Foja de poesía No. 409: Santiago Espinosa

Santiago Espinosa

Presentamos una muestra del trabajo del poeta colombiano Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Es el referente de la poesía de su generación. Según Federico Díaz Granados, “La poesía de Santiago Espinosa nos da cuenta, a través de un tono decantado, de los motivos y asuntos de una generación que ha hecho una lectura afectuosa de su tradición”. Presentamos, además, algunos inéditos de Espinosa.

 

 

 

 

 

 

 

Campanas

 

“As all the Heavens were a Bell”

Emily Dickinson

 

De lo oscuro suenan campanas.

Y el bar, las casas,

las mesas que esperan,

emprenden su detenido ascenso.

Parte el aviso, los faroles con forma de esfera.

Parte el mendigo, el viejo sonámbulo

de un lado al otro, del cielo al pan

mientras todos parten.

El barrio es el sueño de un barco que rumora

cuando suenan las campanas;

cuando brotan las sucias burbujas en los vasos, las camas,

y una opaca centella emerge impaciente.

 

Campanas.

El vértigo viaja  en sus ondas de acero,

se doblega y  recomienza

 

 

 

 

 

 

La casa ilusoria

 

 

Como un árbol

que se abre camino en la mitad del mar,

la casa, su olvidado lenguaje de peldaños,

de redes y vacíos luminosos,

nació en el sueño del arquitecto.

 

“Una casa”, se dijo,

“huella de la vida,

que tenga por rostro

la prudencia del anónimo…”

“Que interprete la montaña

sin cortes sin remedos.”

“Pura y aislada como la hoguera.”

 

Y de la casa surgieron moradores.

Sus altos muros

fueron perdiendo la extrañeza,

cuando por el pasillo circularon las visitas

haciendo de los rincones escondites,

refugios,

donde la hombría pudo llorar las deudas

de rejas para dentro

y habría de llegar el sexo

a la lengua de los niños.

 

Sonaron los estruendos de cada noticiero.

El abandono

en las caídas del fútbol.

También hubo películas dobladas

que hablaban del África,

de una aridez distinta

a la que comenzó en los muslos

y terminó en el trazo de los rostros.

 

Fueron muchos los recuerdos

que se robó la mansarda.

La capa adusta del abuelo,

Caracoles de ecos prófugos.

Los niños jugando a la guerra

con sombreros de copa

o emprendiendo la caza del Mohán

en la selva imaginada.

Mientras tanto, en la noche, los otros

oían a su conciencia traquear en la madera,

dando sus primeros pasos.

 

 

En medio de los aromas del melón, siempre distintos,

viendo la luz colarse en los vitrales,

por la ventana entró el sonido

de un antiguo clarinete,

poblando la casa de fantasmas

y de barcos que se hunden.

 

Con el adiós de los nardos, creciendo en la portada,

quizás solo hubo tiempo de mirarse a los ojos

para estrellar las copas de cara a la montaña.

Hubo tiempo de alzarlas

y volver a brindar por los ausentes.

 

La obra estaba completa.

 

 

Para  Guiseppe Volpini.

 

 

 

 

A un escultor judío

 

 

Centrar la arcilla.

Que el torno libere el grito

las formas azules del pasado

presas en el lodo.

Piensa en su nombre, lo convoca,

y vuelven las yemas a su cuerpo blanco;

su memoria a la memoria.

 

Giran las espirales

y en ellas vuelve el tren

donde se conocieron los abuelos,

las aguas de un mar muerto

entre los dedos y rocas

el túmulo amargo de la madre.

 

Tiene el furor del poseído: siente que lo persiguen soledades.

La diáspora de unos huesos todavía húmedos,

y que ahora encuentran su olvidada luz,

emergen de entre sus manos como un árbol nuevo.

 

Nada crea el escultor, tan sólo escucha lo que dice la roca.

Se levanta temprano,

desayuna, prende otro cigarrillo,

y ofrece los brazos a una antigua ceremonia.

 

-Quizás lo sagrado era la piedra desnuda

no el templo.

La piedra

tatuada en las agujas de la lluvia,

aceitada en las yemas del verdugo.

 

Para Nicolás Escalante.  

 

 

 

 

 

 

Distante cercanía

 

 

Te veo de frente

padre,

sentado en el bar de los sesenta,

y busco tus pasos rectos

en las huellas de la nieve.

Las nuevas de un joven

que hablaba del progreso

-Whisky, algo de soda-,

y leía las revistas de vanguardia.

Era tu nariz el trazo de la mía:

no había porque temerle a la sangre

cuando la sangre corre.

 

Entrabas a la casa, lejano.

Hacías sonar las puertas con tu andar tortuoso.

Sabíamos, padre, que algo tenías de perseguido

que a tu espalda la curvaban

los múltiples adioses.

Entrabas, con tu bastón de roble,

y en los pasillos

por el biombo chinesco

un suave olor de eucalipto impregnaba la casa.

Allí aprendimos que hay parte de daño,

parte de asceta

tras el digno silencio de los árboles.

 

Acreedores. Bancos. Tipos de sombra adusta.

Pero siempre hubo tiempo para entrar al cuarto,

a oscuras,

y dejar un billete doloroso

en la mesa de noche.

Hubo para comprar los discos

-un rincón para no huir más-

lejos del ruido y los escombros.

 

Y así, mirándote sin verte.

Sabiendo de ti por la música

que lenta

llegaba del estudio, respirándote,

nos enteramos de un mundo

que era menos cansado.

Pues era la historia un hacer fila, ¿recuerdas?

y no este fatigar entre difuntos.

 

Ahora, a la distancia, hojeo los libros

de segunda mano. Durrell, Stendahl,

y tus subrayados a tres tintas.

Así supe de tu amor por el paisaje,

que te gustaba el erotismo

sin ninguna culpa. Que aquello que te rondaba

era también un cuerpo.

 

Y el libro abierto, rumoreando a solas.

Cruzan tus sueños a caballo

dejando en los rincones de la casa

algo de niebla,

algo de los aplausos que ellos, tus amigos,

te supieron aplazar.

Padre, no era esta tierra de cálculo

un lugar para ti, y quizás no era para nadie.

Mas nunca olvidaste al niño de los campos,

eras uno con la noche

cabalgando en Santander.

Te negaste a desmontar las bestias

cuando tus piernas lo quisieron.

 

No hubo muchos abrazos. Sólo una distante cercanía.

Pero decirte que el café sigue humeante en la cocina,

como la hoguera que un ángel prolonga

y las vidas alimentan.

Que tus nudillos rotundos

siguen golpeando a mi puerta,

con un pocillo, la sonrisa de siempre,

y apagas cada una de las luces.

Tu, padre, y el verde olor del accidente,

sus calmantes de eucalipto.

 

Decirte que era duro.

Que tus caídas nos dolían hasta los huesos

pero había que mantener la dureza.

Envidio tus ejemplos de silencio.

La odiosa calma que no heredé.

 

No hubo muchos abrazos. Tampoco tragos compartidos.

Y sin embargo, lo se,

habremos de asomarnos a la misma música

mientras se hilvana la vida en paralelo.

¿No oyes los barcos, su aviso en los parlantes?

¿El amplio mar y los pájaros que vuelan al reencuentro?

Tu con tus planos, la placas tectónicas. Yo y mis cuadernos,

pero oigámosla, padre, una vez más,

antes de que una tierra sin palabras, menos geológica,

blandamente nos reúna.

 

 

 

 

 

La casa encantada

 

Por la mañana tumbaron la casa de la esquina.

Las palas del buldózer araron los cimientos

y el sol de las doce

cayó sobre las piedras solas, sin sombra,

donde antes se sentaban los armarios

y la mesa del café.

 

Luego llegaron los ingenieros,

traían la sombra a sus párpados

en un gesto militar,

cuando de las montañas azules, pétreas,

manaba un humo blanco y taciturno.

Alguien dijo: “son tiempos de incendio”.

 

El aire estaba sepultado por el calor.

Entre las ruinas traqueaba la madera,

cediendo, haciéndose polvo en sus termitas.

Nadie lo había notado

pero el buitrón nos tapaba un edificio

y donde antes estaba el techo se escondía todo un barrio:

centros comerciales, esquinas de marihuanos.

La vista de la ciudad –que tantas veces contemplamos-

tenía un brillo desconocido.

Ya no estaba la casa que censuraba nuestros ojos.

 

Los ingenieros alzaban la cabeza

y proyectaban la mirada hacia el cielo

imaginando edificios babilónicos.

Uno contaba pisos invisibles,

otro miraba el incendio

como un presagio, como una seña

que nunca se cumplió.

 

Ninguno de nosotros buscó tesoros en las piedras.

Ninguno se tomó la molestia de preguntar

por el armario, las luces sin sombra,

los ruidos estáticos donde no había cuerpos.

Nadie lo pensó porque teníamos que buscar otro escondite,

otro refugio, y otra vista,

para poder matar el tiempo

frente al tímido espectro del incendio.

 

 

 

 

 

 

La casa

 

Todavía recuerdo la casa. La convoco.

Mi madre le imaginaba sitios a las plantas

y mi padre, desde umbral, veía que esos espacios ajenos

despoblados,

se iban llenando de Mahler y de Mozart.

Los olores eran de cañerías.

De una humedad que no era nuestra.

Sólo saldremos de aquí con los pies para adelante,

juró Papá,

mientras en el teléfono hablaban intrusos,

de nombres que no conocíamos,

y mis hermanas, en silencio, ya sospechaban refugios

para el amor.

Sin cuadros, sin libros en el anaquel,

la cama principal estaba estática,

como sin tiempo.

 

Vimos cómo salían los pretendientes,

arrojaban la puerta y no volvían nunca.

Los vidrios se acostumbraron

a nuestras sombras, los vecinos

a la música extranjera.

La casa terminó por impregnarse de café,

carne digerida; copos de piel

que enmohecían las paredes.

 

Cuántas veces memorizamos la vista.

Cada calle,

cada ángulo que las rodillas

-en su afán de cielo-

cambiaban para siempre.

Allí quedó el pelo maldito

del cáncer de mi hermana.

Las cenizas del cigarrillo,

las hojas de los primeros poemas.

 

Las monedas se empobrecieron

en los bolsillos,

y la sonrisa de papá pasó por los guiños

hasta llegar al silencio.

Mamá maldecía,

como si la diferencia  en los pómulos

fuera culpa del espejo.

Y mis hermanas, en la cama,

dejaban el lado izquierdo para otro.

 

Todavía la recuerdo.

Pero hoy la imagino

con los ceniceros limpios

y las luces apagadas.

Suena la música de Mahler, de Mozart;

pero nadie silba después de la pausa.

Quizás miran la vista

poniéndole zapatos a las huellas.

Quizá ahora se acuesten pensando en otros

y tengan pesadillas con los mismos fantasmas.

Pero abrirán la puerta,

y dejaran la casa

en los rincones de otra memoria.

Porque pasa,

y más rápido que las casas

se envejecen las familias.

 

 

 

 

 

Inéditos

 

 

 

La cama del trapecista

 

Al fondo, bajo la luz glaciar

de una bombilla,

la cama sin patria del trapecista.

A su lado una banca para cuatro

donde se come en la sombra,

precario remedo de una estación fantasma.

 

Y si en la cama del trapecista

hay un cartílago de pollo,

amuleto encontrado en una

esquina

en la que anidan

desplazados

-Escombros,

vinagre sobre los charcos. Novias que pasan de largo

y hacen planes en voz alta.

Un viejo azota su tambor con los muñones,

irremediablemente.

 

Hay algo de río bajo las toldas,

de fiebre empozada o lluvias de invernadero.

Quien vea la marejada de las carpas

pensará que es un velamen extraviado

lo que se yergue en sus amarras.

Y si en la cama del trapecista hay una carta imaginaria,

escrita para la bella desconocida,

y los resortes y los clavos fueran herencias

de un tren abandonado, el colchón

un atado de papeles que el forastero no firmó.

 

Y si alguien sueña con Dios en su encierro transitorio

y despierto lo confirma en el sudario enfermo de sus propias sábanas.

 

Luz de bombillas. Adiós perezoso de los tendidos.

Y si en la cama del trapecista hay un revolver,

y la cama, los tendidos, las toldas y la banca

fueran el único emblema de un fugaz abandono.

 

 

 

 

 

Sonata de invierno

 

Caballos nocturnos navegan el río.

Remontan los páramos en fila ciega

rodeando el cristal de las montañas.

 

Llevan un piano de cola a lomo de indio

a lomo del tiempo,

una sonata de invierno.

 

Cruza la caravana de la historia.

Ceniza de los míos.

 

¿Cuál es la moraleja, abuela,

el mensaje cifrado en las botellas

náufragas?

 

Tatuar tu raza con letras de fuego,

sobre la frente de los justos.

Hallar el fémur de un niño ciego,

pulir en él tu talismán.

Una mujer violada en las iglesias de la guerra,

o un exilio,

un resplandor de oro en los escombros.

Un vientre fecundado,

en el centro de la arena,

para aplacar la ira de los gallos.

 

Soliloquio de un raspachín

 

Con estas manos

planto semillas de viento.

Espero su floración

de hojas pardas, antiguas

como el suelo.

Las hojas son los rostros

de los niños sin descanso

creciendo en la selva,

estrellas o corales

olvidados

que silban entre los árboles.

 

Desayuno. Pienso en el padre

de los lunes frente a un pocillo roto,

repaso cicatrices.

Limpio las hojas secas sobre una tablilla,

en calma,

como el que lava un aluvión de oro

en lo profundo de su casa.

 

En la semilla está el sol negro

de los puertos,

respirando a la distancia

El viento llega a los bolsillos de la noche.

Recorre plazas, avenidas desiertas,

esquinas donde alguien paga

una promesa

en la oficina de recaudos.

Pasa por los parques

que no conozco.

Descansa en la furia de las llaves.

Traza dos líneas de fuego en la repisa del bar.

Construye palacios y destierra casas viejas,

casas de rejas blancas junto al espejo del lago.

 

Mi oficio es el oficio de mi padre.

Cuido la sal, el puño, mido los cristales,

espanto de mi casa pajarracos negros.

 

Con estas manos

he cosechado tempestades.

 

 

 

 

Datos vitales

Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) es poeta, crítico y periodista. Profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá y coordinador del proyecto “Vuelo al bicentenario” de la misma institución. Egresado en Literatura (2009) y Filosofía (2010) de la Universidad de los Andes, donde fue profesor asistente y actualmente cursa una maestría de Filosofía política y estética. Su tesis de literatura, “El exilio heredado: morada y encanto en la poesía de Giovanni Quessep”, fue laureada, y será publicada por la editorial de la universidad próximamente. Los ecos, su primer libro de poemas, fue publicado por Taller de edición en Mayo de 2010.  Por estos días prepara un libro de ensayos sobre poesía colombiana del cual se adelantó el volumen Para habitar el silencio en la colección ExLibris (2012) con ensayos sobre Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara.

 

 

 

 

 

 

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