Desperdiciando La Vida: Quien Se Decide A Ser Poeta

 

camisadeoncevarasEl poeta y traductor Edgar Amador (Coahuila, 1967) nos presenta un ensayo muy sugerente en torno a la vocación literaria, a la manera de asumir el compromiso como poeta. Amador plantea ciertas preguntas: ¿Cómo acceder a la verdad desde esta vida mentirosa? ¿Cómo llegar al corazón de las cosas? ¿Cómo descubrir el verdadero ser detrás de la apariencia?

 

 

 

Desperdiciando La Vida: Quien Se Decide A Ser Poeta

 

Para Mario Rocha y Glafira Bojorquez

 

El mundo que miro frente a mi, el vaso de agua en mi mano, son reales porque son percibidos por mis sentidos, ¿pero son verdaderos?

La brecha entre realidad y verdad ha sido desde siempre, la materia de la filosofía, pero también de los místicos, de la religión, de los exégetas, de los tántricos y exégetas dinosíacos. El mundo sensorial no parece bastarnos, lo que captan los sentidos y aún más, lo que queda en la memoria, no parecen ser verdaderos. O mejor dicho, no merecen ser verdaderos. La realidad es tan acotada, tan estrecha y triste, que solo puede ser mentira. La verdad, plena y abierta, debe de estar más allá de nuestros sentidos.

La incapacidad de resignación al aquí y ahora, el cual incluye la memoria, nos hace anhelar y exigir una verdad que está más allá de nosotros. La religión satisface esa frustración con la idea de una vida mejor después de la muerte; los místicos sostienen que existe una parte oculta a todas las cosas; la filosofía, la ciencia han empujado como ninguna otra actividad humana ese entender y dominar ese más allá de las cosas mediante la técnica.

Pero el problema subiste y mientras exista la muerte el problema permanecerá. La vida para poder ser vivida, debe de ocultar la verdad más allá de si misma. Esta vida es mentirosa, y la verdad, la vida, está en otra parte.

¿Cómo acceder a la verdad desde esta vida mentirosa? ¿Cómo llegar al corazón de las cosas? ¿Cómo descubrir el verdadero ser detrás de la apariencia?

Los místicos católicos por ejemplo, que tanto pesan en nuestra cultura, sostienen múltiples vías para llegar a la verdad, que en esa tradición es un personaje triple llamado Dios. Desde el ascetismo de los franciscanos, pasando por los excesos de los dominicos, y el conocimiento promovido por las órdenes jerónimas, el catolicismo ensaya varias disciplinas para conocer esa verdad que está más allá de esta vida.

Dentro de la tradición mística católica  sorprende la inclusión en algunas órdenes o ejemplos, de una técnica tan antigua para llegar a Dios como las religiones mismas: la poesía.

No sería raro que algún día comprobemos que en los brumosos orígenes, la religión y la poesía surgen de manera simultánea y luego toman vías distintas, pero no ajenas. Son a veces paralelas, a veces ortogonales, a veces se mezclan. La idea católica (judeocristiana de hecho) de esa verdad suprema como un verbo (“en el principio era el verbo”) alimenta esa sospecha.

En efecto, no sería raro porque lo que la poesía busca, a veces, es lo mismo que la religión busca: encontrar lo que está detrás, o más allá, o a un lado, pero oculto en las cosas. Las palabras son, gustaba de decir Góngora, sombra de obras, y hurgando en esas sombras el poeta quiere encontrar las obras.

La poesía va más allá del objeto de la religión, la ciencia y el misticismo. La poesía no sólo busca la verdad detrás de las cosas. Muchas veces la poesía trata de hacer lo contrario: fabricar mentiras, ayudarnos a vivir en esta realidad angosta y triste. La poesía no sólo sirve para buscar y encontrar esa verdad, sino que sirve también para lo contrario, para engañarnos, para que esta realidad tiemble, estremezca y cante.

Por eso la poesía no desengaña nunca, porque no promete nada, porque es el fuego que los dioses regalaron a los hombres para poder sobrellevar la larga noche de la vida serenos e incluso alegres. La leyenda de Prometeo es también una alegoría poética, las palabras, el lenguaje, y su fiesta: la poesía, son el fuego que crea comunidad y que hace que los hombres, engañados, cantemos.

Pero la poesía no puede ser ajena a su matriz mística. Quizá los libros fundantes de las grandes religiones, incluyendo la Biblia y el Corán, fueron escritos como largos poemas. Si la palabra de Dios fue puesta en versos o versículos, la poesía es la forma en que habla Dios y sus diversas manifestaciones.

San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila suscribirían entonces lo siguientes: la poesía es una de las formas de llegar a Dios. La poesía, suscribirán otras tradiciones místicas, es una de las vías para conocer la verdad, para llegar al Ser de las apariencias, concordaría por ejemplo, Heiddeger.

Hay un poema de William Carlos Williams que creo, ilustra ese intento de la poesía por encontrar esa verdad oculta detrás de las cosas, ese instante místico, esa epifanía de saber que un momento revela la verdad más allá de la realidad:

 

so much depends

upon

 

a red wheel

Barrow

 

glazed with rain

water

 

beside the white

chickens.

 

Lo notable de este poema de Williams es que mientras San Juan de la Cruz precisa de la idea de Dios para poder ascender y trascender de este mundo hacia la verdad, el poeta americano, reflejo de la tradición secular, democrática  y protestante de su país, requiere sólo de una carretilla roja barnizada de agua de lluvia “junto a blancas gallinas”.

San Juan de la Cruz asciende a lo divino, Williams desciende a lo trivial, pero el esfuerzo es el mismo: encontrar la verdad más allá de la realidad de las cosas. Encontrar el allende de lo inmediato.

No siempre, pero a veces, la poesía es una disciplina iniciática, una forma de trascender lo inmediato y encontrar lo que está enfrente pero oculto a nuestros ojos, es una forma de trascender. Así como la respiración y las asanas en el yoga; como los ejercicios espirituales en la tradición católica; como los excesos en las tradiciones tántricas; como los alucinógenos en muchas tradiciones prehispánicas; como el conocimiento y la técnica en la notable tradición humanista de la modernidad; la poesía es una disciplina para llegar a la verdad.

No lo es siempre ni en todo momento. La poesía, se lo he leído a Aurelio Asiain, no debe de aspirar a enseñar la verdad a sus lectores. Lo he dicho arriba, muchas veces debe de ser lo contrario, debe de mentir, o simplemente divertir, o asombrar. Pero siempre debe de estremecer, debe de producir, como lo quería Heidegger, ese temblor que nos haga ver más allá de la apariencia, un huequito rumbo al Ser, independientemente de que el Ser y el parecer sean o no distintos.

Pero si bien es cierto que la poesía no debe de ser siempre una puerta hacia el Ser, estoy convencido que escribir poesía, aprender a escribirla, es una disciplina que pasa por un entrenamiento similar al de las tradiciones iniciáticas. Escribir poesía, como producir arte, buscar a Dios, hacer yoga, o hacer ciencia y filosofía, es una ruta que empieza por darse cuenta que lo que está enfrente de nuestros ojos, en la palma de nuestra mano, no es verdadero, y que hay algo detrás o más allá que precisa de un esfuerzo arduo para descifrar.

Siempre me ha gustado el título, aparentemente inscrito por Verlaine, de ese libro de Rimbaud: “Les Illuminations”.

Más allá de la enorme calidad del volumen, en este caso el ejemplo de “Les Illuminations” me interesa para, al fin, comenzar a desarrollar el tema de este ensayo: la ardua formación de un poeta, el cómo el joven que descubre por primera vez el temblor que producen las palabras que le dicen algo distinto a lo que le dicen sus sentidos se entromete en una disciplina árida, sin método, y con muy poca conciencia de ser una vía iniciática en forma, una de las formas para tratar de conocer la verdad.

Es muy grave que a lo largo de miles de años de tradición poética no se reconozca que el escribir poesía es una disciplina iniciática en forma, y que como tal, implica riesgos que pueden ser muy serios: así como los ejercicios espirituales católicos; las asanas del yoga; los excesos tántricos; la ardua disciplina científica; el escribir poesía implica riesgos mentales y vitales para los jóvenes que la emprenden, el camino de la poesía puede llegar a ser peligroso debido a su dificultad y a lo que implica: una vía para llegar al Ser.

Los ejemplos de poetas jóvenes que se pierden en el camino son tan numerosos que no podemos siquiera numerarlos, pues lo ejemplos más notorios, como el de Rimbaud, son aquellos poetas jóvenes que explotaron en el momento de la epifanía, incapaces quizá de soportar el encuentro con , digámoslo de manera presuntuosa, “el Ser de las cosas”.

La mayoría de los poetas que de jóvenes emprenden la ruta de la poesía, no alcanzan la iluminación de Rimbaud. Rimbaud es un ejemplo sublime, casi un santo súbito, un iluminado con una conexión directa con la verdad, con el otro lado de las cosas. Rimbaud ardió en segundos, fue una explosión que vivió en una brevedad insoportable, en un temblor que trastornó su vida y su cuerpo, todo el peso de una iluminación brutal y definitiva. Rimbaud, si pudiéramos tomar prestada esa metáfora católica, fue uno de los instrumentos de la divinidad del verbo para manifestarse. Un iniciado salvaje incapaz de soportar el peso de la luz que supo ver desde muy joven.

Los títulos de “Les Illuminations” casi son una descripción de las escalas de un rito iniciático: Enfance, Mystique, Jeunesse, Génie, y de manera nítida esa tensión que en la juventud encuentra quien camina por la vía de la poesía en el poema Dévotion:

 

À l’adolescent que je fus. À ce saint vieillard, ermitage ou mission.

 

Hay poetas como Rimbaud, súbitos. Pero para la mayoría, encontrar su voz, el camino por el cual entre la música y las palabras se llega a esa otra realidad, digamos al Ser, es ardua y complicada. Implica trabajo y disciplina, enfrentarse consigo mismo y estirar sus propios límites, identificar primero y luego desconocer a su maestro para así encontrarse a si mismos. Como en cualquier tradición iniciática, el camino de la poesía puede llevar al abandono, al fracaso, a la frustración, a la locura, y en muy pocas ocasiones, a la plenitud.

Lo peor de no reconocer a la poesía como una vía iniciática es que la mayor parte de las veces la plenitud de un poeta se identifica como un éxito editorial, un éxito de público. Esto es muy peligroso: ni el yoghi, ni el asceta ni el místico requieren del aplauso del público para alcanzar ese estado superior de la conciencia. Estúpidamente el poeta lo requiere. Esa tradición del poeta como el cantante de la plaza, como quien loa en la calle de los hombres liga a la culminación del poeta con el aplauso.

Pobre destino.

Emily Dickinson es un ejemplo de la poeta que vio en al camino de la poesía una vía iniciática, y que no requirió del aplauso y las ediciones para llegar a ese estado superior de la conciencia:

 

This is my letter to the world,

That never wrote to me,–

The simple news that Nature told,

With tender majesty.

Her message is committed

To hands I cannot see;

For love of her, sweet countrymen,

Judge tenderly of me!

 

El joven que resuelve ser poeta, sin saber si lo será de forma profesional o acabará siendo de la poesía su forma de vivir y ver el día y el mundo, tiene que enfrentar una árida disciplina, marcada por la disputa con las palabras, como lo atestiguó el joven Octavio Paz:

 

Dales la vuelta,


cógelas del rabo (chillen, putas),


azótalas,


dales azúcar en la boca a las rejegas,


ínflalas, globos, pínchalas,


sórbeles sangre y tuétanos,


sécalas,


cápalas,


písalas, gallo galante,


tuérceles el gaznate, cocinero,


desplúmalas,


destrípalas, toro,


buey, arrástralas,
 

hazlas, poeta,


haz que se traguen todas sus palabras.

 

En su ruta hacia la poesía el joven poeta debe de enfrentar en absoluta soledad, como un asceta o un místico, el dominio de las palabras y su música, y su conexión con el lenguaje: el qué decir, y el cómo decirlo.

Los paralelismos entre los ritos iniciáticos y la práctica poética son sorprendentes a veces: el “Altazor” de Huidobro, en donde el poema desciende hasta el sin decir del tarareo,  parece remitir a los Mantras del hinduismo los cuales deben de ser repetidos (Om namah bhagavate muktanandaya)  hasta que dejen de tener significado alguno y se alcance una especie de vacío en donde, se dice, se puede llegar a la iluminación.

El “Altazor”, ese poema sobre el poema, acaba haciendo chillar a las palabras, cogiéndolas del rabo, arrastrándolas, destripándolas, hasta el punto en que queda puro ulular, puro sin sentido, como un Mantra, la vacuidad de las palabras:

 

Semperiva

                    ivarisa tarirá

Campanudio lalalí

                             Auriciento auronida

Lalalí

          Io ia

Iiio

 

Ai a i a a i i i i o ia

 

El joven que resuelve ser poeta elige, sin dudarlo, una iniciación, una ruta hacia el Ser, una senda difícil para encontrar el otro lado de las cosas, o encontrar al fin que no hay otro lado de las cosas. Borges elige el ejemplo del poeta escoses Robert Browning para hablar del momento de esa elección y lo que ese compromiso implica:

 

Browning resuelve ser poeta 

 

Por estos rojos laberintos de Londres

descubro que he elegido

la más curiosa de las profesiones humanas,

salvo que todas, a su modo, lo son.

Como los alquimistas

que buscaron la piedra filosofal

en el azogue fugitivo,

haré que las comunes palabras

-naipes marcados del tahúr, moneda de la plebe-

rindan la magia que fue suya

Máscaras, agonías, resurrecciones,

destejerán y tejerán mi suerte

y alguna vez seré Robert Browning.

 

El momento en que un joven decide ser poeta, en que decide hacer de su vida una búsqueda de una realidad más allá de la que palpa, huele, toca y saborea. Mirar más allá de la mirada. Ese momento es una epifanía y una tragedia, es una liberación y una verja, es un abrirse a la verdad y a la música, y es condenarse a la exigencia de una disciplina que en el mejor de los casos nos lleva a un mero intento, no a una realización como entre los místicos, pues la materia de esta práctica es algo mucho peor que un Dios, pues las palabras mutan, cambian, están, a diferencia de Dios, hechas de tiempo, como lo advierte en “East Cocker”, T.S Elliot.

 

So here I am, in the middle way, having had twenty years—


Twenty years largely wasted, the years of l’entre deux guerres


Trying to use words, and every attempt


Is a wholly new start, and a different kind of failure


Because one has only learnt to get the better of words


For the thing one no longer has to say, or the way in which


One is no longer disposed to say it.

And so each venture
Is a new beginning, a raid on the inarticulate


With shabby equipment always deteriorating


In the general mess of imprecision of feeling,


Undisciplined squads of emotion. And what there is to conquer


By strength and submission, has already been discovered


Once or twice, or several times, by men whom one cannot hope


To emulate—but there is no competition—


There is only the fight to recover what has been lost


And found and lost again and again: and now, under conditions


That seem unpropitious. But perhaps neither gain nor loss.


For us, there is only the trying. The rest is not our business.

 

Yo decidí hace muchos años escribir poesía. Publicarla o no es lo que menos me importa. No creo que se necesiten de premios o aplausos para llegar a ese lugar que la poesía me prometió cuando la conocí por primera vez en mi adolescencia. Sé hoy que ese lugar es un blanco móvil, que apenas llegue se irá a otra parte, que recién la alcance se habrá mudado, que nunca llegaré por más que arribe.

He caminado esta senda sin maestros, pero con amigos, quienes como yo, avanzamos a tientas, sin estar seguros que andamos por tierra firme o patinamos en el aire. He caminado con ellos pero solo. Un consuelo me queda, las palabras de Ezra Pound en “The Lake Isle”:

 

O God, O Venus, O Mercury, patron of thieves,

Lend me a little tobacco-shop,

or install me in any profession

Save this damn’d profession of writing,

where one needs one’s brains all the time.  

 

 

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