría como la escarcha de un refrigerador, en la que ponía a los soldaditos de plomo que su mamá le regalaba a nombre de un padre que nunca regresaba de la guerra. De los buques encallados en los que había aprendido a beber a pico y fumar en pipa. Y de las balsas que volvía fogatas para amar a la mamá de mis dos medios hermanos…

Yo lo entendí. Lo entendí porque los cuentos que papá contaba siempre hablaban de escafandras y batiscafos, de cuadrantes y astrolabios, de batallas navales, corsarios y nautilus. Tanto así que la única canción de cuna que recuerdo completa es la del marino…

En alta mar / había un marinero / que su guitarra / gustaba de tocar / y cuando se acordaba / de su patria querida / tomaba la guitarra y se ponía así a cantar / en alta mar / en alta mar / en alta mar…

 

Y lo entendí además, porque recordé la dicha que papá sentía cuando solíamos ir a la playa. Que apenas si empezaba a disfrutar cuando todos estábamos cansados de no poder dormir en sábanas arenosas. Que apenas si empezaba a broncearse cuando todos teníamos las espaldas, de tanto sol y sal, semejantes al cuero de los bacalaos que se venden para la fanesca de Semana Santa. Mi papá se daba cuenta, y aunque no decía nada, se ponía de mal genio y empezaba a tararear Diálogo entre el viento y el mar, o algo así,  como para hacerle comprender a mamá que sus problemas se debían a que él era hijo del mar, y ella de las montañas y del viento.

-Vendamos los autos y la casa y pongámonos un negocio –le propuso mamá algo propuesto más de mil veces desde que su distribuidora de materiales de construcción quebrara su sueño de hacer una casita a la orilla del mar, una casita en la cual poder escribir, al mejor estilo del otro Ernesto, una novela que hablara de pescadores…

-No negrita, el vivir tanto tiempo entre montañas ha hecho que pierda el horizonte.

Entonces me quedé dormido.

Por la mañana lo encontramos reclinado en su escritorio. Muerto de muerte natural. Junto a su cabeza de rizos desordenados, había una de esas caracolas en las que puede oírse el mar.

 

 

 

 

LA ANITA MENDOZA

(Capítulo de novela El Danubio azul)

 

Me habían dicho que Cojimíes quedaba en alguna ola del Océano Pacífico entre Muisne y Pedernales; que sus poquísimos habitantes habían votado por Víctor Loor a condición de que al llegar a la alcaldía no cumpliera su promesa de campaña, y no adoquinara las calles ni asfaltara el boulevard, sino que las mantuviera de arena. Me habían dicho además, que sus corvinas podían llegar a pesar más de treinta libras; que no era posible llegar por tierra y que su encocado de pescado era el platillo preferido de Poseidón. Lo que no me habían dicho, porque les parecía una obviedad, era que en sus mujeres se condensaba la belleza de las mujeres de los siete mares.

Cuando pusimos los pies en el muelle, le pregunté al mismo motorista que nos había llevado desde Muisne, donde podíamos encontrar a Anita Mendoza, con la convicción absoluta que no podía haber nadie en el pueblo que no la conociera ni supiera la historia que don Pepe acababa de contarme…

 

 

PEPE RAMIREZ

 

La Anita Mendoza  era dueña, a los doce años de edad, de una belleza que no pasaba desapercibida ni siquiera entre hombres (como los del poblado), acostumbrados a ver mujeres lindas como gaviotas en el mar.

Su cabello castaño oscuro era largo y lacio; y sus cejas y pestañas y ojos como del desierto. Tenía cuello largo, piernas largas, brazos largos, y piel de arena tostada.

Cuando Lenin Almeida (el viajero de cuarenta años de edad que había llegado a Cojimíes por caprichos de las corrientes) la vio con su vestido de lino blanco y sus pies de dedos como repulgues de empanaditas, sirviéndole el enconcado de pescado que le había pedido a su madre —la dueña del único salón del pueblo—, se sacudió en un espasmo y eyaculó. Si hubiese sido budista, abría dicho que tuvo una experiencia sexual tántrica, pero como era católico, o al menos creyente, pensó que había sentido lo que debían sentir los monjes medievales al ver materializarse a la Virgen, y comprendió que nada, excepto ella, tenía sentido en esta vida. Así que volvió a Quito, vendió la casa de La Floresta y la hacienda de Machachi que sus padres le habían dejado al morir, e incluso el Cadillac Eldorado  modelo 53 que se había traído de California, llenó una maleta entera con joyas y dinero y regresó a Cojimíes con una idea fija clavada, como flecha, en la cabeza: hacer suya a la Anita Mendoza.  

Cuando apareció, sombrero de paja toquilla y  barba crecida, en la casa de Julio Mendoza y Rosario Valarezo, los padres de Anita, y les pidió que le arrendaran un cuarto con el argumento de que ningún lugar del mundo era más hermoso que Cojimíes, estos no le creyeron, pues pensaron que todo podría ser mejor que ese pueblo olvidado por Dios en el que el mar se metía a las camas, con anguilas y mantarrayas, por alto que se construyeran las casas. Pero como eran pobres y asumieron que las maletas de lona verde que arrastraba estaban llenas de dinero, no solo le improvisaron una alcoba, sino que le dieron su único mosquitero.

Como la gente del poblado lo vio con desconfianza el poco tiempo que les llevó beberse los dos toneles de aguardiente que puso en medio del parque, no bien se tostó y aprendió a caminar descalzo, se convirtió en uno más y aguardó, navegando en su lancha a motor, pescando con caña, cabalgando y nadando, a que a la niña le crecieran las tetas.

Todas las mañanas, cuando Anita le servía café con bolones de verde, él veía bajo su escote, con el hambre con que la bruja del cuento le miraba el dedo a Hansel, si los limones de su pecho se trocaban, si no en naranjas, al menos en mandarinas.

Encontrarla saliendo de la regadera del patio envuelta en una toalla, con el cabello destilando agua; verla sentada en las sillas del comedor con los muslos bajo el sol; escucharla hablar con el acento local tan rico en vocales y pobre en consonantes, ponía a Almeida más cachondo que los camarones de la sopa. 

 

 Anita…

            Anita…

                        Aaah…

Se masturbaba, vertía sobre su estómago un hilito de semen tan espeso y blanco como pasta de dientes, y entonces se preguntaba qué mierda hacía, pudriéndose del calor en un pueblo de animales marinos prehistóricos, pudiendo estar en una cancha de tenis de Quito, bebiendo limonada con hielo, luciendo una camiseta polo de Ralph Laurent.

Pero en cuanto se levantaba los pantalones y se asomaba a la ventana y veía a Anita caminar por allí, como si nada en este mundo fuese digno de ella, los testículos volvían a cargársele y su deseo de poseerla se intensificaba.

Por eso una noche, cuando vio que Ramiro Cedeño, el dorado hijo adolescente del Vicealcalde la penetraba de pie entre los altísimos pilares de su casa, entró a la sala más agitado que un bufeo arponeado y pidió hablar con sus anfitriones.

«Don Julio, doña Rosario. Ustedes conocen de sobra la verdadera razón por la que durante este par de años he vivido en su casa, y creo que ha llegado el momento de que me den la mano de su hija. No soy tan joven ni apuesto como todos quisiéramos, pero tengo el dinero que se requiere para hacer feliz a cualquier mujer…».

Dos noches después, en su luna de miel, Almeida le retiró el vestido con ternura, le acarició la pelusilla dorada de la frente, las mejillas y, con el dorso de los dedos, las pasas frescas de sus senos.

La besó.

Anita sintió repulsión, no solo porque lo veía como a un viejo generoso pero extraño, sino porque después de haber sentido el frescor y firmeza de un cuerpo joven, la saliva de Almeida le pareció espesa y su lengua una morena de dientes aguzados, e intentó llorar y desprenderse. Intentó llorar y desprenderse únicamente el tiempo que le llevó a Almeida tomarla de un brazo, sentarla sobre la cama, pararse delante de ella y meterle su ansiosa verga en la boca.

—¡Chupa! —le ordenó, quiso amansarla de una vez y para siempre.

Y como la Anita era, al fin y al cabo, una hembra caliente, siguió las instrucciones, y minutos después estaba a gatas, jadeando de placer, gritando su múltiples orgasmos con más fuerza que los bufidos que en el negro agujero que podía verse a través del mosquitero de la ventana, lanzaban las ballenas jorobadas. 

Y aunque la Anita aprovechaba las innumerables horas que Almeida se hacía al mar para meterse en su cama con Ramiro Cedeño, y mirar sus ojos azules mientras sentía que se vertía en su interior, llegó a querer tanto a su marido que se negó a huir con su amante y las maletas llenas de dinero de las que tanto se había hablado, durante todos aquellos años, en las sobremesas del pueblo.

Pero como nada hay cabal en la viña del Señor, un día Almeida se estrelló, a cuarenta nudos, contra uno de los bancos de arena del engañoso mar y fue a parar, de cabeza, en la proa.

Anita tomó las maletas verdes y lo llevó en lancha a Pedernales primero, y en camioneta al hospital de Santo Domingo después, lugar en el que lo salvaron de la muerte pero no de la silla de ruedas.

Como a partir de ese momento, Almeida tendría que rodar y en Cojimíes, ciudad de arena y escaleras, eso era imposible, decidieron gastar gran parte del dinero que aún les quedaba en la renta de una casa de un piso, por la cual, una vez que sustituyeron el césped del patio por cemento y las escaleras por ramblas, Almeida se podía mover bastante bien.

Si la Anita le hubiese dicho a Almeida que debía rellenar las maletas cuando estas aún pesaban, digamos, cien libras, podrían haber comprado una tienda, un restaurante, algún negocio en suma, que les permitiera vivir pobremente el resto de sus vidas, pero como se lo dijo cuando ya no pesaban ni siquiera dos libras, y él no estaba en condiciones de trabajar, un día se sorprendieron discutiendo de dónde iban a sacar plata para la renta y la comida del día después.

Es en este momento en que Juanito Carrión —a quien le habían hablado de la belleza y la situación de Anita Mendoza— visitó a Almeida cuando este esperaba, tomando el sol en la acera, a que su esposa volviera de regatear en el mercado.

«Vamos a hablar sin rodeos —le dijo—,  su mujer es hermosa pero me imagino que ni siquiera sabe leer, así que la posibilidad de que se acueste con alguien para conseguir un trabajo en la Municipalidad está descartada, y como tampoco, creo yo, debe estar dispuesto a que el dueño de un negocio o el capataz de una finca no solo la tiren, sino que la exploten, le propongo que la envíe a trabajar conmigo al burdel que regento… No, no se exalte, déjeme terminar. La tendría reservada para mí y los clientes más exclusivos únicamente y, esto es lo mejor, le pagaría lo suficiente como para que puedan vivir como ustedes estaban acostumbrados. No, no me diga nada ahora. Considérelo, háblelo con su mujer… El burdel se llama Danubio Azul y está, por si decide aceptar mi propuesta, en el kilometro tres vía al Carmen. Ha sido un placer conversar con usted. Lo dejo, siga disfrutando del sol.»

A la tarde siguiente, Anita llegó al burdel arrastrando una de las dos bolsas verdes, de lona, con que Almeida había llegado a Cojimíes, y le dijo a Baldeón, el gigantesco portero, que quería hablar con el dueño.

—Mucho gusto Anita, sabía que vendrías —le dijo Juanito Carrión en cuanto la vio en la puerta salvajemente bella, sin sostén bajo su ligero vestido a flores.

—¿En cuánto tiempo piensa que podría llenar estas bolsa con billetes de mil sucres? —le respondió la Anita.

El Juanito sopeso la bolsa.

—Dos años —respondió.

—Uno —negoció la Anita.

—Pasa —le dijo el Juanito tomándola de la cintura. Primero debo saber si estás en condiciones de realizar este trabajo…

 

 

 

LA NEGRA TOMASA

(Capítulo de novela El Danubio azul)

 

El agua de coco puede resultar, al olfato y al gusto del forastero, exótica y exquisita, pero con los días se torna dulzona y, con los meses, profundamente empalagosa.

Empalagosa, esa es la palabra que mejor define a la Negra Tomasa.

A los quince años se enamoró tan empalagosamente de José Carabalí (un negro de veintidós años que en opinión de las leyendas locales le había ganado un duelo de marimba al diablo), que una noche después de un recital, entró a su cabaña sin que la empuje; se acostó en su cama sin que la recline; abrió las piernas sin que se lo pida y recibió, con gemidos pero sin quejas, en su delgado cuerpo de caña guadua, su verga de animal antediluviano.

La Negra Tomasa eran tan empalagosa como el agua de coco, porque saciaba su sed con agua de coco, cocinaba con agua de coco, se bañaba con agua de coco, se hidrataba la piel amplia, del color del café tostado, con un menjunje elaborado con agua de coco y, claro, cuando sintió que José se empezó a fijar en otras mujeres e intentó sacarla de su cabaña de los manglares, inventó, con agua de coco, ron blanco y su orina cristalina, una pócima amatoria para atraparlo.

Se la daba de desayuno, y cuando se iba, tomaba su camisa blanca y la impregnaba de sus fluidos repitiendo un viejo conjuro africano:

 

José con dos te veo,

Con cielo te hato,

La sangre la bebo,

El corazón te parto,

Que me quieras,

Que me ames

Que por mí te mueras;

Que cuantas mujeres vieres

Te parezcan feas y viejas.

 

Cuando más resultado la pócima y la oración estaban dando, José regresó a la cabaña y la descubrió haciéndole el mal. Y aunque los principales ingredientes del ritual eran la pasión y la ingenuidad, José Carabalí consideró que no se le podía hacer eso a alguien que había burlado a Satanás, así que la arrastró al manglar, colocó su cabeza sobre el fango y levantó el machete dispuesto cortarle la cabeza, de ser posible, de un solo tajo.

Afortunadamente para la Negra Tomasa, el diablo escogió ese momento para salir en su defensa y vengarse de su rival, enviándole decenas de violentos y veloces cangrejos, para que le corten, con sus tijeras del infierno, el tendón del tobillo, le cercenen el meñique de uno de los pies, y lo dejen sobre el lodo, gritando del dolor, desangrándose…

Mientras esto ocurría, la Negra regresó corriendo a su cabaña, metió sus pocos trapos en una bolsa, cogió las escasas monedas que encontró, salió a la carretera y le pidió un aventón a una Ford F 150 que apareció, de verde esmeralda y como un nuevo favor del diablo, en la carretera.

—¿A dónde va mi reina? —le preguntó con lascivia un gordo de guayabera y bigotes de pelos semejantes, por lo gruesos y espaciados, a las cerdas de un chancho.

—A Quito —dijo la Negra, como quien dice a Guayaquil o a Estambul o a Beirut.

—Llego hasta Santo Domingo nomás.

—Bueno… aceptó con timidez

—Sube —le dijo, recogiendo las chucherías del asiento.

La Negra se subió sabiendo lo que en el largo y polvoriento trayecto le esperaba, y sonrió…

 

 

 

Datos vitales

Paul Hermann (Quito, 1973). Escritor, periodista y catedrático universitario. Formó parte del Taller de Narrativa promovido por la Casa de la Cultura Ecuatoriana entre los años 1996-1999. Sus relatos Aligator y Yesterday obtuvieron menciones honoríficas en un par de ediciones de la bienal ecuatoriana de cuento. Diálogo entre el viento y el mar forma parte de la Antología del cuento ecuatoriano, y Outsider, de la colección que en 2007, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales le dedicó al fútbol. Yesterday, otro de sus relatos, ha sido incluido en los Invisibles, antología del muy nuevo cuento ecuatoriano, así como en las selecciones narrativas que publica la Campaña de Lectura Eugenio Espejo. También Al otro lado del farol y entre la niebla forma parte de estas antologías. La actriz Diana Borja llevó a al teatro su relato: Saludos de despedida. Ha publicado los libros de cuentos Puntos de fuga (2001) y Cazador de brujas (2008). Se desempeña como editor de revista La Casa desde el 2003.

También puedes leer