Jaime Sabines: la palabra en el tiempo, de Rogelio Guedea

Leemos un ensayo del poeta, narrador y ensayista Rogelio Guedea sobre Jaime Sabines (1926-1999). Publicó Reloj de pulso. Crónica de la poesía de los siglos XIX y XXPoetas del medio siglo (mapa de una generación) en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM.

 

 

 

 

 

Jaime Sabines: la palabra en el tiempo

 

                                                          Ni mármol duro y eterno,
ni música ni pintura,
sino palabra en el tiempo.

                                                           Antonio Machado

 

Toda reflexión sobre la obra particular de un poeta (incluso sobre la anatomía de la poesía en sus términos más genéricos) debe tener como origen la emoción. Si lo poético tiende a representar una emoción individual (real o ficticia, intelectiva o sensitiva), el procedimiento de análisis de lo poético tendría, por lo menos, que corresponder también a esta coordenada.[1] Nadie puede hablar de un poeta cuya obra no haya significado para él una provocación. Es esta perspectiva (admiración o repulsión) la única vía permisible de acceso a las piezas líricas, y su única salida (si acaso existe) será ese intento por responder a todas las interrogantes que la obra presenta a su lector o, paradójicamente, las que el mismo lector le presenta a la propia obra. Interlocutora incansable, la poesía que menos admite comparación (y que, por tanto, es la más comparable) siempre será contradictoria. Ruptura y continuidad a un mismo tiempo, conciliación y escisión, por aquello mismo que apruebe, será negada. Ni de sí misma tendrá escapatoria.

A esta categoría pertenece la obra de Jaime Sabines (1926-1999), considerado hoy en día uno de los autores angulares no sólo de la tradición poética mexicana sino incluso de todo el corpus lírico de la lengua española,[2] aun cuando la aparición de Horal (1950), su primer libro, no haya sido recibida tan efusivamente por la crítica de ese momento. Casi treinta años tuvieron que pasar para que Sabines encontrara a sus lectores.[3] O para que sus lectores hallaran el valor de su poesía.  Obra de un profundo vitalismo, la poesía de Sabines sólo puede ser comprendida a través de un punto de vista vital, aunque en ello no incida necesariamente la inflexión impresionista y celebratoria, que en ocasiones aporta tan poco a la valoración cualitativa de la literatura. Por esto mismo, muchos de los comentarios a su obra han sido erráticos: por intentar mirarse en sus aguas se han quedado en la superficie.

Construida a partir de la realidad aparentemente más inmediata, con una depurada selección léxica que va de la naturaleza urbana a la naturaleza del campo, menos intelectiva que sensorial, y más intuitiva que racional, la poesía de Sabines intenta apresar lo inefable a través de materiales sensibles. Su realismo, por tanto, es ontológico,[4] y sus medios expresivos y estilísticos corresponden y responden únicamente a la emoción recibida en el momento justo de su percepción. Aunque Jaime Sabines es un poeta “en su circunstancia”, su poesía es siempre una refutación de lo temporal. El hoy y el aquí enunciados por el sujeto poemático en cada uno de sus poemas son, en realidad, “el nunca y el ninguna parte” del sujeto de carne y hueso que los escribe. Como sucede con los poetas de los sentidos, la experiencia es el verdadero territorio del conocimiento; es decir, de la experiencia consuetudinaria brota la experiencia de la poesía, por ello vida y biografía se convierten en elementos inseparables, lo que lleva de manera obligada a ver al poeta y a su obra desde o en una misma dimensión. Poesía y vida son entes que dialogan, tal como dialoga el hombre con su realidad. Inmersa, arraigada, con los pies bien puestos en la tierra, la poesía de Jaime Sabines es una habitante incómoda en el territorio de lo puramente racional, porque, más que hacer pensar, su poesía hace sentir. Como expresa Ramón Xirau, “las cosas de este mundo son las vivencias del poeta en la carne del mundo”.[5] Por ello, escribe Sabines: “¡Qué bueno que pusieron la cama entre mi cuerpo y la tierra! Estoy seguro de que si durmiera en el suelo me hundiría y me hundiría quién sabe cuántos metros. Para andar sobre la tierra hay que estar alerta, bien despierto”.

La poesía se presenta en Sabines como un destino: una fatalidad. Contra su propia voluntad, la realidad del poema se hace presencia en la voz del poeta, todo en un “lenguaje natural y displicente y, a la vez, emocionante”.[6] Negar la voz corresponde a dilapidar el propio sentido de su ser en el mundo y la verdadera razón de su “residencia en la tierra”. Toda palabra que se despliega en el poema, y que se expande a la busca de una respuesta que satisfaga un deseo o lo abandone, lleva el signo de la intensidad. El poeta padece la palabra que lo nombra. La realidad es su espejo. Y como Jaime Sabines no puede escapar de su propia imagen, no tiene otro camino que aludirla, unas veces deformándola y otras re-inventándola. Poeta autobiográfico, intimista, su poesía es una confesión, un diario. Nada más lejano que ver su obra desde una categoría secuencial. Su poesía no es secuencia: es fragmento. El tiempo la construyó a su capricho. La sucesión de los días la fue haciendo poco a poco, hora tras hora, instante tras instante, hasta convertirla en aquello mismo que impugnó: el propio rostro de lo imperecedero.

 

En la fotografía conserva para siempre el mismo rostro. Las
fotografías son injustas, terriblemente limitadas, esclavas de
un instante perpetuamente quieto. Una fotografía  es  como
una estatua: copia del engaño, consuelo del tiempo.
Cada vez que veo la fotografía me digo: no es ella. Ella
es mucho más.
Así, todas las cosas me la recuerdan para decirme que
ella es muchas cosas más.

 

Es preciso saberlo: Jaime Sabines no es un poeta “fácil”, como se ha llegado a decir.[7] Que el primer nivel de lectura de su poesía tienda lazos efectivos de comunicación no significa que no existan -en cuanto a sus aspectos semánticos- niveles de lectura más profundos y complejos. Con poetas como él (y con muchos poetas de su misma “línea estética”) suelen cometerse injusticias de esta naturaleza, sobre todo cuando su poesía se encuentra enmarcada entre esas “que sí se entienden”. Gabriel Zaid ha dado una respuesta a este respecto:

 

Hay una incomprensión desconcertante hacia la poesía que ‘sí se entiende’. Paradójicamente, resulta que los profesores leían con más cuidado y acababan entendiendo más la ‘que no se entendía’. Les daba ocasión para pedir becas, investigar y organizar toda una industria hermenéutica. En cambio, la poesía que ‘sí se entiende’ los toma desprevenidos. No entienden nada porque creen entender. Abandonan las cautelas más elementales. Creen que un poema que no ofrece dificultades para ser leído burdamente es un poema burdo. Creen que está escrito a lo fácil lo que leen a lo fácil.[8]

 

Es común que se utilicen términos como “cotidiana”, “sencilla”, “accesible”, “entendible”, “neorromántica” o “popular” para referirse a la obra poética de Jaime Sabines.[9]  Estas acepciones no son erróneas, pero sí son limitadas en tanto que sólo registran algunos de los múltiples significados que la producción sabiniana admite. Proveniente de las vanguardias poéticas de principios del siglo XX, específicamente de la vertiente escritural nacida con Pablo Neruda, la poesía de Sabines será fundacional de una nueva sensibilidad poética que, de manera coincidente, apareció en otras latitudes del continente americano a mediados del siglo pasado. Aunque no es una “poesía del lenguaje” (como la de Huidobro o el Girondo de la Masmédula), su poesía aprovechará las nuevas propiedades y hallazgos lingüísticos para dar su propia nota. En este sentido, Sabines es un poeta conservador, escéptico, que antes de obviar los problemas que se presentaban entre “el decir” y “el cómo decir”, los resolvió con un certero pragmatismo: fondo y forma serán en su poesía una misma y sola cosa. Al tiempo que el poeta veía al poema como una identidad autónoma, un todo orgánico con respiración propia, un signo abarcador de un sentido unívoco, también veía en él (en el poema) una entidad en total cercanía y dependencia con su realidad. Sin embargo, más allá de descubrir dicha “realidad”, la realidad se descubre en el poema en su completa desnudez. Sin verse obligado a  desandar su tradición, sino más bien animándola, Sabines dio a la tradición poética mexicana nuevos modelos de representación y elementos que antes no existían o estaban en estado germinal. Su desenfado verbal, su apropiación de lo concreto, su rabia irónica, su erotismo sin reservas y su rebeldía desmitificante inauguraron una nueva edad dentro de la poesía mexicana moderna, que ya antes había dado sus primeros pasos con Ramón López Velarde. Si Ramón López Velarde es el “poeta del deseo”, Jaime Sabines es el poeta de la “realización erótica”.[10]

 

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo.

 

Vista con microscopio o con catalejos (sincrónica o diacrónicamente), la tradición poética a la que pertenece Sabines es ecléctica, pero no incongruente: la Biblia y Tagore, pero también Jorge Manrique, Garcilaso y, sobre todo, Quevedo. Desde un ángulo distinto, entre los “Poemas metafísicos”, de Quevedo, y Horal, de Sabines, encontramos el mismo pesimismo sobre el sentido de la existencia y el ser en el mundo: tiempo, mujer, eternidad, soledad, amor, destrucción. También Sabines, como Quevedo, se hubiera atrevido a confesar que “cualquier instante de la vida humana / es un nuevo argumento que me advierte / cuán frágil, cuán mísera, y cuán vana”, porque, al igual que Quevedo, la poesía de Sabines no halló “cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”. Ética y estética, pues, se funden para hacer de su poesía una obra de una sola pieza, irrenunciable al tiempo que le tocó vivir e inseparable de los modos expresivos que la fueron modelando desde sus primeros tanteos.

Más que aproximarse a una sensibilidad intelectual, la escritura sabiniana se adhiere a una estética de lo sensitivo, contraria a la que prevalecía en la época en que su poesía se presentó por primera vez en el escenario nacional. Incomprensiblemente, los representantes de la poesía crítica (encabezados por Octavio Paz) no comprendieron (y muchos son aún recurrentes) que en sus “inconsistencias formales, antintelectualismo a ultranza, sobredosis sentimental”[11] se estaban desplegando paralelamente las posibilidades reales de renovación de nuestra lengua. La rabia de su poesía nace, en realidad, de la impotencia, del desconcierto. Al no poder traspasar los límites de su decir, estalla en un grito: “¡maldito el que crea que esto es un poema!”. El hermetismo de Sabines es existencial: antes de velar el lenguaje con nuevas asociaciones semánticas, lo desnuda, lo dota de una transparencia desgarradora.

 

No quiero decir nada,
porque no sé, porque no puedo,
porque no quiero decir nada.
Quiero hablar, barbotar, hacer ruido,
como una olla con su escándalo de agua.
Si grito, van a venir las gentes
a socorrerme. No tengo ganas.
Una boca discreta, desdentada,
que no diga nada.
Parla parlaba.
Igual a la del tío agonizante
glogloteando sin palabras.
Aquí lo enterraron. ¡Basta!

 

De los dos caminos más visibles que se le ofrecían: purificación o contaminación,[12] Sabines eligió el segundo. La propia evolución poética hispanoamericana imperante en ese momento podía aceptar más de una justificación, pero en un poeta con el temperamento de Sabines no fue determinante. Esto es: no se impone la sensibilidad de época sino la del poeta. Los poetas verdaderos transforman su realidad para luego, al habitarla, ser transformados por ella. Lo mismo sucedió con Rubén Darío o Lugones, Rimbaud o Baudelaire, Quevedo o Góngora. La perspectiva meramente historicista del género indica que en diferentes puntos geográficos del continente fueron publicados libros de poetas que mostraban una relación estrecha en cuanto a las formas del tratamiento poético, tanto estilística como temáticamente.[13]  En la misma década en que Sabines publicó Horal (1950), por ejemplo, aparecieron libros como Poemas de la oficina (1953), de Mario Benedetti, Poemas y antipoemas (1954), de Nicanor Parra, Alabanzas, conversaciones (1955), de Roberto Fernández Retamar, Los demonios y los días (1956), de Rubén Bonifaz Nuño, Violín y otras cuestiones (1956), de Juan Gelman, El retorno y otros poemas (1956), de Miguel Guardia, Poemas (1958), de Carlos Germán Belli, y Hora O (1960), de Ernesto Cardenal, obras que anunciaban el advenimiento de lo que después se conocería como poesía “coloquial”, “conversacional” o “exteriorista” hispanoamericana, de la cual Jaime Sabines fue un inobjetable precursor, antes incluso que el mismo Nicanor Parra o Ernesto Cardenal.[14]

Más que la propuesta estética de la llamada Beat generation,[15] los cauces expresivos por los que avanzó Sabines fueron visibles y específicos, y tuvieron su referente más cercano en el propio territorio mexicano: López Velarde, Xavier Villaurrutia y Efraín Huerta. Así como el precedente de los Poemas y antipoemas de Parra fueron los Veinte poemas para ser leídos en tranvía (1922), Calcomanías (1925) y, principalmente, Espantapájaros (1932), de Oliverio Girondo, las obras que con más notoriedad influyeron en la voz, tono y recursos estilísticos de Sabines fueron los Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) y Residencia en la tierra (1935), de Pablo Neruda, Marinero en tierra (1924), de Rafael Alberti, Versos y oraciones de caminante (1920), de León Felipe, Romancero gitano (1928), de Federico García Lorca, la Biblia y Tagore. Eco de muchas voces, la poesía de Sabines supo encontrar en el equilibrio su mejor resonancia. No se inscribió en la línea puramente intelectual o filosófica (Valéry, Gorostiza, Paz), pero tampoco asumió en toda su rebeldía el superrealismo dominante (Belli, Parra, Cardenal). La poesía de Sabines indagó en lo inenarrable por la vía de lo inmediato. Como en Vallejo, Neruda y Borges, el tiempo, la sucesión, el transcurrir, fueron su mayor obsesión:[16]

 

Sigue el mundo su paso,
rueda el tiempo
y van y vienen máscaras.
Amanece el dolor un día tras otro,
nos rodeamos de amigos y fantasmas,
parece a veces que un alambre estira
la sangre, que una flor estalla,
que el corazón da frutas, y el cansancio
canta.
Embrocados, bebiendo en la mujer y el trago,
apostando a crecer como las plantas,
fijos, inmóviles, girando
en la invisible llama.

 

Intuición que es experiencia en sí misma, deseo que es realidad vivida y asumida, ilusión cristalizada, sueño tangible, en la poesía de Sabines amor, mujer y muerte son tres elementos que gravitan en una misma dimensión: la conciencia del tiempo, su transcurrir.[17] Como en Pellicer, su paisaje es móvil, una avanzada de aguas, una pura sucesión. En el río subterráneo de lo inmediato hay una corriente que se anega. La inteligencia está en su sensibilidad. Sus inquisiciones ontológicas, metafísicas, no provienen de una sesuda elucubración intelectual sino de un profundo desafío vital, una acrobacia de los sentidos. Poesía resuelta con materiales temporales (la silla, el cigarro, un ropero, un espejo), va siempre a la busca de lo atemporal: la eternidad, el silencio, el deseo. La mejor hora de la poesía sabiniana es, por tanto, el instante, el momento irrepetible: gesto de aquello que no podrá ser aniquilado por el tiempo. En el fondo, y desde otra perspectiva (dos contrarios que dialogan), la poesía de Sabines persigue fines parecidos a Muerte sin fin, de José Gorostiza: decir el “tiempo que pasa” sin fundirse en sus aguas.

 
Uno apenas es una cosa cierta
que se deja vivir, morir apenas,
y olvida cada instante, de tal modo
que cada instante, nuevo, lo sorprenda.
Uno es algo que vive,
algo que busca pero encuentra,
algo como hombre o como Dios o yerba
que en el duro saber lo de este mundo
halla el milagro en actitud primera.

 

No ¿qué soy?, sino ¿por qué estoy? es la pregunta que se formula constantemente la poesía de Sabines. Reflejo de una realidad fragmentada, extirpada, su tiempo es un tiempo hecho de contrarios: vida y muerte, amor y odio, soledad y compañía. Su palabra, erguida frente a sí misma, es y no es la sucesión. No vencer la muerte a través de la plenitud del acto erótico, sino mediante el lenguaje que lo enuncia, y ese lenguaje a veces es el de un cuerpo de mujer. Medio y no fin, o medio como fin, el tiempo del acto sexual es el tiempo de la resurrección, la única vía de acceso a la eternidad, el único acontecimiento que todo lo crea y lo recrea nuevamente. Para Sabines la mujer es el territorio donde “no se cansa el hombre”. Sitio donde el hombre no tiene envés ni revés, lugar de la transparencia absoluta, instante que se deshace para volver a nacer, Sabines es el poeta de la temporalidad.

Desde su primer poema, “Horal”, el sujeto dramático, la voz lírica, nos instala en su “transcurrir”. Su poema “El día” es significativo en este sentido. Sabines escribe: “Amaneció sin ella./ Apenas si se mueve./ Recuerda./ (Mis ojos, más delgados,/la sueñan.)/ ¡Qué fácil es la ausencia!/ En las hojas del tiempo,/esa gota del día/resbala, tiembla”. Pocos estudiosos o críticos de la poesía de Sabines han reparado en este breve, sugerente poema. Absortos ante “Los amorosos”, el poema más popular de Sabines, o al menos el que mayores comentarios ha suscitado, “El día” ha merecido apenas una anotación. Contrario al significado meramente denotativo, el poema esconde en su aparente sencillez un significado “extremo”. Más que evocar el recuerdo de una mujer, el poema es una profunda reflexión sobre el tiempo y la eternidad. De hecho, no debiera iniciarse su lectura con el verso “Amaneció sin ella”, sino desde su propio título, que, integrado al poema, cambia radicalmente su sentido: “el día/ amaneció sin ella”. El “día” como representación del transcurrir, el “día” en completa comunión de la voz lírica, encarnado en ella misma, siendo su propio devenir. La voz que habla es el propio tiempo; tiempo que tiembla ante la ausencia de ella. “Ella” que puede ser o no ser una mujer sino la misma eternidad, única y verdadera razón de resistencia.

Toda la obra posterior de Sabines será una frenética batalla contra el paso del tiempo, contra esa “sucesión” de los días que no hacen sino darle a la conciencia del poeta su constancia diaria de finitud. Palabra es permanencia, y así, debajo de la muerte que niega a Sabines subyace una profunda celebración de la vida. El ser de Sabines no es un “ser-para-la muerte”, sino un “ser-para-la-eternidad”: “Poetas, mentirosos, ustedes no se mueren nunca”, escribirá. Su resignación es impotencia. Su existir: imposibilidad de alcanzar el instante imperecedero. “El día” es un claro ejemplo de poesía mística, porque en su sentido de fondo se esconde, como en los poetas místicos españoles (principalmente San Juan de la Cruz), un profundo amor por la divinidad. Si se lee la obra de Sabines bajo este enfoque, su poesía adquiere una apariencia distinta: no se limitará a expresarnos una circunstancia emocional, sino una emoción que, expresada en palabras sensibles, concretas, perecederas, intentará descubrirnos el hondo significado de la existencia humana. Lo que parece evidente es sólo un espejismo. Sabines, es necesario reiterarlo, no es un poeta “fácil”. Sus palabras expresan más de lo que enuncian. Más que intentar decir, sus palabras buscan descifrar. Un misterio, un secreto late en sus poemas siempre. Lo inefable dicho con un léxico sencillo y a través de una sintaxis clara, luminosa. He ahí el notorio conocimiento de sus habilidades y destrezas estilísticas. La poesía de Sabines, por tanto, no afirma: interroga.

 
¿No se podrá decir lo que el viento y la hora
hacen sentir de anhelo sin fatiga?
¿no podremos hablar de lo que aquí sucede
inadvertidamente, bajo el cielo vulgar de cualquier día,
en la calle, en el pueblo,
en la cervecería,
en medio de las voces de los que venden diarios,
sobre las piedras sucias de saliva?
¿La madera del piso,
la toalla en esa silla,
los espejos, la cama, las cortinas
que en la ventana el viento atemoriza,
el rescoldo del sueño entre los ojos,
el peine en los cabellos de esa niña,
esto que llaman soledad, sin nadie,
mi estómago vacío, la ceniza
fumada, y la mañana fría?

 

Reflexivo de la poesía como medio para expresar con alta fidelidad una emoción sentida hondamente, y más aún, escéptico de las meras capacidades del lenguaje para reproducir íntegramente aquella experiencia, Sabines desafió los convencionalismos estéticos y las normas poéticas pero sólo en tanto se ajustaban a su pragmática expresiva. Su reserva y su equilibrio no le permitieron transgredir las reglas de su propio juego. Sabines dijo lo que tenía y quería decir, fue la realidad el único lugar de su residencia, por eso a la energía y tensión de su palabra la sedujo lo antagónico: fue prolijo y fragmentario, impresionista y expresionista, melancólico e irónico, bucólico y citadino, superrealista y hermético. En suma: un poeta eminentemente moderno cuya poesía –por integrar en sí misma una multiplicidad de sentidos y hallazgos estéticos- vuelve a regenerarse en cada nueva interpretación.

 

 

 

 

 

Notas

[1]Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética,  Madrid, Gredos, 1999, p 16.

[2] Juan Domingo Argüelles, El vértigo de la dicha. Diez poetas mexicanos del siglo XX, México, Instituto Veracruzano de Cultura, 2001, p. 69.

[3] Eduardo Lizalde, “Primitivo pero asombroso iluminado”, en La poesía en el corazón del hombre. Jaime Sabines en sus sesenta años, México, UNAM, 1987, p. 26.

[4] Luis Enrique Sendoya, “La poesía y el lenguaje poético en un poema de Jaime Sabines”, en Mónica Mansour, ed., Uno es el poeta. Jaime Sabines y sus críticos, México, SEP, 1988, p. 261.

[5] Ramón Xirau, Poesía iberoamericana contemporánea, México, Sepsetentas, 1972, p. 160.

[6] Víctor Manuel Mendiola, Breves ensayos largos, México, UNAM, 2001, p.16.

[7]Algunas críticas negativas de Sabines se deben al desconcierto provocado muchas veces en el primer encuentro con su poesía, pero otras inciden de forma particular en la representación de su sistema poético, que incluye asonancias, malas palabras, altibajos rítmicos, etc. Ulalume González de León, por ejemplo, escribió que Sabines “no trabaja la expresión: confía en la espontaneidad, un riesgo que pocos corren con fortuna, y evitando toda cocina la elige cruda, simple, en tono conversacional, prosaica, y hasta torpe”. “Sabines, piezas para un rompecabezas”, en Uno es el poeta. Jaime Sabines y sus críticos, p.18.

[8] Gabriel Zaid, Antología general, México, Océano, 2004, p.64.

[9] Carlos Monsiváis, La tradición de la imagen: notas sobre poesía mexicana, México, Ariel-Tec de Monterrey, 2001, p.149.

[10] Marco Antonio Campos, Señales en el camino, México, Premia Editora, 1983, p. 379.

[11] Eduardo Hurtado, Este decir y no decir. Ensayos sobre poesía, México, Aldus, 2003, p. 141.

[12] Dos son las tendencias que, para Saúl Yurkievich, dominan el panorama poético de mediados del siglo pasado, y a las cuales los poetas de dicha época tendrían que adherirse de cierta manera. Por un lado la tendencia referente a la poesía pura, que intentaba convertir al poema en un universo cerrado, en cierta medida autónomo en cuanto a su propuesta de contenidos, y por otro lado una tendencia neorrealista, que incorporaba inmediatamente a sus espacios de expresión los componentes del exterior y que pretendía, incluso, dialogar con él. Esta última corriente, dice Yurkievich, “será la tónica dominante en los poetas de las últimas generaciones”, quienes “se encargarán de reforzar el contacto con la vida cotidiana, con la experiencia inmediata, con la calle, con lo popular, con la historia”. Saúl Yurkievich, “Poesía hispanoamericana: curso y transcurso”, Cahiers du monde hispanique et Luso-Brasilien, 27 (1976), pp. 271-73.

[13] Carmen Alemany Bay, Poética coloquial hispanoamericana, Alicante, Universidad de Alicante, 1997, p. 17.

[14] Octavio Paz, Obra completa. Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, México, FCE, 2003, p. 295

[15] La afluencia de la poesía norteamericana de la Beat Generation, específicamente con la obra de Allen Ginsberg, fue sin duda decisiva dentro de la evolución poética de mediados del siglo XX. Sin embargo, sólo algunos poetas (entre ellos Carlos German Belli y Ernesto Cardenal, el primer introductor y traductor de la misma) recibieron una influencia notable. En el caso de Sabines no significarían influencias directas ni indirectas.

[16] Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana, México, FCE, 1985, pp. 336-39.

[17]Javier Espinosa, “Palabras sobre Jaime Sabines”, en Mónica Mansour, ed., Uno es el poeta. Jaime Sabines y sus críticos, México, SEP, 1988, pp. 132-33.

 

 

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