Un poeta medieval de lengua árabe casi desconocido: Muahmmud Ibn Al-Mahad

EOjos Círculo de Poesíal poeta Saúl Ibargoyen nos ofrece los frutos de varias décadas de investigación en torno a la poesía de Muahmmud Ibn Al-Mahad, “poeta, filósofo y físico de pensamiento extraviado, recitaba (cantaba) sus versos por las apretadas vías y el zoco de su natal Juan de Acre, c. 1287 (1)”.

 

UN POETA MEDIEVAL DE LENGUA ÁRABE CASI DESCONOCIDO

(Informe especial desde México)

 

Introducción al libro Cantos a la amada de MUHAHMMUD IBN AL-MAHAD (Presentación, versión al español y notas de Saúl Ibargoyen)

Mucho me ha sorprendido esta traducción que se presenta ahora de un poeta medieval de lengua árabe que yo apenas conocía. En alguna ocasión creí escuchar su nombre de labios de mi maestro de letras Yosef Ibn-Utman, en mis años de juventud escolar en Casablanca. Luego, al amparo de las complejas gestiones del azar, recogí algunos de los cantos de Muahmmud Ibn Al-Mahad, acompañados de información no suficiente, aunque simplemente dudé -¿por qué negarlo?- de su existencia en términos de realidad física.
Tiempo después, la intervención, inexplicable por su origen, de dos o tres amigos especializados en lengua y cultura islámicas, y viajeros casi como Jaldúr, me permitió contactar al poeta de lengua española Saúl Ibargoyen. Eso fue en Uruguay, en días de fuego estival. Como se interesó hondamente en la poética y la elusiva figura de Al-Mahad, logré alcanzarle no sólo los materiales antes referidos, sino otros más amplios que le permitieron iniciar una costosa labor de traducción.
Mis conocimientos del español (adquiridos en el ámbito sahararaui) no es lo bastante completo como para que pueda esbozar una crítica del trabajo efectuado por Ibargoyen: pero doy fe de que su esfuerzo de años ha sido casi infinito. Aquí están los cantos, aquí está la amada, aquí habrá ojos que lean, corazones que canten en la lengua elegida. Alá es grande.

 Iskander Oman Ibn-Hamed

 

 

 

 

PRESENTACIÓN DE CANTOS A LA AMADA DE MUAHMMUD IBN AL-MAHAD (1)

La información que hasta ahora se ha reunido sobre la vida o las vidas de Muahmmud Almahad o Al-Majd y, como sucede con la referida a diversos poetas de todas las épocas -recuérdese a mi compatriota Duccase-Lautréamont o a la nipona Mishiko Hado, por ejemplo, resulta también confusa y contradictoria. Algunos comentaristas señalan su fecha de nacimiento (fecha incompleta, claro) en 1258, en Bagdad; o sea, la hacen coincidir con la destrucción de la ciudad por los mongoles. Otros, apoyándose en aún más dudosas documentaciones y en tradiciones literarias e historiográficas no totalmente investigadas o establecidas, ubican la fecha como más próxima a los finales del siglo XIII, en casi coincidencia con la séptima cruzada.
El presunto lugar de su nacencia sería Damasco, aunque Ibn al-Letif Khaldun Aziz, en su inconcluso Tratado de las figuras planas y esféricas del mundo, sugiere que “un cierto Al-Majd, poeta, filósofo y físico de pensamiento extraviado, recitaba (cantaba) sus versos por las apretadas vías y el zoco de su natal Juan de Acre, c. 1287 (1)”.
Sería ocioso, pues, insistir sobre los temas o anuncios relacionados con su origen, pero se supone bien, sí, que fue viajero de los múltiples rumbos de décadas entreveradas y no siempre felices para la causa de diversas dinastías islámicas.
Al-Mahad parece haber residido cerca de El Cairo (donde seguramente admiró más la intraducible mirada de la Esfinge que la sobriedad arquitectónica de Al-Hákim); tal vez vivió en Damasco (donde la contemplación de las decoraciones musivarias de la gran mezquita Aljama lo convenció, contradictoriamente, de la ineludible fragmentación del cosmos); quizás habitó en Rai (donde disfrutó seguramente de las piezas de loza con su exacto vidriado verde y azul); es probable que radicara en Sevilla (donde los artesonados del alcázar lo alejaron, sin duda, de sus ideas de un centro único del universo perceptible); se detuvo en Samarra (donde, desde un alminar del período abbasí, midió la imposible distancia de todos los desiertos; viajó por el Languedoc (donde pisó con sandalia fugitiva la cantante sangre cátara, ya borrándose de los caminos de Albi, Toulouse y Montpellier); fue huésped de Granada (adonde llegó antes de que nacieran los leones de la Alhambra).
Para guiarse en sus multiplicados viajes, hay fuentes que aseguran que Al-Mahad utilizó una copia reducida del gran mapa mundial que Abu ‘Abd Allah Muhammad B. ‘Abd Allah Ibn Idris, autor del famoso Kitab al-Rugari y más conocido como Al-Idrisi, había dibujado sobre “una mesa de plata” en 1154. Cierto o no, el poeta dijo cierta vez que “los mapas copiados son como las silenciosas metáforas de una metáfora silenciosa: debes buscar su sonido en otra parte”. Eso era para él, sin duda, la repetida experiencia de viajar.
Se supone también que murió en Samarcanda (la Markanda de Alejandro Magno). Cuando eran “muchos sus días y más oscuras sus noches”, con “la fatiga de tanto polvo y de tantas espumas en su cabeza”, y bajo las renovadas, aunque ya más débiles persecuciones de sus enemigos literatos, religiosos y políticos. La fecha de su óbito es, por supuesto, incierta; probablemente llegó a vivir bastante más de 80 años terrestres, cifra desmesurada para aquellos tiempos y considerable aún para los actuales.
Se piensa, de acuerdo con los rasgos aún perceptibles o interpretables de su personalidad, que Al-Mahad haya dado lecciones de la religión islámica (sobre el Corán y los hadices y la tradición o sunna), apoyándose en el criterio de awalameh (inclusividad mundial), y de una nueva y polémica preceptiva poética (en atrevido verso libre, con rechazo de los 16 metros codificados por al-Jalil, las combinaciones de los ocho pies y el recurso monorrimo y de rima alternada), cuando se planeaba la construcción de la exquisita cúpula de Sah-i Zinda. Anteriormente, a su paso por Jerusalén, habría enseñado los mismos temas -siempre desde su muy específico punto de vista, del que jamás claudicó- debajo de un grupo de palmeras situado al sur de la mezquita Umar, sobre la Santa Roca. Sus enseñanzas, aunque él nunca se reconoció como maestro de nadie, estuvieron vinculadas, a partir de la segunda mitad de su vida, con elmisticismo islámico: el sufismo o el sufiya.

De este movimiento espiritual tomó, dialécticamente, sus propensiones metafísicas y su concepción de vivencia individual de la revelación coránica, añadiéndole una especie de combate interior entre la Hakika (verdad) y la Chari’ia (ley), del que resultaría un ascetismo espiritualizado por la unidad erótica mujer/ amada=hombre/ poeta, en busca de la unicidad cósmica; unidad concebida sólo por acuerdo entre la justicia divina y la justicia de la historia. Curiosamente, esa visión de lo femenino parece muy ligada al concepto de musa, que desde la violenta diosa Inanna y Nidaba-Shid -divinidad sumeria de los escribas- hasta hoy, pasando por Ishtar, Astarté, Afrodita, Venus, la Diosa Blanca y otras, ha tenido tan diversas interpretaciones. En Al-Mahad dicha concepción, que asimismo contradice la creencia de que el poeta era inspirado por los genios (yinn), se da casi siempre en un ámbito de ensoñación sensorial o de dialéctico abandono.

Se sabe, más que se sospecha, que en ciertas ocasiones Al-Mahad bebió un vino mejorado con canela y menta -mezcla ideada por él mismo- y, también, la áspera cerveza de Suster, elaborada con base de antiquísimas recetas sumerias, que el poeta decía haber recuperado: “En tablillas rotas que encontré, pude alcanzar sabores y espumas”. Pero, desde poco más de la mitad de su existencia, sólo bebía discretas cantidades de agua filtrada entre móviles arenas, de linfa de coco en maduración y de “dulcísimos jugos de velluda y oscurecida mujer” (2).

Al-Mahad usaba jarras y vasos de vidrio soplado, de cristal de roca o de bronces damasquinados o solamente la boca “como una vasija sedienta”. Esta afirmación suya derivaba de que nunca había dejado de recordar la sed y el hambre de todos los insatisfechos recipientes que el ser humano utiliza.

Según varias fuentes documentales, no del todo confiables, sus vestidos eran generalmente sencillos, aunque en ocasiones recurría a túnicas confeccionadas con costosas telas bordadas con hilos de oro sudanés, nunca con hilos de plata, ni tampoco con inserción de perlas, piedras preciosas u otros adornos. Al-Mahad gustaba viajar en camello para desvanecer las distancias más largas, pues “el ritmo de ese animal lo unía a las respiraciones del mundo y al susurro del tiempo en medio de los aires que habitan en el viento”. También viajaba a caballo, al que consideraba una bestia “superior a cualquier califa o mercader”, y “cuya carne no debemos comer, porque no fue generada en el desierto y algún día su destino será el vuelo”.

Conocía, seguramente, en razón de una angustia por el conocimiento y una desazón por la propia fugacidad (heredada, quizá, de Gilgamesh), las obras insoslayables de Mizam al-Hikma, Abdal al-Latif, Ibn al-Nafis, Muhammud al-Shafra, Ib Rusch, Jabir Alfah, Nasir al-Din al-Tusi, Umar ibn Al-Farid, Ibn Sina, Ibn Guzmán, Al-Hallaj, Ibn Arabi (“uno de los mayores teósofos de todos los tiempos”) y otros. Puede afirmarse que leería o escucharía, aún parcialmente, muchos escritos de Chrétien de Troyes, Nizami, Bernardo de Tours, Occam, Petrarca, Fazallah, Dante, Marsilio de Padua, Guillermo de Poitiers, Abelardo, Béroul, Thomas, Peire Cardinal, Philippe Narbona, Don Dionis, Alfonso X, Martín Codax, Gil de Saint-Hubert, etcétera.

Muhammud Ibn Al-Mahad o Al Majd ofrece, en las pocas piezas que han permanecido de una obra sin duda muy vasta (que incluye tratados de álgebra primaria, agricultura, ingeniería militar, filosofía, gramática, versificación y astronomía), severas dificultades a los traductores más experimentados y eruditos. Este poeta islámico a pesar de sí mismo, que no escribió sólo en la lengua del Corán, insistió siempre en significar el valor de las vocales largas en contumaz búsqueda de nuevos ritmos, más ajustados a sus apetencias fonéticas y a su mero modo de respirar (“el aire del mar/ la brisa del río/ el soplo de la montaña/ los vientos del desierto/ tienen distintas fuerzas y olores/ para llegar a los distintos sitios/ que ocupa tu corazón”).
Sus poemas, que él denominaba capítulos, cantos o canciones, no siempre están completos; el traductor que firma esta presentación sospecha que se trata de fragmentaciones deliberadas, con las que este antiguo modernista trataba de demostrar lo inacabado de cualquier empresa humana, y quizá para que sus irascibles enemigos no pudieran acusarlo de pretender la duplicación o la modificación de los versículos coránicos (“los frutos de Allah no serán modificados ni tocados en su esencia ni en su apariencia por las manos pasajeras de los hombres”).

 

Notas

 

(1) c. 1287, subrayado en el original y en la versión francesa de Roger Emile de Belges, Livrairie de la Croix, París, s/f, p. 39.
(2) Las citas entrecomilladas de versos corresponden a la colección de Cantos del desierto, compilada entre 1893 y 1914 por Karl Eisler Harnack, Leiden, 1929.

También puedes leer