Arenas movedizas. Poesía iberoamericana y principio de siglo: G.A. Chaves

G.A ChavezPresentamos la poesía del costarricense Gustavo Adolfo Chaves (Heredia, Costa Rica, 1979). Ha publicado Cuentos etcétera (relatos, EUNED 2004) y Vida ajena (poemas, EUNED 2010). Tiene una maestría en literatura por la Universidad de Massachusetts-Amherst y estudios de doctorado por la Universidad de Maryland.

 

 

ÁNIMA II

 

¿Y qué si el tiempo logra un día que se me caigan las tetas? ¿Y qué? ¿Qué acaso no las tuve conmigo desde que eran dos manchas de frío en mi niñez y luego dos cantimploras para dar auxilio? Por algo se habrán marchitado, diré yo al final de los placeres. ¿O es que los placeres no se acaban? Lo que se acaba quizás sea la euforia. Eso es lo que me da miedo. Porque aún hoy me toco el pubis y siento la misma curiosidad que cuando era pequeña. Es necesario que ese calor siga ahí despierto. Lo que no sé es si tendré ganas de que alguien me lo sople y lo avive. Yo, tendida de costado, y él dándome la espalda. Fue un accidente de los sueños pero ambos nos dimos vuelta y empezamos a tocarnos. Y muchos meses luego él describió cómo era yo de costado con las persianas semi-cerradas detrás de mí a esa hora de la mañana. Una loma amaneciente, creo que fue lo que me dijo: una loma amaneciente en mi cadera, el sol detrás, la noche en mi ombligo. Él recuerda que yo tenía aún noche en el ombligo, porque él se fue ahí a besarme. A él le gustaban mis partes oscuras. Le gustaba hacerlas amanecer por su cuenta. Y un día me llamó y me preguntó si estaba desnuda. Yo no le hice caso. Hacía mucho tiempo que me dolía el tiempo. Me dijo buenas noches; yo me fui a la cama, me desnudé, me hice noche. Fui callada hasta el borde de la sábana y con ella toqué la humedad en que nací. Sola. Nací sola. Fui como una espesa ola de calor sobre la cama. Y por eso ha valido la pena envejecer y tatuarme el gozo.

 

 

 

 

 

EL ORO DEL RHIN

(Minima moralia)

 

Yo estoy, de un lado:

 

Con los muertos; es decir,

con los que ya no son y por lo tanto

eso de existir se les hace hablada;

con los pulperos,

con los que han orinado en público,

con los que tiran la mano

y esconden la piedra.

Con las piedras.

 

En medio,

 

Con los que viven tan bien

que necesitan la culpa

para no morir de hastío.

Con los pobres de espíritu,

los que han creído tanto

que ya la fe se les ha hecho nervio.

Con los que se casan,

—los que me echan en cara el cinismo;

con los que me perdonan adioses.

Con los adioses.

 

Del otro lado,

 

Con los satisfechos,

los que no distinguen

entre citar y repetir.

Los que repiten.

Los que han estado en todo

y no saben nada.

Los que hablan de identidad

pero carecen de personalidad.

Con los conocidos,

con los que dicen que me aprecian,

los que saben la marca de mi ropa.

Con los que quieren saber cuánto gano.

Con los que tienen la vida de adorno.

Con los que adornan. 

 

 

 

CARTA DESDE AMHERST A OTRO JOVEN POETA[1]

Las horas son iguales aquí, dentro del hielo;
no tienen los matices de tardes de febrero
     en el país aquel de nuestro mal nacimiento
—un buen año setenta y nueve en tonos mostaza
bajo el signo de Elytis, que es como una coraza
     al jugar de poetas, cuando falla el talento.

Vivo, Byron hidalgo, en plena Nueva Inglaterra
donde el hielo es un golpe telúrico en las venas.
     Aquí Emily Dickinson fraguó sus corpiños
cosiendo con jenjibre y horneando unos poemas.
También don Robert Frost cosechaba sin problemas
     alguno que otro verso frugal, sin desaliños.

Pero hoy que el torvo juego de hacer versos nos pide
palabras cuya extraña y ardua elección incide
     en quién somos y en cómo al final nos miraremos
uno al otro, permíteme, joven, que te hable—
moroso como soy, con voz lúdica y endeble,
     y con mis rimas bajas, nunca en vuelos supremos.

Porque en estas idénticas horas en que escribo,
Cuñado en la Poesía, se me hace imperativo,
     luego de andar caminos trillados verso a verso,
pedirte una disculpa: años ha fuimos amigos
hasta que en la insolencia de esa edad nos dijimos
     que lo nuestro eran cosas o adornos, nunca versos.

Tenemos que aceptar que pensamos diferente—
aunque esto no nos vuelva cordiales ni prudentes.
     Mi verbo preferido es ser; el tuyo, acaecer.
Por ejemplo, los glúteos acaecen en mis mejillas
es un verso salido de mis peores pesadillas.
     Unos glúteos así, poeta, son para morder.

Tus pájaros renacen—presagios de un ocaso.
Para mí renacer es reciclar el fracaso.
     Yo asocio el Ave Fénix con mañanas normales;
el Mito para mí es un perenne desafío
con dioses humanoides y genesíacos líos.
     A mí denme poemas; no efectos especiales.

Para mí ya no habrá un retorno a lo sagrado
en una isla francesa con mil soles dorados.
     Hombre, yo sé que vos buscás el conocimiento
en cada chica Hesse, pero eso de sentir en una boca
inviernos de Rimbaud y rollos de Camus… me choca:
     a eso es lo que llamo tener muy mal aliento.

Te podría culpar de inventar alegorías
mas tal debilidad fue de Eliot y ahora es mía.
     Que siempre te quedás en imagen sin discurso,
que traducís tus sueños con verbo impenetrable,
que tu triste aflicción es un hábito infumable,
     que entablás un monólogo plano y sin decurso…

Alguna vez pensé que, en lugar de masturbarte,
escribías poemas, lo mismo a Ella que a Marte,
     y de tal afición pasajera y narcisista
(sin materialidad ni deslumbre ante los otros,
ahorrándote el amor y otros mínimos despojos)
     salías sin efectos, incólume onanista.

Pero hoy, en el hielo inmemorial de este tiempo
en que sólo los ríos no se devuelven, siento
     el perpetuo letargo de los árboles
del que hablás. Los fantasmas y las desolaciones
a mí también me acechan. Y hasta mis transgresiones
     con la rima y el metro caen—sístoles sin diástoles.

Las rimas son las reglas de un feliz pasatiempo
pero allá no te harán falta, a la orilla del tiempo,
     donde todo es umbral y rosa, tránsito y lirios.
Yo habito en el periódico de hoy, en su crimen.
Por ello necesito unas calles que me abismen
     algo menos que el Todo en que nacen tus delirios.

Sí, te pido perdón: pero no por ser distinto;
tampoco por ser yo y por temer cuando mi instinto
     me indica que las cosas olvidan su mesura.
Si te pido perdón, joven bardo atormentado,
es porque hoy he entendido, al leerte con cuidado,
     que toda libertad exige algo de locura.

 


[1] Los siguientes fragmentos han sido tomados o parafraseados del libro A la orilla del tiempo, de Ronny Pizarro Machado (2001): verso 28 (“Sinfonía de los cuerpos”, p. 60); verso 31 (“Violoncello”, p. 38); versos 37 al 42 (“Retorno a lo sagrado”, p. 65); versos 58 y 59 (“Tránsito de luz”, p. 11).

 

 

 

 

Datos vitales

Gustavo Adolfo Chaves (Heredia, Costa Rica, 1979) ha publicado Cuentos etcétera (relatos, EUNED 2004) y Vida ajena (poemas, EUNED 2010).  Ha editado, seleccionado y prologado En esta rara noche: Poesía selecta 1970-2008 de Carlos de la Ossa (EUNED 2009), y ha traducido Fin del continente: Antología mínima de Robinson Jeffers (Editorial Germinal, 2010). Estudió ciencias políticas en la Universidad de Costa Rica en San José. Tiene una maestría en literatura por la Universidad de Massachusetts-Amherst y estudios de doctorado por la Universidad de Maryland. Fue finalista del Segundo Premio de Literatura Joven Latinoamericana ST Dupont – MEET en 1999. Ha sido incluido en Historias de nunca acabar: Antología del nuevo cuento costarricense (Editorial Costa Rica, 2009). Actualmente dirige la “Colección Ezra” de traducciones en la Editorial Germinal. Co-edita, junto a Silvia Piranesi, el capítulo Costa Rica del muestrario internacional de poesía “Afinidades Electivas”, y mantiene un blog de traducciones: cafeverlaine.blogspot.com. Actualmente prepara un libro de traducciones del poeta ruso-estadounidense Ilya Kaminsky.

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