Estudio sobre la poesía mística (II)

Continuamos con esta aproximación, seria y erudita, a la poesía mística por parte de José Luis Camacho Gazca. En esta ocasión con los apartados “Definición de poesía mística” y “Recorrido histórico de la literatura mística”.

 

 

 

3. Definición de Poesía Mística

En la amplia gama de tópicos que la poesía puede abordar, la mística ocupa un lugar destacado, aunque no sea muy común como género. La relación entre poesía y mística tiene su origen en la finalidad misma de ambas: el acercamiento al Absoluto. Esta afirmación ha sido ratificada por muchos poetas, religiosos o no. El intento de la poesía por crear nuevos mundos o expresar emociones que no entran en la esfera de lo tangible o lo comprobable es muy similar al anhelo místico. Aunque el poeta no profese un credo específico, se siente atraído continuamente por lo inmaterial, lo etéreo, lo inmanente. Monique Lemaitre lo describió de la siguiente manera: “En la poesía, como en el amor, el lenguaje y el significado se funden y de ellos nace la palabra poética que a su vez producirá la imagen. El poeta participa del mito de la comunión, del retorno al “Uno”, y su tarea torna a ser la de purificar el lenguaje heredado para que logre el rescate de las raíces” (Lemaitre, 1976: 18).

La labor poética comparte con la mística la dificultad de expresión, la búsqueda constante de imágenes. Pero ¿cuándo es una poesía es verdaderamente mística? La respuesta parece residir no sólo en el tópico de esta poesía, pues en ese caso se le podría confundir siempre con la poesía religiosa. Ésta podrá abordar temas provenientes de las Sagradas Escrituras, usarse para propósitos de culto, o adaptarse para ser liturgia. Pero ¿qué recursos retórico-estilísticos puede tener una poesía religiosa? Pueden ser muchas en el sentido del enfoque en el que se están relacionando religión y poesía. Entraría aquí la imprecación, la súplica, la réplica airada e incluso la blasfemia, hablando en términos religiosos. Una poesía que hable sobre religión no es forzosamente una poesía mística. Tiene que tener, para serlos, implícita la idea de un diálogo con el Absoluto. En el caso de occidente cristiano hay muchos ejemplos de poesía religiosa que no alcanza a ser poesía mística. Fernando Rielo explica esto de la siguiente manera:

 

La poesía mística empieza donde termina la poesía religiosa. (…) Entiendo la poesía mística bajo dos aspectos: la poesía mística consumada en la experiencia personal que el alma tiene con Dios, sufre con Él, le ofrece todas las cosas y le consagra exclusivamente su vida cualquiera que sea el estado por ella escogido. Esta mística es, en lo que es posible en esta vida, unión personalísima con Dios. El otro aspecto es la mística abierta, es decir, incoada por la misma definición del hombre: el hombre es un ser místico. (Rielo, 1995: 109)

 

Esta afirmación, motivada por las profundas convicciones religiosas de Rielo afirma que hay siempre una relación o filiación con el Absoluto en el género humano, pero que en algunos casos se hace más intensa por el contacto personal con la divinidad. Pensando así, mucha poesía que pretende ser mística falla a la hora de esta relación íntima con el Absoluto. Esta parece una explicación coherente de la diferencia entre las dos poesías. Al decir que “empieza donde termina”, quiere decir que alcanza niveles de significación más altos que la poesía religiosa, no sólo en contenido, sino también en literariedad, complejidad, construcción y profundidad. Para expresar esto con mayor claridad, diremos que la poesía religiosa consiste en una búsqueda, mientras que la mística consiste en una posesión o vivencia del misterio. Si seguimos esta lógica, los verdaderos poetas místicos serían contados. Los estudiosos de esta clase de poesía, como Menéndez y Pelayo, Helmut Hazfeld, Dámaso Alonso, Patricio Peñalver, Sáinz Rodríguez, etc están de acuerdo en otorgarles el título de “místicos” a muy pocos poetas. Esta selección se hace lógica cuando pensamos en las circunstancias históricas en que un poema está escrito, la intención del autor, su afiliación ideológica, la escuela o corriente a la que pertenece, etc. Además, los recursos estilísticos muchas veces se parecen tanto que dificultan la precisión a la hora de encasillar sus obras en un género preciso, en este caso la Mística. Estas circunstancias conjuntas pueden hacer pensar que una poesía es mística cuando no lo es. Esta clase de distinción se hace patente cuando se compara la poesía de Santa Teresa y San Juan de la Cruz con algunos de sus contemporáneos como Fray Luis de León.

Dámaso Alonso añade un escollo a la comprensión de la poesía mística: la influencia que sobre ella tiene la poesía profana. Si toda poesía mística es un producto histórico, debe tener una relación con las corrientes literarias de su momento. Alonso afirma que los símbolos que usa la poesía mística provienen de dos lugares comunes: la Sagrada Escritura y la poesía secular. Al salto de lo profano a lo sagrado, Alonso llamaba “divinización”. Afirmaba que se podía dar una “divinización” de temas y otra de obras en todos los géneros, pero especialmente en la lírica. La primera solamente tendría que ver con la temática, la intención o la orientación ideológica. La segunda tendría que ver forzosamente con alguna clase de experiencia espiritual. Al hablar de esto, considera que la proliferación de esta tendencia en la España del Siglo de Oro se explica por el momento histórico en que fueron escritas, aparte del genio particular de los poetas de este tiempo. Las influencias literarias de ese entonces serían dos: la poesía de tipo tradicional y la poesía pastoril italianizante. Los autores tomarían formas, motivos y símbolos de esta corriente para “divinizarlas”. Pero una vez hecho esto ¿cuándo se convierte en mística? La respuesta a esto (aunque no es la única teoría sobre la génesis de la poesía mística) la dio Dámaso Alonso cuando analizaba una metáfora usada en coplas tradicionales españolas del XVI: la comparación del Amor con la cetrería, es decir, el símil del amante con el halcón y del amado con la presa. Al comparar una serie de poesías anónimas encontradas en la Biblioteca Nacional de España con “Tras de un amoroso lance” de San Juan de la Cruz, Alonso afirma “No cabe duda que había dado con la versión profana: una nueva glosa y una ligera modificación de la copla inicial habían bastado a San Juan para convertirla al amor divino. Lo portentoso, lo que podríamos llamar milagroso, es esto: que la pobre cancioncilla amatoria, tocada y transformada por la mano del Santo, subleva ahora en nosotros un frenesí ascensional: el alma se nos va con ella a lo divino.” (Alonso, 1971: 244).

 

4. Recorrido histórico de la Literatura Mística

Aunque analizaremos más tarde las características de esta mística hispánica, podemos hacer un breve recorrido por las poesías en Occidente consideradas místicas. Antes de la Edad Media hubo muchas obras en prosa consideradas místicas, la mayor parte de ellas ubicada en la Patrística. Las obras de San Agustín, de San Ambrosio y de San Gregorio Magno se insertaron en el campo místico, pero no generaron poesía. La entrada de la Edad Media trajo nuevas obras como el Proslogion de San Anselmo de Cantorbery y los Comentarios del Cantar de los Cantares de San Bernardo de Claraval, pero aún en prosa. Podríamos decir que la poesía mística en forma inició con la adaptación de algunos himnos marianos a la Liturgia en los monasterios que participaron en el florecimiento de vida monástica en los siglos XI y XII. La Orden Benedictina y la Cisterciense (una reforma de la primera) tenían en sus preceptos un tiempo particular para dedicarlo a la oración y la Liturgia. La regulación del canto impulsó en muchos frailes y monjas a la actividad poética. Himnos como el Veni Creator (tradicionalmente anónimo, pero atribuido a un Magnus Rabanus), el Ubi Charitas, el Gaudens in Domino y otros cantos incluidos en las celebraciones litúrgicas de distintos momentos del año religioso (Natividad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés) tuvieron características formales y estilísticas que podemos llamar propias de poesía mística. Es en estos años cuando empieza la polémica sobre la génesis de los recursos poéticos. ¿Eran préstamos de la poesía profana lo que ayudaba a construir estos himnos? Casi con seguridad podemos decir que sí, a menos que pensemos en las características de aislamiento de algunos monasterios. Hacia mediados del siglo XII se dio en Alemania y los Países Bajos el movimiento místico más importante antes del Siglo de Oro Español. A este movimiento se le conoce como la Mística Renana. Tuvo dos facetas, una femenina y otra masculina. La parte femenina se caracteriza por un elemento afectivo distinto, más acentuado que el masculino. Además, una sensibilidad concreta, amplitud visionaria y una abundancia de símbolos recorre esta lírica que tuvo sus mejores exponentes a religiosas de conventos cisterciences. Matilde de Magdeburgo y Hadewijh de Ambres fueron dos poetisas de altas cuotas místicas. Pero el lugar de honor le pertenece a Hildegarda Von Bingen (1098-1179), conocida como “La Sibila del Rin”. Perteneciente a una familia aristocrática de Baviera, Hildegarda fue dada como oblata (así se llamaba a las niñas que eran entregadas a los conventos para su educación) al monasterio de Bingen. Con una inteligencia precoz y gran aptitud para todas las ramas el conocimiento, Hildegarda escaló todos los cargos conventuales hasta convertirse en abadesa. Con un estilo enérgico y constante, comenzó una obra titánica que se distinguió por su carácter multidisciplinar. Teología, Filosofía, Medicina, Anatomía, Política, Botánica y otros tópicos ocuparon su pensamiento. También sostuvo correspondencia con los grandes personajes de su tiempo: San Bernardo, los Papas, el Emperador y muchos prelados de importancia consideraron a Hildegarda como una valiosa consejera. Su obra poética estuvo enmarcada en la actividad coral de su monasterio. Adaptó innumerables cánticos, secuencias e himnos de su autoría al Oficio Divino. Su obra Scivias resumió su pensamiento y agrupó una serie de imágenes provenientes de visiones místicas. Hay que agregar que esta clase de poesía está íntimamente ligada a lo que se denomina “drama litúrgico”. En palabras de Luis Astey, los dramas litúrgicos eran “la representación ritual de una realidad religiosa, configurada mediante acción, personificación, diálogo y música monódica, y celebrada en un lugar considerado sacro (…) conectada con algún momento de la secuencia, anualmente cíclica, de las ceremonias con que en el Medievo quedaba integrada la “parte esencial” del culto público y oficial cristiano” (Astey, 1992: 7). Celebrados dentro de los monasterios, estos dramas debieron aportar herramientas de métrica y estilística a las monjas con inquietudes poéticas. En muchas ocasiones, se trata de imitaciones de los clásicos. Luis Astey menciona que muchas obras de la mística alemana Hrotsvitha de Gandersheim imitan obras de Terencio. Así, autoras como Hrotsvitha parecen en desventaja ante la originalidad de otras como Hildegarda de Bingen.

Las dos contemporáneas de Hildegarda tuvieron abundante producción lírica. Matilde de Magdeburgo (1208-1282), otra religiosa germana que volcó su experiencia en la obra La luz que dimana de la divinidad y Hadewijch de Amberes (Segunda mitad del siglo XIII), que produjo una serie de poemas estróficos contenidos en dos obras: Strophische Gedichte y Reimbriefe. Sin tener un lenguaje simbólico como el de Hildegarda, estas dos religiosas comentaron el Cantar de los Cantares y desarrollaron teorías propias sobre la ascensión al absoluto. Este movimiento dejó al descubierto otra cuestión interesante: parecía que la mística femenina era más creativa que la masculina, su contraparte Renana, encarnada en el ya mencionado Johann Eckhart (1260-1328), conocido comúnmente como Meister (Maestro), dominico alemán que enseñó en París y fue provincial de su orden en Alemania. Su obra mística está contenida en Discursos de la distinción, El libro del consuelo divino y sus Sermones. Todas estas obras versaban sobre vida espiritual y usaban una gran cantidad de metáforas para darse a entender, pero no alcanzó los niveles poéticos de sus hermanas de religión. Acusado de panteísmo por la Inquisición, no vivió lo suficiente para ver terminado su proceso, pues murió antes del veredicto papal. Aunque Juan XXII declaró heréticas muchas de sus proposiciones, los estudiosos contemporáneos de su obra, como Mauricio Beuchot consideran que tal condena era producto del ya mencionado desafío entre el lenguaje lógico y el alegórico.

En la baja Edad Media, San Francisco de Asís (1181-1226) llegó a desarrollar una serie de alabanzas basada por completo en imágenes de la naturaleza, usando seguramente modelos pertenecientes a estilos profanos de su poesía en su dialecto natal, el umbro (pues el toscano aún no había sido declarado lengua oficial en Italia). El Cántico a las Creaturas resume mucho de su espiritualidad y quizá sea una de las primeras muestras de una malinterpretación de la mística, puesto que en siglos posteriores se le trató de relacionar con una teoría panteísta de la religión, cuando lo que San Francisco quería era que no se confundiera a la Creación con su Creador. Hay que aclarar que la intención de San Francisco se alejaba mucho de la creación literaria; su motivación es la alabanza, no la producción poética. Esta problemática será muy común en la Edad Media y diferenciará las producciones líricas de esta época con las del Siglo de Oro y la Modernidad. El caso de San Francisco es parecido al de Cristo: su discurso metafórico está supeditado a sus necesidades espirituales, no a un afán creativo. Por ese tiempo, cuando las Órdenes mendicantes provocaron un despertar religioso en Europa, muchos de sus inspiradores tuvieron muestras de poesía mística. Joaquín de Fiore, monje benedictino italiano que tuvo una juventud errante y afirmaba haber recibido de Dios visiones proféticas durante un viaje a Tierra Santa alrededor de 1157, fue una de las figuras masculinas más influyentes en el panorama intelectual europeo. De Gloria Paradisi, un escrito con tintes proféticos en forma poética se considera una muestra temprana de poesía mística. Por estos años, en España, tenemos un caso muy difícil de catalogar: Ramón Llull o Raimundo Lulio. Cumbre de la mística medieval junto con Eckhart, Lull es un problema para el historiador de la Literatura por su aislamiento lingüístico. Nació en Palma de Mallorca en 1235, por lo que su lengua materna fue un primitivo catalán. Paje de Jaime I y senescal de Jaime II, Lull sufrió una conversión violenta tras una experiencia sobrenatural en el monte de Randa. Esta experiencia lo llevó a dejar familia y riquezas para lanzarse a una febril actividad misionera, literaria e intelectual, beneficiado por el contacto con las otras dos grandes religiones monoteístas: judaísmo e Islam. La obra de Lull, al igual que la de Hildegarda, abarcó materias más allá del ámbito religioso. Propuso un nuevo modelo de aprendizaje y conocimiento, además de inventar su propio sistema filosófico que años después sería estudiado por Leibniz y Newton. Su saber enciclopédico, combinado con su desmedida pasión por el Evangelio lo hizo pasar muchas veces por loco en las cortes europeas y en la Universidad de París. Atrajo la atención del Papado por algunas proposiciones consideradas heréticas y por su amistad con Jacques de Molay, último Gran Maestre de los Templarios. Tres de sus obras fueron grandes tratados místicos: Llibre de contemplació, Llibre de consolació de ermitá y su poema Desconhort. Su muerte constituye un misterio, pues se dice que murió lapidado en Bugía, mientras predicaba el Evangelio entre musulmanes. Sus obras en catalán y en latín encontraron eco en España, e influenciaron poderosamente a los escritores místicos del Siglo de Oro. En un intento de volcar en sus escritos los estados místicos y para describir el trato entre el alma y Dios, toma prestado un símil del mundo musulmán: el Amigo y la Amiga, que después se reflejarían en las Jarchas y las Cantigas de amigo (los místicos españoles lo trocarían por el Amado y la Amada, al estilo del Cantar de los Cantares). Blanquerna es la obra luliana donde se puede apreciar mejor esta tendencia.

Y así llegamos a España. La espiritualidad española es un caso particular de estudio, pues presenta características muy distintas al del resto de Europa. Marcada por una devoción febril que muchas veces se consideró fanatismo o atraso en comparación con sus otros países, rechazada por sus vecinos ingleses y franceses mediante lo que se conoce como Leyenda Negra (toda la propaganda antiespañola que criticaba las partes negativas de la acción hispana en el mundo, desde las atrocidades de la Conquista de América o la Inquisición) y sobrevalorada por muchos hispanistas, es una muestra de cómo las influencias culturales a veces terminan condicionando la práctica religiosa. Factores ideológicos, reciales, geográficos e históricos hacen a la espiritualidad hispana un mosaico de particularidades que encuentran su origen en la Edad Media. Aunque los teóricos de la mística y las autoridades eclesiásticas nunca lo reconocieran, la riqueza espiritual española se debe al contacto de las tres principales religiones monoteístas. El caso de Llull es la muestra más palpable de esto. El Diccionario de Mística se expresa de él de este modo: “Lull encarna una época de la fe cristiana que se siente tan segura de sí misma, que se atreve a utilizar categorías, planteamientos y experiencias del pensamiento de otras tradiciones culturales.” (A.A.V.V, 2000: 352). A pesar de las diferencias doctrinales, las tres religiones y sus experiencias en conjunto, como la escuela de traductores de Toledo, formaron el campo de cultivo adecuado para la experiencia mística. El sufismo y el estudio de la Cábala, aún sin tener nexos con el cristianismo, se consideran las primeras muestras de mística española. Ibn al-Aris (siglo XIII), un místico sufí que realizara una exhaustiva interpretación del Corán y su contemporáneo Moisés ben Semtob, un rabino cuyas obras reflejaban los conocimientos neoplatónicos y el anhelo de encontrar al “Dios oculto”, son dos representantes de mística no cristiana española que pudieron influenciar la obra de Llull. La literatura de estos años empieza a sufrir un giro hacia el misticismo. Las grandes peregrinaciones, el culto a las reliquias y el tono de vida regida por los monasterios empezó a influenciar los escritos que se divulgaban. Un intento temprano de literatura religiosa lo encontramos en las primeras hagiografías. Llamadas Leyendas o Martirologios, estas narraciones cortas de vidas de santos fueron un complemento lógico a las Sagradas Escrituras. Aquí hay un nexo entre Oriente y occidente: una serie de historias, símbolos, lugares comunes y visiones del mundo provenientes de Palestina, empiezan a formar parte de la vida cotidiana europea. Un primer momento de la fe, ligada al pensamiento mágico y aún no “purificada” de las creencias paganas anteriores al cristianismo define la Alta Edad Media española. Historias como Vida de Santa María Egipcíaca, un texto anónimo medieval escrito ya en castellano refleja el salto del latín al romance de estas historias. Esta Vida es el relato corto de la santidad de una mujer que habiendo sido prostituta, se arrepiente de sus pecados y empieza una existencia eremítica, muy similar a la de los llamados “Padres del Desierto” que se retiraron a los desiertos de Tebaida en el siglo V. Su estilo que podríamos llamara “didáctico” (similar al exempla) se puede rastrear a versiones latinas anteriores, en especial a una contenida en la famosa Leyenda Áurea, un compendio de hagiografías reunidas por Santiago de la Vorágine, un fraile Dominico del siglo XIII que produjo el equivalente medieval de los que hoy llamamos Santoral o Año Cristiano. Esta obra temprana no tendría más relevancia de no estar escrita en castellano, y refleja el tono de la espiritualidad de aquellos años.

Pero la identidad de la espiritualidad española no se estabilizaría hasta terminada la Reconquista. Iniciada en Asturias tras la batalla de Covadonga por el Conde Pelayo (718) y terminada en la toma de Granada (1492), esta lucha por expulsar a los árabes de España tuvo en la religión su principal aliciente. La necesidad española de configurar una identidad nacional, ante la ausencia de una figura suficientemente fuerte como la Corona (que no se unificó hasta el siglo XV) vio en el catolicismo su bastión, tanto cultural como anímico. Así, España heredó de este conflicto una espiritualidad con características fijas: combativa, militante, profunda, intimista, nacional, reservada frente a los modelos extranjeros hasta rayar en la xenofobia, afiliada a Roma por nexos espirituales y políticos, con vocación misionera y universalista, y, desgraciadamente, cerrada la mayor de las veces a la mediación de la razón. Las figuras de Santa Teresa, San Juan de la Cruz y San Ignacio de Loyola no se entienden sin la Reconquista. Febril, entregada y pasional, la espiritualidad española no se define como auténticamente católica hasta la estabilización de la Reconquista en el siglo XV. La llegada del Renacimiento, las nuevas corrientes críticas del cristianismo y la Reforma de Lutero le dieron a la espiritualidad un nuevo giro: de la lucha contra el musulmán se pasa a la lucha contra el “hereje” luterano. El apogeo de la Inquisición y sus nexos con la Corona, agravados durante el reinado de Felipe II, le dieron a España la pretensión de devolver a Europa al catolicismo. Frustrados por la derrota de la Armada Invencible y la rebelión en Flandes, los españoles viraron hacia la lucha espiritual, representada en el Concilio de Trento (1545-1563). Ante el rápido avance del protestantismo, la respuesta española, conocida como Contrarreforma, sería el marco de desarrollo de los más grades místicos, como ya mencionamos en la primera parte. La actividad literaria en cuanto a mística parece tardía en España, si consideramos antecedentes como los de la mística renana o la Devotio Moderna. Parece que esas obras tardaron un poco en llegar a España, y después del nacimiento de la Inquisición se tuvo un lógico recelo a las místicas judías o sufíes. De cualquier modo, hacia el siglo XVI parece que el libro más leído en España es Imitación de Cristo de Tomás de Kempis. La divulgación de este material encontró medios más allá de la publicación: se hablaba de este libro en la confesión, en la predicación y en la vida cotidiana. Así, el terreno de cultivo estaba listo para la aparición de poetas místicos genuinamente españoles.

Las obras de Santa Teresa y San Juan se encuentran impregnadas de imágenes correspondientes a la espiritualidad combativa mencionada arriba. Sus mismas vidas son testimonio de un continuo combate interior y exterior. Aunque Santa Teresa parece muchas veces más impulsiva que San Juan (las anécdotas de su infancia lo indican, como cuando se fugó con su hermano de la casa paterna para sufrir el martirio en tierra de moros) y sus poemas tengan algunas diferencias por la naturaleza misma de sus experiencias místicas, ambos comparten los rasgos de la religiosidad de su país. La lucha exterior consiste en la reforma de su orden, pero la interior consiste en el desafío constante de asir a un Dios esquivo. Es una lucha que se traduce en sus escritos como un continuo esfuerzo por ascender, venciendo obstáculos. Helmut Hatzfeld menciona esto como una característica inequívocamente española: “La relación entre el meditar y el contemplar es para los místicos españoles una relación de causa a efecto. El luchador acaba por alcanzar su recompensa, dentro del espíritu de la Reconquista, o como dice Francisco de Osuna: “la consolación espiritual es fruto…de las asperezas de fuera” (Hatzfeld, 1968: 122)

Es entonces cuando ambos, para traducir estos esfuerzos en un producto lírico echan mano al lenguaje metafórico para brindarle a la mística una terminología que mantiene hasta la fecha. Los términos “Noche Obscura” “Castillo interior” “Moradas del alma” son producto de las reflexiones de los dos, además del rescate y puesta al día de la imagen esponsal para reflejar la unión con Dios que tantas veces sería imitada y repetida al grado que hasta hace poco, no parecía existir otro símil mejor que el erótico para plasmar en poesía la experiencia mística. Describir la obra de ambos en términos generales es muy difícil, por las numerosas interpretaciones que se les han dado a lo largo de la historia de la literatura. A pesar de ello, lo que toda la crítica literaria ha encontrado en San Juan es el binomio de arte lírico y experiencia espiritual. Una síntesis sobre la obra de San Juan puede encontrarse en el discurso al Premio mundial de Poesía Mística 2007 del Cardenal Camillo Ruini:

 

San Juan de la Cruz es -según la más autorizada crítica- el prototipo de la poesía mística. La maestría del lenguaje, en el que imprime su experiencia de unión con Dios en el amor, lejos de una supuesta imitación de imágenes incorporadas del Cantar de los Cantares, de la lírica amatoria y de la poesía pastoril italianizante, hace de los poemas sanjuanistas un estilo personal e irrepetible. Esta experiencia espiritual, que, elevada a arte, desborda cualquier expectativa en una sana y culta sensibilidad, es tan íntima, tan vital, tan concluyente, que el poeta místico, contrariamente al llamado poeta religioso, nunca se preguntará, ni siquiera como recurso estético, por la existencia o no existencia de Dios, ya que Dios no es, para aquel, conocimiento que cuestiona, sino vida que celebra en íntima experiencia de amor. (Ruini, 2007: 1)

 

Este “estilo personal e irrepetible” era a lo que aludía Dámaso Alonso en Poesía Española, tanto en la obra sanjuanista como en la teresiana. El gran problema de los teóricos a la hora de estudiar esta clase de poesía era la constante necesidad de conciliar la obra de ambos en un gran corpus de mística española, diferenciando al mismo tiempo las características estilísticas resultado de la formación de ambos. Como ya hemos mencionado, Santa Teresa tiene frente a San Juan una serie de desventajas lingüísticas y culturales. Los estudios de San Juan con los jesuitas de Medina del Campo y en Salamanca, su dominio del latín, su cargo de maestro de Teología, le conferían un grado de conocimiento superior al de una monja de clausura. El momento histórico y su influencia en el mundo literario les dieron a ambos muchas herramientas para profundizar en sus reflexiones, por lo que Santa Teresa tuvo que aprovechar al máximo los recursos literarios a la mano. De particular utilidad le fue la renovación escrituraria que produjo la llamada “Políglota de Alcalá”, una Biblia traducida a diversos idiomas. Leyó Vita Cristi de Ludolfo de Sajonia, una obra cuyo contenido era inspirado en los Evangelios, además, su amistad con prelados de importancia como Alonso de Madrid, Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo le proporcionó materiales y fuentes de conocimiento de primera mano. A pesar de todo esto, la obra teresiana se diferencia de la de San Juan por su línea profundamente intimista, que parece seguir el estilo de San Agustín en sus Confesiones. Santa Teresa no es una intelectual, es una monja contemplativa que vive una constante paradoja: en lugar de dedicarse por entero a la contemplación, debe emprender la Reforma de su orden, por los que viaja constantemente, escribe cartas, habla con gente. Una vida así no permite mucho tiempo para leer y profundizar. Tampoco busca mecenas en la Corte, muchos de sus contemporáneos. Escribe por obediencia y porque está convencida de que sus escritos pueden beneficiar a su Orden. Su poesía mística, basada en experiencias personales, tiende a buscar constantemente a un “Maestro interior”, es decir, intenta conectarse con su parte divina. Asimismo, encontramos una característica común a muchos místicos: la nostalgia y el anhelo de la fusión total con el Absoluto. Esta constante afectiva recorre su poesía, lo que la convierte en una mezcla de lamento y alabanza (por esta razón muchas de sus poesías han sido integradas a la Liturgia como oraciones).

La poesía de San Juan está en otra categoría. Sus estudios le abren puertas y le dan multitud de herramientas. En lugar de asemejarse a San Agustín, se asemeja a Santo Tomás de Aquino: más intelectual, más agudo, preocupado por entender la trascendencia y la inmanencia de Dios en los seres y en la naturaleza humana. Agudo en su razonamiento, vincula constantemente sus escritos con la Sagrada Escritura (en un intento también de no salir de la ortodoxia). Analiza, describe y clasifica los estados místicos de una manera mucho más completa que Santa Teresa. Construye un sistema de metáforas en su poesía, proveniente de la terminología que ha creado para los estados místicos. Renueva el símil Amado-Amada del Cantar de los Cantares, superando al de Amigo-Amiga de Llull y se lanza a la elaboración de paradojas. En palabras de Ramón Xirau:

 

Poeta, San Juan de la Cruz usará los procedimientos de los poetas: paradoja, imagen, metáfora. Ninguno de ellos será un fin en sí. Ha dicho Edith Stein que “el peligro está en que el artista pueda quedarse satisfecho con la creación de la imagen, como si nada más se exigiera de él.” (La ciencia de la Cruz). San Juan no se limita a la complacencia que puedan ofrecer las imágenes poéticas. Más allá de ellas está, indecible, su verdadero significado. Las imágenes más que espejos, son, así, ventanas. Esta transmisión de una experiencia indecible exige, necesariamente, la ruptura del lenguaje en el centro mismo de sus significaciones comunes. (Xirau, 1968: 50)

 

La creación poética de San Juan de la Cruz, como ya mencionamos en el fragmento de “Tras un amoroso lance”, recurre a una serie de modelos que van de la Sagrada Escritura a la poesía popular italianizante que después inspiraría a Boscán y a Garcilaso. Sin embargo, estemos o no de acuerdo con Dámaso Alonso y con la teoría de la “divinización”, es claro que aunque la inspiración recurra a estos lugares comunes, los trasciende mediante la aplicación de la experiencia espiritual. El símil erótico es trascendido también mediante la interpretación mística. Esta creación de “mundos” interiores con sus propias reglas y su propia lógica hace de la obra sanjuanista una de las más complejas de todos los tiempos. El mérito de San Juan y Santa Teresa no solamente se debe a las altas cuotas de su poesía mística. Crearon una terminología casi definitiva para los estados místicos y les dieron una nueva interpretación. Cualquier estudio posterior tenía en ambos un referente obligado y su Orden estuvo a la delantera en asuntos místicos. El problema ahora era la imitación: muchos miembros de la Orden Carmelita empezaron a escribir en un tono similar. Y no sólo carmelitas, otras órdenes también tuvieron autores avocados a volcar supuestas experiencias místicas. Fray Luis de León (1527-1591), fraile agustino contemporáneo de San Juan de la Cruz, también tuvo una amplia producción de poesía mística aunque su misticismo siempre ha estado en discusión. Gran admirador de San Juan y Santa Teresa (a quienes llama doctores), Fray Luis experimentó también los recelos de su propia Orden y del Santo Oficio. Su poesía está marcada por un profundo espíritu de conversión, de dolor por los pecados y de alabanza. Sin embargo, los expertos en poesía mística dudan a la hora de colocarlo entre los poetas propiamente místicos. Una declaración suya en la introducción a sus obras es muy ilustrativa al respecto. Al referirse a los estados místicos, Fray Luis declara:

 

Es cosa difícil y muy por encima de las fuerzas humanas, y finalmente de tal modo que apenas puede ser entendida salvo por aquellos que no lo aprendieron por las palabras de un doctor, sino a quienes Dios por la dulce experiencia del amor, se lo enseñó de hecho; yo no soy uno de ellos, con dolor lo confieso. (Fray Luis de León, 1998: 840)

 

Y así como Fray Luis, muchos religiosos intentaron hacer su aportación a la mística. La historia de este período se estudia dependiendo de la Orden religiosa a la que pertenecen los escritores. Entre la Orden Carmelita otro ejemplo algo tardío fue Fray Lorenzo de la Resurrección, que en lugar de poesía elaborara manuales de mística como Práctica del ejercicio de la presencia de Dios o Máximas espirituales.

Otro aspecto de la mística hispánica son las obras de los miembros de la Compañía de Jesús. San Ignacio (1491-1556), su fundador, no es en realidad un escritor. Sus Ejercicios espirituales son en realidad un manual de lo que en mística se denomina discernimiento de espíritus. La relevancia de este tipo de escritos es que se insertan en el estilo de la Reconquista que mencionamos más arriba. Luis Gonçalvez, biógrafo de San Ignacio, menciona sus influencias literarias:

 

Ignacio era muy aficionado a los libros llamados de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que se le trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro que tenía por título Flos Sanctorum, escritos en su lengua materna. (Liturgia de las Horas III, 1999: 1570)

 

Como podemos ver, no son muy distintos a los de sus colegas españoles. Este Vita Cristi no es otro que el leído por Santa Teresa. Hay que mencionar que San Ignacio tiene, al inicio de su vida, el mismo problema que Llull: aislamiento lingüístico, por su origen vasco. Sin embargo, San Ignacio lo superó al dominar el español, el francés y al final de su vida, el italiano. En su obra, que solamente es didáctica y no poética, encontramos muchas expresiones propias de la espiritualidad de la Reconquista. Particularmente la llamada Meditación de las dos banderas, contenida en sus Ejercicios, es muy elocuente, pues guía al lector para que construya un escenario mental en forma de un enorme campo de batalla, donde las huestes de Cristo se preparan para vencer a las de Satán. Sus seguidores se lanzaron a una preparación exhaustiva que tuvo lugar en la Sorbona. Este refinamiento intelectual hizo que la mayoría de los escritos jesuitas se movieran en un plano intelectualista con las características de la espiritualidad de San Ignacio: militante, contemplativa en la acción, con un espíritu de conversión constante, de apertura al mundo, tendiendo al universalismo y con una terminología siempre al servicio del apostolado. La Orden se extendió con una rapidez pocas veces vista (es relevante pensar que educaron a San Juan de la Cruz en Medina del Campo en la década de 1550, la misma en que San Ignacio muriera) y así, se volvió cosmopolita. Además de autores españoles como Alfonso Rodríguez (1531-1617) que plasmara mucho de la mística ignaciana en su Autobiografía, tenemos otros ejemplos como el polaco Kaspar Druzbicki (1590-1662) que destacó por su Tractatus de variis Passionem Domini Nostri Iesu Cristi meditandi modis (Diversos modos de meditar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo) en los manuales de meditación de su época. De cualquier modo, las características de la espiritualidad de San Ignacio no se prestaban para un gran auge de la mística. El primer gran poeta lírico jesuita sería Robert Southwell (1561-1595), nacido en una noble familia inglesa y aceptado en la Compañía en 1585. Perseguido por las leyes anticatólicas en Inglaterra durante el reinado de Isabel I, encerrado en la Torre de Londres y ejecutado en la horca (hoy se le venera como mártir), Southwell escribió una serie de poemas que se insertan en el final de la Mística “clásica”. Su mejor obra, Epistle of Comfort (1587), escrita durante la persecución que sufrió, lo colocan como uno de los mejores poetas líricos ingleses de su tiempo.

Al terminar el Renacimiento, la mística comenzó a decaer. No es que se “agotara”, sino que tuvo que empezar a convivir con corrientes hipercríticas de la religión y con el nacimiento de nuevas formas de pensamiento. Si el siglo XVII es testigo de la sistematización de la mística, el siglo XVIII presencia la ruptura con el discurso místico. Pasaría mucho tiempo antes de que tuviera un renacimiento tanto ideológico como literario, como discutiremos en los apartados siguientes de este análisis.

 

 

 

También puedes leer