“La multitud errante” de Laura Restrepo

El poeta Federico Díaz Granados presentó en la Confederación Helvética un panorama de la literatura colombiana contemporánea. Los escritores más representativos de Colombia fueron traducidos al alemán y al francés. La selección de este volumen corresponde a Díaz Granados. Presentamos en seguida uno de los relatos clásicos de Laura Restrepo (Bogotá, 1950), “La multitud errante”.

 

 

 

La multitud errante

 

1

 

¿Cómo puedo yo decirle que nunca la va a encontrar, si ha gastado la vida buscándola?

Me ha dicho que le duele el aire, que la sangre quema sus venas y que su cama es de alfileres, porque perdió a la mujer que ama en alguna de las vueltas del camino y no hay mapa que le diga dónde hallarla. La busca por la corteza de la geografía sin concederse un minuto de tregua ni de perdón, y sin darse cuenta de que no es afuera donde está sino que la lleva adentro, metida en su fiebre, presente en los objetos que toca, asomada a los ojos de cada desconocido que se le acerca.

—El mundo me sabe a ella —me ha confesado—, mi cabeza no conoce otro rumbo, se va derecho donde ella.

Si yo pudiera hablarle sin romperle el corazón se lo repetiría bien claro, para que deje sus desvelos y errancias en pos de una sombra. Le diría: Tu Matilde Lina se fue al limbo, donde habitan los que no están ni vivos ni muertos.

Pero sería segar las raíces del árbol que lo sustenta. Además para qué, si no habría de creerme. Sucede que él también, como aquella mujer que persigue, habita en los entresueños del limbo y se acopla, como ella, a la nebulosa condición intermedia. En este albergue he conocido a muchos marcados por ese estigma: los que van desapareciendo a medida que buscan a sus desaparecidos. Pero ninguno tan entregado como él a la tiranía de la búsqueda.

—Ella anda siguiendo, como yo, la vida —dice empecinado, cuando me atrevo a insinuarle lo contrario.

He llegado a creer que esa mujer es ángel tutelar que no da tregua a su obsesión de peregrino. Va diez pasos adelante para que él alcance a verla y no pueda tocarla; siempre diez pasos infranqueables que quieren obligarlo a andar tras ella hasta el último día de la existencia.

Se arrimó a este albergue de caminantes como a todos lados: preguntando por ella. Quería saber si había pasado por aquí una mujer refundida en los tráficos de la guerra, de nombre Matilde Lina y de oficio lavandera, oriunda de Sasaima y radicada en un caserío aniquilado por la violencia, sobre el linde del Tolima y del Huila. Le dije que no, que no sabíamos nada de ella, y a cambio le ofrecí hospedaje: cama, techo, comida caliente y la protección inmaterial de nuestros muros de aire. Pero él insistía en su tema con esa voluntaria ceguera de los que esperan más allá de toda esperanza, y me pidió que revisara nombre por nombre en los libros de registro.

—Hágalo usted mismo —le dije, porque conozco bien esa comezón que no calma, y lo senté frente a la lista de quienes día tras día hacen un alto en este albergue, en medio del camino de su desplazamiento.

Le insistí en que se quedara con nosotros al menos un par de noches, mientras desmontaba esa montaña de fatiga que se le veía acumulada sobre los hombros. Eso fue lo que le dije, pero hubiera querido decirle: Quédese, al menos mientras yo me hago a la idea de no volver a verlo. Y es que ya desde entonces me empezó a invadir un cierto deseo, inexplicable, de tenerlo cerca.

Agradeció la hospitalidad y aceptó pernoctar, aunque sólo por una noche, y fue entonces cuando le pregunté el nombre.

—Me llamo Siete porTres —me respondió.

—Debe ser un apodo. ¿Podría decirme su nombre? Un nombre cualquiera, no se haga problema; necesito un nombre, verdadero o falso, para anotarlo en el registro.

—Siete por Tres es mi nombre, con perdón; de ningún otro tengo noticia.

—Pedro, Juan, cualquier cosa; dígame por favor un nombre —le insistí alegando motivos burocráticos, pero los que en realidad me apremiaban tenían que ver con la oscura convicción de que todo lo estremecedor que la vida depara suele llegar así, de repente, y sin nombre. Saber cómo se llamaba este desconocido que tenía al frente era la única manera —al menos así lo sentí entonces— de contrarrestar el influjo que empezó a ejercer sobre mí desde ese instante. ¿Debido a qué? No podría precisarlo, porque no se diferenciaba gran cosa de tantos otros que viene a parar a estos confines de exilio, envueltos en un aura enferma, arrastrando un cansancio de siglos y tratando de mirar hacia delante con ojos atados a lo que han dejado atrás. Hubo algo en él, sin embargo, que me comprometió profundamente; tal vez esa tenacidad de sobreviviente que percibí en su mirada, o su voz serena, o su oscura mata de pelo; o quizá sus ademanes de animal grande: lentos y curiosamente solemnes. Y más que otra cosa creo que pesó sobre mí una predestinación. La predestinación que se esconde en el propósito último e inconfeso de mi viaje hasta estas tierras. ¿Acaso no he venido a buscar todo aquello que este hombre encarna? Eso no lo supe desde un principio, porque aún era inefable para mí ese todo aquello que andaba buscando, pero lo sé casi con la certeza ahora y puedo incluso a arriesgar una definición: todo aquello es todo lo otro; lo distinto a mí y a mi mundo; lo que se fortalece justo allí donde siento que lo mío es endeble; lo que se transforma en pánico y en voces de alerta allí donde lo mío se consolida en certezas; lo que envía señales de vida donde lo mío se deshace en descreimiento; lo que parece verdadero en contraposición a lo nacido del discurso o, por el contrario, lo que se vuelve fantasmagórico a punta de carecer de discurso: el envés del tapiz, donde los nudos de la realidad quedan al descubierto. Todo aquello, en fin, de lo que no podría dar fe mi corazón si me hubiera quedado a vivir de mi lado.

No creo en lo que llaman amor a primera vista, a menos que se entienda como esa inconfundible intuición que te indica de antemano que se avecina un vínculo; esa súbita descarga que te obliga a encogerte de hombros y a entrecerrar los ojos, protegiéndote de algo inmenso que se te viene encima y que por alguna misteriosa razón está más ligado a tu futuro que a tu presente. Recuerdo con claridad que en el momento en que vi entrar a Siete por Tres, aun antes de saber su ningún nombre, me hice con respecto a él la pregunta que a partir de entonces habría de hacerme tantas veces: ¿Vino para salvarme, o para perderme? Algo me decía que no debía esperar términos medios. ¿Siete por Tres? ¿7×3? Dudé al escribir.

—Cómo firma usted, ¿con números o con letras?

—Poco firmo, señorita, porque no confío en papeles.

—Sea, pues: Siete por Tres —le dije y me dije a mí misma, aceptando lo inevitable—. Ahora venga conmigo, señor don Siete por Tres; no le hará mal un poderoso plato de sopa.

No le permitía comer esa ansiedad que lo abrasaba por dentro y que era más grande que él mismo, pero eso no me extrañó; todos los que suben hasta acá vienen volando en alas de esa misma vehemencia. Me extrañó, sí, no lograr mirarle el alma. Pese a que en este oficio se aprende a calar hondo en las intenciones de la gente, había algo en él que no encajaba en ningún molde. No sé si era su indumentaria de visitante irremediablemente extranjero, o su intento de disfrazarse sin lograrlo, o si mis sospechas recaían sobre ese bulto encostalado que traía consigo y que no descuidaba ni un instante, como si contuviera una carga preciosa o peligrosa.

Además me inquietaba esa manera suya de mirar demasiado hacia adentro y tan poco hacia afuera; no sé bien qué era, pero algo en él me impedía adivinar la naturaleza de la cual estaba hecho. Y aquí puedo volver a decirlo, para cerrar el círculo; lo que me intimidaba de esa naturaleza suya era que parecía hecha de otra cosa.

Aceptó la hospitalidad por una sola noche pero se fue quedando, en contravía de su propia decisión, despidiéndose al alba porque partía para siempre y anocheciendo todavía aquí, retenido por no sé qué cadena de responsabilidades y remordimientos. Desde que me preguntó por su Matilde Lina, no bien hubo traspasado por primera vez la puerta, no paró ya de hablarme de ella, como si dejar de nombrarla significara acabar de perderla o como si evocarla frente a mí fuera su mejor manera de recuperarla.

—¿Dónde y cuándo la viste por última vez? —le preguntaba yo, según debo preguntarles a todos, como si esa fórmula humanitaria fuera un abracadabra, un conjuro eficaz para volver a traer lo ausente. Su respuesta, evasiva e imprecisa, me hacía comprender que habían pasado demasiados años y demasiadas cosas desde aquella pérdida.

A veces, al atardecer, cuando se aquietan los trajines del albergue y los refugiados parecen hundirse cada cual en sus propias honduras, Siete por Tres y yo sacamos al callejón un par de mecedoras de mimbre y nos sentamos a estar, enhebrando silencios con jirones de conversación, y así, cobijados por la tibieza del crepúsculo y por el dulce titileo de los primeros luceros, él me abre su corazón y me habla de amor. Pero no de amor por mí: me habla meticulosamente, con deleite demorado, de lo que ha sido su gran amor por ella. Haciendo un enorme esfuerzo yo lo consuelo, le pregunto, infinitamente lo escucho, a veces dejándome llevar por la sensación de que ante sus ojos, poco a poco, me voy transformado en ella, o de que ella va recuperando presencia a través de mí. Pero otras veces lo que me bulle por dentro es una desazón que logro disimular a duras penas.

—Basta ya, Siete por Tres —le pido entonces, tratando de tomármelo en broma—, que lo único que me falta por saber de tu tal Matilde Lina es si prefería comerse el pan con mantequilla o con mermelada.

—No es culpa mía —se justifica—. Siempre que empiezo a hablar, termino hablando de ella.

En el cielo la negrura va engullendo los últimos rezagos de luz y muy abajo, al fondo, las chimeneas de la refinería con su penacho de fuego se ven mínimas e inofensivas, como fósforos. Mientras tanto, nosotros dos seguimos dándole vueltas a la rueda de nuestra conversación. Yo todo se lo pregunto y me va respondiendo dócil y entregado, pero él a mí no me pregunta nada. Mis palabras escarban en él y se apropian de su interior, amarrándolo con el hilo envolvente de mi inquisición, y mientras tanto mi persona intenta ponerse a salvo, escapándose por ese lento río de cosas mías que él no pregunta y que jamás llegará a saber.

Siete por Tres se saca del bolsillo del pantalón un paquete de Pielroja, enciende un cigarrillo y se pone a fumar, dejándose llevar por el hilito de humo hacia esa zona sin pensamientos donde cada tanto se refugia. Mientras lo observo, una voz pequeña y sin dientes me grita por dentro: Aquí hay dolor, aquí me espera el dolor, de aquí debo huir. Yo escucho aquella voz y le creo, reconociendo el peso de su advertencia. Y sin embargo en vez de huir me voy quedando, cada vez más cerca, cada vez más quieta.

Tal vez mi zozobra sea sólo un reflejo de la suya, y tal vez el vacío que él siembra en mí sea hijo de esa ausencia madre que él almacena por dentro. Al principio, durante los primeros días de su estadía, creí posible aliviarlo del agobio, según he aprendido a hacer en este oficio mío, que en esencia no es otro que el de enfermera de sombras. Por experiencia intuía que si quería ayudarlo, tendría que escudriñar en su pasado hasta averiguar cómo y por dónde se le había colado ese recuerdo del que su agonía manaba.

Con el tiempo acabé reconociendo dos verdades, evidentes para cualquiera menos para mí, que si no las veía era porque me negaba a verlas. La primera, que era yo, más que el propio Siete por Tres, quien resentía hasta la angustia ese pasado suyo, recurrente y siempre ahí. «Le duele el aire, la sangre quema sus venas y su cama es de alfileres», son las palabras que escribí al comienzo, poniéndolas en boca suya, y que ahora debo modificar si quiero ser honesta: Me duele el aire. La sangre quema mis venas. ¿Y mi cama? Mi cama sin él es camisa de ortiga; nicho de alfileres.

De acuerdo con la segunda verdad, todo esfuerzo será inútil: mientras más profundo llego, más me convenzo de que son uno el hombre y su recuerdo.

 

 

2

 

La historia de su recuerdo, valga decir la trayectoria de su obsesión, empieza el mismo día de su nacimiento, primero de enero de 1950. Aunque no exactamente nació, sino que apareció en la población rural de Santamaría Bailarina, ya borrada de la historia y que tuvo su lugar y su momento hace años y lejos de aquí, en la vereda El Limonar, municipio Río Perdido, sobre la frontera del Huila y el Tolima. Según he podido reconstruir, recuperando aquí y allá piezas sueltas de su volátil biografía, la aparición de Siete por Tres se produjo a la salida de misa de gallo, en los escalones del atrio de una iglesia todavía en obra que inauguraban prematuramente para celebrar la llegada del cincuenta, que se anunciaba con viento agorero.

—Viene brava la vaina —se oía comentar entonces—. Por la cordillera viene bajando una chusma violenta clamando degüello general.

Eran los ecos de la Guerra Chica, que cundía desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y que amenazaba con cerrar el cerco sobre la pacífica Santamaría. Los vecinos se disponían a quemar pólvora en honor del año nuevo para suplicarle que pasara manso por el pueblo, y fue entonces cuando lo vieron.

Un bulto quieto, pequeño, envuelto como un tamal entre una cobija de dulceabrigo a cuadros. No lloraba, sólo estaba. Recién nacido y desnudo bajo la noche inmensa, ya desde entonces con esa manera suya de estar, alumbrada y solitaria.

—Miren, le sobra un dedo en el pie —se asombraron al entreabrir la cobija, tal como habría de asombrarme yo, tantos años después, la primera vez que lo vi descalzo.

Tal vez por eso algunos recelaron desde el principio, por el sexto dedo de su pie derecho, que aparecía así, de repente y caído de la nada, como señal peligrosa de que se andaba resquebrajando el orden natural de las cosas. A otros, más desprevenidos, los hizo reír esa arvejita de más, graciosa y rosada, perfectamente redonda, apretada en la fila contra las otras cinco en la empanada minúscula del pie.

—¡El Año Viejo se fue dejando un niño de veintiún dedos en el atrio de la iglesia! —corría la voz por el pueblo y Matilde Lina, por novelera y curiosa, se abrió paso a codazos por entre el círculo de humanidad que se apretaba en torno al fenómeno. Cuando tuvo ante sus ojos ese dedo sobrante que era objeto de asombro, no pensó ni por un momento que se tratara de un defecto; por el contrario, lo entendió como ganancia para ese ser venido al mundo con un pequeño don adicional. Sabía bien que toda rareza es prodigio y que todo prodigio trae su significado.

Ya desde entonces la gran presencia en la vida del niño fue ella, Matilde Lina, lavandera de río, pobre como ave del campo, quien en ese esclarecido momento, equivalente si se quiere al de un segundo parto, lo tomó en sus brazos para revisar de cerca sus ojos, sus manos, sus partes de varón.

—Qué dolor para esos padres, desprenderse de su hijo. Sabe Dios de qué huirían, de qué lo quisieron salvar —dijo Matilde Lina en voz alta, después de abrigarlo con una mirada larga en la que ya se notaba un propósito de arraigo, y en este punto habrá quien se pregunte cómo vine yo a saber cuáles fueron sus palabras exactas y el tono que utilizó para pronunciarlas, a lo cual sólo puedo responder que simplemente lo sé; que sin conocerla he llegado a saber tanto de ella que me otorgo el derecho de ser su vocera, sin que sobre añadir que, por otra parte, aquellas fueron palabras que no llegó a escuchar nadie porque ya tronaban los primeros voladores y el cielo estallaba en estrellas, las velas romanas disparaban chorros de bolas candentes y las rodachinas giraban en el alambre, espléndidas como soles.

El gentío se perdía entre el humero y el estrépito de pólvora y Matilde Lina quedó sola frente a las puertas ya cerradas de la iglesia. Miraba absorta los fuegos artificiales con los ojos encendidos de reflejos y apretaba contra sí al niño de la cobija, como si ya nunca lo fuera a soltar. Lo amparó de ahí en más por puro instinto, sin decidirlo ni proponérselo, y sólo a él en este mundo le permitió entrar al espacio sin ventanas ni palabras donde escondía sus afectos.

Criatura irreal y anfibia, Matilde Lina. «Siempre a la orilla del río, entre espumaredas y ropa blanca»: así la recuerda Siete por Tres y cuenta que creciendo a la sombra de esa mujer de agua dulce supo que la vida podía ser de leche y miel. «Cuando comenzaba a hacerse oscuro y los pájaros a coger nido —evoca desde las crestas de su añoranza—, ella me llamaba y yo se lo agradecía. Era como ponerle fin al día. Su voz se quedaba pegada al aire hasta que yo regresaba a ovillarme a su lado…»

Siete por Tres nunca ha querido deshacerse de la cobija de dulceabrigo a cuadros, deshilachada y sin color, ya vuelta trapo, y más de una vez lo he visto estrujarla, como queriendo arrancarle una brizna de memoria que le alivie el desconsuelo de no saber quién es. El trapo nada le dice pero suelta un olor familiar donde él cree reencontrar la tibieza de un pecho, el color del primer cielo, el ramalazo del primer dolor. Nada, en realidad, salvo espejismos de la nostalgia. Lo demás son historias que Matilde Lina le inventaba para enseñarle a perdonar.

—No te hagas mala sangre, niño —le decía cuando lo descubría asomado a la amargura—, que no te abandonaron tus padres por malos, sino por tristes.

—No los puedo perdonar —rezongaba él.

—Los que no perdonan atraviesan un río de aguas malsanas y se quedan a vivir en la orilla de allá.

 

 

 

 

 

Die umherschweifende Menge

 

1.

 

Wie kann ich ihm sagen, dass er sie nie finden wird, wenn er das Leben dazu verbraucht hat sie zu suchen?

Er hat mir gesagt, dass ihm die Luft weh tut, dass das Blut seine Ader verbrennt und dass sein Bett aus Stecknadeln besteht, weil er die Frau, die er liebt irgendwo auf dem Weg verloren hat und es gibt keine Karte, die ihm sagt, wo sie zu finden sei. Er sucht sie an der Rinde der Geographie ohne sich eine Minute Stillstand oder Verzeihung zu gönnen und ohne zu bemerken, dass sie sich nicht draußen befindet, sondern dass er sie im Inneren mitschleppt, eingepackt in seinem Fieber, gegenwärtig in den Gegenständen, die er berührt, erscheinend in den Augen jedes Unbekannten, der sich ihm nähert.

 – Die Welt schmeckt nach ihr – gestand er mir -, mein Kopf kennt keinen anderen Weg, geht direkt zu ihr.

Wenn ich zu ihm sprechen könnte, ohne sein Herz zu brechen, würde ich es ihm ganz klar wiederholen damit er die Schlaflosigkeit und das Irrren einem Schatten nach unterlässt. Ich würde ihm sagen: Deine Matilde Lina ist zum Limbus gegangen, dorthin wo jene wohnen, die weder tot noch lebendig sind.

Aber das würde die Wurzeln des Baumes, der ihn aufrechterhält kappen Außerdem wozu, wenn er mir so und so keinen Glauben schenken würde. Aber es geschieht, dass er ebenso jene Frau die er verfolgt, auch den Dämmerzustand des Limbus bewohnt und sich anpasst, genauso wie sie, an den nebeligen Zwischenzustand. In dieser Behausung habe ich viele durch dieses Wundmal Gezeichnete kennen gelernt: diejenigen die langsam verschwinden indem sie ihre Verschwundenen suchen. Aber niemand ist der Tyrannei der Suche so ergeben wie er.

 – Sie geht, so wie ich, dem Leben nach – sagt er hartnäckig, als ich mich traue ihm das Gegenteil anzudeuten.

Ich bin so weit gekommen zu glauben, dass jene Frau ein schützender Engel ist, der seiner Besessenheit eines Pilgers keine Ruhe gibt. Geht zehn Schritte vorwärts, damit er sie ersichten aber nicht berühren kann; immer zehn unüberwindbare Schritte, die ihn dazu zwingen ihr immer nachzugehen, bis zum letzten Tag des Daseins.

Er kam zu dieser Herberge von Wanderern wie überall hin: nach ihr fragend. Er wollte wissen ob hier eine im Verkehr des Krieges verschollene Frau vorbeigegangen wäre, sie hieße Matilde Lina, Wäscherin von Beruf, aus Sasaima und in einem durch die Gewalt vernichteten Gehöft ansässig, am Grenzweg zwischen Tolima und Huila. Ich verneinte und sagte ihm, dass wir nichts über sie wüssten und stattdessen, habe ich ihm Unterkunft angeboten: Bett, Dach, warmes Essen und den immateriellen Schutz unserer Luft-Mauern. Aber er bestand auf sein Thema mit jener willkürlichen Blindheit derjenigen die über alle Hoffnungen hinaus noch immer hoffen und bat mich Name für Name im Eintragebuch nachzuschauen.

 – Machen Sie es selbst – sagte ich ihm, da ich diese Unruhe, die nicht beschwichtigt sehr gut kenne und setzte ihn vor die Liste über jene, die Tag für Tag in dieser Herberge mitten auf den Weg ihrer Vertreibung haltmachen.

Ich bestand darauf, dass er wenigstens ein paar Nächte bei uns blieb, während er diesen Berg aus Müdigkeit, der sich auf seinen Schultern angesammelt hatte, wieder abtrug.  Das war es, was ich ihm sagte, aber ich hätte ihm lieber sagen wollen: bleiben Sie, wenigstens bis ich mich daran gewöhne Sie nicht mehr zu sehen. Da mich von jenem Augenblick an, dieser gewisse, unerklärliche Drang ihn Nah haben zu wollen befiel.

Er bedankte sich für die Gastfreundschaft und willigte ein zu übernachten, obgleich nur für eine Nacht und da geschah es, dass ich nach seinem Namen fragte.

– Ich heiße Sieben mal Drei  – antwortete er.

– Das muss ein Spitzname sein. Könnten Sie mir ihren Namen sagen? Irgendeinen Namen, machen Sie sich keine Sorgen darüber; ich brauche einen Namen,  einen richtigen oder falschen, um ihn auf die Liste schreiben zu können.

– Sieben mal Drei ist mein Name, mit Verlaub, über einen anderen weiß ich nichts.

– Pedro, Juan, irgendetwas, sagen Sie mir bitte einen Namen – bestand ich darauf indem ich bürokratische Gründe angab, aber die, die mich wirklich bedrängten, hatten mit der dunklen Überzeugung zu tun, dass alles Erschütternde, das das Leben beschert, so eintritt, plötzlich und ohne Namen. Zu wissen wie dieser Unbekannte, der vor mir stand hieß, war die einzige Möglichkeit – wenigstens habe ich es damals so empfunden –  die Flut aufzuhalten, die er seit diesem Zeitpunkt bei mir auslöste. Weswegen?  Ich konnte es nicht genau angeben, weil er sich nicht wesentlich von den anderen unterschied, die hierher in dieses Grenzexil gelangen, eingewickelt in einer kranken Aura, eine jahrhundert lange Müdigkeit mitschleppend und im ständigen Versuch nach vorne anzuschauen, mit verbundenen Augen, demgegenüber was sie hinterlassen haben. Aber es gab etwas in ihm, was mich zutiefst einband; vielleicht jene Beharrlichkeit des Überlebenden, die ich in seinen Augen wahrnahm, oder seine gelassene Stimme, oder seine dunkle Haarpracht, oder vielleicht seine Gebärden eines großen Tieres: langsam und erstaunlicherweise erhaben. Und mehr als alles, glaube ich, lastete auf mir eine Vorbestimmung. Die Vorbestimmung, die sich im letzten und ungebeichteten Vorhaben meiner Reise zu diesen Ländern versteckt. Bin ich nicht möglicherweise hierher gekommen um all das zu suchen was dieser Mann verkörpert? Das wusste ich nicht von Anfang an, weil all das wonach ich suchte noch unausdrückbar war,  aber ich weiß es jetzt fast sicher und kann sogar eine Erklärung wagen: all Jenes ist all das Andere. Das andersartige was mich und meine Welt betrifft. Das was sich gerade dort stärkt, wo ich mich schwach fühle; das, was sich in Panik und Alarmstimmen verwandelt gerade dort, wo das meinige sich in Gewissheiten festigt; das was Lebenszeichen dorthin sendet, wo das meinige in Ungläubigkeit zerfällt: das was wahr erscheint im Gegensatz zu dem was im Diskurs geboren wurde, oder im Gegenteil, das was illusionistisch wird eben weil es am Diskurs mangelt: die Rückseite des Wandteppichs, wo die Knoten der Wirklichkeit entlarvt werden. All das, letztendlich, wovon mein Herz keinen Glauben schenken könnte, wenn ich auf meiner Seite geblieben wäre.

Ich glaube nicht an das, was die Liebe auf den ersten Blick genannt wird, es sei denn, dass es als jene unverwechselbare Intuition verstanden wird, die dir im vornhinein zeigt, dass es eine Verbindung bevorsteht; diese unerwartete Entladung, die dich zwingt die Achseln zu zucken und die Augen halb zu schließen und dich so vor etwas ganz großem das auf dich zukommt zu schützen und das eigenartigerweise eher mit deiner Zukunft als mit deiner Gegenwart verbunden ist. Ich erinnere mich ganz klar, dass in dem Augenblick in dem ich Sieben mal Drei hineinkommen sah, noch bevor ich seinen Nicht-Namen wusste, ich mir ihm bezüglich die Frage stellte, die ich mir seitdem noch so oft stellen würde: Ist er gekommen um mich zu retten oder mich zu verlieren? Etwas sagte mir, dass ich auf keine halben Sachen hoffen sollte. Sieben mal Drei? 7 x 3? Ich war unschlüssig beim Schreiben.

 – Wie unterschreiben Sie, mit Zahlen oder Buchstaben?

– Ich unterschreibe kaum Fräulein, weil ich dem Papier nicht vertraue.

– Also gut: Sieben mal Drei – sagte ich ihm und mir selbst indem ich das Unausweichliche akzeptierte -. Jetzt kommen Sie mit mir, Herr Sieben mal Drei; ein mächtiger Teller Suppe  wird Ihnen bestimmt gut tun.

Diese Seelenangst, die ihn innen verzehrte und die größer war als er selbst. ihn aber nicht zu essen erlaubte, aber das erstaunte mich nicht; alle, die hierher hochkommen, fliegen mit Flügeln derselben Vehemenz. Es hat mich wohl erstaunt seine Seele nicht ansehen zu können. Obwohl man in diesem Beruf lernt tief in die Absichten der Leute einzudringen, gab es irgendetwas in ihm, das in kein Muster passte. Ich weiß nicht ob es die unvermeidbar fremde Kleidung war, oder sein Versuch sich zu verkleiden ohne es zu schaffen, oder ob mein Verdacht auf das Bündel Getreidesack fiel, den er mit sich brachte und keinen Augenblick aus den Augen ließ als ob er eine wertvolle oder gefährliche Last beinhalten würde.

Außerdem beunruhigte mich seine Art so viel nach innen und so wenig nach außen zu schauen, ich weiß nicht genau was es war, aber etwas in ihm hinderte mich daran die Natur aus der er bestand zu erraten. Und hier kann ich wiederholen was ich sagte, um den Kreis zu schließen; was mich an seiner Natur einschüchterte war, dass sie aus etwas anderem gemacht schien.

Er nahm die Gastfreundschaft für eine einzige Nacht an, aber er begann zu bleiben, entgegen seines eigenen Entschlusses, sich bei Tagesanbruch verabschiedend, weil er für immer losging und bei der Abenddämmerung noch immer hier seiend, zurückgehalten durch wer weiß welche Kette von Verantwortungen und Gewissensbissen. Seit er mich nach seiner Matilde Lina gefragt hat, kaum das erste Mal durch die Tür getreten, hat er nicht aufgehört über sie zu sprechen als ob sie nicht mehr zu nennen gleichbedeutend wäre mit der Tatsache sie zu verlieren oder als ob sie vor mir zu beschwören die beste Art wäre sie zurückzugewinnen.

– Wo und wann hast du sie zum letzten Mal gesehen? – fragte ich ihn, wie ich alle fragen soll, als ob diese menschliche Formel ein Abrakadabra eine wirksame Beschwörungsformel um das Abwesende wieder zurück zu bringen wäre. Seine Antwort, ausweichend und ungenau, machte mir klar, dass zu viele Jahre vergangen und zu viele Dinge seit diesem Verlust geschehen sind.

Manchmal beim Sonnenuntergang, wenn sich das Treiben in der Herberge beschwichtigt hat und die Flüchtlinge jeweils in ihre eigene Tiefe sich versenken, stellen Sieben mal Drei und ich zwei Schaukelstühle aus Korb in die Sackgasse und wir setzen uns um zu sein, die Stille mit Gesprächsfetzen einfädelnd und so, bedeckt mit dem Behagen der Abenddämmerung und dem süßen Funkeln der ersten Sterne, öffnet er mir sein Herz und spricht über Liebe. Aber nicht über Liebe zu mir: er spricht  sorgfältig, mit verzögertem Genuss, über seine große Liebe zu ihr. Mit großer Anstrengung tröste ich ihn, frage ihn, höre ihm unendlich zu, manchmal lasse ich mich von dem Gefühl, dass ich mich vor seinen Augen nach und nach in sie verwandle leiten, oder dass sie ihre Gegenwärtigkeit durch mich wiedererlangt. Aber andere Male, ist das was in mir siedet, eine innere Unruhe, die ich nur mühsam verbergen kann.

– Es ist genug, Sieben mal Drei, bitte ich ihn dann, indem ich versuche es als Spaß zu verstehen -, das einzige was ich noch wissen müsste ist ob deine sogenannte Matilde Lina das Brot lieber mit Butter oder Marmelade aß.

– Es ist nicht meine Schuld – rechtfertigt er sich -. Wenn ich zu sprechen beginne, komme ich immer dazu von ihr zu reden.

Im Himmel verschlingt die Schwärze den letzten Lichtrückstand und weit unten, im Hintergrund, sehen die Schornsteine der Raffinerie mit ihren Flammenspitzen, winzig und harmlos aus, wie Zündhölzer. Während dessen fuhren wir mit dem Drehen des Rades unseres Gespräches fort. Ich frage ihm nach allem und er antwortet fügsam und ergeben, aber er fragt mich nichts. Meine Worte schüren in ihm und werden seines Inneren mächtig, ihn festbindend mit dem einhüllenden Faden meiner Inquisition, und währenddessen versucht meine Person sich zu retten, entlanggehend an jenem langsamen Fluss meiner Dinge, nach denen er nicht fragt und von denen er niemals wissen wird.

Sieben mal Drei nimmt aus seiner Hosentasche ein Paket Pielroja Zigaretten, zündet eine an und beginnt zu rauchen, er lässt sich tragen durch den schmalen Rauchfaden zu jener Zone ohne Gedanken wo ein jeder immer wieder Zuflucht sucht.  Während ich ihn beobachte, schreit eine kleine zahnlose Stimme in meinem Inneren: Hier gibt es Schmerz, hier erwartet mich der Schmerz, von hier muss ich fliehen. Ich höre auf diese Stimme und glaube ihr, indem ich das Gewicht ihrer Warnung anerkenne. Und dennoch, statt zu fliehen bleibe ich, immer näher, immer geruhsamer.

Vielleicht ist meine Beklemmung nur die Widerspiegelung der seinigen und vielleicht ist die Leere, die er in mir sät, das Kind dieser urgroßen Abwesenheit, die er im Inneren speichert. Am Anfang, während der ersten Tage seines Aufenthaltes, glaubte ich seine Bedrücktheit erleichtern zu können wie ich es in meinem Beruf zu machen gelernt habe, der im Grunde kein anderer ist als derjenige einer Krankenschwester der Schatten. Aus Erfahrung ahnte ich, dass wenn ich ihm helfen wollte, müsste ich seine Vergangenheit erforschen bis ich  erkunden konnte wie und woher diese Erinnerung, aus der sein Leiden floss, durchsickerte.

Mit der Zeit habe ich zwei Wahrheiten erkannt, offensichtlich für alle nur für mich nicht, die ich deswegen nicht sah, weil ich sie nicht sehen wollte. Die erste, dass eher ich es war, als der Sieben mal Drei war, die bis zur Betrübnis diese seine immer anwesende Vergangenheit spürte. „Es tut ihm die Luft weh, das Blut verbrennt seine Adern und sein Bett besteht aus Stecknadeln“, sind die Worte, die ich am Anfang schrieb und ihm in den Mund legte und die ich jetzt der Ehrlichkeit wegen ändern muss: Die Luft tut mir weh. Das Blut verbrennt meine Adern. Und mein Bett? Mein Bett ohne ihn ist ein Hemd aus Brennnesseln; Nische aus Stecknadeln. Gemäß der zweiten Wahrheit wird alle Anstrengung unnütz sein: je tiefer ich kommen desto mehr überzeuge ich mich, dass der Mensch und seine Erinnerung eins sind.

 

2.      

Die Geschichte seiner Erinnerung, oder besser gesagt der Werdegang seiner Besessenheit, beginnt am selben Tag seiner Geburt, am ersten Januar 1950. Obwohl, um genauer zu sein, er nicht geboren wurde sondern er erschien im Dorf  Santamaría Bailarina, heute von der Geschichte gelöscht, und das vor Jahren und weit von hier entfernt seinen Platz und Augenblick hatte und zwar in der Siedlung El Limonar, in der Gemeinde Río Perdido, an der Grenze zwischen Huila und Tolima. Laut dem was ich wieder zusammenstellen konnte, indem ich hie und da lose Stücke seiner flatterhaften Biographie aufsammelte, fand die Erscheinung von Sieben mal Drei beim Ausgang der Christmette, auf den Stiegen des Atriums einer noch im Rohbau befindlichen Kirche statt, die man um das Erreichen der fünfziger Jahre, die sich Unheil verkündend zeigten,  zu feiern,  vorzeitig einweihte.

–  Es sagt sich übel an – hörte man damals sagen –. Von den Gebirgsketten kommt ein gewalttätiger Pöbel, der nach allgemeiner Enthauptung schreit herunter.

 Es war das Echo der Guerra Chica, der sich nach der Ermordung von Jorge Eliécer Gaitán ausbreitete und der mit der Umzingelung der friedlichen Santamaría drohte. Die Nachbarn bereiteten das Feuerwerk in Ehren des neuen Jahres vor und um es zu ersuchen, dass es sanft durch das Dorf ginge, und dann geschah es, dass sie ihn sahen.

Ein unbewegliches und kleines Bündel, eingewickelt wie eine Maispastete  in einer karierten Decke aus Flanell. Er weinte nicht, er war nur. Gerade geboren und nackt unter der unendlichen Nacht, schon von diesem Zeitpunkt an mit seiner Art zu sein, beleuchtet und einsam.

 – Schaut, es hat eine Zehe zu viel – wunderten sie sich, als sie die Decke lüfteten, genauso wie ich mich wunderte, so viele Jahre danach, das erste Mal, als ich ihn barfuß sah.

Vielleicht war es deswegen, dass einige von Anfang an in Argwohn versanken, wegen der sechsten Zehe seines rechten Fußes, die plötzlich wie aus dem Nichts erschien, als ein gefährliches Zeichen, dass die natürliche Ordnung der Dinge Risse bekommt. Die Anderen, die Unvoreingenommenen, haben über diese kleine überflüssige Erbse, witzig und rosafarben, perfekt rund, eng an der Reihe der restlichen fünf des winzigen Fußes liegend, gelacht.

– Das alte Jahr hat ein Kind mit einundzwanzig Zehen im Atrium der Kirche hinterlassen! – ging die Nachricht durch das Dorf und Matilde Lina, aus Neugierde und Neuigkeitsbegierde, machte sich den Weg durch Ellenbogenstöße durch den Menschenkreis frei, der sich um das Phänomen drängte. Als sie die überflüssige und bestaunte Zehe vor Augen hatte, dachte sie keinen Augenblick daran, dass es sich um einen Fehler handeln würde; im Gegenteil, sie hat es als einen Gewinn, eben als eine kleine zusätzliche Gabe für dieses neu auf die Welt gekommene Lebewesen empfunden. Sie wusste sehr wohl, dass alle Eigenartigkeit ein Wunder war und dass jedes Wunder seine Bedeutung mit sich trägt.

Von diesem Augenblick an, war sie, Matilde Lina, die große Gegenwärtigkeit im Leben des Kindes, sie, die Wäscherin am Fluss, arm wie ein Vogel auf dem Lande, die es an jenem hellen Augenblick, gleichbedeutend, wenn man es will, mit einer zweiten Entbindung, in ihre Arme nahm um von der Nähe aus seine Augen, seine Hände, seine männlichen Glieder überprüfen zu können.

– Welch ein Schmerz für die Eltern, sich vom eigenen Kind lösen zu müssen. Weiß Gott wovon sie flohen, wovor sie es bewahren wollten – sagte Matilde Lina laut, nachdem sie es mit einem langen Blick, in dem sich schon eine Absicht der Verwurzelung zeigte, zudeckte und an diesem Punkt wird es jemanden geben, der sich fragt, wie ich dazu kam den genauen Wortlaut und den Ton, die sie um ihn auszusprechen verwendete zu wissen und worauf ich nur antworten kann, dass ich es einfach weiß: dass ich ohne sie zu kennen so viel über sie erfahren habe, dass ich mir das Recht zuschreibe ihre Sprecherin zu sein, andererseits sind es Worte gewesen, die niemand hat hören können, da die ersten Feuerwerke losdonnerten, sodass der Himmel in Sterne aufging, die Goldrausch-Raketen glühende Kugeln schossen und die Feuerräder, prächtig wie Sonnen sich am Stab drehten.

Das Gedränge verlor sich im Rauch und Getöse des Feuerwerks und Matilde Lina blieb allein vor den schon geschlossenen Türen der Kirche. Sie schaute verblüfft das Feuerwerk mit geblendeten Augen an und drückte das Kind in der Decke an sich als ob sie es nie wieder loslassen würde. Sie beschützte es von nun an eher aus purem Instinkt, ohne sich entschieden oder es sich vorgenommen zu haben und nur ihm auf der Welt hat sie es erlaubt in diesen Raum ohne Fenster und ohne Worte, wo sie ihre Zuneigungen versteckte, hineinzugehen.

Matilde Lina, irreales und amphibisches Wesen. „Immer am Rand des Flusses, zwischen Schaum und weißer Wäsche“: so erinnert sich Sieben mal Drei und erzählt, dass indem er im Schatten dieser Frau aus Süßwasser aufwuchs, er wusste, dass das Leben aus Milch und Honig bestehen konnte. „Als es begann dunkel zu werden und die Vögel ihre Nester aufsuchten – beschwört er von den Gipfeln seiner Sehnsüchte –, rief sie mich und ich dankte ihr dafür. Es war als ob man dem Tag ein Ende setzte. Ihre Stimme blieb in der Luft hängen bis ich zurückkam und mich neben ihr zusammenrollte…“

Sieben mal Drei wollte sich nie von der karierten Flanelldecke trennen, zerfranst und farblos, eher ein Fetzen und mehr als einmal habe ich gesehen wie er sie zusammenknüllte, als ob er damit ein Bruchstück des Gedächtnisses entreißen könnte, das die Trostlosigkeit des Nichtwissens wer er ist, mildern würde. Der Fetzen sagt ihm nichts mehr, aber er lässt einen Geruch frei in dem er glaubt die Sanftheit einer Brust, die Farbe des ersten Himmels, den Hieb des ersten Schmerzes wiederfinden zu können. Nichts im Grunde, außer den Widerspiegelungen der Sehnsucht. Alles andere sind Geschichten, die Matilde Lina erfand um ihm das Verzeihen beizubringen.

– Mach dir kein böses Blut, Kind – sagte sie wenn sie ihn in der Nähe der Bitterkeit entdeckte -, deine Eltern haben dich nicht aus Bosheit, sondern aus Traurigkeit verlassen.

 – Ich kann ihnen nicht verzeihen – murrte er.

– Diejenigen, die nicht verzeihen, durchqueren einen Fluss mit verderblichem Wasser und verbleiben dort am anderen Ufert.

 

Übersetzung: Marta Kovacsics M.

 

 

 

 

 

La multitude errante

 

1

 

Comment puis-je lui dire qu’il ne la  trouvera jamais, alors qu’il a mis toute sa vie à la chercher ?

Il m’a dit que l’air lui fait mal, que le sang brûle ses veines et que son lit est fait d’épingles  car il a perdu la femme qu’il aime dans un des tours du chemin et il n’y a pas de carte qui puisse lui dire où la trouver. Il la recherche par  l’écorce de la géographie sans s’accorder une  minute de trêve ni de pardon et sans s’apercevoir qu’elle n’est pas dehors mais qu’il la porte dedans, au  cœur de sa fièvre; présente dans les objets qu’il touche, reflétée dans les  yeux de chaque inconnu qu’il croise.

— Tout me ramène à elle — m’a-t-il avoué — ma tête ne connaît aucune autre direction et va tout droite chez elle.

Si je pouvais lui parler sans lui briser le cœur, je le répéterais bien clair, pour qu’il laisse ses soucis et ses errances derrière une ombre. Je lui dirais : Ta Matilde Lina est partie au  limbe, là chez ceux qui ne sont  ni morts ni vivants.

Mais ça serait de moissonner les racines de l’arbre qui le soutient. De plus, pourquoi, s’il ne me croirait pas? Ce qui  arrive c’est  que lui  aussi, comme la femme qu’il poursuit, habite dans les songeries du limbe et  s’adapte, comme elle, à la condition nébuleuse intermédiaire. Dans cet hébergement, j’ai rencontré plusieurs marqués par ce stigmate: ceux qui disparaissent au fur et à mesure qu’ils cherchent leurs disparus. Mais aucun si consacré que lui  à la tyrannie de la recherche.

Il s’est approché de cet hébergement de marcheurs comme il l’a fait partout: en la cherchant. Il voulait savoir si une femme refondue dans les trafics de la guerre, prénommée Matilde Lina, lavandière, originaire de Sasaima et établie dans un  hameau anéanti par la violence, sur la limite du Tolima et de l’Huila, était venue ici. Je lui ai dit que nous ne savions rien  et en échange, je lui ai offert un logement: un lit, un toit, des repas chauds et la protection immatérielle de nos murs d’air, mais il insistait sur son sujet   avec la cécité volontaire de ceux qui espèrent au-delà de tout espoir et donc,  il m’a demandé de réviser,  nom par nom, dans les livres de registre.

— Faites-le vous même —  lui ai-je dit, parce que je connais bien cette démangeaison qui  ne  se calme pas. Je lui ai fait s’asseoir en face de la liste de noms de ceux qui, jour après jour, au milieu du chemin de leur  déplacement, s’arrêtent ici.

Je lui ai insisté pour qu’il  restât avec nous au moins deux  nuits pendant que la montagne de fatigue qu’on  voyait accumulée sur ses épaules se défaisait. C’est ce que je lui ai dit. Mais j’aurais voulu lui dire: Restez  avec nous   au moins   le temps dont j’ai besoin   pour me faire à l’idée  de ne plus vous revoir. À ce moment-là, un certain désir inexplicable de l’avoir près de moi avait déjà commencé  à m’envahir.

Il m’a remerciée de  l’hospitalité et il a accepté d’y passer la nuit – bien que seulement  une nuit- et  puis,  j’ai lui ai demandé son nom.

— Je m’appelle Sept par Trois — m’a-t-il répondu.

Ça doit être un surnom. Pourriez-vous me dire   votre nom ? Un nom, n’importe lequel,  ne vous  compliquez pas. J’ai besoin d’un nom, vrai ou faux, pour le noter dans le registre.

— Pardon mais  Sept par Trois est mon nom. C’est  le seul que j’ai.

— Pierre, Juan, n’importe lequel. Dites-moi, s’il vous plaît, un nom — je lui ai insisté en arguant des raisons bureaucratiques, mais  celles  qui  me pressaient étaient, en réalité, liées à  la conviction obscure que tout-ce qu’il ya de bouleversant dans les  desseins  de la vie arrive comme ça: tout à coup et sans nom. Savoir le nom de cet inconnu qui était devant moi  était  la seule manière  — c’était,   au moins, mon  ressenti  — de compenser l’influence qu’il a eu sur moi depuis cet instant. À cause de quoi ? Je ne pourrais pas le préciser, parce qu’il n’était pas  si différent de tant d’autres qui finissent par arriver  dans ces confins de l’exil, enveloppés d’une aura malade, en traînant une fatigue de siècles et en essayant de regarder en avant avec les  yeux affourchés à ce qu’ils ont laissé derrière. Pourtant, Il y a eu quelque chose en lui qui m’a profondément engagée; peut-être cette ténacité de survivant que j’ai perçu dans son regard, ou sa voix sereine, ou sa touffe de cheveux  foncés; ou peut-être ses gestes de grand animal: lents et curieusement solennels. Et plus qu’autre chose, je crois qu’une prédestination a pesé sur moi. La prédestination qui se cache dans l’intention ultime et inavouée de mon voyage jusqu’à ces terres. Ne suis-je pas venue chercher tout cela que cet homme incarne ? Je ne  l’ai pas su du débout  parce que ce  tout cela que je cherchais m’était encore ineffable mais je le sais maintenant presque avec  certitude et je peux même  risquer d’en donner  une définition : tout cela c’est tout l’autre; ce qui  diffère de moi et de mon monde; ce qui se fortifie là justement  où je sens faible ce qui est à moi; ce qui se transforme en panique et en voix d’alerte là où  ce qui est à moi se  consolide en  certitudes; ce qui fait des signes de vie là où  ce qui est à moi se  défait en incrédulité; ce qui semble vrai par opposition au né du discours ou, au contraire, ce qui devient fantasmagorique par manque de discours : l’envers du tapis, où les nœuds de la réalité s’exposent. Tout cela, enfin, dont mon cœur n’aurait pas pu  donner foi si j’étais restée vivre de mon côté.

Je ne crois pas à ce qu’on appelle coup de foudre, à moins que ça ne se comprenne comme cette intuition caractéristique qui t’indique d’avance qu’un lien s’approche; ce soudain déchargement qui t’oblige à rétrécir des épaules et à entrebâiller les yeux, en te protégeant de quelque chose d’immense qui te vient dessus et qui pour quelque raison mystérieuse est plus lié à ton avenir qu’à ton présent. Je rappelle clairement qu’au moment où j’ai vu entrer Sept par Trois, encore avant de savoir son aucun nom, je me suis posé, par rapport à lui, la question que j’aurais à me poser tant de fois : Est-il  venu  me sauver ou  me perdre ? Quelque chose me disait que je ne devais pas m’attendre à des moyens termes. Sept par Trois ? 7×3 ? J’ai hésité  au moment d’écrire.

— Comment signez vous: avec des nombres ou avec lettres ?

— Je signe peu, mademoiselle, parce que je ne fais pas confiance aux papiers.

— Soyez alors  Sept par Trois —  lui ai-je  dit et  me suis-je  dit à  moi même, en acceptant l’inévitable—. Maintenant venez avec moi, Monsieur Sept par Trois. Un  puisant plat de soupe ne  vous fera pas mal.

Cette anxiété qui le  brûlait à l’intérieur et qui était même plus grande que lui  l’empêchait de manger mais cela ne m’a pas étonnée; tous ceux qui montent  ici  le font  en volant avec des ailes de la même véhémence. Ce qui m’a étonnée c’est de ne pas avoir réussi pas à  regarder son âme. Quoique que dans ce métier on apprenne à percer  profondément les intentions des gens, il y avait quelque chose en lui qui ne s’encastrait  dans aucun moule. Je ne sais pas s’il s’agissait de ses vêtements de visiteur irrémédiablement  étranger ou de sa tentative ratée de se déguiser, ou si mes soupçons retombaient sur ce paquet  qu’il portait avec soi dans un sac et qu’il  ne négligeait pas par un  instant, comme s’il contenait une charge belle ou dangereuse.

De plus, sa manière de regarder, trop vers l’intérieur et si peu ver l’extérieur, m’inquiétait. Je ne sais pas bien ce que c’était, mais quelque chose en lui  m’empêchait de deviner la nature de laquelle il était fait. Et ici je peux le dire encore une fois, pour fermer le cercle: ce qui m’intimidait de  sa nature c’est qu’elle avait l’air d’être faite d’une autre chose.

Il a accepté l’hospitalité par une seule nuit mais  il est resté, finalement, malgré sa propre  décision. Il a pris  congé à l’aube parce qu’il partait pour toujours mais  la nuit il était  encore ici, retenu  par je ne sais pas quelle chaîne de responsabilités et de remords. Dès qu’il m’a demandé par  sa Matilde Lina, une fois qu’il a traversé la porte par la première fois, il n’a pas cessé  de me parler d’elle, comme si arrêter de la nommer signifiait  la perdre à jamais ou comme si l’évoquer en face de moi était sa meilleure façon de la récupérer.

— Où et quand l’as tu vue par la dernière fois ? —  lui demandais-je, tel que je dois le faire avec tous, comme si cette formule humanitaire était un abracadabra; une conjuration efficace pour rendre présent l’absent. Sa réponse, évasive et imprécise, me faisait comprendre que  trop d’années et trop de choses s’étaient passées depuis cette perte.

Parfois, la tombée du jour, quand  l’agitation de l’hébergement s’apaise et les réfugiés semblent chacun plonger dans ses propres profondeurs, Sept par Trois et moi, nous sortons à la ruelle une paire de fauteuils à bascule  en rotin. Nous nous assoyons  pour enfiler des silences sur des  lambeaux de conversation, et ainsi, abrités par la tiédeur du crépuscule et par le doux scintillement des premières étoiles, il m’ouvre son cœur et me parle d’amour. Mais pas d’amour pour moi : il me parle méticuleusement, avec un ravissement retardé, de ce qui a été son grand amour pour elle.

En faisant un énorme effort, je le console. Je lui demande, je l’écoute infiniment, parfois en me laissant mener par la sensation de me  transformer en  elle devant ses yeux ou de la rendre peu à peu présente à travers moi. Mais d’autres fois, ce qui me bouille dedans c’est un chagrin que j’arrive   durement à dissimuler.

— Ça suffit, Sept par Trois — lui dit-je alors, en essayant de  prendre tout par une plaisanterie — la seule chose  qui me reste à savoir sur ta  Matilde Lina est si elle préférait  le pain avec du beurre ou de la confiture.

— Ce n’est pas ma de faute — se justifie-t-il—. À chaque fois que je commence à parler, je finis par parler d’elle.

Dans le ciel, la noirceur engloutit les derniers vestiges de lumière et très en bas, au fond, les cheminées de la raffinerie, avec  leur huppe de feu,  paraissent minimales et inoffensives, comme des allumettes. Entre-temps, nous continuons tous les deux à tourner la roue de notre conversation. Je  lui demande tout et il me répond docile et fasciné mais lui,  il ne me demande rien. Mes mots le fouillent  et s’approprient son intérieur en l’attachant avec le fil enveloppant de mon inquisition. En même temps, mon être essaie de se mettre à l’abri en s’échappant par cette lente rivière de ces choses à  moi qu’il ne cherche pas à savoir  et qu’il ne connaîtra jamais.

Sept par Trois sort de la poche de son pantalon un paquet de Pielroja. Il allume une cigarette et se met à fumer, en se  laissant emporter, par les  ficelles de fumée,  vers ce  lieu sans  pensées où  il se réfugie  parfois. Pendant que je l’observe, une petite voix  sans dents me crie dedans : Ça fait mal ici. Ici la douleur m’attend, je dois fuir d’ici. J’écoute cette voix et je la crois, en reconnaissant le poids de son avertissement. Et pourtant, au lieu de fuir, j’y reste, de plus en plus proche, de plus en plus immobile.

Peut-être que mon angoisse n’est  qu’un reflet de la sienne et sans doute, la vacuité qu’il sème dans moi est  l’enfant de cette absence  mère qu’il accumule à l’intérieur. Au début, pendant les premiers jours de son séjour, j’ai cru que je pouvais le soulager de son affliction, comme j’ai appris à le faire dans ce métier à moi, qui  n’est  un autre que celui d’infirmière d’ombres. Par l’expérience, je pressentais que si je voulais l’aider, je devrais  scruter dans son passé jusqu’à vérifier par où et comment  s’était glissé ce souvenir duquel  découlait son agonie.

Avec le temps, j’ai  fini par reconnaître deux vérités qui étaient évidentes pour tout le monde sauf pour moi. Je ne les voyais pas  parce que je refusais de les voir. La première, qui était moi, plus encore que le propre Sept par Trois, qui  ressentait jusqu’à l’angoisse son passé, récurrent et toujours là. «L’air lui fait mal, le sang brûle ses veines et son lit est fait  d’épingles», ce sont les mots que j’ai écrits au début, en les mettant dans sa bouche et qu’il me faut modifier  maintenant,  si je veux être honnête : L’air me fait mal. Le sang brûle mes veines. Et mon lit ? Mon lit sans lui est une chemise d’ortie; une niche d’épingles.

Selon la deuxième vérité, tout effort sera inutile : plus au fond j’arrive, plus je suis convaincue que l’homme et son souvenir  son une seule chose.

2

 

L’histoire de son souvenir -ou la trajectoire de son obsession- commence le jour même  de sa naissance, le premier janvier 1950, bien qu’il ne soit  pas exactement né mais plutôt  apparu dans la population rurale de Santamaría Bailarina qui est  déjà gommée de l’histoire et qui a eu son lieu et son moment il y a longtemps et loin d’ici, au village El Limonar, municipalité du Rio Perdido, sur la frontière de l’Huila et du Tolima. Selon ce que  j’ai pu reconstruire, en récupérant d’ici et  de là-bas des pièces détachées de sa biographie volatile, l’apparition de Sept par Trois s’est produite à la sortie de la messe de coq[n1] , sur  les marches du parvis d’une église encore en construction qu’on inaugurait prématurément pour fêter l’arrivée de l’année 50, qui s’annonçait sous des mauvais augures.

—Ca va être dur — commentait-on, alors—. Des racailles enflammées descendaient par  la cordillère  en clamant  l’égorgement général.

C’étaient les échos de la Guerra Chica qui se répandait depuis l’assassinat de Jorge Eliécer Gaitán et qui menaçait d’assiéger le  très calme village de Santamaría. Les voisins se disposaient à lancer des feux d’artifice en honneur du nouvel an pour  supplier qu’il fût clément. À ce moment là, ils l’ont vu.

Un petit  paquet immobile, enveloppé comme un tamal dans une couverture à carreaux. Il ne pleurait pas; il était là, tout simplement. Il était  un nouveau-né, nu sous la nuit immense  mais il avait déjà sa manière d’être éclairée et solitaire.

— ¡Regardez, il lui manque un orteil! — ils se sont étonnés lorsqu’ils  ont enlevé la couverture,  comme moi aussi je m’étonnerais, tant d’années après, la première fois que je l’ai vu pieds nus.

Peut-être c’est pourquoi quelques  uns l’ont regardé, du début,  avec méfiance: à cause du sixième orteil de son pied droit qui apparaissait comme ca, tout à coup et sorti du néant, tel le signe dangereux d’une rupture dans l’ordre naturel des choses.  D’autres, plus insouciants, ont rigolé sur ce petit pois de plus,  rose  et amusant, parfaitement rond, serré dans la file contre les autres cinq pois dans le chausson de viande minuscule qui était son pied.

— L’année dernière a laissé un  enfant de vingt-et-un doigts sur le parvis de l’église! — la nouvelle courait  par le peuple et Matilde Lina, menée par la curiosité, s’est faufilée à coups de coude entre la foule qui s’entassait autour du phénomène. Quand elle a eu devant ses yeux ce doigt de plus qui faisait l’objet d’étonnement, elle n’a pas pensé  par  instant qu’il s’agît d’un défaut; au contraire, elle l’a compris comme  un gain pour cet être  venu au monde avec un petit don additionnel. Elle savait bien que toute rareté est prodige et que tout prodige a son signifié.

Depuis ce temps-là, la grande présence dans la vie de l’enfant  a été  déjà elle: Matilde Lina, lavandière de rivière,  pauvre comme Job et  qui, dans ce moment illustre équivalent, s’il-on veut, au deuxième accouchement, l’a pris dans ses bras pour réviser de près ses yeux, ses mains, ses parties d’homme.

À ce point, il y aura qui se demande comment  ai-je su quels ont été ses mots précis et quel  ton elle a utilisé pour les prononcer. Tout-ce que je pourrais répondre c’est que  je le sais, tout court; que, sans la connaître, je suis arrivée à savoir tant de choses sur elle,  que je  m’octroie le droit d’être sa porte-parole. Pourtant, j’ajoute que, en fait, ceux-là ont été des mots que personne n’a écouté puisque  les premières fusées tonnaient déjà et le ciel éclatait en étoiles; les bougies romaines lançaient des jets de boules incandescentes et les girandoles tournaient sur le fil de fer, splendides comme des soleils.

La foule se perdait entre les fracas des feux d’artifice et les nuages de fumée et Matilde Lina est restée seule en face des portes  de l’église déjà fermées. Elle regardait absorbée les feux d’artifice avec les yeux allumés par les reflets et elle serrait contre soi l’enfant de la couverture, comme si elle n’allait plus jamais le lâcher. À partir de là, elle l’a protégé par pur instinct, sans s’en  proposer ni le décider  et  elle n’a permis qu’à lui, dans ce monde, de rentrer dans l’espace sans fenêtres ni mots où elle  cachait ses affections.

Créature irréelle et amphibie, Matilde Lina. «Toujours au bord de la rivière, entre écumes et  vêtements blancs» : c’est comme Sept  par Trois la rappelle. Il raconte qu’en grandissant à l’ombre de cette femme d’eau douce, il a su que la vie pouvait être de lait et de miel. «Quand il commençait à faire nuit et les oiseaux retournaient aux nids — évoque-t-il, dès les crêtes de son regret — elle m’appelait et je l’en remerciais. C’était comme  mettre fin à la journée. Sa voix restait collée à l’air jusqu’à ce que je rentrasse me pelotonner à son côté…»

Sept par Trois n’a jamais voulu se défaire de la couverture à carreaux, effilochée et sans couleur,  devenue déjà un haillon. Plus d’une fois je l’ai vu la presser, comme s’il voulait  en arracher un brin de mémoire qui allège le chagrin de ne pas savoir qui il est. L’haillon ne lui dit rien mais il dégage une odeur familière qui lui donne l’impression de retrouver la tiédeur d’une  poitrine, la couleur du premier ciel, choc de  la première douleur. Rien, en réalité, sauf des mirages de la nostalgie. Le reste, ce sont des histoires que Matilde Lina lui inventait pour l’apprendre à pardonner.

— Ne te fais pas de mauvais sang, enfant — lui disait-elle à chaque fois  qu’il montrait des vestiges d’amertume —  tes parents ne t’ont pas abandonné par méchanceté mais par tristesse.

— Je ne peux pas les pardonner — ronchonnait il.

— Ceux qui ne pardonnent pas traversent une rivière d’eaux malsaines et ils restent vivre de l’autre côté.


 [n1]Pero ésta se celebra en navidad, la noche del 24 de  diciembre y no en la noche del 31.

 

 

 

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