Sigifredo Marín: La creación del pensamiento/El pensamiento de la creación (II)

Continuamos con la segunda entrega del ensayo de Sigifredo Marín

III. La transgresión incesante de la escritura fragmentaria (lo que seduce de Blanchot a Foucault y Deleuze)

Gilles Deleuze. Foto: Maudevintage

Gilles Deleuze. Foto: Maudevintage

Según Blanchot, se puede decir que hay cuatro tipos de fragmento: 1) El fragmento que no es sino un momento dialéctico de un conjunto más vasto; 2) La forma aforística, concentrada y violenta que, ya es(tá) completa; horizonte que circunscribe y que no abre; 3) El fragmento ligado a la movilidad de la búsqueda y al viaje que se realiza mediante afirmaciones separadas; 4) Una literatura del fragmento que se sitúa fuera del todo, es el presentimiento de una palabra totalmente otra; una palabra que libera al pensamiento y exige una discontinuidad esencial.

Es este último sentido, excesivo y transgresor de la literatura fragmentaria el que seduce a Blanchot. Escritura fragmentaria que libera al lenguaje de su exigencia de dar, en todo momento, sentido y significación. Dicha cuestión del fragmento puede ser considerada como parte esencial de una búsqueda literaria y filosófica. Blanchot busca en el fragmento una escritura que interrogue el mundo y la propia escritura; una escritura suspendida en su propio gesto que se abre al diálogo de escrituras donde todo es posible, y por ende, se realiza como escritura imposible, como escritura de la imposibilidad. La escritura fragmentaria no es fragmento de una totalidad, ni siquiera parte olvidada de una obra que ha perdido su unidad originaria. Es fragmento nómada, sin fin ni principio. La escritura fragmentaria nos remite a una espera que tiene lugar en una ausencia de tiempo donde no hay lugar para esperar. Es precisamente el tiempo quien le da algo que esperar.

Según Blanchot “en la espera reina la ausencia de tiempo, donde esperar es la imposibilidad de esperar. El tiempo hace posible la espera imposible, donde se afirma la presión de la ausencia de tiempo. En el tiempo, la espera alcanza su fin, sin que se ponga fin a la espera. Y cuando el tiempo alcanza su fin, se disipa también o se sustrae la ausencia de tiempo. Pero, en la espera, si el tiempo le sigue dando algo que esperar, aunque fuera su propio fin o el fin de las cosas, él ya está destinado a la ausencia de tiempo que desde siempre ha liberado la espera de ese fin y de todo fin.” De ahí que la escritura fragmentaria sea una escritura de repetición y variación complejas. Arte de la fuga, y juego de paradoja, es una escritura de lo neutro en tanto es una aproximación concéntrica a la ausencia de tiempo desde la espera interminable e impostergable. Esto implica una experiencia de un tiempo donde nada sucede, y no obstante se trata del tiempo de la sobreabundancia de tiempo; tiempo de inmovilidad e insomnio, de sufrimiento y dolor por un tiempo no pasa ni promete consuelo. La espera errante es la experiencia del tiempo (Hoppenot).

La escritura fragmentaria es el espacio donde se despliega la espera, se debe a que la repetición se establece como retorno de fracturas y diferencias. Es una escritura que se le impone al escritor y que amenaza con derrumbar el estilo, la fluidez, la respiración del texto. Una escritura que se sobre-escribe, se inscribe dentro de la obra y presagia su naufragio, su extinción, y en todo momento, pone de manifiesto la futilidad esencial de toda puesta en marcha, de todo obrar. Es una dispersión que tiene su propia coherencia, e incluso responde a una exigencia obstinada, única y se dirige hacia la afirmación de una relación nueva que, en principio, el mismo escritor desconoce.

Fracaso de toda tentativa de unidad, donde ya no domina la ley del relato que determina un logos narrativo y temporal, la escritura fragmentaria, voz entregada al desastre y que viene y proviene de él, es una escritura escatológica sin profecía, pero si con desechos. Esto es relevante destacarlo porque no es una escritura retórica, un juego críptico de palabras, sino que el tiempo, la finitud y la mortalidad se incrustan en todos los poros de dicha escritura. Pero tampoco es una apología nihilista del ser para la muerte, quizá el hecho de que la escritura de Blanchot no sea dogmática y que siempre cuestione sus propios trazos sea uno de los aspectos que más entusiasman a Foucault y Deleuze.

El fragmento expresa lo inexpresable sin renunciar a la opacidad y complejidad de lo expresado. Y se atisba lo desconocido es para mostrarlo en su plenitud desconocida. Al renunciar a toda forma de poder y saber, el fragmento sucede como experiencia no dialéctica de la palabra, voz fuera del tiempo que no es atemporal sino ultra-temporal. La ruptura de la escritura fragmentaria se da como un corte abrupto que señala la imposibilidad del origen de la escritura y de las cosas, de la palabra y del sentido. El fragmento configura una totalidad que lleva en su interior la ausencia del todo. Eterno recomienzo e infinita reiteración, vacilación y desastre, pasividad y paciencia, cada fragmento expresa y constituye la ausencia de una totalidad.

Lo fragmentario -como bien destaca Eric Hoppenot- tiene que contentarse con ser una exigencia, como una escritura testimonial y testamentaria del final, y a la vez, como una escritura del final que nunca finaliza ni termina de estarse diseminando. Escritura en desconstrucción y de encuentros paradójicos, lo fragmentario se yergue como la imposible conjunción entre palabra, crítica y relato. Su carácter transgresor reside en asumir el riesgo como contenido y continente de una obra que no escribe otra cosa que no sea su propia desaparición. Nada de teorías ni métodos, sino una práctica que se detalla como interrupción e interrogación. “Cuando se sitúa en la repetición, en el presente que no termina, es cuando el fragmento está más cerca de la exigencia fragmentaria” . Escritura de un pensamiento inédito, inaudito, que no cesa de decir y desdecir la exigencia fragmentaria, y al mismo tiempo su imposibilidad. Escritura de umbral, es una experiencia del tiempo que derrota y traiciona al sujeto que escribe. Es “una experiencia del cuerpo, que es el tiempo de la fatiga y de la espera, el tiempo de la pasividad extrema” .

Actualización de ese imposible encuentro con el otro y diálogo infinito, es una escritura que escribe la búsqueda de encontrar “la comunidad inconfesable”, la animalidad que nos constituye. Es una escritura trágica porque muestra y demuestra la imposibilidad, o fugacidad cuando se da, del compartir las voces y las experiencias. Soledad intransferible, la escritura del desastre, radicaliza la separación de los seres, la fragilidad de todo lo valioso y de todo lo existente. Con el otro, en tanto totalmente otro, apenas puedo compartir la experiencia abismal de mi soledad absoluta. Anónimo e imperceptible, el yo se disuelve y se disemina, se dispersa y se tritura en grafías y blancos que tan sólo atisban el murmullo gélido de la muerte solitaria. La transgresión profunda del lenguaje que anima la escritura fragmentaria es uno de los motivos centrales que atraen el diálogo intenso, y a la vez, discreto, que se elabora entre las obras de Blanchot, Foucault y Deleuze.

IV. Opacidad del lenguaje y pensamiento del afuera

La palabra libre nos lleva a la literatura, pero la palabra de la palabra nos conduce por la literatura y más allá de ésta. Sin fundamento ni salvoconducto, la reflexión occidental no se ha decidido a pensar el ser del lenguaje desde la experiencia desnuda del mismo lenguaje. La experiencia del lenguaje socava la unidad del sujeto, aún más -comenta Foucault sobre Blanchot- el ser del lenguaje no aparece justo con la desaparición del sujeto. El problema es que el lenguaje discursivo siempre corre el riesgo en retrotraer la experiencia del afuera hacia la interioridad consciente.

Hoy la escritura -añade Foucault- se retrotrae a su fuente, a su animalidad intransitiva, a sus balbuceos y desajustes. En todo caso, ya “no es posible una obra cuyo sentido fuer encerrarse sobre sí misma para que hable sólo su gloria” (Foucault, 1999-I: 186), dado que el corpus literario no puede concebirse a partir de un centro de gravedad o atracción, todo lo contrario se disemina en juegos intertextuales y metatextuales donde una serie de lenguajes fragmentarios se encabalgan y duplican, se dispersan y entremezclan al infinito. Y sin embargo, la paradoja que señala Foucault, es que aunque este lenguaje esté consagrado al infinito ya no puede apoyarse en el concepto de “infinito”. Biblioteca inconmensurable y escritura mortal, hoy la obra se despliega como la encarnación fugitiva de una palabra herida de muerte y tocada de finitud. Entre la reflexión y el pensamiento, la escritura foucaultiana se abisma fuera de la literatura y la filosofía. Lo que había escrito sobre la obra de Roger Laporte se aplica al propio autor:

Nos encontramos ante una obra absolutamente en suspenso, una obra que no tiene otro suelo más que su constante apertura: ese vacío que abre por si misma cuando se reserva el lugar que caminando esquiva bajo sus pasos. La escritura de Roger Laporte no tiene pues por función mantener el tiempo o transformar en piedra la arena de la palabra; abre al contrario al contrario la inestabilidad de una distancia. (: 195-197)

Se intenta dilucidar un pensamiento que no puede reducirse a la filosofía, pensamiento que -según el propio Foucault- se anticipa ya en Nietzsche y Artaud, en casi todas las obras de Blanchot y Bataille, y en la última parte del trabajo de Klossowski. Es un pensamiento que busca sacudirse el lenguaje metafísico del sujeto y la dialéctica de la historia, que en la obra hegeliana culminan en un mismo y único movimiento. Pensamiento sin contradicción ni reconciliación, sin negatividad ni positividad, juego absolutamente transgresivo de la diferencia que se afirma de forma soberana y trágica en un lenguaje que ya no es ni empírico ni trascendental. Foucault sobre todo está interesado en esas obras singulares, marginales, que se abisman a pensar lo impensado de la literatura. Se trata de literaturas subversivas que intentan problematizar el lenguaje.

En 1966, a propósito de Blanchot, Foucault había publicado en el número 229 de la revista Critique, un impresionante y lúcido ensayo sobre El pensamiento del afuera, aunque ya en noviembre de 1963 había anticipado la noción en un comentario sobre Robbe-Grillet: Lenguaje paradójico y exterioridad imborrable, la escritura se desgarra irreparablemente; “el lenguaje es este vacío, ese exterior en el interior del cual no deja de hablar: el eterno murmullo del afuera” (: 261).

En El pensamiento del afuera señala la irrupción de un pensamiento marginal, tras bambalinas, de la escena fundacional de la metafísica occidental, un pensamiento que nos remite al afuera, a la alteridad, al cuerpo, a lo fragmentario y lo neutro. Un pensamiento de la ausencia de Dios y de la opacidad laberíntica del lenguaje. Nietzsche, Sade, Hölderlin, Mallarmé, Bataille, Artaud, Klossowski y Blanchot son algunos de los más destacados cofrades de dicha tradición libertina y libertaria. Cada uno de estos autores malditos invocados tiene una especificidad irreductible, pero tienen en común una estrategia de violentación extrema del lenguaje desde el cuerpo y el éxtasis de la carne, así como la experiencia de una subjetividad desgarrada y enloquecedora; experiencia del simulacro y la multiplicación teatral y demente de un yo fisurado (: 301)

He aquí la gran aportación que encierra la obra de Maurice Blanchot para el pensamiento contemporáneo -según Foucault y Deleuze: es una obra fragmentaria, discontinua, de una opacidad y complejidad inusitadas en la literatura que nos permite acercarnos, sin traicionar, la heterogeneidad densa e intensa de un pensamiento situado afuera de la metafísica del sujeto racional. Pues resulta extremadamente difícil darle una sintaxis y un lenguaje a un pensamiento que pone en crisis la mayoría de formas de pensamiento establecidas:

Todo discurso puramente reflexivo corre el peligro evidente de reconducir la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad; obstinadamente, la reflexión tiende a repatriarla del lado de la conciencia y desarrollarla en una descripción de lo vivido donde el afuera, quedaría esbozado como experiencia del cuerpo, del espacio, de los límites del querer, de la presencia imborrable del otro. El vocabulario de la ficción es igualmente peligroso: en el espesor de las imágenes se corre el peligro de depositar significaciones enteramente hechas que, bajo la forma de un afuera imagiando, tejan de nuevo la trama de la interioridad. (: 302)

Palabra del afuera, ficción que resguarda el misterio sagrado del afuera, el lenguaje instransmisible e intransferible de Blanchot forma, apenas un murmullo, un discurso que aparece sin conclusión y sin imagen, sin verdad ni máscaras, sin prueba y sin afirmación; es una negación que se niega al uso dialéctico de las negaciones, esto es, se niega a la reconciliación del Espíritu. Discurso, más de derivas que de libre flujo, “libre de todo centro, liberado de patria y que constituye su propio espacio como el afuera hacia el cual, fuera del cual habla. Como palabra del afuera, acogiendo en sus palabras el afuera al que se dirige, este discurso tendrá la abertura de un comentario: repetición de lo que no ha dejado de murmurar afuera. Pero, como palabra que permanece siempre en el afuera de lo que dice, este discurso será una progresión incesante hacia aquella luz, absolutamente fina, que nunca ha recibido lenguaje” (: 304). Lenguaje de la paradoja, el discurso único de Blanchot tiene el discreto encanto del balbuceo más espontáneo, y al mismo tiempo, más ensayado. Sus novelas, relatos y críticas refieren muchas cosas y a la vez una sola: el lenguaje mismo; un lenguaje que no es de nadie, ni de la ficción ni la reflexión, ni de la verdad ni el equívoco. Se expone un lenguaje que retiene las cosas en su estado latente.

El pensamiento del afuera imanta el multiverso plural del afuera, refiere -según Foucault- las fuerzas de Nietzsche, el deseo monstruoso de Sade, la materialidad sangrante de Artaud, la transgresión moral y religiosa de Bataille, y la experiencia pura y desnuda del afuera, y esto es sobre todo Blanchot. Ser atraído por el afuera no es una comunicación positiva o reconciliación con un mundo verdadero y auténtico, sino que es más bien experimentar, en el vacío y la indigencia, la presencia de una exterioridad absoluta que nos absuelve de toda gracia y desgracia, de toda dicha y desdicha. Umbral ilícito condenado a la transgresión, la muerte y el desenfreno, el afuera no nos ofrece nada, no compensa nada, tampoco sosiega penas.

El pensamiento del afuera -añade Foucault- nos expone a la errancia más pura y salvaje: la Muerte de Dios, pero -según él- la Muerte de Dios es lo contrario de la muerte, es un gesto que libera al lenguaje, un lenguaje que ya no tiene nada que decir que no sea la asimetría, intransferencia e incomensurabilidad del propio lenguaje. Con la Muerte de Dios, el lenguaje se emancipa del reino logocéntrico de la verdad moral:

El lenguaje se descubre entonces liberado de todos los viejos mitos en los que se ha formado nuestra conciencia de las palabras, del discurso, de la literatura. Durante largo tiempo se ha creído que el lenguaje dominaba el tiempo, que valía tanto como vínculo futuro en la palabra dada en tanto memoria y relato; se creyó que era profecía e historia; se creyó también que en esta soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de la verdad; se creyó que su esencia estaba en la forma de las palabras o en el aliento que las hace vibrar. Pero no es más que rumor informe y murmullo, su fuerza reside en el disimulo; por ello no es más que una y la misma cosa que la erosión del tiempo; es olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera. (: 318)

El lenguaje, ahora liberado de su pacto divino con una verdadera realidad, es fiesta de palabras, aquelarre de signos, afirmación del caos y de su mortal desaparición. Hablar expone la finitud infranqueable del ser mortal. Para nosotros, la palabra es hija y madre de la muerte. Hablamos porque somos mortales y somos mortales porque no dejamos de estar hablando, de estar dirigiéndonos hacia la nada, misma de la que provenimos.

Blanchot -desde la interpretación de Foucault- ha captado lo esencial del movimiento intempestivo de la literatura contemporánea, puesto que el espacio literario es la parte del fuego.

En otras palabras, lo que una civilización confía al fuego, lo que reduce a la destrucción, al vacío y a las cenizas, aquello con lo que ya no podría sobrevivir, es lo que se llama el espacio literario. Además, ese lugar bastante imponente de la biblioteca donde las obras literarias llegan una tras otra para ser entrojadas, ese lugar que parece un museo que conserva a la perfección los tesoros más preciosos del lenguaje, ese lugar es un hogar de incendio eterno. O incluso, en alguna medida es un lugar en el que esas obras no pueden nacer más que en el fuego, en el incendio, en la destrucción y en las cenizas. Las obras literarias nacen como algo que ya está consumido. Estos son los temas que Blanchot ha expuesto brillantemente. (: 389)

Blanchot se acerca a las obras literarias desde una perspectiva inédita, efectúa un ejercicio de relectura como juego riguroso de reescritura donde las obras muestran su exterioridad constituyente. Según Foucault, la gran aportación de Blanchot es mostrarnos esa exterioridad dentro de las obras y dentro de nosotros mismos; “Blanchot se desliza constantemente fuera de la literatura, cada vez que habla de ella. Finalmente, es alguien que nunca está dentro de la literatura sino que se sitúa completamente en el exterior” .(: 391) Sólo es posible ver la potencia, la subversión y la creación que ofrece la literatura desde afuera de ella.

Ya en una entrevista sobre Foucault “La vida como obra de arte”, Deleuze apuntaba la importancia que tiene la obra de Blanchot para entender la evolución del pensamiento foucaultiano. Decía que la arqueología y la genealogía son una geología que busca abrir las cosas para extraer de ellas su visibilidad. La existencia de una disyunción entre ver y decir -intervalo y distancia irreductibles- se debe a que el saber no puede resolverse apelando a una conformidad o a una correspondencia. La idea de una falla constituyente entre lo visible y lo enunciable en Foucault, ambos mutuamente irreductibles -agrega Deleuze-, es una idea recurrente en el autor de Aminadab (Deleuze, 1999: 143). Deleuze encuentra ciertas semejanzas y complicidades entre Michel Foucault y Maurice Blanchot en lo que concierne a tres temas:

El primero, “hablar no es ver”, esa diferencia que implica que, al decir lo que no puede verse, empujemos al lenguaje hasta su límite extremo, elevándolo hasta la potencia de lo indecible. En segundo lugar, la superioridad de la tercera persona – “él” o el neutro, el “se” – sobre las dos primeras, el rechazo de toda personología lingüística. Y, para terminar, el tema del Afuera: la relación (o también la no-relación) con un afuera más lejano que todo mundo exterior, y por ello mismo más próximo que todo mundo interior. No disminuye para nada la importancia de las convergencias de Foucault con Blanchot el hecho de comprender hasta qué punto Foucault procede a desarrollar automáticamente todos estos temas: la disyunción ver/hablar, que culmina con el libro sobre Raymond Russel y el texto acerca de Magritte, implicará un nuevo estatuto de los visible y de lo enunciable: toda la teoría del enunciado estará animada por ese “se habla”; las transformaciones de lo próximo y lo lejano es la línea del Afuera, como prueba a vida o muerte, van a producir actos de pensamiento propios de Foucault, el pliegue y el despliegue que se encuentran en la base de los procesos de subjetivación. (: 158)

No obstante, como bien corrige Deleuze, ahora se dice de forma errónea que Foucault ha vuelto a descubrir la noción de sujeto que siempre había rechazado. Su pensamiento atravesó una suerte de crisis en todos los órdenes, pero fueron crisis creativas. Si Foucault recurre al juego de la subjetivación es para no quedarse atrapado en las relaciones de poder. Frente a los focos de poder invoca la resistencia puntual de una subjetividad descentrada. En las relaciones de fuerzas, el pliegue de la subjetividad es uno entre tantos otros más. Franquear la línea de fuerza del poder exige plegar y desplegar otras fuerzas, en lugar de afectar a otras fuerzas, afectación y metamorfosis. Un pliegue, según Foucault, es una relación de fuerza mediante una relación consigo mismo que nos permite resistir, escapar, reorientar la vida o la muerte contra el poder. Ya no se trata de reglas coactivas, sino de de reglas facultativas que producen la existencia como obra de arte, reglas éticas, económicas y estéticas que constituyen estilos de vida. Lo que ya Nietzsche había denominado como la actividad artística de la voluntad de poder en torno a la invención de posibilidades inéditas de vida. (: 160)

Un proceso de subjetivación, es decir, la producción de un modo de existencia -nos previene Deleuze-, no puede confundirse con un sujeto, a menos que se le despoje de toda identidad y de toda interioridad. La subjetivación no tiene que ver con la persona, el yo o la identidad. Individuación siempre, particular o colectiva, que caracteriza un acontecimiento, un modo intensivo y no un sujeto personal. A Foucault, le interesa menos retomar los griegos que nosotros mismos, lo que somos aquí y ahora; nuestros modos de existencia, nuestras posibilidades de vida o procesos de subjetivación. Sobre todo le interesa ver si tenemos algún modo de constituirnos a partir de un “si mismo” de modo “artístico” más allá del saber y del poder. La cuestión de Foucault es la misma que la de Nietzsche, pero después de la debacle de la modernidad y la crisis radical del sujeto: ¿Cómo hacer de la vida una obra de arte afirmativa, lúdica y abierta a la experimentación? ¿Cómo potenciar una educación creadora de juegos libres de subjetivación, hoy, aquí y ahora?

Aunque irreductibles entre sí, saber, poder y subjetividad no son términos separados. El poder actúa como elemento informal que atraviesa las formas del saber de manera microfísica e imperceptible; es relación de fuerzas y no formas, aunque en lo concreto la mezcla de poder y saber no sea discernible. Y aquí está otra de las grandes aportaciones de Foucault a la dilucidación de la modernidad -junto con Heidegger, aunque de forma diferente-, ha renovado de manera profunda la imagen del pensamiento. Pensar es, en principio, ver y hablar, esto es lo que Deleuze denomina el pensamiento como archivo. Del pensamiento como estrategia al pensamiento como proceso de subjetivación, Foucault, siguiendo Nietzsche, dilucida diversas posibilidades vitales, no la existencia como sujeto, sino como obra de arte. Deleuze considera que, sobre todo en la última parte, el pensamiento foucaultiano es un pensamiento artístico en el sentido en que es un pensamiento creador que va experimentando las conmociones de una deriva fragmentaria que se ensaya, se arriesga; de ahí también que sus últimos trabajos tengan la forma epigramática del apunte breve, el artículo, el ensayo y la conversación.

V. ¿Cuál es sentido del pensamiento? Diferencia y repetición en Foucault y Deleuze

Michel Foucault publicó un par de ensayos sobre la obra de Gilles Deleuze, aunque el mutuo intercambio de ideas acompañó a ambos durante toda su vida. Por su parte, Deleuze escribió un libro homónimo sobre Foucault, así como una serie de artículos, conversaciones, entrevistas y cursos.

Foucault comenta Diferencia y repetición de Gilles Deleuze, en “Ariadna se ha colgado”, aparecido en el número 229, Le Nouvel Observateur en 1969 (Foucault, 1999-I: 324-328). La obra de Deleuze -dice Foucault- ensaya (la repetición) una nueva filosofía teatral. Deleuze libera el pensamiento de la imagen dogmática de la filosofía, del sujeto que sujeta (enconcerta) el libre pensar. Ahora “el pensamiento ya no es una mirada abierta a formas claras y bien fijadas en su identidad; es gesto, salto, danza, separación extrema, tensa oscuridad. Es el fin de la filosofía (de la representación). Incipit philosophia (la de la diferencia)” (: 327). Ahora -con la obra deleuziana, según Foucault- ha llegado el momento de errar en la fiesta de la anarquía coronada.

Deleuze hace del pensamiento una forma de patología superior, una potencia que subvierte el lenguaje, la moral y la filosofía; un pensamiento (de lo) único, singular, intransferible, intempestivo, anómalo y anónimo. Se trata de un pensamiento de la repetición y no de la generalidad, de la fidelidad amorosa a lo mortal y no de la morbidez metafísica por adorar los cadáveres de la trascendencia.

En este sentido, un elemento nodal que destaca Foucault de la obra deleuziana de 1969 es la estrategia de replantear el ser y la diferencia desde la noción de repetición. La repetición como devenir de la diferencia y retorno sin ley de una alteridad inmanente. Como bien dice Deleuze en “Repetición y diferencia”, introducción a Diferencia y repetición:

La repetición no es la generalidad. Debemos distinguir, de diversas maneras, la repetición de la generalidad. Cualquier fórmula que implique su confusión es molesta. La diferencia entre la repetición y la semejanza es innata, incluso extrema. La generalidad presenta dos grandes órdenes, el orden cualitativo de las semejanzas y el orden cuantitativo de las equivalencias. La repetición como conducta y como punto de vista concierne a una singularidad incambiable e insustituible. Si el intercambio es el criterio de la generalidad, el robo y la donación son los de la repetición. Existe por tanto una diferencia económica entre ambos. (Deleuze, 1999: 49-50)

La generalidad de lo particular se opone a la repetición como universalidad de lo singular. La generalidad pertenece al orden de las leyes, en cambio la repetición es tan particular, singulariza la unicidad absoluta de la cosa, que termina por liberarse del imperio de la legalidad. La repetición es posible por efecto de milagro más que de ley; más que estar en contra de la ley, está en contra de la forma semejante y la equivalencia vacía que prescribe la ley. Mientras que la ley expresa lo general, lo ordinario, lo permanente, lo fijo variable y lo nominativo; la repetición existe como expresión de particular-único e instantáneo-eterno. En todos los aspectos y prospectos, la repetición es una transgresión que refuta el retorno de la mismidad. Habría que leer la noción de repetición deleuziana en activa confrontación con los conceptos de simulacro de Pierre Klossowski y transgresión de Georges Bataille.

En su esencia, la repetición remite a una potencia singular que en naturaleza difiere de la generalidad. La repetición, de ser posible, es un atentado contra la ley moral y natural. Propia del humor y el amor a la tierra, la repetición manifiesta siempre una singularidad caótica contra la particularidad sometida al orden.

Deleuze establece alianzas con los pensadores más insospechados e inusitados para reconfigurar el sentido del concepto de repetición. Llama a la escena filosófica a Kierkegaard, Nietzsche y Péguy a partir de una serie de proposiciones comunes: 1) convertir la repetición en algo nuevo; vincularla a una prueba selectiva como objeto supremo de la libre voluntad; 2) oponer la repetición como eterno retorno de lo múltiple a las leyes de la Naturaleza; 3) oponer la repetición a la ley moral y hacer de la repetición un pensamiento más allá del bien y del mal. Un logos del pensador solitario y singular; 4) oponer la repetición no sólo a las generalidades del hábito sino a las particularidades de la memoria. En la repetición el olvido se convierte en una potencia positiva y el inconsciente se convierte en una fuerza superior afirmativa, todo esto se resume en la potencia y el poder.

La repetición, en tanto eterno retorno de los poderes inmanentes, no significa querer el poder sino todo lo contrario, hacer que cualquier cosa querida sea afirmada hasta la enésima potencia, esto es, desprender de ella la forma superior en virtud de una operación selectiva.

El teatro filosófico -que según Deleuze- inauguran Kierkegaard y Nietzsche poco o nada tiene que ver con la manera hegeliana de entender el teatro, ambos inventan una filosofía que se da como doble del teatro filosófico de la Razón Occidental. Es un teatro del futuro que vive el problema de las máscaras como problema inherente al lenguaje conceptual mismo y no como simple tema de charla o disertación.

La repetición es la diferencia sin concepto, se sustrae a la diferencia conceptual. Es por eso que Deleuze puede decir que “la Naturaleza es un concepto alienado, espíritu alienado, opuesto a sí mismo” (: 77). La repetición en su esencia “es simbólica, el símbolo, el simulacro, es el soporte de la propia repetición. Mediante el disfraz y el orden del símbolo, la diferencia está comprendida en repetición. La máscara es el verdadero sujeto de la repetición” (: 84-85). Si hay algo ajeno a la repetición es la representación, lo repetido no quiere ni requiere ser representado, ni significado, enmascarado por lo que significa. Quizá sea por eso que toda cura terapéutica sea un viaje al fondo de la repetición.

Deleuze considera que el lenguaje está ligado a la repetición; el ritmo y la rima son valores iteración transgresora. Según Deleuze, Raymond Roussel y Charles Péguy han sido los grandes repetidores de la literatura, pues han sabido “llevar el poder patológico del lenguaje a un nivel artístico” (: 93). Juegos de paralenguaje y postlenguaje, Roussel recrea el lenguaje como máscaras que se superpone de forma orgánica y orgiástica. Sobre la relación de la repetición con el lenguaje -nos recuerda Deleuze-, “pero también con las máscaras y la muerte, en la obra de Raymond Roussel, véase el bello libro de Michel Foucault: La repetición y la diferencia están tan bien intrincadas una en la otra y se ajustan con tanta exactitud que no es posible decir qué es primero. En vez de ser un lenguaje que busca empezar, es la figura segunda de las palabras ya habladas. Es el lenguaje de siempre trabajado por la destrucción y la muerte. Por propia naturaleza es repetitivo… lateral de las cosas que se vuelven a decir, sino aquella, radical, que ha pasado por encima de no-lenguaje y que debe a este vacío franqueado el ser de la poesía” (: 93-94) .

La reproducción la usa Deleuze para repensar el aprendizaje. El aprendizaje no es reproducción de lo Mismo sino libre encuentro con el Otro:

El movimiento del nadador no se parece al movimiento de la ola; y los movimientos del que nos enseña a nadar, que reproducimos sobre la arena, no son nada en relación con los movimientos de la ola que no aprendemos a precaver más que asiéndolas prácticamente como signos. Por ello es tan difícil decir cómo alguien aprende: existe una familiaridad práctica, innata o adquirida, con los signos que convierte toda educación en algo amoroso, pero también mortal. No aprendemos nada con el que nos dice: haz como yo. Nuestros únicos maestros son los que nos dicen: haz conmigo, y que, en vez de reproducir gestos, supieron emitir signos para desarrollar en lo heterogéneo. En otros términos, no existe ideo-motricidad, sino sólo sensorio-motricidad. Cuando el cuerpo aúna sus movimientos con los de la ola, anuda el principio de una repetición que no es la de lo Mismo, sino que comprende lo Otro, que comprende la diferencia, entre una ola y un gesto del otro, y que transporta esta diferencia en el espacio repetitivo así constituido. Aprender es constituir este espacio del encuentro con signos, donde los puntos relevantes se reintegran unos en otros, y donde la repetición se forma al mismo tiempo que se disfraza.

Deleuze opone la repetición como movimiento real a la representación como falso movimiento de lo abstracto. La repetición se sustrae al ámbito conceptual. Mientras que la repetición es animada y animal, la representación es inerte e ideal. Una igual y homogeneíza y la otra singulariza y se basa en lo incomensurable.

La repetición nos enseña muchas cosas, de forma más exacta, nos permite desaprender hábitos de pensar y ser. Entre otras, nos advierte que la diferencia no se juega en el ámbito conceptual. Para Deleuze el error más grande de la filosofía -desde Aristóteles a Hegel, pasando por Leibniz- ha sido confundir el concepto de diferencia con una diferencia simplemente conceptual, limitándose a inscribir la diferencia en el espacio conceptual. La diferencia reclama una singularidad de la idea, y la repetición no se de reduce a una diferencia sin concepto. El encuentro de los elementos de la diferencia y la repetición permiten sustraerse a las filosofías de la representación y del sujeto. Y esto no es cualquier cosa, según Foucault, pensar la intensidad, la diferencia y la repetición, como lo hace Deleuze, no es una pobre revolución filosófica sino que implica recusar lo negativo, rechazar las filosofías de la identidad, en suma la metafísica occidental idealista y racionalista (misma que pasa de contrabando en el irracionalismo):

El libro de Deleuze es el teatro maravilloso en el que actúan, siempre nuevas, esas diferencias que somos, esas diferencias que hacemos, esas diferencias entre las cuales erramos. De entre todos los libros que se han escrito desde hace no poco tiempo, el más singular, el más diferente, y el que repite mejor las diferencias que nos atraviesan y nos dispersan. Teatro de ahora. (Foucault, 1999-I: 328)

En suma, se trataría de ir más allá de la crisis de la modernidad, de la subjetividad y cultura modernas. En el paso de la crítica a la creación de nuevas formas de pensar y estilos de subjetivación se da el encuentro fructífero entre las derivas intempestivas de Gilles Deleuze y Michel Foucault.

La repetición deleuziana nos ayuda entender la aparente circularidad foucaultiana en términos de una espiral abierta y de incesante auto-transformación. Habría que evitar reducir la obra de Foucault a una línea recta que va del saber, al poder hasta llegar a la estética de la existencia sino que más se tiene que ver la evolución problemática y compleja de una obra en movimiento a partir de repeticiones y diferencias. Gabilondo considera que hay una hipótesis clave de lectura: la circularidad que el propio cuerpo de Foucault ofrece:

Ese cuerpo de una vida filosófica, tan concreto e inconcreto como el mismo Foucault, que parecía encarnar el conjunto de sus libros, encuentra también, más allá de la arqueología del saber y de la genealogía del poder, una philía, la del arte de existir que es a la vez ejercicio de la amistad y lectura: formas de una creación y recreación permanente. Se trata del cuerpo de otra manera, la filosofía de otro modo. Pensar es experimentar, es problematizar. El saber, el poder y el sí mismo son la triple raíz de una problematización del pensamiento que se repite bajo los ejes de constitución de nuestra experiencia en un espacio de renovación e insumisión infinitas. Lo que está en cuestión es la filosofía misma, la legitimidad del quehacer filosófico. (Gabilondo, 1999: 10-12)

La ontología foucaultiana del presente implica un eterno retorno de un pensamiento corporal que arriesga experimentaciones literarias en un campo complejo de discursos transdiciplinarios. La constitución de sí mismo no se puede separar de la búsqueda de una escritura también de sí mismo. Empero, esto está muy lejos de una identidad literaria o social. Foucault jamás renuncia a la crítica de la identidad y el sujeto moncentrados. La escritura de sí está muy lejos de la literatura moderna egológica que hace del yo literario -o personal- el principio y el fin. Si hubiese un yo sería -como en le Nouveau Roman y Klossowski- un yo fisurado, fragmentado, diseminado. La narrativa posmoderna replantea la perspectiva desde una perspectiva ajena al imperialismo del sujeto. La repetición deleuziana hay que concebirla en Foucault como un juego libre, y al mismo tiempo muy riguroso, de autocrítica; autocrítica como relectura y relectura como reescritura del mismo. Como bien ha descrito Gabilondo, el desplazamiento de Foucault es también el cuidado de sí en tanto cuidado de su vivir filosófico que reclama una actitud y modo de conducirse haciendo de la existencia una obra, y en contrapartida de un libro y una idea verdaderos signos de multiplicación y afirmación de la existencia. Más que ocuparse de la muerte del sujeto, le interesan las formas y procesos de su constitución. (: 18-19)

Si se pasa del análisis general de las relaciones de poder a un micro-análisis de relaciones estratégicas y técnicas de gobierno siempre situadas, no es que se renuncie a los planteamientos preliminares, todo lo contrario, la exigencia libertaria implica poner en marcha una deriva en libertad. Y si la libertad es -como dice Foucault- la condición ontológica de la ética, entonces la práctica y el ejercicio creativo de uno mismo es asunto directo de recreación existencial, ontológica y política. La libertad deja de tener una esencia fija, abstracta y universal y adquiere una consistencia material, de forma más específica: corporal. La esencia de la libertad se desvela como una fuerza de subjetivación; empoderamiento de la palabra insumisa.

La problematización foucaultiana es una forma de poner en marcha la noción de repetición deleuziana. La problematización es un ejercicio del pensamiento que se cuestiona el acto mismo de preguntar, sus estrategias de interrogación y no sólo lo interrogado. La problematización retorna sobre el pensamiento, sobre el conjunto de prácticas discursivas que despliegan los juegos de verdad y validez. Problematizar es repetir: liberar al pensamiento en relación con lo que se hace, dice, piensa, experimenta. Alejarse, aproximarse, tomar distancia, reflexionar y flexionar sobre lo ya pensado y experimentado, pero siempre de otro modo. Es en tal contexto que habría que entender el por qué el círculo problemático pone en crisis el círculo hermenéutico. La problematización se ejerce como una búsqueda de reproblematizar de manera permanente e inquisitiva las cosas. La problematización introduce la diferencia en lo singular en tanto nos exige que la constitución autónoma del sí mismo sea una crítica libre de lo que somos, hemos sido y queremos ser. La problematización se despliega como línea de subjetivación, esto es, como autocreación de libertad efectiva y afectiva en un espacio de transformación posible y acotado.

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