Estudio sobre la poesía mística (I)

El día de hoy iniciamos una revisión profunda de la poesía mística a través de un texto valioso de José Luis Camacho Gazca. En esta primera entrega, “Mística y ascética” y “El lenguaje de la mística”.

 

 

1. Mística y ascética

Mística y ascética son dos términos que a pesar de haber sido definidos con precisión por múltiples estudiosos, se han confundido o desvirtuado con facilidad a través de la historia. Ambos vocablos están presentes en todas las culturas del mundo de un modo o de otro. Como este trabajo se avoca a un autor occidental, las definiciones y el desarrollo de ambas nociones serán exclusivamente occidentales, ligados a la tradición judeocristiana. Aún así, ambos términos, sobre todo “Mística”, tienen diferentes delimitaciones y perspectivas.

En palabras de William James, “la mística no se entiende entonces sino como un concepto límite y existencial que resume diversas concepciones, pero que exige ser comprendido dentro de la perspectiva de un sistema intelectual determinado” (James, 1986: 733). Este “sistema determinado”, en el caso que nos ocupa, es la concepción occidental del mundo. Evidentemente, existen muchos tipos de mística, o se le ha dado tal nombre a una serie de experiencias que muchas veces parecen no tener nada que ver con la religión. Pero el origen del término sigue siendo eminentemente religioso y tiene que ver con la percepción de realidades más allá de la comprensión meramente sensitiva o intelectual. Siguiendo esta lógica, el Diccionario de Mística afirma que, etimológicamente, el término proviene del verbo griego myo que significa “cerrar” o “callar”. El vocablo como tal parece provenir de mysticos, palabra que usualmente designaba, en los primeros textos cristianos, el significado oculto de una palabra generalmente extraída de la Sagrada Escritura. Así, el término evolucionó en un primer momento en dos direcciones: el sentido oculto de un signo (que si bien podía ser una palabra, también podía ser un rito o un Sacramento), es decir, la presencia sutil de la divinidad bajo una forma sensible, o bien, la experiencia personal de un Dios generalmente esquivo u oculto. Es decir, hay una distancia entre el misterio en sí y la experiencia del misterio. En un principio, el término no designaba una práctica o una disciplina, se limitaba a aplicarse a la experiencia o la conciencia de la misma*. Tendrían que pasar muchos siglos (no se fijaron criterios sobre Mística hasta el siglo XVI) para que se empezara a hablar de mística en su forma actual, es decir, como todo un proceso que inclusive tiene pasos, estados y regulaciones. Por lo tanto, no podemos dejar de lado la afirmación de Michel de Certeau de que los místicos no dejan de constituir una realidad histórica: “Aunque precisamente por eso se nos presentan hoy día bajo la formalidad de la ausencia – un pasado-, pues dependen de un análisis que los inscribe en un conjunto de correlaciones entre datos económicos, sociales, culturales, epistemológicos, etc.” (De Certeau, 1993:19). No se puede separar a la persona de su contexto histórico, por lo que la experiencia mística, a pesar de ser similar en todas las épocas, no deja de pertenecer a un entorno que la condiciona.

En la concepción judía del mundo, esta clase de experiencia está vedada a la mayoría de los hombres, pues Yavhé se manifiesta directamente a una serie de elegidos que, aunque no pueden ver a Dios, se comunican con Él. Vemos en el Antiguo Testamento continuas locuciones de Yavhé a los Primeros Padres, a Abraham, a Moisés, pero sobre todo a los Profetas. El profeta es el místico por excelencia antes de la llegada del cristianismo. Muchas veces incomprendido y frecuentemente febril en su celo, el profeta se autonombra “la voz de Dios”, una postura que llegaría a tiempos de Cristo en la persona de Juan el Bautista: “Yo soy la voz que clama en el desierto, enderezad los caminos del Señor”. Tras la predicación de los Apóstoles, podemos ver en las Escrituras muchas muestras de la necesidad de dotar a las Escrituras de un espíritu práctico. Sin embargo, encontramos una excepción en San Juan. Aunque las circunstancias de su vida transcurren entre la historia y las leyendas (que libros posteriores elaboraron sobre su vida), podemos decir que Juan es el primer místico cristiano. El Evangelio de Juan es llamado “El Evangelio del Amor” pues dista mucho, en técnica narrativa y mensaje, de los otros tres evangelios, llamados comúnmente sinópticos. En San Juan encontramos una perspectiva que podemos llamar “mística” aunque el término no se use. Es en este momento donde la palabra está lista para insertarse en la nomenclatura del cristianismo proveniente del mundo griego. En palabras del Merriam-Webster Encyclopedia of World Religions:

 

The mistery religions adopted many expressions from these domains: they spoke of the assembly (ekklesia), of the mystai; the voyage of life; the ship, the anchor and the port of religion (…) The Christians took over the entire terminology; but many words were strangely twisted in order to fit into the Christian world: the service to the state (leitourgia) became the ritual, or liturgy, of the Church; the decree of the assembly and the opinions of the philosophers (dogma) became the fixed doctrine of Christianity; the correct opinion (orthedoxa) about things became ortodoxy.

 

Las religiones mistéricas adoptaron muchas expresiones de esos dominios: hablaron de la Asamblea (ekklesia), del mystai; del viaje de la vida, del barco, el ancla y el puerto de la religión (…) Los cristianos tomaron la terminología entera; pero muchas palabras fueron extrañamente transformadas en orden a encajar en el mundo Cristiano: el servicio al estado (leitourgia) se convirtió en el ritual, o liturgia, de la Iglesia. Los decretos de la asamblea y las opiniones de los filósofos (dogma) se convirtieron en la doctrina fija del Cristianismo: la opinión correcta (orthedoxa) de las cosas se convirtió en ortodoxia. (Traducción nuestra) (A.A.V.V, 1999; 230).

 

Así, se debe considerar la influencia del mundo pagano en el origen o la aplicación del término “mística” en el cristianismo. Tras los años de persecución que se extendieron hasta este siglo IV de nuestra Era y después de la aceptación del cristianismo como religión oficial del Imperio tras el Edicto de Milán del año 313, la noción de mística se transformó considerablemente y comenzó a tener nuevas miras, esto durante el período que en teología se conoce como “Patrística”. Es la teología de los Padres de la Iglesia, San Ignacio de Antioquía, San Policarpo, Orígenes, Gregorio de Nisa, San Agustín, San Jerónimo, etc, está marcada por un claro intento por aterrizar las verdades y las constituciones dogmáticas de la Iglesia, pero también tiene un carácter apologético por la reciente aparición de las herejías de Arrio, Montano y otros. La prioridad es que el Magisterio defina todo lo que quede por definir en torno a la persona de Cristo, la Virgen y otras cuestiones que fueron objeto de discusión y de apostasía. La redacción del Credo Niceno, la Didaché o la Apologías son un claro ejemplo de los frutos de esta teología.

En esta época, la noción de mística avanzó por el contacto de estos sabios y escritores con los reductos de neoplatonismo que quedaban en el Imperio Romano. Esta tendencia es muy clara en San Agustín. En sus escritos vemos una progresiva marcha en pos de algo similar a lo que los griegos llamaban gnosis. Sin embargo, los cristianos considerarían la mística superior a la gnosis. Se cree que 1 Cor 1 18-25 “Porque los judíos piden señales y los griegos piden sabiduría” y 2 Cor 6 8-24 ya advertían sobre la diferencia entre lo que los griegos conocían como gnosis (literalmente “conocimiento”) y que consistía en el acceso a la divinidad a través de un saber superior. San Agustín valora la gnosis porque ha sido formado en la tradición grecolatina, pero diferencia perfectamente entre la noción griega de conocimiento de Dios y la Cristiana. San Agustín lo desarrolla en De Trinitate XIV:

 

Se puede llamar sabiduría o ciencia al conocimiento de las cosas divinas o humanas, pero, a tenor de la distinción del Apóstol que dice que a uno le ha sido dada la palabra de sabiduría y a otro de ciencia, es menester dividir en sentido propio dicha definición, llamando en sentido propio sabiduría al conocimiento de las cosas divinas y dando el nombre de ciencia al conocimiento de las cosas humanas. (Rovira, 1999: 123)

 

Así, se preparaba el terreno para que el término mística se volviera más amplio y empezara a aludir nuevos aspectos. Mención aparte merecen los llamados “Padres del Desierto”, como son llamados comúnmente los anacoretas que partieron hacia los desiertos de Oriente buscando un mayor contacto con Dios. En ellos tenemos más “experiencia mística” que teoría sobre ella. Aunque especialistas contemporáneos como William James y Martin Buber ponen en duda la veracidad de esta clase de experiencias, aquellos anacoretas que tuvieron escritos, ayudaron en gran medida al surgimiento de la mística como algo no sólo ligado profundamente a la experiencia religiosa, sino indispensable para ella.

Llegada la Edad Media con las órdenes monásticas, se cierra el capítulo de la Patrística para pasar a una etapa que tendrá un tenor esencialmente monacal. Derribado el Imperio Romano y puestas las bases de la Europa Medieval, surge una nueva manera de abordar la religión y la teología que tiene por antecedentes las escuelas palatina y catedralicia de Carlomagno. Pero fue en los monasterios donde las nociones de mística se conservaron para que en la Baja Edad Media, los representantes de las nuevas órdenes llamadas Mendicantes desarrollaran una forma de pensamiento que revolucionaría el estudio de la religión: la Escolástica.

Es la figura de Santo Tomás de Aquino la que define esta época. Santo Tomás retoma toda la herencia filosófica de Aristóteles y la aplica en el desarrollo de la teología Cristiana valiéndose de la tradición judía y musulmana, que en las personas de Maimónides, Avicena y Averroes habían rescatado el legado griego del olvido y de la censura. El estudio teológico se ve enriquecido por las tres religiones monoteístas, cuyas diferencias impulsaron el uso del método dialéctico para poder sacar conclusiones. Por lo tanto, los estudios bíblicos se vieron profundizados, y los dogmas fortalecidos. El foro de esta nueva teología serían las Universidades de la Europa Medieval (París, Oxford, Salamanca) y sus figuras serían Santo Tomás de Aquino, San Alberto Magno, San Buenaventura, Duns Scoto, William de Ockham y otros, cobijados por las órdenes dominica y franciscana.

Para Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, la mística consistía en la cognitio experimentalis de Deo, el conocimiento experimental de Dios. En este tiempo (siglos XII-XIV) vuelve a surgir una controversia sobre el papel de la intelección en la experiencia mística. Sin embargo, se considera que si bien Santo Tomás de Aquino es la cumbre de la filosofía medieval, fue superado en mística por dos autores: Johannes Eckhart y Ramon Lull. Para Eckhart, no había diferencia entre intelección y experiencia. Quizá esto responda al hecho de que pertenecía a la Orden Dominica, famosa en su tiempo por cobijar a los más grandes intelectuales de Europa. Sin embargo, otras Órdenes subrayaban la necesidad de no apegarse a los estudios en orden a un mayor conocimiento de Dios a través de la afectividad y no la intelectualidad. El mismo San Francisco de Asís le escribió a San Antonio de Padua advirtiéndole del riesgo de generar cierto orgullo por ser muy letrados. Ramón Lull, por su parte, fue un místico mallorquí un poco más aterrizado a las necesidades de su tiempo, puesto que tuvo intenciones de misionar incluso entre el Islam. Lull generó su propio sistema de pensamiento que, de tan complejo, dio pie a interpretaciones herméticas que después fueron aplicadas a saberes como la alquimia. La cumbre de la mística en Lull es su Llibre de contemplació, una obra casi del final de su vida donde habla de las escalas místicas. La Edad Media, desgraciadamente, tuvo tanta abundancia de supuestos místicos que se cayó en un exceso de credulidad y abuso que muchas veces adquirió formas violentas o llevó al relajamiento de costumbres dentro de las órdenes religiosas más escrupulosas. En los Países Bajos, algunos movimientos cuya mejor expresión es la llamada Devotio Moderna trataron de atemperar los excesos medievales, con la finalidad de vincular el mundo espiritual con las necesidades eclesiales. El Beato Juan Ruysbroek y Tomás de Kempis (autor de Imitación de Cristo) desarrollaron una nueva espiritualidad basada en el ordenamiento de la voluntad a la voluntad de Dios y la vuelta al rigor en las prácticas religiosas. Este movimiento fue el último llamado de alerta para la Iglesia antes de la Reforma de Lutero.

Entrado el siglo XVI, la mística llega a una avanzada fase de desarrollo que tuvo su máxima expresión en España. Mucho se ha discutido si la mística llega a sus más altas cuotas en esta época para después declinar. Pero esta cuestión está ligada a dos grandes titanes: Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. Ambos fueron religiosos y poetas dedicados por entero a la reforma de su Orden (Carmelita) que había caído en un estado de postración espiritual. Aunque conviven en el tiempo, ambos desarrollaron místicas distintas. Santa Teresa estaba limitada porque sólo hablaba español, y aunque incrementó su cultura de manera exponencial, no estaba a la altura de San Juan, que había estudiado con los jesuitas en Medina del Campo y después en la Universidad de Salamanca. A ambos se les atribuye haber moldeado un tipo de mística completamente hispánica mediante sus escritos, pero sobre todo, se les considera los más grandes poetas místicos de todos los tiempos.

Por los mismos años, otro español, Iñigo de Loyola, posteriormente San Ignacio, fundaría otro tipo de mística adaptada a las necesidades pastorales de la Iglesia de su tiempo. Habiendo sido soldado y tras sufrir una violenta conversión religiosa tras ser herido en Pamplona, San Ignacio comenzó la obra de su vida: la Compañía de Jesús. Basada por entero en sus Ejercicios Espirituales (fruto de sus meditaciones en la ermita de Manresa), la Compañía se avocó a algo que Santa Teresa ya había propuesto alguna vez: la finalidad práctica de la experiencia mística. Por tanto, fundaron una nueva veta en el pensamiento místico, que consiste en ser contemplativos en la acción. Aunque esto era en gran parte para combatir la Reforma Protestante, la obra de la Compañía pronto superó su carácter apologético para convertirse en el instrumento de propagación del Evangelio más eficaz en la historia moderna de la Iglesia.

La llegada de la modernidad trajo un matiz negativo para la mística “ortodoxa” o ligada a alguna postura, por llamarla de algún modo. Las guerras religiosas del siglo XVII, el arribo del cartesianismo, el paso del teocentrismo al antropocentrismo y el advenimiento de la Ilustración trajeron un descrédito por la mística que aún perdura en muchos círculos. El siglo XVIII produjo una mística distinta, avocada al quietismo y retornando a una perspectiva que creía en la mística como algo concreto y no algo subjetivo. Por lo tanto, hay una especie de “retroceso” en la perspectiva de la mística cristiana, que no terminaría hasta entrado el siglo XIX. Posteriormente hablaremos de la mística contemporánea.

Ahora bien, el término ascética está ligado profundamente al de mística por lazos antiquísimos. Ascética viene del griego askésis, que significa “esfuerzo” o “ejercicio”. Consiste en la serie de prácticas a las que un creyente recurre para acercarse a la divinidad. Pueden ser horas prolongadas de oración, retiro a un lugar apartado, autoflagelación, ayuno, silencio autoimpuesto, abstinencia sexual, reprimir el sueño, andar errante, usar cilicios o disciplinas (cadenas o estrellas de metal insertas en la carne), evitar lugares como tabú, eremitismo, etc. El cristianismo, por ser heredero del judaísmo, nació con vocación ascética. El ascetismo en el Antiguo Testamento es común, aunque por razones distintas al cristianismo. Con frecuencia se trata de prácticas diseñadas para lograr la pureza ritual, purificación o penitencia. Recordemos el ayuno de Moisés en el Sinaí, las pruebas del pueblo judío en el Éxodo, la penitencia de David tras su pecado con Betsabé o los ayunos de los profetas. Todos, con la finalidad de acercarse a la divinidad dignamente. Para el Nuevo Testamento tenemos una figura de transición: Juan el Bautista.

Juan se constituye como el último de los profetas y prepara la llegada de Jesús con una serie de prácticas que incluyen una prefiguración del bautismo cristiano. Aunque el ascetismo de Juan es distinto al de Jesús (puesto que vive en el desierto, come langostas y se viste con piel de camello) es un punto de partida para muchos de sus discípulos, que posteriormente seguirían a éste. Por su parte, Jesús propondría un tipo diferente de ascética, inserta en la cotidianidad humana. “Viven en el mundo, pero no son del mundo” resume la postura de Jesús en cuanto a las prácticas ascéticas. Sus seguidores con el tiempo se sentirían divididos por esta cuestión, desde el inicio de la Iglesia, por la transición del mundo judío al mundo greco-latino. Se fijaron posturas en cosas tan significativas para los judíos como la circuncisión o los ayunos. Posteriormente, las prácticas ascéticas tendrían extremos grotescos en los eremitas del desierto, que llegaron a vivir en jaulas o en lo alto de columnas, vestir con taparrabos de espinas o exponerse a las picaduras de los mosquitos. Fue San Benito de Nursia en el siglo VI quien ofreció una solución a estos excesos mediante su célebre Regula (Regla) cuya directriz es la sentencia ora et labora. San Benito propuso un estilo de vida en comunidad que, a pesar de haber tenido infinidad de reformas e innovaciones, ha sido la base de la vida religiosa católica. Tuvo éxito rotundo porque tenía en consideración las necesidades de los religiosos desde la alimentación y el vestido hasta la vida intelectual. En los siglos siguientes, la práctica ascética tuvo altibajos que coinciden con el relajamiento de costumbres o declive moral de la Iglesia. La Devotio Moderna puso en relieve la diferencia entre un ascetismo purificador y un ascetismo apostólico (recordemos que este movimiento surgió como consecuencia de los sectores descontentos de la actitud de la Iglesia en los años previos a la Reforma), es decir, un ascetismo con fines personales y otro con fines prácticos. Tras la llegada del protestantismo, se tuvo una valoración negativa de la ascética por la teoría luterana de la justificación, que daba primacía a la fe sobre las obras. La modernidad ha juzgado a la ascética por su aparente inutilidad y por el hecho de que en algún momento se consideró que era el único camino a la salvación. Sin embargo, hoy perviven muchas formas de ascetismo en las personas que buscan la unión con la divinidad, independientemente de aquellos que abrazan la vida religiosa. La moderna psicología habla de la conexión psicosomática entre la ascética y la mística. En palabras de Robert Ricard:

 

Ascética y mística no son cosas opuestas: son cosas distintas nada más, y complementarias. No puede haber mística verdadera sin base ascética (…). Dentro de la doctrina católica sabemos muy bien que el dolor, el sufrimiento, las penalidades, no tienen valor en sí mismos. No son más que un medio, y para resultar un medio digno y eficaz necesitan ofrecerse a Dios pero ¿a que fin? (Ricard, 1964: 75)

A esta pregunta han tratado de responder nuevas tendencias religiosas de las que hablaremos más adelante. Con esto nos hemos aproximado a los conceptos de Mística y Ascética e iniciamos la reflexión entorno al lenguaje místico y su empleo en la literatura.

 

2. El lenguaje de la mística

En la historia de la mística, los autores se han visto en la dificultad de vaciar sus conocimientos en un lenguaje coherente o comprensible para un interlocutor o un lector. Dado que todo lo concerniente a la mística parece estar literalmente “en otro lugar”, los místicos se han topado con la imposibilidad de expresar lo indecible. El lenguaje místico desafía el conocimiento racional y por eso debe tener un gran empeño en crear palabras o adaptar éstas para expresar lo que se quiere. Es por esto que el lenguaje místico debe recurrir constantemente al discurso poético y sus procedimientos de construcción.

Aquí hay que aclarar algo: con frecuencia, el lenguaje místico se confunde con el lenguaje teológico y esto constituye un error fundamental. El lenguaje teológico quiere alcanzar cuotas científicas. Pretende acercar conceptos a la intelección, y por lo tanto, está supeditada a un sistema determinado, que en la Iglesia Católica ha sido casi siempre la escolástica. Con la mística sucede algo diametralmente distinto: no pretende acercar conceptos a la intelección, solamente trata de expresar algo que sobrepasa lo natural, y por lo tanto, está fuera de los que los escolásticos trataban de capturar en palabras. Esta imposibilidad de expresión lleva eventualmente a la metáfora. Robert Murray S.J., miembro de la Compañía de Jesús y gran estudioso del Movimiento de Oxford, afirma el origen evangélico de esta clase de recursos para hablar de mística. Aunque todo el Antiguo Testamento está lleno de ricas imágenes metafóricas muchas veces interpretadas erróneamente, ubica este comienzo en las parábolas de Jesús, enumerando las imágenes provenientes del mundo natural que se usan en el Evangelio para referirse a verdades sobrenaturales. El Reino, entendido como el Paraíso o la visión beatífica, debe ser comparado con una perla, una semilla de mostaza, un tesoro, etc. Y más allá, Jesús también usa imágenes del mundo natural en su discurso didáctico como “Miren los lirios del campo, no se afanan ni hilan” para referirse a conceptos como la pobreza y la caridad. Comúnmente se cree que Jesús hacía esto por adaptarse a las necesidades de su auditorio, pero una vez que se profundiza en el significado de sus palabras, nos percatamos de la necesidad de la metáfora. Sin ser necesariamente un poeta, Jesús debe comparar lo que quiere expresar (que no ha pasado por los sentidos) con algo que ha pasado por la experiencia sensible. Así, todos los escritores cristianos han usado un lenguaje simbólico ante sus necesidades de expresión. El lenguaje místico está íntimamente ligado a esta necesidad. El lenguaje teológico funciona a la inversa porque se dedica a una escueta expresión conceptual. Prescinde muchas veces de las imágenes y convierte la experiencia en un discurso pesado por su pretensión de saber científico. En cambio, el lenguaje de la mística no depende de la razón, sino, en palabras de Jacques Maritain, de una dominante afectiva. Esta tendencia es una supuesta comunicación directa con la divinidad. Al hablar de esta dominante, Maritain se expresa así:

 

La mística cristiana debe entenderse como mística del encuentro. El fundamento bíblico de la unión con Dios es el acontecimiento de la llamada y la respuesta. En los enunciados de los místicos se encuentran perfectamente formulaciones del desvanecerse el uno en el otro en una experiencia de unión. Pero estas formulaciones son completadas -como contrapunto- por otra serie de enunciados que dejan bien patente que la diferencia entre Dios y el hombre se hace claramente consciente en conexión con la experiencia de la cercanía. (Maritain, 1948:450.)

 

Esta “cercanía”, inexpresable en conceptos concretos se vuelca en símbolos, sin los cuales todo discurso sobre materia mística es virtualmente imposible. Estos símbolos fungen como signos prolépticos, es decir, que conducen a un sentido connotativo, segundo y trascendente. Es por esto que los discursos místicos subrayan la relación entre la imagen y la realidad expresada. Así, en términos retóricos, la mayoría de textos místicos oscilan entre la metáfora y la alegoría. La primera consiste en la consabida evocación o comparación con el mundo natural. La alegoría funciona de manera distinta, en palabras de Robert Murray “el funcionamiento de la misma es alimentado no tanto por la potencia simbólica latente en la existencia humana como por un plan o mensaje que el autor oculta bajo símbolos construidos artificialmente, con pistas para guiar al lector a descubrir cuál es la solución pretendida en el mundo real” (Murray, 1999, 64) Ambos, en un contexto simbólico o connotativo serán el vehículo para la expresión mística. Ya en los primeros tiempos del cristianismo muchos autores recurrieron a estas dos figuras para sus construcciones literarias. Dentro de la Sagrada Escritura podemos citar el Apocalipsis de San Juan como una obra alegórica. Posteriormente, los Padres de la Iglesia elaboraron complejas explicaciones y exégesis de los Evangelios usando figuras parecidas. San Agustín ya advertía la conveniencia de esta clase de lenguaje:

 

Cuando se nos propone una verdad mediante una imagen alegórica, nos conmueve, nos deleita y la apreciamos más que si se nos enuncia directamente en sus términos apropiados. Yo creo que los sentimientos del alma se encienden con mayor dificultad mientras estamos enredados en las cosas terrenas. Pero si se le presentan unas imágenes corpóreas y partiendo de ellas, se lo traslada a las realidades espirituales simbolizados por esas imágenes, adquiere nueva fuerza gracias a este proceso de transposición, como la llama de una antorcha que se enciende con más fuerza si se le agita. (San Agustín, 1951: 343)

Trasladado a la mística medieval, este concepto fue desarrollado con gran profusión por los mejores representantes de la poesía mística.

El lenguaje místico antes de la Ilustración tuvo pocos detractores, aunque los teólogos más serios siempre tuvieron cierta reserva contra esta clase de lenguaje. Recordemos las dificultades de Santa Teresa y San Juan para la publicación de sus obras, o el recelo ante la obra de las místicas femeninas más preclaras en todo el mundo, como Hildegarda de Bingen o Sor Juana. Un intento muy temprano de refutar este lenguaje fue una obra del siglo XVII llamada Pro Theologia Mystica clavis (1640) del religioso alemán Sandaeus Von der Sandt. La acusación contra la mística era muy sencilla: usaba un lenguaje ajeno a la razón. El lenguaje racional está ligado a la denotación, y a la transparencia del signo, eliminando cualquier ambigüedad. El lenguaje místico, por el contrario, se fundamenta en la función poética del lenguaje, particularmente en la polisemia. Con el advenimiento de la Ilustración y la secularización del mundo, el rechazo de la escolástica por parte del cartesianismo y el desplazamiento a segundo término de los discursos religiosos, esta tendencia a construir un discurso a partir de imágenes quedó relegada al mundo de la literatura, puesto que era un medio aparentemente subjetivo.

La aparición de la lingüística formal trajo un rechazo de los estudiosos por el lenguaje místico, particularmente por la afirmación de Ferdinand de Saussure sobre la relación de arbitrariedad entre el significante (que aquí asimilamos a “imagen”) y el significado. Esto no era otra cosa que la negación moderna de la polisemia como base del lenguaje racional, o bien, los discursos polisémicos enfrentados a los discursos transparentes, denotativos y sin “ruido”. Dado que los conceptos místicos no tienen un referente, cualquier tendencia a expresarlos sería absurda. Fue el positivismo lingüístico de Wittengstein el que puso muy clara la posición de esta ciencia ante esta clase de lenguaje. Proponía que si no había una posibilidad real de expresar conceptos de manera efectiva, mejor era no intentarlo, aunque el “segundo Wittengstein” (en la última etapa de su pensamiento), declararía que lo no dicho o lo no expresado también era trascendente.

Saliendo de la lingüística y entrando en la labor literaria, esta crítica no tuvo gran repercusión, aunque atacaba directamente al místico en su pretensión de dar a conocer verdades sobrenaturales. A esto podemos oponer la réplica de un moderno estudioso de la mística, el franciscano Raniero Cantalamessa.

 

¿Con qué lenguaje hablaremos del Padre? La crítica del positivismo lingüístico (“sobre lo que no se puede hablar es mejor callar”) no ha pasado en vano. Ha servido para hacernos comprender que el lenguaje más apropiado para hablar de Dios no es el del concepto y el silogismo, sino el del símbolo, la metáfora, la oración, la narración. El símbolo no pretende “definir” o encerrar; sugiere, evoca, deja espacio para otras cosas, hace brotar la luz de una analogía o un contraste. Forma parte, a su manera, del lenguaje apofático que habla callando y calla hablando. (Cantalamessa, 2001: 87)

Volvemos a la antigua cuestión: el abismo entre las ciencias duras y la metafísica. A pesar de que el filósofo tiende al Absoluto, su imposibilidad de acceder al misterio lo hace descalificar o poner en duda la clase de conocimiento que aparentemente era resultado de una fusión “inmediata” con la divinidad. Es muy complicado y polémico este enfrentamiento, pues opone experiencia sensible con la improbabilidad de demostrar lo que no se ve. Por eso, el terreno de la mística ha sido siempre la literatura. El salto a la misma se ha dado primordialmente en la lírica. Más adelante trataremos la perspectiva de Fernando Rielo sobre el lenguaje místico y su relación con la estética. Pasamos a la definición de poesía mística.

 

 

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