Un cuento de… Juan Gerardo Aguilar: Ruinas

Juan Gerardo Aguilar

El escenario en el que se desarrolla este cuento de Juan Gerardo Aguilar (Zacatecas, México, 1976)  simboliza el deterioro en el que su narrador va “cronometrando el aniquilamiento”. 

 

Ruinas

 

 

La pirámide se alza casi quince metros por encima del suelo. Mientras subimos la pared escalonada puedo ver cómo va creciendo el paisaje. Está nublado y el cielo es un cúmulo de figuras apretadas cuyos contornos blancos y grisáceos se funden en lontananza. El aire es bastante respirable, pero me cuesta trabajo seguirle el paso a Alondra y a los niños. Si no fuera éste el último día que estoy con ellos todo sería perfecto.

     No sé si sea mi pésima condición física o la culpa anticipada lo que me oprime el pecho. Me siento sofocado. Tengo la impresión de que no avanzo ni un milímetro. Más adelante, Alondra y los niños siguen de cerca al guía. Ante mis ojos se vuelven figuras cada vez más pequeñas. Eso me da una idea de lo lejos que me encuentro de ellos.

     Sonrío. Me causa gracia haber elegido precisamente este día para visitar las ruinas. Las cosas entre Alondra y yo ya no funcionan. El terapeuta nos había sugerido buscar actividades que pudiéramos hacer juntos, intereses en común, todo por el bien de los hijos. Sin embargo, lo mejor que hacíamos (y en eso nos habíamos vuelto diestros) era insultarnos a la menor provocación.

     Ella gustaba de lanzarme objetos y cuando hacía blanco en mi cabeza yo respondía el gesto con una bofetada o un empellón. También nos gustaba coger. Pese a que dormíamos separados y pasaban semanas sin que nos dirigiéramos la palabra, ella nunca rechazaba mis intromisiones en la regadera ni yo sus exploraciones bajo mis sábanas. 

     Este día le propuse que saliéramos. Lo elegí por estar nublado. Desde que el dermatólogo me prohibió el sol, me volví una especie de ermitaño. Así que espero con ansia la temporada de lluvias para poder disfrutar de los mismos paisajes que disfruta la gente normal, a la que no hiere el astro rey. A mis hijos les gustaba decir en la escuela que su padre era un vampiro, porque únicamente salía por las noches y cuando se aventuraba a hacerlo durante el día, pagaba el precio con un sarpullido que se extendía en casi todo el cuerpo.

     Por eso estamos aquí. Alondra aceptó a regañadientes. Le dije que era una excelente oportunidad para que conviviéramos los cuatro. No revelé que sería la última vez ni que a esta misma hora pero de mañana planeaba estar lejos de sus vidas. Hoy, más temprano, Ximena, mi hija mayor, me besó en las mejillas y me dijo que me amaba. Hice lo propio con ella y por un momento estuve a punto de cambiar de parecer.

     De pronto me asaltó la idea de que podía rearmar los añicos de mi relación con Alondra y pegarlos de tal manera que siguiera funcionando. Pero no era más que un placebo. Tantos años viviendo de pensamientos felices me habían hecho abandonar el piso de una realidad cruda y tajante: el amor se había terminado.

     Alondra mueve las manos desde lo alto. Parece como si se estuviera despidiendo. Le respondo igual. Ambos estamos diciéndonos adiós para siempre. Incapaces de hacerlo con la boca, lo hacemos a señas, cada uno desde su propio extremo de las ruinas. No hay culpables. Los dos tenemos nuestra respectiva dosis de responsabilidad por haber creído que siempre y nunca no eran sólo palabras sino partes esenciales de nuestras vidas.

     Hace años que no visitaba este sitio. Era todavía un niño la última vez que subí la misma escalinata. Entonces me parecía más grande, interminable. Aquella ocasión –lo recuerdo– también me detuve a la mitad del camino a contemplar la belleza del paisaje. El sol aún no era una amenaza para mí y pude ver todo con una mirada distinta. Fue la primera vez que experimenté una verdadera sensación de libertad. Imaginé que era un halcón que emprendía el vuelo desde este punto y se alejaba para no regresar jamás al autobús que nos llevaba cada año de excursión desde el orfanato. El hecho fue que aquel sentimiento no abandonó ni mis pensamientos ni mi cuerpo desde ese día. Siempre estuve tratando de saltar, cada vez más alto, sin importar la cantidad de fracturas a las que tuviera que enfrentarme.    

     Es Paulo, mi hijo menor, quien ahora me hace señas. No alcanzo a distinguir con exactitud, pero parece decir que me apure. Están esperándome. Me incorporo y reinicio mi marcha. Hemos llegado temprano, así que alrededor nuestro todavía no está la marejada de turistas ascendiendo por varios puntos. Sólo escucho el silencio reparador del valle y mi propia respiración entrecortada. Sigo sofocado. Lo que haré esta noche me tiene así. Es angustia, es dolor, es frustración, es rabia… Todas las emociones juntas en esta olla de presión que es mi cabeza.

     Mi respiración siempre me ha delatado. Las emociones han sido mi punto débil. Mi ira es un oso cautivo en una jaula de paja. Desde que recuerdo, han sido las reacciones involuntarias de mi carácter las que han determinado mi comportamiento con los demás. Durante mi infancia, me vi envuelto en hechos de naturaleza violenta. Merced a la gordura que siempre me atribuló, tuve que abrirme camino a puñetazos. Como aquella ocasión, durante un día de campo, cuando Salatiel, uno de los chicos más grandes, se burló de mí al meterme a nadar al estanque. Recuerdo que mientras estrellaba la piedra contra su cabeza sólo resonaban en mi mente sus palabras hirientes llamándome «ballena».

     La directora del orfanato convenció a los demás de decir que había resbalado al caminar por el borde del estanque. Le convenía: era eso o abrir una investigación más amplia que le quitaría la subvención del estado por culpa de un mocoso muerto a quien nadie reclamaría ni le lloraría jamás.   

     Según el guía, la ciudad fue abandonada hace más de mil años. Las causas reales permanecen en el misterio. Al parecer, un día, sin más, quienes aquí vivían prendieron fuego al complejo entero y se largaron. Las llamas devoraron gran parte de los vestigios, pero los edificios más importantes lograron ganarle la batalla a los años y siguen aquí.

     Yo pienso que simplemente se aburrieron. La vida se había vuelto tan anodina que optaron por dar un giro a la rutina y se marcharon. El encanto se había hecho humo y la brújula apuntó hacia otro lado en su infatigable búsqueda de la felicidad. Tras de sí dejaron ruinas: vestigios de una vida vivida y concluida, borrada a fuego como quien desea mantener la memoria a salvo de los recuerdos.

     Por fin les doy alcance, Alondra me sonríe. Trato de aprenderme las facciones de su rostro; aunque sin saber bien para qué. Imagino que las semanas subsecuentes, la sola mención de mi nombre le resultará desagradable. En varias discusiones el tema del divorcio había salido a flote, pero ambos lo evadimos. Por venir de una familia conservadora se rehusaba a separarse. La filiación de su gente con las altas esferas del poder le impedía caer en el escándalo. Prefería aguantar cualquier situación, por ignominiosa que fuera, antes que revolcar el apellido junto con ella; aunque aquello supusiera un infierno para nosotros.

     Al ver nuestras fotografías puedo darme cuenta, en orden cronológico, cuándo fue que la felicidad (o nuestra endeble idea de ésta) se fue por la cloaca. En las primeras fotos Alondra sonreía, yo también. No era una sonrisa impostada; al contrario, era una expresión de confianza mutua, de reciprocidad.

     La pareja emprendedora, la muchacha rica y el huérfano que venció todo para alcanzar el éxito, los protagonistas de la boda del año no tenían por qué fracasar. Sólo le iba mal a los ignorantes, a los que se casan porque hay bebé de por medio o por aventurarse a la ligera. No era nuestro caso, porque, además, estábamos enamorados. Sin embargo, pronto me percaté de que la vida ya era distinta: la sonrisa de Alondra fue lo primero que vi la primera noche que dormimos juntos, justo en el lado de la cama que hasta ese momento había sido mío durante años.

     Las nubes brillan. Detrás de ellas, el sol del mediodía debe estar tratando de horadar la techumbre algodonezca. El guía nos explica cuál fue la ruta que parecen haber seguido los habitantes de la ciudad luego de prenderle fuego. Señala en el horizonte lo que queda de una calzada antigua. Me pregunto qué ruta seguiré yo. Aún no tengo definido a dónde iré. Planeaba mudarme con alguna amiga; pero lo menos que quiero ahora es dar pie a cualquier clase de intimidad. Intimar con alguien es un acto cruel, una especie de humillación concertada, ya lo constaté.

     Once años de matrimonio, dos hijos, una empresa de publicidad próspera y la certeza de consolidarse a mediano plazo… todo se iría al carajo de un solo golpe debido a mi decisión. No obstante, estoy seguro de que dar falsas esperanzas en lugar de amor es algo que debe llenar de vergüenza a cualquiera. Por eso me voy; abandonar a alguien es el argumento más viejo de la más vieja de las historias.

     En un principio pensé en grabar un mensaje para Alondra explicándole el porqué de mi determinación. Pero estoy seguro de que flaquearía en el último momento, que el llanto afloraría y el corazón me obligaría a repensar las cosas. Es mejor de esta manera. Dicen que es menos doloroso cuando se amputa de tajo un miembro gangrenado.

     No llegué a esta decisión de un día para otro. Estuve evaluando las posibilidades. Podía continuar con el teatro hasta donde llegara: Alondra y yo, cada quien por su lado, pretendiendo ser un matrimonio feliz para los demás, y ya de cerca siendo una pareja incapaz de compartir otra cosa que no fuera el excusado. También pensé en irme a vivir con Carla, pero eso supondría ser un auto conmiserado y me obligaría a llorar por todo, hasta por un amor tan feroz e iracundo que no terminaría de irse nunca. Lo mejor era partir, dejar las cosas en el nivel en el que estaban antes de que el daño fuera más severo.

     Desde aquí se domina todo el panorama. Puede verse el complejo entero de ruinas. Las bases de piedra están cuidadosamente colocadas una sobre la otra para evitar que el edificio colapse. Quienes aquí vivieron quizá dejaron todo por temor a los recuerdos, al pasado, ese quelonio que viene detrás recordando a cada oportunidad la verdadera esencia de cada uno.

     Me pregunto qué seré yo para Alondra y los niños dentro de algunos años. Lo hago ahora porque también estoy resuelto a no volver a cuestionarme por eso. Mientras los veo, trato de aumentarles años en mi imaginación. Los veo graduándose, veo a Alondra en brazos de otro hombre y, claro está, no me veo a mí en las fotografías y recuerdos familiares. Espero que aceptar la triste idea de que ni siquiera mi vida necesita de mí para continuar me permita deglutir mejor el remordimiento.

     Alondra está más bella y joven que de costumbre. Se impone al panorama de piedras centenarias que la rodean. Debo admitir que ella, en sí misma, también representa un motivo para permanecer anclado a esta vida. Pero estoy seguro de que con el tiempo ambos terminaríamos echándonos en cara nuestras infidelidades y deslices, y no sería por franqueza, sino como colofón a una discusión amarga.

     Es inútil revivir algo que parece haber nacido muerto. Creo que en el fondo lo que nos mantenía unidos era una compasión no asumida. Nunca me lo dijo, pero por sus expresiones siempre supe que la llegada de los hijos fue un duro golpe para sus paradigmas de mujer triunfadora. Nos casamos sin haber deseado ser padres, así que la llegada de Ximena no sólo cimbró nuestra estructura matrimonial sino también la de nuestras vidas.

     El día que nació estuve ausente hasta el segundo o tercer día. Cuando aparecí en el cuarto del hospital me bastó con ver la expresión de Alondra para constatar que no era eso lo que deseábamos. No es que me arrepienta de tener a mis hijos; pero conforme pasaron los años me convencí de que ellos traen consigo una marejada de preocupaciones y culpas ajenas. Así fue también con Paulo, a quien supuestamente planeamos con todo el amor y quien vio la luz por primera vez sin que yo estuviese presente. Por eso creo que mi ausencia será el signo de sus vidas, sobre todo ahora.

     Hace un excelente día nublado. Una tarde perfecta, sin sol. La brisa aumenta y con ella el aire y con él las nubes que comienzan a deslizarse a toda velocidad. Se avecina una tormenta. Será cuestión de un rato para que esté sobre nosotros. Espero que podamos dejar las ruinas antes de que llegue la tempestad.

     Es el último cielo que veo a su lado. Me detengo un momento y me lleno de esa sensación que siendo niño llegó a mí en este mismo lugar. Inflo los pulmones a todo lo que dan, pero sigo sintiéndome sofocado. Esta noche, como siempre, les daré un beso a mis hijos en la frente y les contaré una historia mientras duermen. Esta noche me deslizaré hasta la cama de mi esposa y le haré el amor como nunca.

     Camino a casa, la tormenta nos pega de lleno en el auto. Alondra y yo no cruzamos palabra. Pienso que podría expresarle que ya no la quiero, en un brutal ejercicio de honestidad; pero decido no hablar, porque decir «ya no te amo» es tan sólo otra manera de decir «te he perdido».

 

 

Datos vitales

Juan Gerardo Aguilar (Zacatecas, México, 1976) es narrador y ensayista. Fue becario de cuento del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (fonca) Programa «Jóvenes Creadores» y de la misma disciplina dos veces en el  Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Zacatecas (fecaz). Ha publicado en revistas como: Cine Premiere, Ventana interior, Tierra Adentro, Replicante, Diálogo, Corre Conejo, La cabeza del moro, Asedios a Jericó, Puntos suspensivos, varios suplementos y en el sitio web «Ficticia.com». Fue incluido en la antología 23 muchachos en el mar de los Feacios, editada por el Instituto Zacatecano de Cultura. Y en la revista Literal, de Sinaloa, dedicada a jóvenes escritores del norte de México. Sus cuentos han sido traducidos al inglés y publicados en la revista Metamorphoses, del Smith College of Northampton, Massachussets, USA y en el portal Storyglossia. y regularmente actualiza su sitio en la red http//:lapenumbra.blogspot.com.

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