Cuento boliviano actual: Alejandro Suárez

Presentamos, en el marco del dossier de cuento boliviano actual, preparado por Giovanna Rivero, un relato de Alejandro Suárez Castro (La Habana, 1971). Reside en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, desde 1998.  Ha publicado los libros de cuentos Desayuno en la cama (Tercer Premio Municipal de Literatura de Santa Cruz de la Sierra, año 2001),  El mundo de José e Irina, el sexo y la nueva izquierda.

 

 

 

 

 

La cruz

 

Falucho. Si la memoria no me falla, Emilio Luna Garcini es su nombre completo, pero en el internado todos lo llamaban por su apodo. Había tenido la mala fortuna de no desarrollar a tiempo y a los quince años, cuando ya todos exhibíamos orgullosos las marcas indiscutibles de nuestra hombría, el seguía sin crecer, con esa voz aflautada –voz de pendejo, como decía el Negro Prado–, lampiño, con los huevitos redondos y aquella cosita que le colgaba entre las piernas y solo inspiraba lástima.

 

Falucho vivía acomplejado por su falta de pelos y por el tamaño de su miembro, por eso nunca se desnudaba delante de nosotros. Como las duchas del internado no tenían paredes divisorias ni cortinas, el infeliz sufría sobre todo a la hora del baño. Se bañaba sin quitarse el calzoncillo y hacía todo lo posible para no llamar la atención: no hablaba, siempre se iba a la última ducha, se enjabonaba rápido y se secaba y se cambiaba de espaldas a nosotros en un rincón. Pero con esa actitud lograba lo contrario de lo que se proponía y a la segunda semana de convivencia todos habíamos reparado en él. Pronto comenzaron los comentarios, primero entre nosotros, y luego, a medida que fuimos ganando confianza, en voz alta: “El que no quiera desnudarse delante de los hombres que vaya a bañarse con las mujeres” y cosas por el estilo. Falucho no reaccionaba, hacía como si no oyera y seguía enjabonándose como si con él no fuera.

 

Llegó el momento en que lo de Falucho comenzó a molestarnos. No nos pasaba por la cabeza que un hombre tuviera que estarse tapando los huevos con tanto recato. Casi lo considerábamos una ofensa. Había que hacer algo para terminar con aquella timidez indigna de un macho.

 

Fue Lambert el de la idea de esconderle la toalla y el calzoncillo limpio que Falucho, mientras se bañaba, ponía en un banco que había frente a las duchas. Al terminar y darse cuenta de que no estaba su ropa, Falucho salió de las duchas chorreando agua pero sin quitarse el calzoncillo sucio. Fue hasta su cama, sacó una camisa de su taquilla y comenzó a secarse. Luego, de espaldas, se vistió. Todo sin decir una palabra. Fue también por esos días que alguien lo bautizó con el apodo de Falucho en alusión a las dimensiones de su miembro. Por supuesto, el sobrenombre no le debe haber gustado pero tampoco hizo nada por evitarlo y así quedó. En otra ocasión, mientras cagaba, alguien le escondió el papel higiénico. Falucho tenía dos opciones para ir en busca de más papel: o salir con el pantalón a media pierna o subírselo sin limpiarse. Él, por supuesto, escogió la segunda.

 

Falucho era un tipo normal y yo diría que hasta buena gente. Tenía dos grandes aficiones: la Física y la Historia. Siempre leía libros y hablaba de la Cuarta Dimensión, de los Neutrinos, de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial con la misma naturalidad con que nosotros lo hacíamos de pelota, mujeres y grupos de rock. Eso, sumado a su desarrollo a destiempo, lo ubicaba en la indeseable categoría de bicho raro.

 

Un viernes, por no presentar a tiempo un resumen sobre la Tabla Periódica de Mendeleyev,  me quitaron el pase. Quedarse sin pase era el castigo más temido en el internado porque significaba no salir en todo el fin de semana, pasar dos días hablando apenas con los profesores que quedaban de guardia, sin poder compartir un cigarro, sin hacer deportes, sin mujeres. En las noches la soledad era mayor.  Para tratar de conciliar el sueño me puse a buscar algo para leer en las taquillas del albergue. Fue cuando recordé los libros de Falucho y fui hasta su litera.  Había para escoger, me quedé con uno: Los miserables, de Víctor Hugo. Todavía recuerdo el comienzo de la novela y aquel pasaje del robo de los candelabros. No sé si fue la soledad o el aburrimiento pero la lectura me atrapó y entre esa noche y la siguiente terminé el primer tomo.

 

Si había un primer tomo debería haber un segundo, así que el domingo por la noche, cuando regresaron mis compañeros, busqué a Falucho y le conté que me había leído su libro y que quería saber cómo continuaba aquella historia. A Falucho se le iluminaron los ojos al escucharme, supongo que no estaba acostumbrado a que alguien se interesara por sus cosas y quizás hasta me vio como un posible aliado para tratar de frenar las bromas de los otros. Me dijo que no eran dos, sino cinco los tomos de Los Miserables y que él no tenía ningún problema para prestármelos si yo estaba dispuesto a leerlos. Aunque la perspectiva de leer cinco libros me intimidaba, le dije que sí y el siguiente domingo me entregó el segundo. Esa misma noche comencé. Primero lo forré, “para que no se estropee”, le dije, pero la verdad es que me daba un poco de vergüenza que el resto del grupo me viera leyendo uno de los libros de Falucho. Para evitarlo, me iba al baño después del silencio de las diez y leía sentado en el banco que había frente a las duchas.

 

Me obsesioné con la historia de Jean Valjean, tanto que ocurrió lo que nunca hubiese creído posible: que en el horario de deporte dejara los partidos de fútbol para dedicarme a leer mi novela, o lo que es aún más sorprendente: para discutir algunos pasajes con Falucho. También comencé a anotar en un cuaderno algunas frases de Víctor Hugo. Hay una que hasta hoy me viene a la mente: “No acerquemos la llama donde solo es preciso la luz”.

Pero una tarde ocurrió lo le la crucifixión. Fue un viernes, después de un partido de fútbol contra un colegio rival. Tirados en el piso del pasillo del albergue, todavía sudados y extenuados, hablábamos y reíamos a gritos. De pronto vimos a Falucho que venía hacia las duchas con su toalla amarrada a la cintura y su ropa interior y el jabón en una mano. No le quedaba más remedio que pasar por delante de nosotros.  Entonces Lambert estiró la pierna para interrumpirle el paso.

– A partir de hoy las mujeres pagan para bañarse. Esto es un albergue de hombres.

Falucho, como siempre, intentó ignorar lo que le decían y seguir su camino, pero Lambert se plantó firme e impidió que avanzara.

– Dije que hay que pagar para usar este baño, a menos que seas un hombre.

– Yo soy un hombre –susurró Falucho y su voz lo desmentía. Todos nos reímos.

– ¿Y con semejante voz de pendejo piensas que te vamos a creer? –preguntó el Negro Prado. –Repite carajo: ¡yo soy un hombre!

La voz del Negro Prado tronaba en el albergue y el contraste con la de Falucho fue aun mayor cuando este intentó imitarlo:

– ¡Yo soy un hombre!

– Qué va –dijo Lambert–, tendremos que hacerte otra prueba.

Terminó de hablar y se lanzó sobre Falucho para quitarle la toalla mientras este trataba de impedirlo. Dos o tres saltaron para aguantarle las manos y al fin Lambert logró su objetivo. Pero no era suficiente. “¡Saquémosle ahora el calzoncillo!”, y esta vez fuimos todos: algunos le aguantaban las manos, otros los pies y Lambert y Prado, venciendo el pataleo desesperado de Falucho, lo desnudaban.

– ¡Mierda, qué misil! –exclamó Lambert al ver el miembro encogido de su víctima.

– Falucho, ¿cómo haces para encontrar esa cosita en la oscuridad?

– ¡Más chiquito que el rabito de mi hermanito!

–¿Cuánto medirá esta cosa? –se preguntó Lambert y fue hasta su taquilla. Regresó con una regla y midió–. ¡Dos coma ocho centímetros!

Hubo exclamaciones de asombro.

– ¿No te da pena? –le recriminaba el Negro Prado fingiendo estar ofendido.

– Suéltenme ya –rogaba Falucho.

– Todavía –dijo Lambert–, tenemos que comprobar que este aparato funciona. Aquí traigo mi dispositivo.

Mientras hablaba abría y cerraba sus dedos índice y pulgar como una pinza. Luego, y con esos mismos dedos agarró el miembro de Falucho y comenzó a masturbarlo. Las carcajadas del Negro Prado hicieron que varios curiosos se acercaran para ver lo que pasaba. Falucho se retorcía humillado y sus ojos se aguaron. Nosotros nos cagábamos de risa. Cerca de dos minutos estuvo Lambert tratando de excitar el miembro de Falucho pero como no tuvo éxito, desistió.

– Ni para una paja sirve este aparato –dijo Lambert y lo soltó con desprecio y se limpió los dedos en su short sudado de futbolista.

–¿Y para que no viéramos esto, tanto misterio? –dijo el Negro Prado. – Deberíamos exhibirte delante de toda la escuela para que se te pase tu mariconería.

– Crucifíquenlo –dijo Ramón, el responsable del albergue que había visto la última parte del espectáculo.

La idea de Ramón tuvo buena acogida.  “La cruz” era en realidad un par de marcos de madera en forma de T que según la leyenda de la escuela, servía para que los alumnos viejos ataran a los novatos y le hicieran el bautizo de fuego con todo tipo de torturas. Pero aunque todo el mundo hablaba de ella y se contaban miles de historias, todavía no habíamos visto ninguna de las famosas crucifixiones.

– Traigan cinturones–ordenó Ramón.

Unos cuantos voluntarios ofrecieron los suyos. El Negro Prado fue hasta los lavaderos y trajo la cruz.

– En el piso –dijo Ramón, que lo dirigía todo con la seguridad del que lo ha hecho varias veces.

Prado acomodó la cruz en el piso y nosotros, encima de ella, acostamos a Falucho que no paraba de llorar, de retorcerse y de rogar que lo soltáramos. Con los cinturones (conté unos ocho) amarramos sus brazos y piernas a la madera y cuando ya parecía seguro, Ramón dio la orden de llevarlo a las duchas. Allí lo levantamos y lo colocamos de modo que el marco de madera horizontal que sujetaba los brazos descansara sobre las regaderas. Antes, Lambert, “para darle un toque artístico a la escultura”, trajo los lentes de Falucho, embarró los cristales de pasta dental y se los puso.

– ¡Listo! Ahí te vas a quedar hasta mañana –le dijo Lambert

Todos nos alejamos, Prado comenzó a gritar:

–¡Pasen, señores, pasen! ¡Gran circo, gran! Con la estrella de la noche…  ¡¡Falucho y su pinga invisible!!

Alguien comenzó a cantar y los demás lo seguimos: “Falucho the indian boy, con mi pinga invisible voy…”

Prado fue el último en salir del baño y cerró la puerta.  La idea (supongo) era asustar a Falucho y darle una especie de escarmiento masculino para hacerlo crecer a la fuerza, pero no habíamos siquiera decidido cuál era el próximo paso, cuánto tiempo se iba a quedar encerrado, cuando escuchamos un ruido que venía de las duchas. Enseguida supimos que Falucho se había venido abajo. Volvimos a entrar, esta vez a empujones, y cuando llegamos a las duchas vimos a Falucho en el piso con el rostro ensangrentado y todavía amarrado a la cruz. No era difícil imaginar lo que había pasado: intentando zafarse o quizás para aliviar el dolor, se movió y la madera que lo sostenía resbaló sobre las regaderas y la cruz con Falucho atado a ella se fue hacia delante y como este no podía utilizar las manos para amortiguar la caída, su cabeza golpeó contra el piso de granito.  Rápido (de la risa pasamos al susto en cuestión de segundos) lo levantamos y lo desatamos para llevarlo a la enfermería. Todos fuimos con él.  Algunos lo cargábamos y el resto solo acompañaba. El albergue quedó vacío. Una hora después, cuando regresamos, todavía estaban en el piso del baño la cruz, nuestros cinturones y lo que quedaba de los lentes de Falucho. Y sangre, mucha sangre.

El diagnóstico del médico que atendió a Falucho confirmó nuestras sospechas: fractura del tabique nasal, una fuerte contusión en la cabeza y múltiples heridas en la frente y en el pómulo izquierdo. Hubo que operarle la nariz y coserle las heridas más profundas.  Le dieron dos semanas de baja y cuando regresó se le notaban las cicatrices en el rostro. Reunimos dinero y le compramos una armadura nueva para sus lentes. Y nunca más lo volvimos a molestar. Además, ironías de la naturaleza: poco después comenzó a desarrollar; tan rápido que casi lo podíamos notar de una semana a otra. Y cuando volvimos de las vacaciones para comenzar el segundo año, ya era todo un hombre: había crecido unos quince centímetros, tenía la sombra de un incipiente bigote, pelos debajo del brazo y su voz era mucho más grave. Tampoco se hacía problemas para desnudarse delante de nosotros, no tenía motivos.

El incidente de la cruz fue quedando en el olvido e incluso cuando él no estaba evitábamos recordarlo (por el cargo de conciencia colectivo y por la simpatía que comenzó a despertar en nosotros cuando ganó los primeros concursos de Física y ponía en alto el nombre del grupo).  Para todos estaba bien, pero no para mí. Yo sentía que Falucho no me miraba como a los otros y sus razones tenía: se suponía que yo era su amigo y que aquella tarde debí hacer algo para frenar aquel abuso. Y yo, lejos de evitarlo, fui uno más en aquella orgía. Por eso siempre tuve la impresión de que con el único que Falucho no hizo las paces fue conmigo. Por supuesto, nunca tocamos el tema. Y mucho menos me atreví a pedirle prestado el último tomo de Los miserables que hasta hoy sigo sin saber cómo termina.

Ayer, quince años después de habernos visto por última vez, nos encontramos. Yo salía de mi trabajo y escuché que alguien me llamaba. Volqué la cabeza y lo vi que cruzaba la calle y venía hacia mí con una sonrisa grande. Me abrazó como si yo hubiese sido su gran camarada de los viejos tiempos y me preguntó por mi carrera, por mi familia y por todas esas cosas que siempre se preguntan. También por algunos compañeros de los “viejos tiempos”. Me contó que se había graduado de licenciatura en Física y que trabajaba en algún proyecto relacionado con la Medicina Nuclear que enseguida olvidé. Me enseñó la foto de sus hijos y de su esposa, parecía un hombre feliz y realizado y además, dichoso con nuestro encuentro. “Cuánto tiempo, ¿no?”. Quien mirase nuestra conversación a la distancia no podía dudar: éramos dos grandes amigos de toda la vida, no había nada que indicase lo contrario. Pero yo no me dejé llevar por la euforia del momento. Porque siempre supe que aquella tarde de la cruz se había roto algo más que la nariz de Falucho. Por eso me dediqué a responder lacónicamente sus preguntas y en la primera oportunidad que tuve, fingí que tenía un compromiso urgente y me despedí. Es lo que siempre hago para salir cuanto antes de los encuentros inoportunos. Esos en los que sientes que estás fuera de lugar, que no tienes nada que decir, o que la sola presencia de esa persona delante de ti basta para recordarte algún pasaje de tu vida que desearías no haber vivido.

 

 

 

 

Datos vitales

Alejandro Suárez Castro (La Habana, 1971). Reside en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, desde 1998.  Ha publicado los libros de cuentos Desayuno en la cama (Tercer Premio Municipal de Literatura de Santa Cruz de la Sierra, año 2001),  El mundo de José e Irina, el sexo y la nueva izquierda. Ha escrito y dirigido (en colaboración o en solitario) tres cortometrajes. Su primera novela, “El perro en el año del perro”, fue la ganadora en el Concurso auspiciado por la UAGRM por el 450 Aniversario de Santa Cruz en el año 2011.

 

 

 

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