Cuento boliviano actual: Róger Otero

Presentamos, en el marco del dossier de cuento boliviano actual, preparado por Giovanna Rivero, un relato de Róger Otero (Santa Cruz, 1981). Ha ganado en seis ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de La Sierra, cuatro veces en el área de cuento. Ha publicado, entre otros volúmenes de cuento, implemente cuentos (2003), Humor vítreo (2006), Cuentos tristes para una noche rota (2008) y De qué hablamos cuando hablamos de morir (2011).

 

 

 

CUARTO DE FAMILIA

 

 

I

Nunca conocí a la mujer que me parió. Tal vez, ella a mí tampoco. Conforme fui creciendo, quien supuestamente fuera el esposo se encargó de dilapidar su imagen. Durante muchos años no entendí por qué causas estuvo censurada en las conversaciones con papá. Las veces que le pregunté por ella recibí una respuesta diferente. «Se ahogó». «Sufrió un infarto». «Se suicidó». «Comió veneno sin darse cuenta». «Fue la leucemia». «Salió por unos cigarros y nunca regresó». «¿Otra vez?, ¿acaso no te lo dije, tarado?». O cualquier cosa. Lo que fuera, con tal de que me callara. Progresivamente, el tema se convirtió en miradas torpes y gestos ambiguos. Hasta que un día, hace poco, tuve que resignarme. Coincidió con la cirrosis hepática largamente anunciada de papá. Entonces él también se fue.

No estuve en el funeral. Dos horas después de haber cerrado sus ojos me marché. Cuando dije «voy en busca de mi único tío» nadie lo dudó. Pretexté: «Fue su última voluntad». Quien escuchó mi argumento para justificarme, asintió eclipsado ante mi firmeza de carácter. Claro, ignoraban el verdadero interés que poseía bajo el rostro de complacencia que suelo transmitir. Con el mismo rostro pude averiguar la dirección del mentado tío. Parientes que conocí en las postrimerías del lecho de papá accedieron a ofrecerme los datos requeridos con la inocencia habitual de quien brinda un favor con gran esmero y sin pedir nada a cambio. Las despedidas finales me auguraron buena suerte.

Marché llevando conmigo las divagaciones de papá. Sus últimos murmullos me calentaban el oído: «No quiero comérmelo en la tumba… Tu madre… Tu madre…». El resto, que había salido sin sonido y era aun más claro que lo anterior se quedó adentro mío para siempre. Yo lo deletreé por el movimiento nítido, casi perfecto, de sus labios, en el ritmo pesado de su convalecencia. A través de la mímica me transmitió su secreto más íntimo, sagrado, el que había refugiado en pesadillas, pero que yo fui descubriendo poco a poco, desde mi niñez, por medio de pistas insospechadas.

Arrastré conmigo una valija pequeña que saturé de ropa. Me reservé ochocientos dólares y escondí la pistola. Tras un viaje incómodo, sucio, maloliente, guiado por el instinto más que por la razón, terminé parado ante un portón de lata y tranca robusta. La vivienda estaba al fondo, quizás en mitad de todo, apenas alumbrada por dos luces débiles que bien podían tratarse de mecheros o luciérnagas embotelladas. El terreno, visto desde mi posición, era lúgubre. Los extremos del muro se perdían entre la oscuridad de la noche y el monte crecido. En aquella población la supervivencia de gente adinerada, como presumía ser tío, era un acto de heroísmo masoquista.

 

 

II

Mis fuertes y reiterados golpes insistieron en que mi presencia debía ser atendida cuanto antes. El ladrido de los perros no se hizo esperar. La voz siniestra que esperaba, salida de lo recóndito de la noche, los calló. Me apresuré a preguntar por tío. Y la voz se identificó como tal. «Soy su sobrino de la ciudad», añadí. «Yo no tengo sobrinos en la ciudad», gritó al instante. «Soy su sobrino…, hijo de Fabricio», insistí. «¿Cuántos años tenés, muchacho?», preguntó luego de unos segundos de, quizás, haber reflexionado sobre nuestro parentesco, porque su voz, de pronto, había sonado destemplada. «Soy hijo único de Fabricio y tengo diecinueve años —contesté sin perder el tono firme, y antes de que me hiciera otra pregunta, agregué implacable—. Él ha muerto ayer y me pidió que viniera a buscarlo».

Demoró antes de quitarse la oscuridad de la cara. Durante aquel lapso estuve seguro de que me estaba estudiando, intentando descubrir en mí rasgos físicos que delataran mi procedencia. La nariz ganchuda y ojos hundidos en concavidades ojerosas podían autentificar mi origen. Era la marca registrada de la familia por vía paterna. Al verlo supe que lo había notado. Porque él, como buen mellizo de papá, también compartía nuestras señas particulares.

Abrió el portón. La jauría de perros lo rodeaba sin atreverse a dar un paso de más. Tío se paró tan cerca de mí que pude sentir su aliento a tabaco. Tuve ganas de vomitar pero me contuve porque no me perdonaría una mínima muestra de debilidad. Tío tenía setenta años, igual que su mellizo, aunque aparentaba menos. Quizás la noche le disimulaba las arrugas. Nunca antes nos habíamos visto. Yo no conocía a este tío y él no tenía noticias de papá desde mi nacimiento. Hablarle, estudiarlo, contagiarme del vínculo familiar a través de la palabra y los recuerdos serían aditamentos superfluos que no conseguirían en mí nada más que bostezos.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó mientras clavaba su mirada en cada elemento que constituía mi rostro.

—Víctor Manuel.

—Ajá, como tu abuelo —dijo al tiempo de abandonar su inspección.

Me cedió el paso y yo lo acepté con cautela, pues sus guardianes cuadrúpedos se habían instalado a pocos metros de mí y no parecían dispuestos a perderme de vista. Conté siete cuando tío cerró el portón a mis espaldas. Pero mientras fuimos avanzando hacia la casa me invadió la extraña sensación de ser acechado por más. A poco de llegar a la vivienda no faltó alguno que, sigiloso, se atrevió a cruzarse en mi camino y ofrecerme una feroz sonrisa. Sin embargo, su lenta acometida no prosperó. La patada de tío en pleno culo lo ahuyentó al instante. «¡Malnacido!», exclamó furioso. Después abrió a empujones la puerta y, acto seguido, me invitó a pasar con un movimiento seco de cabeza.

Ingresamos a una especie de depósito. Lo único que se notaba entre la escaramuza de objetos inservibles, apiñados en todas direcciones, era una cama sin patas, cubierta de polvo y paja, algo que parecía ser una pequeña cocina o una lavadora, y varios asientos ocupados por diversos cachivaches: ollas, cajas, fierros oxidados. Olía mal, muy mal. Aunque no tropecé con algo que se asemejara a humanos muertos o a su natural excreción sospeché que se trataba de aquello.

El moho de las paredes confundía trazos y garabatos. No descifré nada agradable o digno de recordar. Todos eran anatemas en un castellano desprolijo, casi analfabeta. Arriba, en el techo derruido, donde se notaba el descascaro de goteras viejas, un foco irradiaba los últimos minutos de su capacidad. Y no había ventanas. Lo único que nos acercaba a la libertad era la puerta por la que habíamos entrado y ahora estaba cerrada por dentro, con la llave que tío conservaba en el puño derecho.

Los pocos objetos desparramados en resquicios empolvados del recinto lucían tan sucios que la identificación a simple vista de lo que hubieran contenido era una búsqueda inútil. Todo lo que vi luego de sentarme surgió sin buscarlo, sólo porque mis ojos estaban allí y debía dirigirlos a alguna parte.

¾Ahí hay un toco ¾dijo tío y me lanzó un ademán que indicaba la posición del objeto detrás de mí. Lo cogí con asco y en el instante de acercarlo una pila de herramientas se derrumbó. Me senté intentando concentrarme en la imagen de tío, que ya estaba frente a mí, sobre algo que también parecía un toco, inclinado hacia delante y en franca actitud de quien no está seguro de lo que está viendo, como si yo fuera un fantasma y él mi verdugo.

¾Víctor Manuel ¾pensó en voz alta.

¾Viejo de mierda ¾dije yo sin volumen.

¾¿A qué viniste realmente?

¾Ya se lo dije ¾contesté con la voz más inocente que pude transmitir.

Entonces miró mi valija.

¾¿Y qué traés ahí adentro?

¾Lo que uno acostumbra llevar en un viaje.

Otra vez sus ojos se clavaron en mí, pero esta vez con malicia, como si hubiera descubierto el verdadero contenido de mi equipaje y ahora intentara deducir a través de mis gestos lo que escondía adentro de mi cabeza.

¾¿Te pensás quedar aquí?

¾Sólo hasta que salga el siguiente tren… Y, claro, si es que usted me lo permite.

Él se echó para atrás. Con una mano se masajeó la cara, el cabello, la nuca, se distendió un poco y finalmente agregó en tono amigable pero grave:

¾Esta habitación es la única que tengo disponible.

Disimulé mi repugnancia a través de una sonrisa pequeña. Por supuesto que mi mejor opción era marcharme. De seguro él así lo esperaba. Pero yo no estaba dispuesto darle la satisfacción de mi rechazo. Así que le dije sin remilgos:

¾Sólo será una noche, mañana me iré en el primer tren.

Tío carraspeó breve e irrumpió unas frases ininteligibles. Le pedí amablemente que las repita.

¾¡No me dirigía a vos, bastardo! ¾vociferó.

Enseguida se puso de pie, caminó hacia la puerta lentamente, cogió la manivela como si se arrepintiera de hacerlo y al mismo tiempo no tuviera otra elección, y se detuvo. De alguna forma todo se detuvo durante un minuto pesado.

Cerré y abrí los ojos en un parpadeo desquiciante y noté que su mano ya no estaba en la manivela. Él había quedado inmóvil, como calcado en el aire, y yo me había convertido en los ojos de un espejo. El abrupto sosiego al que había recurrido era la manifestación de sus miedos. Y la pregunta que me formuló luego, entumeció mis escrúpulos:

¾¿Venís a matarme, hijo de puta?

Más que el mensaje me sorprendió la calmada sintonía de su voz. No le respondí. Opté por dirigir la mirada hacia la valija. No sabía si abrirla en ese justo momento era lo mejor. Ante la duda volví la mirada a tío, aún sin decir nada. Permanecí quieto, viendo la silueta que le dibujaba la noche.

Pero tío no estaba dispuesto a aguantar mucho tiempo. Se dio la vuelta y me encaró con frialdad.

¾Respondé, maldito. ¿Venís a matarme?

No dije nada.

¾¿¡Venís a matarme, carajo!? ¾exclamó enfadado.

No dije nada.

¾¿¡Venís a matarme, carajo!? ¾enfatizó una vez más.

Yo no dije nada.

Se dio la vuelta y me enfrentó:

¾¿¡Cómo es eso!? ¿¡Acaso no traés una pistola en esa mierda!? ¾gritó desesperado, arrugado por todas partes, eufórico, indicándome la valija en un movimiento brusco de mano.

Iba a responder, pero los perros empezaron a ladrar en todas direcciones, como si cada uno hubiera corrido a un rincón diferente de la propiedad. Tío abrió la puerta de un tirón. Antes de emprender la carrera condicionó autoritario:

¾Escuchame bien, bastardo. No salgás para nada. Así tengás que cagarte en los pantalones… ¾Y de pronto quedó callado. El llanto lastimero de un perro lejano lo desconcentró. Cerró la puerta con violencia dejándome sumergido en la más completa soledad.

No tenía por qué hacerle caso. Me levanté, sostuve mi valija y caminé hacia la puerta. Jalé con todas mis fuerzas pero no conseguí abrirla…

 

 

III

Despierto y me doy cuenta de que estoy encerrado desde hace mucho tiempo. No le tengo miedo a tío. Sé que puedo salir cuando quiera. Conservo una pistola y la puerta no se muestra difícil de tumbar. Después de todo, no se está mal aquí. Recibo tres comidas al día. El plato es deslizado por una pequeña abertura que hay en la parte inferior de la puerta. Defeco y orino ahí mismo. Él luego lo limpia, o eso quiero creer. De vez en cuando me desahogo escribiendo en las paredes con un carbón. Añado agravios o repinto los ya existentes. Cualquier cosa me sirve para la distracción.

Adentro el tiempo podría ser otro. Peor a estar en la cárcel, peor a ser hospitalizado por enfermedad terminal. Es cierto, ser arrebatado del mundo debe ser terrible, desconsolador, inhumano…, los adjetivos resultan insuficientes. Pero eso únicamente tiene validez cuando la llegada es involuntaria. No es mi caso. A mí me otorga paz. Y con el transcurrir de los días me he dado cuenta de que el alejamiento de la sociedad es todo lo que necesito para sobrevivir. No estoy seguro de cuánto pude demorar en darme cuenta de que lo mejor para mí es vivir encerrado. ¿Semanas? ¿Meses?… ¿Años? ¡Qué más da! Doy gracias a que tío no me ha dejado salir desde mi llegada. De haberlo conseguido, no sé cómo podría haber vivido afuera.

Claro que no siempre consigo silencio y soledad. Los primeros gritos me hicieron saber que no era el único encerrado. Otros comparten mi suerte. Nunca puedo autentificar si se trata de hombres o mujeres, niños, jóvenes o viejos, mucho menos si provienen de alguien específico, quiero decir, de un mismo escandaloso. Es impresionante cómo se llegan a confundir las voces en aquel estado de claustrofobia. Aúllan por su libertad y a mí me aturden, y a veces, cautivan. Por supuesto que aquellas primeras veces lograron asustarme. Pero luego me fui acostumbrando. Entiendo que es la forma en que pueden comunicarse, sentirse comprendidos por otros en igual situación. Y me conmueve.

A veces, cuando las voces se multiplican de repente, yo también me uno a ellas y coreo. Cuando tío abre la puerta, energúmeno, pensando encontrarme cantando como un soprano endiablado, yo me quedo quietecito, cierro los labios y pongo cara de ángel de la guarda. Él me lanza una mirada fulminante y se retira dando un fuerte portazo. Entonces me llevo la mano a la boca para reír de mi travesura. Son buenos momentos. Lástima que diversiones de ese tipo no duren más. Tras iniciarse la orquesta multitudinaria el trotecito nervioso de tío desde el otro lado, la apertura de las puertas y el rebote de los cuerpos contra el cemento consiguen que los gritos se apaguen de inmediato.

En este recinto lo más descabellado resulta normal.

 

 

IV

Dos amigos de tío han entrado para llevarme ante él y no me asusto ni me sorprendo. Caminamos por un interminable y muy iluminado pasillo crema. Termino sentado frente a este hombre viejo vestido de blanco, de cara angulosa y barba desprolija que es tío y que a la vez finge ser otro para la ocasión. «Este es mi despacho, ¿lo reconoces?», pregunta. Yo no entiendo a la primera. Tiene que presentarse con su nombre artístico para que yo adivine que se trata de un juego: «Soy el doctor Schkolikov, director del Centro Siquiátrico ¾expresa con solemnidad¾. Tal vez no me recuerde, pero fue con quien primero habló para quedarse a vivir aquí». Guarda silencio. Yo también. Primero quiero saber qué papel me corresponde asumir. Como advierte que recién comienzo a entenderle no me exige respuesta. «He pedido conversar con usted porque veo que sus últimos informes son desalentadores».

Proseguimos en una conversación bastante absurda. Le hablo de mi familia, de la vez que murió papá y el rencor que le guardo a tío, o sea a él. Me pregunta cómo me siento allí encerrado y si las apariciones de algún familiar en particular son frecuentes. Le manifiesto que me siento muy a gusto y nadie se ha atrevido a dar la cara. «Sólo son sombras que recorren los pasillos», balbuceo bromista. «¿Y no tiene problemas en que todo esto sea parte de su imaginación?», se atreve a cuestionarme. En lugar de responderle lo amenazo levantándole un puño. Yo también debo actuar. No quiero defraudarlo. Schkolikov entiende que debe ser más diplomático. Saca una jeringa. La exhibe. Ambos disminuimos la intensidad de nuestras posturas. Yo consiento en ofrecerle la información que más me conviene y Schkolikov se limita a diagnosticar. «Me han notificado que usted no presenta mejoras, que sus alucinaciones han aumentado y su salud peligra. Tomando en cuenta que usted se presentó voluntariamente y en condición estable, lamento decirle que su situación es crítica». Pausa unos segundos. Coge un lapicero y empieza a moverlo entre los dedos mientras me contempla absorto. No tengo ganas de reprochar sus habladurías. Ahora sólo quiero facilitarle las cosas para que me deje regresar al cuarto porque el juego ya me está aburriendo. Poco rato después confiesa: «Sólo hay una solución». «¿Cuál?», pregunto ansioso. Abre la boca, me hace acuerdo a alguien: «Tendrán que rescatarlo», dice.

¡Cierto, estoy soñando!

 

V

Horas después de haber despertado a la realidad un grupo de colegiales curiosos había invadido la propiedad con espíritu aventurero. En su pesquisa clandestina ingresaron al cuartucho donde yo estaba. Me encontraron tendido bocabajo, con los ojos abiertos y la palidez característica de quien ya no reside en su propio cuerpo.

Actuaron con premura.

Dos días más tarde, cuando relaté lo sucedido por primera vez, apenas tomaba conciencia de que me encontraba en un hospital, al cuidado eventual de médicos y enfermeras. No se atrevieron a darme por cuerdo, puesto que atribuyeron la fantasía de la historia a los efectos narcóticos de los medicamentos y a la «psicosis alucinatoria» (pronosticada más que diagnosticada). «Habría que realizar una serie de estudios para identificar lo que pudo haberle pasado», reveló el médico de turno. Pero a mí no me interesaba. Luego de recibir serias indicaciones para tratar mi posible enfermedad, me las ingenié para entrevistarme con quienes me rescataron. Les expuse mi situación intentando sonar los más calmado posible para no sucumbir en una supuesta locura. Ellos me aseguraron que no había señales de que otra persona hubiera habitado la casona recientemente. Ni siquiera encontraron rastros de perros o jeringas. Todo coincidía en que había sido parte de una intensa alucinación.

Cuando pude valerme por mí mismo, resolví empezar a cuestionar a los vecinos de la zona para confirmar la presencia de tío en el lugar señalado. Con gran sorpresa no encontré a uno solo que atestiguara sobre su existencia real en la actualidad. Todos sabían cuál había sido su casa y se jactaban de conocer las historias macabras que sobre él se divulgaban, pero nadie dijo, ni siquiera en broma, que ahora se tratara de un ser humano tangible, de carne y hueso, y, mucho menos, cuando estuvo vivo, practicante de pasatiempos normales.

«Nadie se atreve a quedarse a vivir allí, pese a que la casa está abandonada hace mucho tiempo», infirió uno de mis taimados informantes.

Incluso los habitantes más jóvenes, aquellos que apenas recordaban el apellido de mi familia, insistieron en que el último huésped de la casa había muerto por inanición hace varios años. «El hombre terminó viviendo solo», relataban con lástima. Según ellos, ante el vacío de la vivienda, los perros, huérfanos y sin comida a la vista, se habían devorado a tío. Sostenían, sin saber exactamente el motivo, que la tristeza había sepultado a este hombre antes de que los perros le hubiesen dado el primer bocado.

Y uno que otro me escupió historias espeluznantes que incluían a papá, ignorando mi grado de parentesco con él. La más popular y que me dio nuevas luces sobre la verdadera razón de mi visita a aquel pueblo fue la de los mellizos. Encerraban a mujeres ocasionales en los cuartos de la casa para satisfacer, incluso sin recibir consentimiento, fantasías sexuales de todo tipo, donde lo criminal prevalecía y las consecuencias nunca se redimieron. «Las violaban y las mantenían encerradas durante tiempo demencial… Y había casos, cuando se encariñaban con alguna, en que reincidían en las vejaciones sin importar que estuvieran embarazadas».

Desgraciadamente les creí. Coincidían las fechas y detalles que sólo alguien como yo, en calidad de hijo sin madre, podía atestiguar. Repasé los hechos, el tiempo transcurrido en el cuarto de familia tras mi repentino ataque de epilepsia, las alucinaciones reveladoras, la letra de papá en las paredes, las confesiones indiscretas de la familia y los antiguos vecinos.

Di por finalizada mi indagación apenas deduje lo inaudito. Tras morir mamá en un ataque de locura, luego de haberme dado a luz, él se marchó a la ciudad conmigo en brazos.

Alargué los labios en una especie de mueca que no completaba ninguna sonrisa pero tampoco dibujaba decepciones. Parpadeé a medias. Vi a mi padre en posición horizontal, volví a interpretar su mímica final. «… vio-la-ba-a-tu-ma-dre-por-e-so… se-sui-ci-dó…». Las palabras, una por una, dichas antes de morir, habían sido también la invitación al descubrimiento de la verdad. Todo formaba parte de un pasado que, de pronto, surgía lánguido y eterno, y, para mi desgracia, no podía olvidarse en la oscuridad de un cuarto cerrado. Porque, aunque hubiera ignorado las palabras de papá, mamá siempre estaría ahí, suplicando que yo nunca hubiera nacido, desnuda, mirándome con terror.

 

 

 

 

Datos vitales

Róger Otero (Santa Cruz, 1981) Estudió Comunicación Social y Filología Hispánica en la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno. Ha ganado en seis ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de La Sierra, cuatro veces en Cuento por los libros Simplemente cuentos (2003), Humor vítreo (2006), Cuentos tristes para una noche rota (2008) y De qué hablamos cuando hablamos de morir (2011), y por las novelas Malas palabras (2009) y Mirá el pajarito y decí whisky (2012). También ha publicado los libros de cuentos Al otro lado del espejo (2002) y El arte de escribir sin escribir (2007), y las novelas Lo bonito de ser feos (2011) y Bullying (2012). Además, varios relatos suyos han sido incluidos en antologías nacionales y extranjeras. Actualmente trabaja como editor de textos educativos y obras literarias.

 

También puedes leer