Efraín Bartolomé, 26 años después

Un ensayo breve de Juan Domingo Argüelles (Chetumal, Quintana Roo, 1958) sobre la obra del poeta chiapaneco Efraín Bartolomé.

En agosto de 1982 Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 1950) publicó Ojo de jaguar (México, UNAM, Ediciones de la Revista Punto de Partida). Con 32 años de edad, todavía firmaba con su nombre de pila completo (Herman Efraín), el cual utilizaría también en su segundo libro, Ciudad bajo el relámpago (1983), pero que abandonaría en 1984, en ocasión de publicar Música solar, con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes. A partir de entonces sería ya Efraín Bartolomé: su voz había encontrado, con plenitud, el tono en el que deseaba expresarse.

Sin embargo, esas 44 páginas iniciales de Ojo de jaguar tampoco parecían las de un poeta primerizo. Había en ellas una seguridad y un vigor, poco frecuentes en los poetas que empiezan. En todo caso, los poemas de Ojo de jaguar contenían ya el germen de lo que, con los años, sería el más de medio millar de páginas de Oficio: Arder (México, UNAM, 1999), la obra poética de tres lustros de un autor que necesario, fundamental.

Poesía recia y emotiva, la de Efraín Bartolomé mostró su originalidad y su dominio desde el primer momento. Sus páginas iniciales no son imberbes; son los poemas decantados de quien ha asimilado perfectamente las experiencias más hondas y más intensas y, de igual modo, ha leído en los libros esenciales de la poesía. No era, y no es, un poeta libresco, pero el libro de la vida y los libros de los mejores poetas lo llevaron a hacer de los suyos propios el más exigente ejercicio de rigor en la emoción, la inteligencia, la música, el lenguaje y el significado.

En Ojo se jaguar ya se advierte el poeta que Efraín Bartolomé quiere ser; ése que, producto del destino vocacional, en muy poco tiempo, encuentra la palabra precisa para la más acendrada emoción. Heracliteanamente, en uno de los poemas de este su primer libro se autorretrata: “Nada se puede hacer/ Soy otro/ y soy el mismo”. Pero también ya desde entonces intuye una certeza esencial en relación con la poesía y con la vida. Para ser poeta hay que “dejar en las espinas la piel y la memoria”.

Muy pronto, el poeta llegó a saber que la poesía, como alguna vez lo dijo el escritor húngaro Stephen Vizinczey, no trata del lenguaje sino de la vida y que, por eso, no hay poesía sin emoción, y no hay modo de expresar con plenitud lo que no se ha sentido (es decir, vivido) plenamente.

Para Efraín Bartolomé, el poema no es, como algunos piensan, una artificiosa construcción intelectual, por mucho que ese artificio sea extraordinario y por mucho que el intelecto se afane y consiga el deslumbramiento del lector. López Velarde sabe esto cuando afirma que la denominada “poesía intelectual” es una desviación de la poesía. Y el mismo Borges, de quien tanto se elogia el artificio inteligente (en relación con sus ensayos y sus narraciones), posee una certeza similar a la de López Velarde en relación con la poesía. Así, el autor de Elogio de la sombra sostiene: “Hay una idea de Poe de que un poema es una construcción intelectual, y es del todo falsa. […] Si en un poema no hay emoción previa, tampoco hay necesidad de escribirlo”.

Con este tipo de bagaje y con las lecciones más intensas de los poetas de la emoción y de la perfección verbal y musical (Homero y Rubén Darío, sobre todo, pero también Antonio Machado, Fray Luis de León, Quevedo, Baudelaire, Lugones, Othón, Salvador Díaz Mirón, Jaime Sabines, etcétera), Efraín Bartolomé se planta en 1982 en el escenario de la poesía mexicana y hace escuchar su voz que, a partir de entonces, será perfectamente reconocible. Así, desde su página inicial nombra su fe poética:

“Para qué hablar/ del guayacán que guarda la fatiga/ o del tambor de cedro donde el hachero toca/ A qué nombrar la espuma/ en la boca del río Lacanjá/ Espejo de las hojas Cuna de los lagartos/ Fuente de macabiles con ojos asombrados/ Quizá si transformara en orquídea esta lengua/ La voz en canto de perdiz/ El aliento en resoplar de puma/ Mi mano habría de ser una negra tarántula escribiendo/ Mil monos en manada sería mi pecho alegre/ Un ojo de jaguar daría de pronto certero con la imagen”.

Luego de 24 años y once libros (Ojo de jaguar, 1982; Ciudad bajo el relámpago, 1983; Música solar, 1984; Cuadernos contra el ángel, 1987; Música lunar, 1991; Cantos para la joven concubina y otros poemas dispersos, 1991; Corazón del monte, 1995; Avellanas, 1997; Tres poemas para la casa de la Diosa Madre, 1997; Partes un verso a la mitad y sangra, 1997, y Fogata con tres piedras, 2006), Efraín Bartolomé ha recorrido un largo camino en diálogo con el lector, lo mismo en la oda que en la elegía, lo mismo en el poema celebratorio de la naturaleza que en la composición del más hondo y amoroso lirismo. No hay prácticamente emoción que no haya tocado con maestría y con sabiduría. En Cuadernos contra el ángel se definió del modo más memorable, y esa definición es divisa y será sin duda, cuando llegue el momento, perfecto y feliz epitafio: “He aquí que soy poeta/ y mi oficio es arder”.

En Efraín Bartolomé, sus lectores reconocemos una voz recia y diáfana en medio de tanta barahúnda gangosa. Y reconocemos una guía que señala el camino más certero, pero también el menos fácil, para llegar a la poesía: sin concesiones, sin chapucerías, siendo, como él ha dicho, “fiel, absoluta, ingenua, radical, rabiosamente fiel a la Poesía”.

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