Foja de Poesía No. 022: Antonio Salinas

Antonio Salinas

José Antonio Salinas Bautista (Acapulco, Guerrero, 1977). Cursó la maestría en Ciencias de la Educación y realizó estudios en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha publicado en las revistas La Cuiria, El Universo del Búho, Hoja Alternativa, Atrás de la Raya, Revolución y Arte Vivo. Ha colaborado en los periódicos La Jornada Guerrero y Novedades de Acapulco. Es coautor de la antología poética El color de la blancura (2000) y del libro de cuentos Acapulco en su tinta (2004). Autor del libro de poesía Azul como su nombre (2006) Ganó el Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo 2008. Ha recibido en dos ocasiones el Estímulo a la Creación Artística del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Guerrero cuento 2006 y poesía 2008. Obtuvo mención especial en el Primer Concurso de Cuento Corto Acapulco 2004.

Los dejamos con la poesía de Antonio Salinas.

A filo de navaja

Ciudad que llevas dentro mi corazón, mi pena,
la desgracia verdosa de los hombres del alba…
Efraín Huerta.

I
Un hombre fuma y tira las colillas
como cabezas humanas en las aceras,
como un balón de fútbol de un equipo de nimios resultados,
sucede a cuenta gotas
contagiar uno que otro día el sueño con lágrimas.
Alguien pone un recado a un lado de las colillas
¿de las cabezas? No interesa el mensaje.
La selección acaba de ser eliminada en tiros penales,
comienza rudo el año.


Dicen los cronistas de la ciudad que el conjunto
contrario tomó la delantera, el saldo:
dos levantones con lesión, un arsenal de disparos,
una madre que llora aún frente a un cauce de luz que se apaga,
y otros más trasladados en ambulancia.
Dos horas palpándome lo acalambrado
quitándome lo saudade, lo oscuro de los de casa.
Dos horas tirando piedras al mar de mi infancia
mientras chillan lentas sirenas ruidosas.
 

II
Dejaron más nítida su presencia de hecatombe
en medio del día con sus juguetes en forma de fusiles.
Era invierno, quedó la luna
desparramada en las calles,
no había noches sin insomnios
ni plazas arremolinadas en días pálidos,
fuimos todos testigos de la desconfianza.
Ellos se adueñaron del tímido respiro de los peatones,
sobre una camioneta Liberty de púrpura tristeza,
de los días por venir y de mi gato.
No había muros donde guarecerme a salvo:
corría por tradición hacia la playa,
ahí
donde las heridas se curan con sal,
y mi infancia no sabía
de territorios en pugna:
sólo el de la línea naranja
donde vivía la niña de mis amores,
donde no había levantones
y los hombres sin cabeza
tan sólo eran leyendas
para que nos acostáramos temprano.


III

Duró largos minutos la huída
no más largos que la incertidumbre después.
Un puñado de civiles y uniformados atiborraron las aceras
frente a un baptisterio rodeado de autos.
Al final
lo que nos duele es el miedo,
vivir así, a filo de navaja.
La casa ya no es refugio seguro
las paredes son blandas
hieden a pólvora los rincones.
Desde la azotea se ve al viento
que golpea con el humo las ventanas,
tal vez no sea así,
tal vez soy yo quien me acalambro
en una ciudad que se achica.

Con tantos casquillos regados
más valdría volver a la calma.
No deberíamos sentirnos a salvo
pasada la tormenta.
No deberíamos hacer
como que nada drena en la calle
como que tanta sangre mancha sólo las coladeras.

IV
Entre los edificios, las calles y los autos
la noche se quiebra, se agrieta.
Con tanto ruido en la ciudad
el silencio dejó de pasearse descalzo
como dos enamorados que caminan en la playa.
Estamos enjaulados.
Un hombre se detiene frente a mí,
dudo en mirarlo, trae un arma en la mano.
No me alcanza la voz para defenderme
el poema se desarma con cualquier retén falso.
La noche se agrieta, se quiebra.

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