Fijeza de los trenes, poema de Gustavo Solórzano-Alfaro

Presentamos uno de los poemas más significativos en la obra del escritor costarricense Gustavo Solórzano-Alfaro (Alajuela, 195), “Fijeza de los trenes”, perteneciente al volumen La múltiple forma del delirio. Solórzano Alfaro también es ensayista. Es editor de la revista electrónica Las Malas Juntas.  Antologó Retratos de una generación imposible. Muestra de 10 poetas costarricenses y 21 años de su poesía (2010)

 

 

 

 

Fijeza de los trenes

Hazme humano, oh noche, hazme fraterno y solícito.

Sólo humanitariamente es posible vivir.

Sólo amando a los hombres, a la acción,

a la  trivialidad del trabajo.

Solo así -¡ay de mí!-, sólo así es posible vivir.

Sólo así, oh noche, ¡y yo nunca podré ser así!

 

Álvaro de Campos

De “Paso de las horas”

 

1

 

Me vengo fijando desde hace mucho.

Doy vueltas,

acaricio cada contorno de piedra y sal

y yo me fijo y no hay nada.

Nada que pueda hacerme sentir de otra manera.

De otra forma menos ligera y tranquila.

¿Te has fijado?

Mirá cómo puedo quedarme:

fijo en un punto,

en un punto sin salidas ni senderos,

sin otra aspiración que quedarme sentado,

esperando,

hastiado de mí mismo,

como una estatua, un lecho,

un árbol sin ramas ni raíz.

La fijación se me vuelve una angustia

y la angustia una apatía

y la apatía empieza a enojar mis manos

y mis manos también se quedan mudas,

fijas y absortas,

moderadas y abiertas.

Deambulo por estas calles

con los pitos de los carros

queriendo fijarse

en mis oídos.

Y me quedo fijo de nuevo:

fijación siempre.

La fijación no es un instante.

La fijación es toda la vida.

 

 

2

 

¿Por qué te quedás en el portal de mi puerta?

¿Por qué no entrás y platicamos de nuestros hastíos?

Ya no puedo soportar más verte ahí,

de pie, esperando,

solapada en el umbral de mi puerta,

cavilando mi defunción,

tomando medidas

para el traje que habrás de hacerme en la mañana,

vestido de encajes como el de la niña muerta.

Y mamá llama a todos a comer.

Y todos comemos

y nos vamos de nuevo a jugar.

Y el cartero insinúa palabras

que se quedan en ciudades

donde mis manos juegan a ser niñas,

y niños que pronto descubren

la delicia del hastío

y entonces viven para él,

se alimentan de él y lloran con él

y penetran a solas

los lugares donde yo estuve hace mucho.

Vamos, entrá,

¿no ves que me canso de hablar solo?

La puerta,

tu figura carmesí

en la sombra de mi puerta.

No entrás. Tenés miedo.

Todos tenemos miedo:

las personas que buscan

el calzado de su medida en tiendas equivocadas,

los señores apurados

que no saben que el tren hace mucho ha partido

y que la estación de tren fue clausurada

por unas manos ilustres

y por eso el tren nunca más regresa,

y sus esposas se quedan esperándolos

al otro lado

sin saber que nunca llegarán

porque los trenes fueron clausurados hace mucho.

Y sus hijos ya son grandes y van a la escuela

y la maestra les habla de la historia de los trenes

y los niños no saben

que esa es la historia de sus padres;

de las personas que buscan trajes a su medida

en las tiendas equivocadas

porque el tren fue clausurado.

Y los niños ya son abogados y arquitectos

y tienen en su puerta una mujer indecisa.

Y uno de esos niños, ahora grande,

convertido en abogado y arquitecto,

levemente susurra, cada vez más audaz

─porque ahora ya es grande y fue a la escuela y creció solo─

susurra a la mujer,

a la mujer detenida en el umbral de su puerta:

—Por favor, entrá, ¿no ves que triste y solo que me siento?

¿No querés entrar?

¿Preferís quedarte ahí en el umbral de mi puerta?

Y la mujer le responde:

—Me vengo fijando desde hace mucho,

y ser el instante ─efímero y eterno─

es lo único que puedo darte.

Y entonces el muchacho, ahora grande,

compra un tiquete para el tren de las doce,

pues ha olvidado que su maestra le hablaba

de que habían clausurado los trenes.

 

 

3

 

¿Adónde va mi mano en esta sombra?

Mano, sombra que se acaba,

el juego se repite

pero siempre queda algo de sombra en la mirada,

en los sitios donde se supone

que no deben quedar ya sombras.

A dónde voy ni yo mismo puedo saberlo,

si lo supiera no escribiría estas líneas.

Líneas absurdas que se trazan solas

y que jamás debieron haber empezado a trazarse.

Líneas opacas y desnudas:

cosas raras, ¿qué será

lo que ellas significan?

¿Significan?

¿Dicen algo las malditas?

Condenas de mi esperanza,

yugos de mi carne,

laceran a placer todas las voces

que gritan y responden,

hablan y se pudren

como una banalidad

a la sombra de jardines

donde llegan los vecinos

a preguntar cómo les ha ido,

cómo están los hijos,

a qué se dedican

y si tienen algún regalo que ofrecer;

como si eso bastara

para cimentar una buena relación de vecinos.

¡Qué impertinentes son los vecinos!

Tan necios y tan ciegos

como estas líneas

que poco a poco avanzan sin razón,

absortas en sí mismas,

perdidas, buscando no sé cuáles

jeroglíficas serpientes

que se muerden la cola

y chillan como degeneradas

intentando decir algo que nunca dicen,

porque están condenadas a nunca decir ese algo

que eternamente están a punto de decir,

porque muy bien saben que si lo dijeran

no serían ya palabras,

sino cosas útiles

que podríamos endosar en los álbumes,

pegar en las paredes,

incluir en tratados de libre comercio,

enviar en cartas

a los que se quedaron lejos,

expresar nuestro afecto,

conquistar a la novia,

entusiasmar al auditorio.

Por eso no dicen

lo que siempre están a punto de decir

y eso es todo.

 

 

4

 

Hasta este punto llega mi hastío.

Hasta sus propios y desnudos límites de asfalto.

Solo sirvo para escribir que escribo,

para decir lo hastiado

que estoy de mí mismo.

Yo quisiera volver al mundo.

Es todo lo que quiero.

No me encuentro,

no te veo, no veo a nadie

y la estación del tren está vacía.

¿Qué me pasa?

¿No será todo producto de estas líneas

que no saben tampoco dónde detenerse?

A veces solamente quisiera descansar,

no estar obligado a escribirlo todo,

a pensarlo todo y a exprimirlo todo.

Palabras vacuas como todas las palabras.

Profetas de otros lugares

que a veces mi vista quisiera conocer,

pero si los conociera,

lo conocería todo y lo sabría todo

y entonces el hastío sería otro.

El hastío de serlo todo

para siempre y hasta siempre:

dios seguro de lo que debe hacer,

dios al borde del pecado y siempre bajo control,

comprando en las tiendas correctas,

tomando el tren en punto

porque los trenes no estarían clausurados.

Y entonces podría decirte de nuevo:

─¿Querés entrar

o preferís quedarte al borde del camino,

dónde el mundo ya no es mundo

y mis manos no lo alcanzan,

dónde el hombre está perdido

y sus pasos no se escuchan?

¿No vas a entrar?

Y tu voz no me responde

y me quedo solo a la orilla del mundo

y nadie me espera al final de la estación

y yo pregunto por qué los trenes tan vacíos y tan quietos

y el mío que no llega

y tu piel que se aleja

y yo me quedo fijo, esperando,

como si algo estuviera a punto de ocurrir,

pero nada pasa

porque los mundos fueron clausurados desde siempre.

Y yo fijo, mirando la estación, tu figura,

mi propia fijeza al borde de los cielos.

Y nada ocurre

y todo gira y permanece como si algo nuevo

estuviera por fin a punto de ocurrir.

Pero todo quieto

y nada.

Nada pasa por el mundo.

 

Alajuela, octubre de 1995

De La múltiple forma del delirio, San José: Editorial UCR, 2009, pp. 19-27.

Datos vitales

Gustavo Solórzano-Alfaro (Alajuela, Costa Rica, 15 de enero de 1975). Escritor, editor y profesor. Actualmente coedita la revista electrónica Las Malas Juntas. Ha publicado los poemarios Las fábulas del olvido (2005), La múltiple forma del delirio (2009) y La condena (2009); el ensayo La herida oculta. Del amor y la poesía. Lectura del poema “Carta de creencia”, de Octavio Paz (2009) y la antología Retratos de una generación imposible. Muestra de 10 poetas costarricenses y 21 años de su poesía (2010). Recientemente compiló para Círculo de Poesía el Dossier de poesía costarricense contemporánea.

 

 

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