Rubén Darío y el soneto

Rubén Darío 1

Es de sobra conocido que el modernismo renovó la prosodia en lengua española. La intención de estos poetas, en muchos momentos, fue traer nueva música a nuestro idioma alejándose quizá o siendo críticos con el endecasílabo, por ejemplo. Pero ¿cuál fue el manejo del soneto en un autor como Rubén Darío?  Dante Ortiz nos presenta sus reflexiones en torno a “Los sonetos áureos”. Ortiz estudió la Maestría en Letras en la UNAM.

 

 

 

 

La unidad de los “Sonetos áureos”

 

Azul… no albergó sonetos en sus páginas hasta la segunda edición (1890). Entre los distintos textos que Darío agregó para ésta, se encuentran los nueve sonetos agrupados en las secciones «Sonetos áureos» y «Medallones». El segundo conjunto reúne seis poemas-homenaje dedicados a escritores que Darío admiró, mientras que el anterior agrupa tres poemas con temas distintos: el primero, «Caupolicán», evoca una proeza del héroe araucano; el segundo, «Venus», es un canto a dicho astro, y el tercero, «De invierno: Acuarela», recrea una escena doméstica entre dos amantes parisinos de la belle époque.[1] Podría pensarse que Darío agrupó arbitrariamente en esta sección algunos de los sonetos que había escrito en aquella época y que, por su temática, no cabían en los «Medallones». Sin embargo, la presencia de una serie de simetrías y correspondencias entre los tres «Sonetos áureos» hacen pensar que éstos no conforman un conjunto arbitrario, sino premeditado; que dicho tríptico implica un acto de composición artística, no de azar.[2]

Los tres poemas son calificados por un mismo adjetivo: áureo. El oro y lo dorado están presentes en más de un texto de Azul…, unas veces con connotaciones positivas (como sucede en «El palacio del sol», cuento en el que los rayos dorados del sol transmiten vitalidad) y otras con connotaciones negativas (como en «La canción del oro», en la que el dinero, simbolizado por este metal, conduce a la degradación humana). En los «Sonetos áureos», paradójicamente, el oro no aparece, y no hay demasiados elementos dorados que coloreen uniformemente los tres poemas. Sin embargo, éstos están empapados de un atributo del oro: el brillo. Si bien es cierto que en la realidad el oro no necesariamente brilla (podemos encontrarlo oxidado, deslucido), en la literatura –de Homero a Neruda–, el oro se ha asociado constantemente con el brillo. Al final de «Caupolicán» se impone la luminosidad triunfal de la aurora: «La Aurora dijo: “Basta.” / E irguióse la alta frente del gran Caupolicán» (Darío, 1995: 286).[3] Sin embargo, el brillo más importante del poema es el del propio héroe araucano. Según el Diccionario de la lengua española de la RAE, brillo no es solamente la «luz que refleja o emite un cuerpo», sino también «lucimiento, gloria», y, en este sentido, Caupolicán es brillante. En «Venus», el brillo es mucho más evidente, pues el poema evoca un astro que físicamente brilla; no en vano es comparado con un «dorado y divino jazmín» y con una «reina rubia» con «labios de fuego» (287). Además, Venus no sólo emite luz, sino que también ilumina el alma del poeta que lo contempla. Finalmente, en «De invierno» hay un «fuego que brilla en el salón» (288), pero éste –al igual que la aurora de «Caupolicán»– no es tan importante como el brillo emitido por la propia Carolina –quien semeja una joya dentro del coqueto joyerito que es su apartamento–. La situación de Carolina ha sido prefigurada, metafóricamente, en el poema anterior, en el que Venus «una reina oriental parecía / Que esperaba a su amante, bajo el techo de su camarín» (287). Justamente Carolina espera a su amante en su camarín; desde luego, la joven parisina no es una reina oriental, pero de alguna manera juega a serlo, con esas chinerías y japonerías que hay en su boudoir o salita de estar: no hay que olvidar que se encuentra «No lejos de las jarras de porcelana china / Que medio oculta el biombo de seda del Japón» (288). (Casi al final del poema hay otro elemento brillante: los ojos que abre la amada para contemplar a su amante.)

Detrás del brillo de los «Sonetos áureos» palpita la belleza. Cada uno de los poemas es un canto a la belleza, pues tanto el gigantesco y austero araucano como la delicada mujer parisina rodeada de lujos y, por supuesto, el planeta que brilla en el cielo, son objetos bellos, dignos de ser celebrados. Desde luego, se trata de bellezas distintas. Caupolicán es bello de la misma manera que lo es un toro de lidia, un león o un sumotori, pues belleza no es, necesariamente, lo mismo que delicadeza. El yo lírico del poema manifiesta su admiración hacia el corpulento indígena desde el primer verso: «Es algo formidable que vio la vieja raza» (285). Según la RAE formidable significa «muy temible y que infunde asombro y miedo» o «excesivamente grande en su línea», pero también es sinónimo de magnífico, es decir, «espléndido, suntuoso, excelente, admirable». La belleza es una construcción arbitraria, convencional, de la mente humana. El poeta, por lo tanto, es capaz de crearla, de encontrarla donde nadie antes la había percibido y, entonces, demostrar que siempre ha estado allí. Es probable que, al preguntársele a un ayudante de cocina si encuentra belleza en una cebolla, diga que no, pero en su célebre «Oda a la cebolla» Neruda nos muestra lo contrario. Desde la perspectiva del yo lírico, Caupolicán es tan bello como Venus y Carolina, sólo que su belleza –a diferencia de la del astro y la de la mujer– no es tan convencional.

Los «Sonetos áureos» son, además, un conjunto simétrico. Los tres poemas no están conformados por versos de igual extensión: mientras que «Caupolicán» y «De invierno» están escritos en versos alejandrinos (de doce sílabas contando a la francesa), los versos de «Venus» son de quince sílabas (si contamos, igualmente, a la francesa). Respecto a la métrica de los «Sonetos áureos», el propio Darío aclaró en Historia de mis libros:

Concluye el librito con una serie de sonetos: «Caupolicán», que inició la entrada del soneto alejandrino a la francesa en nuestra lengua –al menos según mi conocimiento–. Aplicación a igual poema de forma fija, de versos de quince sílabas, se advierte en «Venus». Otro soneto a la francesa y de asunto parisiense: «De invierno» (Darío, 1984: 206).

 

Los «Sonetos áureos» conforman un conjunto simétrico, dado que «Venus», el soneto cuyos versos son más extensos, se encuentra a la mitad, mientras que los versos de los otros dos poemas sí son de la misma medida.[4]

La rima de los «Sonetos áureos» –consonante en todos los casos– es regular, aunque variada: «Caupolicán» sigue el patrón ABAB ABAB CCD EED, mientras que «Venus» y «De invierno» se rigen por el siguiente: ABAB ABAB CDC DCD. Los tres sonetos poseen una rima cruzada en los cuartetos (en lo cual se distinguen de los sonetos tradicionales, en los que la rima es abrazada); en cuanto a los tercetos, «Caupolicán» es distinto a los otros dos poemas, pero es bien sabido que, desde el Dolce stil novo, hay libertad en lo referente al orden de las rimas en los tercetos de un soneto. Así, en los tres poemas se varía el esquema de rima: «Caupolicán» utiliza las terminaciones -aza (A), -ón (B), -ía (C) y -án (D); «Venus», -ía (A), -ín (B), -álida (C) y -ar (D), y «De invierno» -ina (A), -ón (B), -eño (C) e -is (D). Por lo tanto, si bien la rima de los tres poemas es regular, no es simétrica y no ayuda a demostrar la unidad de los poemas, aunque tampoco la niega.

La simetría de los «Sonetos áureos» no sólo se manifiesta métricamente: las atmósferas son asimismo simétricas. Mientras que los dos sonetos extremos («Caupolicán» y «De invierno») evocan hechos concretos, materiales (la proeza de un guerrero y el encuentro de dos amantes), «Venus», el soneto intermedio, se refiere a un hecho cuya materialidad resulta huidiza, intangible, acaso un ensueño. Parece, por lo tanto, como si los órganos exteriores del cuerpo que conforman los «Sonetos áureos» fuesen sólidos –algo así como caparazones– y tuvieran la finalidad de cubrir la médula, el alma del conjunto, que es «Venus».

Por otra parte, también hay proporción en la construcción del tiempo y el espacio de los «Sonetos áureos». El tiempo viene del pasado al presente: la escena de «Caupolicán» ocurre en un pasado remoto; la de «Venus» carece de marcas históricas (bien pudo tener lugar en el siglo I a. C. o hace algunos días),[5] y la de «De invierno» es completamente contemporánea a la escritura del libro. Por otra parte, la extensión de tiempo que abarca cada poema también es distinta: como ya se ha señalado, la acción de «Caupolicán» dura una jornada entera; la de «Venus», en cambio, unos cuantos minutos, ya que no es posible observar dicho astro, que desaparece pronto, durante mucho tiempo, pero tampoco es verosímil que una contemplación de tal profundidad sea cuestión de un instante; finalmente, «De invierno» abarca tan sólo unos cuantos segundos, los suficientes para que el amante contemple la habitación y a su amada, irrumpa e intente sorprender a la mujer con un beso.

El espacio, por su parte, va de lo exterior a lo interior: la acción de «Caupolicán» ocurre en un escenario abierto, al igual que la de «Venus», pero indiscutiblemente la átmosfera de este soneto es más introspectiva que la del anterior. Si bien es cierto que el poeta de «Venus», fijada su atención en el astro, está más cerca de la inmensidad que el gigantesco araucano, al que sólo le preocupa sostener el pesado tronco, en términos estrictamente materiales, el escenario de «Caupolicán» es el vasto campo araucano, mientras que el de «Venus» es un jardín. La escena «De invierno», finalmente, acontece en un recinto cerrado. Nótese, además, cómo la naturaleza va siendo modificada a través de los poemas: en «Caupolicán» contemplamos una naturaleza casi virgen (un hombre semidesnudo carga un tronco de árbol); en «Venus», nos encontramos ante un jardín, es decir, ante la naturaleza acondicionada y estilizada por el ser humano; finalmente, en «De invierno» el escenario es completamente artificial y está lleno de objetos manufacturados por el hombre. Los sitios concretos de la acción de los poemas son asimismo distintos: la acción de «Caupolicán» ocurre en Chile; la de «De invierno», en París, y la de «Venus» no posee marcas geográficas (como tampoco las tiene históricas): lo mismo puede tener lugar en América o en Europa, en épocas remotas o cercanas; por eso encabalga los otros dos poemas, porque tanto un indígena sudamericano del siglo XVI como un flâneur parisino de finales del XIX pueden contemplar el astro y percibir su belleza infinita.[6]

Tras exponer las anteriores correspondencias y simetrías existentes entre los «Sonetos áureos» –que seguramente no son todas–, es viable afirmar que se trata de un tríptico con unidad, la cual implica un acto de composición artística. Los tres poemas irradian brillo y belleza, y están dispuestos de manera simétrica, tanto en lo que atañe al metro como a las atmósferas de cada uno; además, existe un orden en cuanto a la disposición espacial y temporal: el espacio como el tiempo evolucionan a lo largo de la serie. Dichas cualidades, desde luego, no son evidentes en una primera lectura, pero el título del conjunto, misterioso y preciso a la vez, justifica su búsqueda.

 

 

 

 

Bibliografía

Darío, Rubén (1984), «Azul…», en Páginas escogidas, ed. de Ricardo Gullón, Madrid, Cátedra (Letras hispánicas, 103).

______ (1995), «Sonetos áureos», en Azul… Cantos de vida y esperanza, ed. de José María Martínez, Madrid, Cátedra (Letras hispánicas, 403).

Real Academia Española (2001), Diccionario de la lengua española, 22a. ed., en http://www.rae.es/rae.html


[1] Aunque el poema no lo dice explícitamente, es probable que el hombre y la mujer descritos sean amantes y no esposos, pues parece que él no vive en el apartamento de ella, sino que llega a visitarla –seguramente tiene llave–, y no hay rastros de que haya hijos.

[2] Por otra parte, es significativo destacar que Darío no tomó en cuenta para conformar los «Sonetos áureos» algunos otros sonetos que había escrito en aquel periodo y que finalmente quedaron fuera de Azul… (como, por ejemplo, «Chinampa» o «El sueño del Inca», los cuales, junto con «Caupolicán», formaban parte de una serie de poemas de tema indígena que Darío no continuó). Esta exclusión bien puede ser consecuencia de la búsqueda de simetría en los «Sonetos áureos», pero también puede deberse simplemente a que tales poemas no satisficieron el gusto de Darío.

[3] Todas las citas de Azul… están tomadas de la edición de José María Martínez, cuya ficha completa aparece en la bibliografía.

[4] Otro detalle métrico. Algunos de los versos de «Venus» tienen, además, la peculiaridad de estar acentuados en la décima sílaba, lo cual les brinda una sonoridad endecasilábica. El primer verso es un buen ejemplo de ello: «En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría» (287). El primer hemistiquio es «En la tranquila noche»; el segundo, «mis nostalgias amargas sufría». Pero hay un endecasílabo superpuesto a dicha estructura: «En la tranquila noche, mis nostalgias». Este fenómeno no se repite en todos los versos, pero sí en los suficientes como para crear una ambigüedad sonora que dota de mayor musicalidad al poema. Por detalles como éste se distingue (tratándose, por supuesto, de versos regulares) al verdadero poeta del mero versificador de sonsonetes.

[5] Sin embargo, aunque «Venus» carece de marcas históricas, el pensamiento de su yo lírico implica una época determinada: la de Darío, lógicamente, pues los ojos con que se contempla el mundo están condicionados por el tiempo del observador.

[6] Desde luego, difícilmente un indígena del siglo XVI podría tener la visión del cielo nocturno que Darío plasma en «Venus», pero igualmente difícil es que los cartagineses que lucharon contra Roma hablaran y actuaran como lo hacen los personajes de Salammbô. En la literatura todo es posible.

 

 

 

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