Muestra de poesía joven de Colombia

Pintura- Enrique Grau

 Compilada y preparada por el crítico y periodista, Santiago Espinosa, presentamos esta muestra de poesía joven colombiana. Los poetas seleccionados son: John Jairo Junieles, John Galán Casanova, María Clemencia Sánchez, Felipe García Quintero, Lucía Estrada, Andrea Cote y Robert Max Steenkist.

 

 

Siete poetas colombianos

 Muestra de poesía joven colombiana

 

Selección y prólogo: Santiago Espinosa

Nadie podría medirle el pulso a una generación tan reciente. No habría palabras lo suficientemente justas para hablar de unos materiales tan frescos, con libros demasiado recientes como para atreverse a una perspectiva. Lo mejor sería callar, hondamente, y dejar que la palabra de estos siete poetas se abra camino por si sola, en la plenitud de sus búsquedas, sin presentaciones o advertencias de ninguna clase. Poco podría importarle al lector de otras latitudes que  estos poetas colombianos, nacidos a partir de los setentas, han  tenido que escribir sus asuntos frente a la encrucijada y el vértigo.

            No hay una revista que los reúna en un mismo espíritu, como pudo ocurrir en el pasado con Mito o Eco. Tampoco se dan cita en el mismo café o en las mismas bibliotecas, y quien hable de los talleres de creación como de una fuente común estaría sobrestimando las posibilidades de la academia. Puede que la lectura entre ellos sea escasa. Algunos ni se han visto la cara. Como lo escribe el poeta Juan Manuel Roca, una influencia definitiva para este grupo, “lo que resulta atractivo de este conjunto de poetas y poemas es su diversidad. No hay un tono uniforme, una coral que canta la misma tonada”.

            Si hay algo común a este grupo es el hecho de asumir un lenguaje enriquecido, abierto a sin número de influencias y de tecnologías que amenazan con ahogarlo, un lenguaje pues, abierto a un sinnúmero de posibilidades, pero en un país que pareciera que de un tiempo para acá, antes de que estos poetas nacieran, entre la violencia y los olvidos, la trivialidad de los medios y el autismo de la academia, ha venido cerrando todas sus puertas.

 

 

John Jairo Junieles

(Sincé, Sucre, 1970)

 

Lo amador
 

 

No hay matadero sin ruiseñor
          ni rosal sin gallinazo.

Me bajo del autobús en una loma
          que me deja ver los techos del viejo barrio.
          En ellos hay pelotas que se quedaron para siempre,
          ruedas de bicicletas, maderos, trapos viejos.
          restos de naufragios
          a la intemperie.

En los patios las mujeres espantan perros y
          aves ajenas, parecen crucificadas en el viento
al abrir sus sábanas en las cuerdas. 

Frecuento mi viejo barrio
          (su memoria inviolada,
quiero decir)

Niñas camino a clases de Corte y
          Confección, afiladores de cuchillos,
          Pregoneros de sal y almíbar.
          Rostros abolidos de mi infancia,
          olor de flores de Azahar bordando
          melancolías,
          zapatos pisando ausencias.

No hay matadero sin ruiseñor
          Ni rosal sin gallinazo.

Los autobuses recorren la
          orilla de mi barrio en busca de pasajeros.
          Hago mi señal, 
subo a la máquina,
          es como si uno regresara de lo mejor
          de uno mismo.

 

 

 

Metafísica de la cocina

 

 Los hombres que mateaban

en la cocina me interesaron.

J. L. Borges.

 

Dios tiene una falda de cayenas estampadas,

el cabello recogido con un peine,

y en su mano una cuchara, como la vara

de Moisés, para separar el turbio espejo

de la sopa.

 

Ha llegado el hambre al altar del

Cuchillo, al melodrama de las cebollas,

donde un fuego rencoroso dicta su

sentencia en el culo de las ollas.

 

Los comensales sueñan el ábaco de los

frijoles, los panes y su corazón de nube

arrancada. Budas profanos frotando sus

barrigas, como lámparas de genios

(el día y su apetito de panes y nalgas).

 

Los codos en su mantel,

el oro reposado de las frutas,

la plata mojada de los peces,

los huevos de las aves prefigurando

la forma oculta del universo.

 

El ayuno de la tribu ha terminado,

el exilio de los incisivos,

y se impone el imperio de la saliva,

la barbarie de los dedos como pezones.

 

Comemos y reímos entre ángeles,

con el alma al borde de ese plato,

olvidando que el tiempo y el azar

también nos devoran.

 

Los relojes siguen midiendo el ajo y su estatura

en este santuario donde la grasa será un

epitafio en el dorso de las manos.

 

 

 

En México D. F. muere un mimo

 

Nada extraño tiene que un mimo muera

en México arrollado por un auto, pudo

ser en Madrid o en Alajuela

(la noticia es escueta, parece el obituario

de un fantasma).

 

Uno es lo que come, me digo, y el mimo

se alimenta de gestos y silencios.

Cuando se lava la cara, el mimo finge

que es un hombre. Extraña los guantes

blancos con que inventa cuerdas

y paredes invisibles.

 

No son pocos los locos que insistieron en su

locura, y el mundo se volvió reflejo de

sus delirios.

 

Por eso, nada de extraño tiene

que un mimo muera arrollado por un

auto. Visto de alguna manera es señal de

perfección en su arte.

 

El conductor seguramente pasó una toalla

por la mancha blanca y roja del parabrisas.

 

Pensó en un ave, tal vez una paloma extraviada

entre los edificios.

 

 

 

 

John Galán Casanova

(Bogotá, 1970) 

 

 Escrituras, 1

 

Luego fueron

las palabras cotidianas

 

las que bendecían los alimentos

las que deseaban los buenos días

 

las de nombrar los dolores:

 

se te fueron muriendo en la boca

a pesar tuyo.

 

Entonces

te valdrías del papel

para salvar esas palabras urgentes.

 

Al deletrear penosamente tus fatigas

ibas leyendo

el itinerario de tu muerte.

 

 

 

Escenas de parque, 5

 

Los hombres que envejecen en los parques

alimentan las aves con reverencia.

 

Para ellos son siempre recientes,

criaturas del espacio, no del tiempo.

 

Les encanta sobre todo

esa indiferencia en que viven,

el desparpajo con que se añaden al viento.

 

Sus manos tardías

semejan pájaros

en el breve movimiento

de arrojar las migajas de trigo.

 

Las palomas,

como los días,

acuden a picotear de sus dedos.

 

 

 

Árbol talado

Talaron todas
sus ramas.

Amputado,
continúa atado al negro suelo
que bebe sol.
El tronco clavado
como una cruz.

Talaron todas las ramas,
no tiene semillas
ni frutos.

¿Por qué el aserrador
hizo a medias la tarea?

Árbol talado,
a la deriva,
los muñones a cielo abierto.

Tan cerca y tan lejos
de la luna
los días
la muerte
la vida.

 

 

 

María Clemencia Sánchez

(Itagüi, Antioquia, 1970) 

 

El velorio de la amanuense

 

Escribí la larga estela de tus árboles

a imagen y semejanza de tu dictado.

La luz que quisieron tus ojos

son hoy de las hojas

palabras detenidas

que la arena de las diásporas entierra.

He sido la amanuense del fenecer de los siglos

recolectora de veranos vacíos

bajo un olmo fértil que no existe.

He ido a averiguar en la antigua vegetación

de las estepas

el nacimiento de los limos.

 

Hoy, dueña de voces extrañas,

paisajes ajenos que no comprendo

añoro una voz para decir un árbol

que ronda mis sueños, el nombre de una mujer

que semeja el descenso de las mareas

y el diálogo interrumpido que sostengo

con el ángel.

 

 

 

Yukio

 

Bajo la nieve

Está la sangre.

 

El signo alude

Al undécimo mes del año:

Inicio del regreso

Fiebre

Pavor

Belleza desangrada.

 

Sé como las hojas en otoño,

No resistas a la vejación

Del ocaso.

Asiste al sigilo

Que escribe tu nombre

En el misterioso blanco.

En la huella que se deshiela

Está tu arcano

Desde el canto

De la primera mañana,

Un grito que arde en las venas

Coronando de agujas

El vientre del único beso claro.

 

No escribas con júbilo

En noviembre.

Bajo la nieve

Está la sangre.

 

 

 

Antes de la consumación

 

Este signo representa el paso del invierno

Al tiempo fértil del verano.

 

I king, Hexagrama 64

 

Esta es la sepia genealogía.

¿Qué otro árbol podría encontrar?

Antes de la consumación

La belleza que dicta

El antiguo oráculo

Es otra en verdad.

Diré que todo ha sido dolor,

Una manchada noche

En que el padre se fue

Sin decir a qué

Cielos daba su sí.

Aquí fue haciéndose la fotografía

Que no entendimos en principio

Y que más tarde revelaría

El gesto de la tristeza

Que nos vino adherida.

 

Ella mira de frente al fotógrafo,

Apoyado apenas su brazo izquierdo

A una mesa adusta, fríamente decorada.

En la mano contraria

Una gérbera ya casi marchita,

Atrás un artificioso velo que

Emula una tarde barroca.

Una mano que pasa por encima

De su hombro, la del abuelo, supongo.

 

¿Qué otro árbol podría encontrar?

 

El gesto triste, detenido, de la abuela,

Su mirada de una infinita nostalgia,

Y una flor en su mano.

 

¿Qué otra genealogía podría importarme?

 

La suprema y verdadera despedida del padre,

Y la mirada de esta mujer, su madre, mi abuela,

Detenida en la imagen sepia de una tarde sin cielo,

Son aquello que digo ahora entender:

La consolación de la belleza revelada para mí.

 

 

 

Felipe García Quintero

(Bolívar, Cauca, 1973) 

 

VIAJO EN UN TREN DE VIENTIÚN  VAGONES

conducido por todos mis muertos. Miro a través del cristal roto de la

ventana una batalla de mariposas por el cielo quemado

de mis cinco años.

 

Converso con lo árboles de la intemperie que desaparecen

en mis ojos; los que no tienen camino, con los pájaros

que son ya recuerdos del viento.

 

Yo tampoco sé qué tierra es ésta.

 

 

 

El juego de mi padre

Un día mi padre, siendo niño, me dijo: (ya no recuerdo sus
palabras): escóndete en la casa, luego te buscaré. Sigo
escondido, esperando.

 

 

 

          MI CASA, COMO EL DESIERTO, no tiene techo ni puerta, sólo boca.

 

          Mi casa, como la piedra, no posee vigas ni cimientos, sólo una mano empuñada la sostiene.

 

          Esta casa la he construido quitando ladrillos y entregando mis huesos al vacío que resta.

 

          La casa es oscura como mi voz en sus corredores.

 

          Vivo en la casa que camino, la que acecho y me persigue como el gusano tras la carne enferma.

 

          A cada grito se levanta; con cada silencio la destruyo.

 

 

 

 

Lucía Estrada

(Medellín, 1980)

 

(Malastra) XL

Escucho música lejana, como de palabras que van a decirse, las últimas de una lengua en extinción. El aire trae sus capillas, recintos aislados, semillas de luz en el espacio negro. Dentro de sus cristales, robustas plantas tejen un canto silencioso: habla de dioses perdidos, de aves fabulosas, seres vegetales, edénicos, a la búsqueda de un tiempo semejante al vacío. Van a decirse, van a fluir en ausencia de bocas, todas las palabras, las del principio, las de la muerte; van a recorrer lo inmóvil, lo consumado, abrirán la tierra, separarán las aguas, río contra río, el fuego será rodeado, barrerán nuestros huesos que ocultan el primer jardín, derribarán los sarcófagos del oído y la lengua, y todavía ese viaje sería el inicio.

Reinas de sí mismas, las palabras, somos apenas su tránsito misterioso, no la región que las espera.

 

 

 

Alma Malher

 

Yo también lo prefiero.

 

Es más bella la mano

al pulsar una cuerda invisible.

 

Cuando duermes,

reaparecen las tres mil sombras de tus dedos

tejiendo filigranas

en el oscuro cuello del dragón.

 

Te miro inquieta

sin atreverme a respirar.

 

Es la hora más alta

del doble vuelo nocturno.

 

Escribo en la seda de tus párpados

mi temor de perderle,

de que huya como gato por los techos,

de que salte y reviente la cuerda

de todas las campanas del mundo,

de que se despeñe con el sonido metálico

de un arcángel

en el centro mismo de la orquesta.

 

Yo también lo prefiero

cóncavo y oscuro.

 

La clave blanca y negra

de todo cuanto existe

se advierte

en su sinfonía de agujas.

 

 

 

HAY FERVOR EN LA DUREZA DEL METAL, en el viento

que lo seduce y lo inclina sobre su propio vértigo.

Qué silenciosa esa manera de abrirse lo negro frente a lo blanco,

lo visible frente a lo invisible, lo que se precipita frente a lo que permanece.

 

Todo cuanto tiene un peso y una forma, y lo que está oculto,

 envuelto en la niebla como un barco fantasma,

 se mezcla entre sí para sostener el cielo, * para estar más cerca del milagro.

                                                                                                                             

Y la música, y el pájaro del vacío,

y las manos del hombre que le descubren al mundo su verdadero rostro,

su densidad. Y la palabra, esa que construye todos los puentes,

y el amor, y el silencio, y la pequeña muerte que una noche

supo reunirlos en el fuego y la ceniza.

 

 

* Homenaje a  Chillida

 

 

 

Andrea Cote

(Barrancabermeja, Santander, 1981)

 

 Puerto quebrado

 

Si supieras que afuera de la casa,

atado a la orilla del puerto quebrado,

hay un río quemante

como las aceras.

 

Que cuando toca la tierra

es como un desierto al derrumbarse

y trae hierba encendida

para que ascienda por las paredes,

aunque te des a creer

que el muro perturbado por las enredaderas

es milagro de la humedad

y no de la ceniza del agua.

 

Si supieras

que el río no es de agua

y no trae barcos

ni maderos,

sólo pequeñas algas

crecidas en el pecho

de hombres dormidos.

 

Si supieras que ese río corre

y que es como nosotros,

o como todo lo que tarde o temprano

tiene que hundirse en la tierra.

 

Tú no sabes,

pero yo alguna vez lo he visto

hace parte de las cosas

que cuando se están yendo

parece que se quedan.

 

 

 

Un rincón para quedarse

 

Ya no requieras, María,

el alma de las cosas desprovistas,

que no son más que huesos de esta casa muerta.

 

No busques el vacío de tu cuerpo en las paredes

que no saben de ti

que por ti no preguntan;

ni tampoco cicatrices en el aire

de azul embalsamado

que sólo está aquí como prueba de un cielo abolido.

 

El paisaje es todo lo que ves,

pero no sabe que existes,

así como estas cosas que nada contarán de ti,

de tus heridas.

 

Acuérdate María,

que tú eres la casa y las paredes

que viniste a derrumbar

y que la infancia es territorio

en que el espanto anhela

no sé qué oscuro rincón para quedarse.

 

 

 

Desierto

La tierra que jamás quiso tocar el agua

es el desierto que al norte está creciendo como un estrago de luz.

Pero los hombres que han visto el despoblado

-su amplitud sin sobresaltos-

saben que no es cierto que la tierra esté reseca por capricho,

o sin ninguna bondad;

es nada más su manera de mostrar

lo que transcurre bellamente sin nosotros.

 

 

 

Robert Max Steenkist

(Bogotá, 1982)

 

 

Estrellándose

 

Hablo de la ciudad que amo,

de la ciudad que aborrezco

José Manuel Arango

 

En esta noche,

Ciudad de canales y veneno,

hay un humo entre tus luces

y mis ojos.

 

Y no estoy solo.

 

Un cielo de cobre

se escurre

entre taxis vacíos y asientos empolvados;

entre la mujer que porta un abrecartas

y el suicida que estira la mano desde su gabán de cuello alto para saludar.

 

En la casa donde el padre cena solo

todas las bombillas han confabulado

y retienen la luz

antes de regarla como un estallido de oro

hacia las calles.

 

Y miles de postes las secundan

derramando los chorros sobre las aceras

con elegancia de cascadas enfurecidas.

 

Tus suspiros de madrastra y viuda,

Ciudad,

cuando aparecen las luces que no te dejan dormir,

uno más se cuelga

otra arrastra su sombra lejos de tu llanto

un padre pide disculpas a los puestos vacíos

alguien espera la venganza con la puerta cerrada,

cuando las luces se prenden, Ciudad,

tus suspiros consiguen erguirse como una cortina de niebla blanda.

 

Y esta noche no estoy solo

porque las historias que son tus huesos

dictan un buen ánimo sobre el asfalto.

 

Hoy me parece que un cielo estrellado remeda

Tu universo de ciento diez voltios repetidos.

 

Tú misma te vuelves el rastro del potente estornudo del sol

y ese cielo infinito

son tus ganas negras de quedarte profundamente dormida.

 

 

 

Puertos

 

Arrodilla su miseria para mirar entre las nubes

                                   Felipe Martínez Pinzón

 

Aún hoy

Zarpada la barca hace siglos

Sorteamos galerías

para llegar a puertos desconocidos

 

sin quererlo

cavamos tumbas

detrás de las barreras del cielo

para que en el momento

en que los pozos griten

nadie sonría triste

repitiendo la misma mueca

sin eco

de esos viejos desdentados

 

 

 

Emigrante

 

Empuñas la escoba de cada día.

 

Barres los restos de las manifestaciones que acaban a la hora indicada,

las flores que dejan los sepelios de cabildos nunca tuyos,

los anuncios de temporadas de descuentos a los que tampoco alcanzas.

 

Lo que te hubieras ahorrado,

piensas

a veces mientras la gente sigue caminando con los mismos pies

que en tu país estallan

o unos arrancan siguiendo meticulosidades de odio.

 

Y sonríen y pasan y pasan y pasan

 

mientras tú te ya te ves,

 

distante de los antiguos reyes cuyas caras de tierra imprimen en volantes

de propaganda,

 

mientras tú te ya te ves,

 

no como alguien que resiste y lucha contra la opresión,

 

mientras tú ya te ves,

casi ajeno a quienes defienden las multitudes puntuales,

con toda su propaganda de papel reciclado y proclamas biológicas

que tu empujas hasta atorar los flujos subterráneos

 

Eres el dócil trabajador

distinto

el de la sonrisa incómoda de no entender y de tanto asentir cuando preguntan algo que se responde con palabras. Y no con gestos.

Con Palabras. Con Palabras.

 

Emigrante.

 

Silencio para pedir, preguntar, responder órdenes, contraatacar.

 

Te fuiste perdiendo en chaquetas y abrigos y bufandas que no sabías usar pero que te ponías pues decían que el invierno y te empujó hacia el borde de las esquinas y tus plegarias se llenaron de marcas y de nombres de ciudades que no supiste como explicarles a tus padres, cuando les hablaste primero cada semana, luego cada mes…

 

 

Y así

tu lengua se arrastró fuera de ti,

un feto muerto.

 

Qué importa ahora de donde venías

si has perdido

esas palabras

con las que antes elevabas el sol,

si te limitas a repetir el idioma del mundo

buscándole nuevas posiciones a los labios,

rumiando sabores que no digieres.

 

Aquí aprendes que la boca es un estorbo,

un pájaro muerto que antes llenaba el cielo.

No han emigrado contigo las palabras.

La ciudad crece con tus pérdidas diarias.

 

Voz de dolor y refugio

batalla perdida

que se trenza con el ritmo de todos esos pasos que se alejan sin verte

y te dejan su basura.

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