Contar las noches, nuevo libro de Vicente Alfonso

El narrador Vicente Alfonso (Torreón, 1977) ha publicado recientemente, bajo el sello de la UACM, el volumen de relatos “Contar las noches”, que recibió el Premio Nacional de Cuento María Luisa Puga. De este libro, presentamos el cuento “Epidemia”. Vicente Alfonso publicó la novela “Partitura para mujer muerta” que obtuvo el Premio Nacional de Novela Policíaca.

 

 

 

Epidemia

 

 

 

De lejos se veía como una mancha flotando en el agua verdosa; en medio del océano como un nido de sargazos. No era ni la sombra del cadáver recio que debió ser días antes: el sol lo había lamido, el mar lo había escaldado. Cuando nos acercamos nos dio lástima verlo al garete, sin coronas de flores, sin lápida, sin oportunidad de cumplir la vocación de los muertos, que es regresar al polvo.

            Llevábamos casi siete semanas sin tocar tierra. Así como el barco dejaba atrás una estela de espuma blanquecina que se perdía en el agua, nosotros comenzábamos a abandonar la esperanza del regreso. Y no era por el tiempo, sino por los rumores que llegaban cada vez con más fuerza: se decía que en tierra se había desatado una epidemia, que las víctimas se contaban ya por miles. Eso nos contagiaba de una preocupación oscura que en el rigor de las noches se parecía mucho al miedo.

Era mediodía cuando lo encontramos. No estaba totalmente desvestido, llevaba un pantalón de tela blanca sucio y roto, guantes en ambas manos y una alpargata en el pie izquierdo. Flotando así, boca abajo, era imposible determinar su origen: los días en el agua salada habían hinchado el cuerpo y nos fue difícil reconocer desde la borda el contorno de lo que podía haber sido un tatuaje en su espalda, pues ahora era sólo un bulto de carne corrupta. Sin embargo, el capitán dio la orden de recuperar los restos y guardarlos en un barril, por si acaso después obteníamos más elementos que permitieran aclarar la identidad de aquel sujeto o al menos la causa de su muerte.

            Allí comenzó la discusión. Era inevitable. El médico a bordo advirtió que la decisión podía ser peligrosa, pues no podíamos descartar que el cuerpo incubara males contagiosos.

            –Usted cumpla con su tarea –ordenó el capitán.

            –Mi tarea es también asesorarle, capitán.

            –Bien, pues ya lo hizo. Suban el cuerpo.

            –Entienda, es un riesgo innecesario  –insistió el médico.

            La expresión del capitán se endureció aún más. Algunos de los que fisgoneábamos comenzamos a alejarnos no sólo por temor a su ira estallara como un cristal contra el suelo, sino porque entendimos que izar al muerto podía ser peligroso si en verdad había sido víctima de la epidemia. Sin que mediara una palabra nos dividimos: una parte de la tripulación, menos de la mitad, miraba desafiante al capitán; el resto exploraba detalles nunca vistos sobre el piso de cubierta, oteaba el húmedo infinito o cruzaba gestos silenciosos y cómplices. Eso sí: nadie se movía.     

–¡Muévanse, carajo! –gritó el capitán–. ¡Olviden el barril: quiero ver a ese hombre tendido en la cubierta!

Retardando las acciones, algunos comenzaron la tarea de rescatar la carroña flotante: practicaban con parsimonia los nudos en las cuerdas, respiraban aire salado mientras con largos travesaños acercaban el cuerpo descompuesto.

            –No sea idiota, capitán. Le repito: es peligroso –insistió el médico–. Ya no podemos salvarlo. Lo único que gana es ponernos en riesgo a los demás.

            –¡Cállese! Usted ya cumplió con su deber;  le aseguro que ahora yo voy a cumplir con el mío.

            –¡Es una estupidez!

            El capitán no contestó, sólo lanzó un golpe seco al estómago del médico, que cayó pesado y aturdido sobre la cubierta.

            –Tiren a este idiota al agua  –ordenó a quienes no participábamos en el rescate del cadáver.

Así lo hicimos. El médico se ahogaba, manoteaba en medio de un miedo verdoso como el agua mientras los demás hombres extendían el cuerpo putrefacto sobre los tablones salados de cubierta. El viento olía a zozobra.

Las súplicas del médico manoteando en el agua se oían cada vez menos. O será tal vez que nos concentramos en examinar al muerto. La parte izquierda del rostro estaba mordisqueada por los peces, pero fueron sus manos enguantadas las que nos revelaron su verdadera historia: fue fácil reconocer que también era un médico arrojado por la borda de cualquier otro barco.

 

 


Señas particulares

 

 

Vino a la estación por primera vez en marzo del año pasado, con el paquete de copias y el rollo de cinta. Traía en la oreja un lápiz, al modo que los llevan los carpinteros. Yo estaba en mi oficina hablando por teléfono, y lo hubiese olvidado fácilmente de no ser por la cicatriz que le manchaba el pómulo. Digo que lo manchaba porque no era una cicatriz larga como la que deja un navajazo; parecía más bien una quemadura, una especie de borrón en medio de la cara. Contrastaba con el resto de sus rasgos, que entonces me parecieron infantiles.

Dio un par de golpecitos en la ventana y luego se metió como si fuéramos conocidos de toda la vida. A modo de saludo levantó el paquete de hojas que traía en la mano. Desde mi escritorio le hice una seña, le pedí que esperara. Había en sus movimientos un aire de preocupación. Parecía que estuviera haciendo algo meditado durante mucho tiempo.

Estuvo un par de minutos viendo por la ventana a las personas que pasaban, que entraban y salían de los vagones. Pensé que esperaba a alguien. 

            –¿Qué quiere? –pregunté apenas terminé la llamada.

            –Buenas. Vengo a pegar un cartel.

            –¿Tiene permiso?

            –Ajá –contestó.

            –Aquí déjelo –dije, extendí la mano–. Nosotros lo pegamos.

            –No es por nada, pero me gustaría pegarlo yo.

            –A ver. Déjeme ver –dije.

            Alargó hacia mí el brazo. El cartel era un retrato hablado.

            –La estoy buscando –dijo–; bonita, ¿no?

Vaya que lo era. Ojos grandes y expresivos, rasgos finos, sombras acomodadas con esmero. Con el mismo trazo, el dibujante había hecho un par de labios carnosos sobre los que flotaba un lunar apenas perceptible. Aretes largos. El cabello, corto pero no demasiado, parecía revuelto por un viento suave. En los hombros, un par de tirantes delgados sugerían un vestido de noche. Debajo del dibujo había sólo una frase: ¿La ha visto?  y un teléfono.

            –Como quiera –le dije–. Nomás no quite ninguno de los otros.

            Salió de la oficina, se enfiló a los andenes. Lo seguí. Como un pintor prepara el lienzo, el hombre despegó del tablero los restos de otros pósters y pegó el suyo. Se aseguró de que quedara bien fijo. Dio unos pasos atrás y se quedó mirando la cara de la mujer trazada a lápiz. No sé por qué, me dio la impresión de que estaba a punto de llorar.

            –Ojalá tenga suerte –deseé–. En serio.

            Pasaron cuatro, tal vez cinco semanas. A veces, al volver de mi ronda, me detenía a ver el dibujo: los labios, los ojos, el cabello. Me preguntaba entonces qué historia unía a esa mujer con el tipo de la cara marcada. Tal vez ella lo había dejado y él no se resignaba. Quizá ella misma era la autora de la cicatriz.

            Una tarde me di cuenta de que el aviso ya no estaba. No me extrañó: a veces la gente arranca los anuncios por ganas de molestar, por curiosidad o nada más porque le gustan. La  mujer del cartel era tan bonita que no me extrañaría que algún estudiante se lo hubiera robado para ponerlo en la pasta de un cuaderno. Además, hay otra situación: en no pocas pesquisas el desaparecido regresa por propia voluntad. Entonces son los parientes apenados quienes quitan los carteles y suspenden la búsqueda.

A principios de mayo, el hombre volvió a aparecer por mi oficina. Traía, como la primera vez, el rollo de cinta, el lápiz en la oreja, el paquete de copias. Pero esta vez me pareció cansado. Y más preocupado.

            –Ya vine –dijo. Parecía seguro de que iba a recordarlo.

Actuaba como si nos hubiéramos visto el día anterior.

            –¿Puedo? –levantó la mano con las hojas.

Asentí con la cabeza mientras veía el retrato. Era muy parecido al otro. Se trataba sin duda de la misma mujer, pero había en ella ligeras variaciones.

            –¿No sería mejor con una foto? –pregunté.

            –No sé. Aún si la tuviera, no estoy seguro de que fuera apropiado.

            –No se apure, va a ver que sí la encuentra –dije. 

Sentí ganas de preguntar quién era ella, por qué la buscaba. Estuve a punto de darle al hombre un par de palmaditas en la espalda como si fuéramos compadres. Pensé incluso en iniciar una conversación. Pero algo lo impedía, le enturbiaba el carácter del mismo modo que la cicatriz le manchaba la cara. 

Horas después, al terminar mi ronda, fui al tablero y me detuve delante del cartel. A mi lado los trenes arribaban, los pasajeros bajaban y subían, pasaban sin verme, evitaban mirarse unos a otros. Después de unos minutos concluí que la diferencia entre los retratos estaba en el cabello: en éste era un poco más largo, aunque seguía ondeando como si lo estuviera meciendo un viento leve. Más allá no había cambios: el arete largo, la gala sugerida por los tirantes del vestido. Y debajo, la frase ¿La ha visto? y el teléfono.

Yo me preguntaba qué tenía que ver ese hombre con una mujer como la del dibujo, cuál era la historia de esa pesquisa, de la elegancia de ella y el evidente descuido de él.

Esa vez el retrato sí permaneció en el tablero todo el mes. Poco a poco las esquinas comenzaron a doblarse, alguna mano anónima rayó una frase obscena. Luego alguien contestó con tinta diferente, hasta que el rostro de la mujer quedó irreconocible bajo una telaraña de rayones.

El hombre regresó a principios de mes con un nuevo retrato. Esa vez no fue siquiera necesario que entrara a mi oficina. Más que cansado, me pareció que estaba enfermo: ojeroso y taciturno, el resto de su cara parecía adaptarse a la cicatriz del pómulo. Sólo me hizo una seña desde la ventana y levantó las hojas. Yo asentí en silencio. Había algo en su persistencia que me decía que no estaba dispuesto a resignarse, que necesitaba encontrar a la mujer.

Así pasaron cuatro, tal vez cinco meses. Ahora que lo pienso, una vez llegué a creer que la imagen de ella se estaba diluyendo con el tiempo. Fue en diciembre. Yo hacía mi ronda y me encontré al hombre fijando en el tablero una nueva versión del retrato. Esta vez había diferencias importantes: la mujer aparecía un poco más lejana, de modo que el retrato incluía parte del torso. En efecto, llevaba un vestido de gala. Además era posible ver una mano sosteniendo lo que parecía el brazo de un violonchelo.

Bajo los ojos de él se habían remarcado las ojeras, y había dejado de afeitarse. Volteó a verme, pero no me saludó. Sólo inició la conversación asumiendo que yo sabía a qué se refería.

–Estuve pensando, ¿sabe? –señaló, se volvió hacia el retrato–. El detalle del violonchelo es importante. Pero no sé, siento que algo le falta…

–Tenía un lunar por aquí –dije. 

–De veras, eso es.

Entonces tomó el lápiz de su oreja y allí mismo dibujó el lunar. Aprovechó para añadir un par de trazos a los ojos, ensombreció los labios.

–Creo que así debe verse ahorita –dijo.

No supe qué decir. Tantas veces había visto el retrato de aquella mujer. En más de una ocasión me había sorprendido repasando sus rasgos, preguntándome la razón por la que el hombre estuviera acabándose la vida en esa búsqueda. Así pasó enero.

–Ya no. Fue el último mes –le dije en la siguiente ocasión que lo vi.

Me miró con sorpresa, como si no tuviera autoridad para negarle  que pegara sus retratos.

–Entienda –dije– cada vez hay más avisos y no sé si…

No esperó siquiera a que terminara la frase. Se volvió y comenzó a caminar hacia el andén. Lo seguí, le escupí dos o tres advertencias, pero me dio la impresión de que no me escuchaba. Ambos caímos en un silencio estúpido, pesado.

Comenzó a pegar la hoja en el tablero. Yo lo observaba.

–La última –dijo.

El retrato era casi idéntico al del mes anterior: el cabello flotando, ahora más largo, los dedos asiendo el brazo del violonchelo. Sin embargo, en esta nueva versión los hombros aparecían apenas sugeridos y el torso se difuminaba poco a poco. Me volví a ver al autor que terminaba de pegar el aviso: con tristeza pensé que el efecto de degradado era un reflejo de su memoria. 

Pasaron las semanas. Comenzó febrero. Yo presentía que, a pesar de lo acordado, el hombre iba a volver con una nueva versión del retrato. No fue así. Entonces, no sé por qué, sentí culpa. Once meses seguidos eran suficiente tiempo. Caminé hasta el tablero con la intención de quitar el aviso, pero no pude hacerlo, porque alguien se me había adelantado.

Una noche, a finales de julio, terminaba mi ronda cuando vi a una mujer que bajaba del tren y comenzaba a caminar por el andén. Llevaba al hombro un estuche de violonchelo. En lugar del vestido negro llevaba un pantalón de mezclilla y una blusa blanca. Reconocí de inmediato los aretes largos, el cabello suelto agitado por la corriente de aire que creaba la llegada del siguiente tren. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, recordé los retratos que el hombre había pegado en el tablero. ¿La ha visto?, repetí. Lo intenté, pero no pude recordar el teléfono. Entonces me di cuenta de que, mientras caminaba hacia mí, la mujer hurgaba en su bolso. Parecía nerviosa. Yo también lo estaba.

Cuando estuvo cerca pude ver el lunar nítido, exacto, que flotaba sobre sus labios gruesos. Ella también me vio, parpadeó cuatro, tal vez cinco veces, como si eso le ayudara a ordenar sus ideas. Entonces volvió a hurgar en su bolso. De allí sacó una libreta. La abrió. Me mostró un retrato hablado. 

—¿Lo ha visto? —preguntó.

De inmediato reconocí la cicatriz. No sé por qué le dije que no, que nunca lo había visto.

 

 

 

Datos vitales

Vicente Alfonso (Torreón, 1977). Con Partitura para mujer muerta (Literatura Mondadori, 2008) obtuvo el Premio Nacional de Novela Policíaca. Su libro Contar las noches recibió el Premio Nacional de Cuento María Luisa Puga. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el periodo 2005-2007, del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila en 2002-2003 y del programa para creadores con trayectoria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila en 2009. Otros de sus títulos son El síndrome de Esquilo (Ficticia, 2007) y La Laguna de Tinta (UA de C, colección escritores Coahuilenses, 2006). Su labor como reportero y articulista le ha valido premios como el Fuentes de Periodismo Cultural en 2003 y Estatal de Periodismo Coahuila 2007. Sus trabajos han sido publicados por revistas como La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Este país, Tierra Adentro y Proceso. twitter@vicente_alfonso

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