Sor Juana según Robert Graves

Presentamos, en versión de Sandra Velázquez Alcaraz y Carlos Ramírez Vuelvas, un ensayo de Robert Graves sobre Sor Juana Inés de la Cruz. El siguiente texto fue tomado de la página de Internet El proyecto de sor Juana Inés de la Cruz (http://www.dartmouth.edu/~sorjuana/) de la Universidad de Dartmouth. Originalmente fue publicado en enero de 1953, en el magazine Encounter, que Robert Graves y Laura Riding dirigían e imprimían desde la isla de Mallorca, España. En esta publicación, los poetas establecían los lineamientos de un “nuevo mundo” al divulgar sus planteamientos poéticos, políticos y sociales.

 

 

 

 

 

 

Sor Juana Inés de la Cruz

 

 

Una mujer con verdadero genio poético aparece muy pocas veces a lo largo de los siglos. Puede ser reconocida, claramente, por tres signos secundarios: su conocimiento, su belleza y su soledad. Para los hombres siempre será difícil soportar todo el peso de la poesía a menos que tengan la suficiente humildad para obedecer las instrucciones de una Musa encarnada, porque intuyen que en una decisión extrema, esta Musa, a quien el hombre ama aún más de lo que es capaz de comprender la lógica humana, lo puede engañar y desechar, para abandonarlo, ahogado en la desilusión más profunda. Después de esa experiencia, si el hombre es un poeta auténtico, realizará un poema memorable —como lo hizo Catulo cuando lo abandonó Clodia, a quien llamó Lesbia— y sobrevivirá para fijar su devoción en otra Musa.

El caso de una mujer poeta es mil veces peor, porque ella misma es la Musa, una Diosa sin el poder externo que la guíe o la reconforte. Y si llegara a desviarse un poco del camino del instinto divino, ella misma tomaría una venganza terrible contra sí misma. Hay momentos de humor sensible, buena salud y mesura que le brindan cierto equilibrio, sosteniéndola en vilo, lo que llega a favorecerla. Pero el trabajo de vivir por y con su alma solitaria, tarde o temprano le será imposible.

Safo de Lesbos, Laidain de Corkaguiney y Juana de Asbaje compartieron el manto de las Hermas de la Desesperación. Fueron encarnaciones de la Diosa Musa, por ello vivieron aisladas en sus habitaciones, y sólo interrumpían sus momentos de meditación para sostener una conversación simple de breve palabras con sus compañeras. Quienes las conocieron las adoraron o las odiaron ciegamente. A cambio, ellas ni siquiera pudieron tener una relación espiritual con los hombres, al menos nunca en los mismos términos de una pareja normal. La idea de que estas mujeres no pudieron unir su deseo físico con hombres, es porque al identificarse con la intensa adoración devota a la Diosa, se prohibieron entregar plenamente el alma. Pero si el deseo destinado por un hombre fue constante, ellos debieron amar y rendir culto con fruición a su dama.

Es probable que esto sucediera con Clodia, en el caso desafortunado de Catulo El Fuerte, que al tratar de complacerla fue vencido por la mayor desesperanza y el mayor desasosiego. Aún así, ella prefirió asumir el papel de la prostituta más vulgar de la sociedad antes de consumirse en la misma llama que Catulo. Conocemos un poco más de la biografía de Clodia; de Catulo sólo comprendemos lo que revelan sus poemas.

También la biografía de Safo sobrevive con dificultad, de manera fragmentada. Sabemos que estuvo casada, desde muy joven, en Lesbos, con Cercolas, un hombre sencillo, con quien tuvo una hija de la que finalmente él se hizo cargo. Safo aprendió y desarrolló facultades memorables, y fue tutora de mujeres jóvenes consideradas promesas de la literatura. Ella desechó los galanteos de Alceo, el poeta más aventajado de su tiempo y escapó a Sicilia donde, luego de sortear algunos problemas, y tras una relación depresiva con Faón, un simple marinero, “fue herida por el salto de Leucadia” con increíbles actos de autodestrucción. Pero la estrecha relación entre esos factores de crueldad impuesta por sí misma, aún tiene partes más oscuras. Esto parece indicar que una mujer poeta prefiere ser poseída por un esposo torpe o un amante ingenuo, al que pueden inspirar, antes de ceder al galanteo de alguien como Catulo o Alceo, quienes le exigirían más de lo que ellas están dispuesta ceder.

            Igual que las anteriores, también la leyenda de Liadain se encuentra un tanto fragmentada. Fue una brillante joven irlandesa que pronto alcanzó el grado de ollamh (o poeta maestro) en el siglo VII. Se distinguió por realizar largos viajes para llevar buena suerte a las familias nobles, mientras hacía sonar un juego de campanas de oro frente a las mansiones, seguida por una hilera de bardos y aprendices de poesía. En una ocasión acudió a Connaught, donde el ollamh Curithir le dio la bienvenida con un festín de cerveza. Después de un largo intercambio de acertijos poéticos sobre la historia del pueblo, en una conversación entablada en gaélico antiguo, Curithir que no estaba acostumbrado a situaciones donde alguien se comparar con su inteligencia, comenzó a llorar diciendo:

—¿Por qué no te casas conmigo, Liadain? Cualquier hijo nuestro llegaría a ser famoso.

A lo que ella respondió estremecida:

—Espera a que concluya mi iniciación religiosa, después visítame en Corkaguiney y me quedaré contigo.

El poeta así lo hizo, pero encontró que Liadain, durante el largo y pesado tiempo en el que se separaron, se consagró a los votos de la castidad religiosa. Entonces, iracundo y desesperado, se entregó a la misma virtud. Él no quería dejarla por lo que la obligó establecer un acuerdo de fidelidad, a condición de que no interrumpiría la formación de Liadain. Ambos partieron por una vereda hasta llegar al Monasterio de Clonfert, donde Liadain insistió en consagrarse en el camino espiritual de San Caummin, un abad duro y severo de la región. Curithir, firme a su palabra, siguió con lo acordado.

Luego de que los poetas se presentaron en el Monasterio, San Caummin buscó dos celdas separadas donde ellos se pudieran hospedar. Al intuir la situación de la pareja, el abad ofreció a Curithir dos alternativas: podía ver a Liadain pero no hablaría con ella, o podía hablar con ella pero no la vería. El poeta eligió la segunda opción, y Liadain estuvo de acuerdo. Así, les fue permitido caminar alrededor de la celda que estaba tejida con delgados maderos y hablarse sólo con ligeros murmullos. Pero Liadain insistió en la posibilidad de persuadir a Caummin para que concediera a Curithir otras libertades. El monje debió interpretar esta solicitud como la oportunidad para que Curithir reiniciara sus amoríos con Liadain. El resultado fue que Caummin, enfadado, desterró a Curithir de Clonfert. Curithir decidió marcharse a la Tierra Sagrada, cruzando el océano en una barcaza. Liadain se dejó morir de remordimiento, porque su torpeza llevó a su amado a la peor de las ruinas.

 

A diferencia de Safo y Laidain, Juana de Asbaje nació en una sociedad en la que su inteligencia y elegancia debieron observarse con la extrañeza de quien escucha a una paloma que habla o a contemplar la astucia de un perro que resuelve una raíz cuadrada. Ni en Lesbos ni en la antigua Irlanda se restringía tanto la educación de las mujeres como en la Nueva España. Para ganarse el honor del repique de campanas, Laidain fue doce años ollamh, es decir, se dedicó a estudiar literatura, leyes, historia, música, magia, matemáticas y astronomía, una de las materias más duras. Sin embargo, en el México del siglo XVII, la iglesia tenía en su poder la enseñanza literaria de las mujeres. Por doctrina, el clero (los sacerdotes) las excluían y eran despreciadas porque las consideraban moral e intelectualmente inferiores a sus padres y hermanos. Podían aspirar a tener un buen esposo, muchos hijos y el derecho a una muerte cristiana. Una mujer se limitaba a leer poemas o romances en la Corte Virreinal, y a prepararse para las ceremonias galantes a las que acudía como aristócrata incluso si era cortesana. Siempre estaban bajo el cargo de un confesor, quien cuidaba las más mínimas señales en la falta de modestia y en los excesos de vanidad.

            Juana nació el 12 de noviembre de 1651. Fue hija de don Pedro Manuel de Asbaje, un inmigrante vizcaíno, y de doña Isabel Ramírez, cuyo padre fue la cabeza de una gran familia noble establecida en México, propietario de un territorio importante cerca de Chimalhuacán y, al parecer, un hombre culto. Sin embargo, la madre de Juana no sabía leer ni escribir, y cuando murió —unos treinta años después de que nació su hija— se descubrió que Juana y sus dos hermanas nacieron de un matrimonio en adulterio, porque se presumía que su padre había dejado a su primera esposa en España, aunque legitimó a tres de sus hijas antes de que crecieran. El hecho de haber nacido bastarda alentó a Juana a destacar como poeta, y ella se mantuvo, durante toda su vida, en contra del matrimonio. De cualquier forma, toda esta información biográfica está basada en meras especulaciones.

            En una mañana, cuando ella tenía tres años, su hermana le comentó:

 

—Este día nuestra madre no puede tenerte en casa. Ven conmigo a la escuela y siéntate, sin hacer ruido, en una de las esquinas del salón.

 

Y Juana acudió

 

… y viendo que ellos daban lecciones a mi hermana, me encendió de tal manera el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, le dije:

 

—Mi madre me  ordenaba, que me diese lección.

 

Ella no lo creyó porque nada de eso podía ser cierto pero, para complacer mi atrevimiento, también me impartió clase. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, y ya no a burlarse de mí porque la desengañaba mi diligencia en la escuela. Y supe leer en tan breve tiempo, que ya conocía todas las lecciones cuando mi madre se enteró de mi osadía, a quien la maestra le ocultó mi falta porque pensé que le daría un gusto enorme, y me recibiera como un galardón. Y yo lo callé, creyendo que por culpa de mi deseo me azotarían realizaron sin permiso alguno. Todavía vive la que me enseñó, Dios la guarde, y puede testificarlo.

Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso; porque oí decir que el hacerlo te hacía prosaico, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños.

 

A la edad de seis o siete años suplicó que la inscribieran en la Universidad de la Ciudad de México, y ya que los estatutos impedían a las mujeres tomar clases, pidió a su madre que le dejase cortarse el cabello para lucir como muchacho. Cuando su madre rechazó sus peticiones, Juana, risueña, tomó posesión de la biblioteca de su abuelo, donde no había reglas que le impidieran leer. Pero el libro que más deseaba estaba escrito en latín. Para ello, logró dominar los elementos de esta lengua en menos de veinte lecciones. Después, a los ocho años, pudo disfrutar de las lecturas de Platón, Aristófanes y Erasmo. Desde entonces, Juana le hizo a su madre una vida muy difícil por lo que fue enviada a casa de su tío en la Ciudad de México, donde aprendió por sí misma literatura, ciencias, matemáticas, filosofía, teología y lenguas.

A los trece años, su tío la presentó a la Corte. Con su excepcional talento, vivacidad y belleza (ojos bien abiertos de color castaño, cejas amplias, sonrisa inquieta, nariz recta, mentón perfilado y dedos delicados) se distinguió como la dama de honor favorita de la Virreina. Durante los tres años que tuvo ese privilegio, Juana participó en todas las diversiones galantes de la Corte Virreinal, el centro cultural del nuevo mundo, y fue la joya principal de la pareja real. Estudiaba cada libro que caía en sus manos y escribía con exuberancia acerca de la Corte, ejercicios que realizaba en castellano, latín y náhuatl. También se dedicó a la creación de escenas teatrales, sátiras, versos de elogio y otras frivolidades de ocasión, algunos de ellos “altamente atrevidos”. Pero también se dio tiempo para escribir poesía personal y verdadera.

            Muchos jóvenes pidieron su mano en matrimonio, pero ella, como siempre, se comportó con loable discreción y rechazó las ofertas, aunque el Virrey y la Virreina no dudaban en ofrecer, a cambio de la boda, una buena dote. Cuando alcanzó la edad de 16 años, el Virrey escuchó una crítica feroz en contra de Juana de Asbaje, porque se decía que su mente sólo dominaba conocimientos superfluos. Para demostrar la acusación, se realizó un examen en el que se convocó a cuarenta profesores universitarios, teólogos, poetas, historiadores y matemáticos, quienes la pusieron a prueba en varias materias. Pero ella se defendió de los ataques de los veleros enemigos como un galeón real. Luchó contra las preguntas, argumentos y objeciones que todos los especialistas, cada uno en su materia, emitían.

El Padre Calleja, de la Compañía de Jesús, su primer biógrafo, entrevistó a Juana sobre la impresión que le había dejado su triunfo magistral. El sacerdote, inteligente y de alma humilde, se igualó a la figura de la poeta para realizar las preguntas. Ella sólo respondió:

—Esto significa para mí, no más que la gran satisfacción de hacer una tarea pequeña, realizada con la misma pulcritud que utilicé para superar a mi maestro de bordado.

Desde este tiempo Juana de Asbaje ya había expresado su aversión al matrimonio. Y a partir de entonces, los motivos de este rechazo han ocasionado debates apasionados. El Padre Calleja sugiere que ella se resignó a brillar en la vida de la Corte con desilusión, porque nunca se sintió enamorada de un hombre y pronto aceptó que sólo el servicio a Dios podía otorgarle una gran felicidad. Todavía la Iglesia mantiene esta opinión, aunque sus poemas autobiográficos de amor, escritos a los 16 años, tienen evidentemente otras intenciones, como el que comienza:

 

Este amoroso tormento

que en mi corazón se ve,

 

o en otra pieza:

Si otros ojos he visto,

mátenme, tus airados ojos

 

o en los poemas que muestran su desilusión, especialmente el famoso:

 

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón

 

y en los dos abrasadores sonetos a Silvio, a quien odia tanto como así misma por haberle ofrecido un buen amor. 

Poco tiempo después, Juana decidió ser monja pero, como escribió en una carta: “Pensé que en tal estado, mis obligaciones involucrarían (me refiero a lo incidental, no a lo fundamental) a lo más repugnante de mi temperamento”. Durante esta temporada fue encargada a otro confesor, el Padre Antonio Núñez de Miranda, “a quien comenté todas mis dudas, miedos y recelos”.

Su primer intento de permanecer en el convento fue un fracaso. Como novicia de las Carmelitas Descalzas su salud empeoró y se mantuvo bajo cuidadosas indicaciones médicas. Sin embargo, cuarenta meses más tarde se sintió complacida al ingresar al Convento de San Jerónimo. En febrero de 1669, luego de completar un corto noviciado, tomó el velo como Sor Juana Inés de la Cruz, el nombre con el que se le conoce históricamente.

            El Padre Antonio Núñez no le prohibió que continuara con sus estudios cuando ella ingresó al Convento de San Jerónimo, la Orden más liberal de México en el siglo XVII. Ahí, su celda se convirtió en una academia, llena de papeles y libros. Además, estaba adornada con instrumentos musicales y matemáticos. Sor Juana aprendió a tocar varios instrumentos, incluso escribió un tratado sobre armonía musical. Así fue construyendo su nombre con el cuidado de una miniaturista, y realizó innovaciones en moral, teología dogmática, medicina, derecho canónigo, astronomía y alcanzó ciertos avances en matemáticas. Su librería llegó a tener cuatrocientos mil libros, y fue la más grande en el Nuevo Mundo, lo cual aún es recordado:

 

El locutorio de San Jerónimo fue frecuentado por muchas de las personalidades de México, gracias al renombre de Sor Juana. Ella amaba su soledad, invadida por tantos visitantes distinguidos que acudían todos los días. No hubo un caballero de esa época que no deseara conocerla, y desde los personajes más altos hasta los más sencillos, todos consultaban a Juana con preguntas complejas.

 

La amabilidad natural y la elegancia extrema dejaban una grata impresión en quienes la visitaban hasta fatigarla.

            Sor Juana continuó escribiendo versos aunque ninguno estaba destinado a ser publicado. La mayoría de ellos eran para festejar el aniversario de nacimiento de un aristócrata, o saludos dirigidos a sus amigos de la Corte. También elaboró dedicatorias, epitafios, conmemoraciones y cartas rimadas, agradeciendo los libros o instrumentos musicales que le regalaban. Todos los poemas fueron composiciones en tonos suaves, elocuentes y colmados de retórica en las más variadas formas poéticas: sonetos sacros, endechas, rendondeles, villancicos, panegíricos de santos, alegorías de vida y canciones religiosas. Asimismo, fue una cocinera que logró cierta fama porque siempre enviaba a sus amigos regalos de confitería: almendras dulces, suspiros de monjas –uso la forma cortés de la frase–, pasteles y hojaldres, cocinados especialmente para personas importantes. Los regalos iban acompañados por versos humorísticos como estos: “A su excelencia nuevamente, con un zapato bordado/ en estilo mexicano y un paquete de chocolate.”

Los bailes frecuentes, conciertos y recitales poéticos que se ofrecían en el convento, patrocinados por los virreyes que nunca fallaron como anfitriones dispuestos a atender a los visitantes en las vísperas de los eventos, eran apreciados como un pretexto para el esparcimiento creativo y la conversación instructiva con la Fénix Mexicana. Era una vida fácil, ya que la realeza no limitó el número de siervos indios a cargo de las hermanas. Un convento de cien religiosas tuvo quinientas trabajadoras a su servicio. Sin embargo, Juana estaba insatisfecha. Primero, porque se sentía bajo la mirada recelosa de una Priora envidiosa y de mente estrecha, a quien alguna vez gritó exasperada: “Contén tu lengua, tonta ignorante”. La Priora se quejó con el Arzobispo de México, un admirador de Sor  Juana, quien atendió la queja con la siguiente frase: “Si la Madre Superiora puede probar que las acusaciones en su contra son falsas, se hará justicia”.

            Juana acató todos los deberes religiosos impuestos por la Superiora aunque nunca mostró una ambición por crecer en la carrera eclesiástica, y cuando en alguna ocasión la eligieron priora de manera unánime, declinó el honor. El tiempo alegre en el convento parece haber terminado con el fin del periodo del Virrey; pero su “pasión por conocer” seguía tan fuerte como siempre, y esto, escribió, le provocó ser sometida a críticas y resentimientos más duros que al aprendizaje intenso que ella ya había adquirido. En alguna ocasión “un muy bueno y cándido prelado” le ordenó que dejara sus estudios. Ella obedeció en la medida de que dejó de leer más libros: “pero ya que no estaba en mi poder cesar completamente, observé todas las cosas que Dios creó, y la máquina del universo me sirvió en lugar de los libros.”

Durante los tres meses que continuó el periodo del prelado, ella estudió la mecánica de las hiladoras y las reacciones químicas de la cocina del convento, haciendo importantes descubrimientos científicos. Después, cuando ella cayó gravemente enferma, los doctores también le prohibieron leer pero vieron que “cuando me privaban de mis libros mis percepciones eran más vehementes, consumiendo más mi espíritu durante un cuarto de hora que durante cuatro días de lectura.”

Así, los médicos se sintieron forzados a retractarse de su prohibición.

            El confesor de Juana, el mismo Padre Antonio, intentó disuadirla de leer y de que se escribirera con sus amigos laicos y eruditos para hablar sobre el origen del conocimiento, lo cual era inconciliable con su fe. Como ella se negó a escucharlo, el Padre renunció a la obligación de confensarla. Entonces, un sacerdote superior anónimo le pidió que refutara un sermón poco ortodoxo, predicado por un famoso teólogo, el padre jesuita de origen portugués, Antonio Vieira. Juana escribió una carta con argumentos magistrales que, cuando fue publicada (sin ella saberlo, ni otorgar permiso) divirtió al doctor más erudito de España y Portugal: se había descubierto a una monja mexicana que derribaba con su elocuencia las tesis de Vieira, por lo que el sacerdote anónimo le envió profusas felicitaciones. Un viejo amigo, el Obispo de Puebla, dijo que estas alabanzas y la carta probaban cuán lamentable era que Juana desperdiciara sus talentos escribiendo versos superficiales y estudiando temas irrelevantes y profanos. Ella debía tener el orgullo para desenmascarar los errores doctrinales (ahora tan comunes entre los cristianos) con el grado de teóloga. Juana, profundamente ofendida, replicó que lo que ella hizo no fue reclamar méritos académicos, lo que escribió lo hizo sólo porque se lo ordenaron. Al ver publicada su carta, estalló en lágrimas “que no le nacían fácilmente”. Después, en lugar de convertirse en teóloga, como correspondía al abandonar sus otros estudios, vendió su implacable biblioteca, junto con sus instrumentos musicales y matemáticos, a beneficio de los pobres, y se sometió a una severa disciplina conventual cuando el Padre Antonio, regresando en júbilo, le suplicó infructuosamente que se moderara. Este hecho inusitado creó tal revuelo entre la sociedad de la Nueva España, que el nuevo Arzobispo de México vendió de manera similar todos sus libros, joyas, objetos de valor, e incluso su cama.

            En 1695, algunas de las Hermanas cayeron enfermas por la peste, y Juana, aunque débil por cerca de dos años de rigurosa penitencia, se hizo enfermera y decidió ayudarlas, pero al estar en el lugar de la enfermedad y sucumbió a la infección. Los archivos de los jerónimos contienen esta frase, que Juana escribió al rasgarse la piel con la uña, y entintarla con su propia sangre –porque había renunciado al uso de la pluma y de la tinta: “Contemplo el día, el mes y el año de mi muerte. Suplico por amor a Dios y de su Purísima Madre, a mis amadas hermanas religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor a Dios y de su madre. Yo, la peor de todas. Firma: Sor Juana Inés de la Cruz.”

            Juana de Asbaje escribió poesía verdadera antes de cumplir diecisiete años pero, ¿qué podemos decir de su heredera y sucesora, Sor Juana Inés de la Cruz? Podemos aplaudir la fantasía deslumbrante del verso religioso de Sor Juana, su perfecto sentido del ritmo y seguridad en el equilibrio de las frases; su claridad esencial (que avergüenza a las extravagancias entrelazadas de los gongoristas contemporáneos) y la universalidad del conocimiento mostrado por sus referencias incidentales. Sin embargo, sus apelaciones son casi en su totalidad al intelecto. Juana nunca llegó a sentirse místicamente involucrada con Cristo. Ella lo aceptó como un axioma teológico, en lugar del esposo divino a quien Santa Teresa conocía, y  a quien la monja irlandesa medieval escribió:

 

Rey Jesús, Rey Jesús:

vivo en mi celda de oro

y a prelados no quiero ver,

porque rodo es falso menos mi Rey.

 

Ya no era la musa de los caballeros mexicanos, aunque los aduladores la siguieron llamando Décima Musa. Como era una inteligencia que ahora funcionaba en el campo de los doctos eclesiásticos, a quienes había prometido obediencia, siempre la estaban tratando de menospreciar para que se limitara al servicio religioso, en el que no creía del todo porque era incompatible a su temperamento; pero debía jugar tanto con el éxito como con la vergüenza de ellos al derrotarlos en las discusiones de sus propias disciplinas. Cuando había vendido sus libros y se desligó del resto del mundo, el único consuelo que le quedaba era conversar con sus hermanas ignorantes. Incluso esta situación parece que fue asumida como una bendición:

 

Solía sucederme que, como entre otros beneficios, debo a Dios un carácter natural tan blando y tan afable y las religiosas me aman mucho por él (sin reparar, como buenas, en mis faltas) y con esto gustan mucho de mi compañía, conociendo esto movida del fraude amor que les tengo, con mayor motivo que ellas a mí, gusto más de la suya: así, me solía ir los ratos que a unas y a otras sobraban, a consolarlos y recrearme con su conversación.

 

No fue el espíritu de la falsa humildad el que la llevó a describirse como la peor de las mujeres; escribió su confesión al cavar entre sus venas y su sangre. Se refería a que, cuando por primera vez asumió “el salto Leucadia”, el salto la llevó a convertirse en una monja que se lanza al mar de la religión pura. Pero aún manteniendo su orgullo intelectual, su sed de conocimiento científico y su gusto por los autores profanos, la conversación con visitantes laicos y los placeres menores de la carne, ella recordaba lo que era el amor y recordaba cómo escribir poesía, y sus antiguos poderes todavía de vez en cuando se reafirmaron, por ejemplo, en algunas de las canciones que fueron la base de los Cantares, que dan vida a su obra religiosa El divino Narciso. Juana llamaba se llamaba a sí misma la peor de las mujeres, al parecer, porque le faltó valor y arrojo para soportar como Musa, o renegar por completo al estilo de Liadain.

            Ahora bien, Liadain y Juana eran mujeres jóvenes y famosas poetas que tomaron votos de celibato y fueron sometidas a la disciplina eclesiástica. Esta circunstancia era lo irlandés de Juana, mejor dicho, fue lo que primero me llevó a compararlas. Juana no sólo combina la ética cristiana con emoción pagana y el aprendizaje profundo con fácil lirismo, como los ollamhs gaélicos. Había heredado su técnica a través de los primeros himnos latinos medievales y las baladas anti monásticas de los goliardos. De ella también me encantó el corto cuarteta rimada, y las rimas internas de su villancico a San Pedro:

 

Y con plumas y voces veloces

Y con voces y plumas las sumas

Cantad….

 

            Versos que están en la más pura tradición de un Bardo como San Bernardo de estaban en la tradición más pura de bardo, como el ritmo de San Bernardo de Cluny, que comienza:

 

Hora novissima, tempora pessima

Sunt: vigilemus

Ecce minaciter imminet arbiter

Ille supremus..

 

Por otra parte, destacó en la sátira y lo hizo similar a la manera irlandesa, tan abrasadora que sus burlas aumentarían las manchas en el rostro de la víctima: sus líneas amargas podrían haberse escrito por el mismísimo arco ollamh Seachan Torpest, famoso por haber rimado ratas para la muerte de sus enemigos. Tal vez la sangre vizcaína de Juana estaba en el trabajo, un antiguo vínculo de parentesco, y la religión del Oeste de Irlanda del Norte. El pueblo español y el irlandés habían adorado a la misma Diosa Musa pre-cristiana, y al héroe condenado Lugos, o Lugh, su hijo superdotado.

 

 

 

 

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