Foja de poesía No. 067: Víctor Manuel Mendiola

Víctor Manuel Mendiola

Víctor Manuel Mendiola (D.F., 1954) es uno de los animadores de la poesía mexicana. Buen poeta, ensayista y editor, es autor de antologías como  Sol de mi antojo. Antología poética del erotismo gay y Tigre la sed. Antología de poesía mexicana contemporánea (1950-2005), entre otras.

 

Mar

 

Tú estás allá,

en la otra silla.

Vives el mundo aparte

del lado opuesto de la mesa.

Tus miradas están allá,

tus voces son

pájaros que retornan

del mar de allá,

tus manos juegan

sobre la mesa

como incansables nómadas

en la extensión azul.

Yo escribo en Morse,

lanzo señales de humo,

pongo a la orilla de ese mar

una botella,

mando mis huestes

a conquistar

las santas tierras de allá,

prendo las brasas

del mismo sueño.

Pero tú sigues allá

en la otra silla.

 

 

 

La piedra

 

Me subo en una piedra,

pienso sobre la piedra.

Pienso lo duro,

pienso lo impenetrable,

lo que no tiene sexo;

pienso una y otra vez

en lo que nada más

puedo tocar por fuera.

Medito en ese afuera tan del aire,

tan del agua corriendo.

Pienso este pensamiento

que se me vuelve

una piedra pesada

entre las manos.

Abro las manos,

cae la piedra.

 

 

 

 

El huevo duro

 

A Tomás y Antonieta

 

De la cestilla tomo el frágil huevo.

Sobre la mano pesa su redondo

blanco sin peso —tan callado y hondo,

tan oro y ogro como un medioevo.

 

Con la cuchara hasta el perol lo llevo

y el tiempo mido; en el hervor lo escondo

y miro cómo el miedo baja al fondo;

ser viejo y duro es un febril renuevo.

 

Todo es la blanca forma del espanto.

atrapada la nuca picadura

y el gallo a la mazmorra reducido,

 

es el huevo la nota de otro canto

y oro sin ogro guarda la armadura;

mi cena, el duro huevo envejecido.

 

 

 

 

Me quiero ir al mar de Francisco Icaza

  

Egipcio zarpo; parto sin mesura

en el silencio parco de mis años.

No hay verdad ni temor, tampoco engaños

y la casualidad es mi andadura.

 

Thot escribe mi nombre en los extraños

pergaminos de todo: empieza y dura

la vida; sube y cesa la verdura

del Nilo y vagan vagos los rebaños.

 

Arriba, entre los soles de mi puerto,

amor y soledad, ocaso y orto

caen en el reloj de mi destino.

 

Pero el destino sabe en mi ojo abierto

todos los soles. Mientras, sigo absorto

en la perplejidad de mi camino.

 

 

 

 

 Eclipse

 

Te crece la cara,

cuando te aproximas a su cuerpo

te crece la cara.

Arrodillado

entre las blandas

esferas de sus pechos;

bebido y zafio

en el puño de su pubis,

te crece la cara.

Se te ensancha en una extensión

sobre su espalda abierta

y sus pequeños hombros,

sube entre sus rodillas

o sigue el miedo de sus pies.

Primero, medio día,

después, toda su carne,

hasta que tu rostro

es un sol aproximado y lleno,

una piedra de sangre

en la atmósfera

iluminada de sus piernas.

Te crece la cara

cuando te doblas

en la raya incendiada de su cuerpo.

 

 

 
 

Oración 

 

La música del radio. El auto. Llueve.

Llueve. Miro, a trav6s del parabrisa

la soledad del agua; sed sin prisa.

Todo se acuesta, todo cae leve

 

sobre la luz de esta visión sumisa

bajo la lluvia; sílaba que mueve

mis pensamientos en voz baja y breve.

El agua corre afuera con su misa.

 

Rezo. Digo la frase donde Dios

es agua entre mis labios, la palabra

que descifra mi voz mientras me bebe.

 

Digo no sé qué cosas con mi voz,

digo la oscuridad, digo que se abra.

La música del radio. El auto. Llueve.

 

 

 

La palmera

 

El verde a contraluz y en escalera,

espiral que revienta, viento duro,

me hace pensar en el color más puro

que se puede pensar de la palmera.

 

Pureza y brisa, si se considera

su diseño veloz en claroscuro

y su leve pendiente hacia el futuro

que puede comprender casi cualquiera.

 

 

 

 

La enredadera

 

Recostado en la hierba del jardín,

me llamó la atención la enredadera.

Levanté con las manos la cabeza

para mirar su impulso de raíz.

Y supe que en su fuga se concentran

los ritmos de las sombras y un fluir

de insectos en las hojas. Comprendí

por ella la salud de la sorpresa.

Incorporé la espalda ante el prodigio

de la verde cortina vegetal.

Me sacudió su exuberancia en orden.

Y entendí su silencio primitivo,

su terca lentitud de oscuridad,

sus notas graves y su fuga enorme.

 

 

 

 

Las 12:00 en Malinalco

 

Subimos a las 12 a Malinalco.

El sol partía la extensión del cielo

y el aire se estrellaba en los sombreros;

el auto ardía en un calor pesado.

Tomamos la escalera rumbo al centro

de la pálida mole del peñasco…

las chicharras soplaban en los plátanos

inflando con su ruido un agujero.

En la carrera rápida hacia arriba

entre las carcajadas y empujones

vimos de pronto aparecer el túmulo

del blanco templo como una barriga

de piedra en la humedad de los colores.

La sangre nos golpeaba con su impulso.

 

 

 

La novia del cuerpo

 

1.

 

Roto, adentro de mí,

me coso por afuera.

Agujas y tijeras

me colocan los brazos,

 

pegostean mi cara,

me despuntan el ojo.

He recibido un pie

y he entregado una mano,

 

he tomado un zapato

y me he puesto un perfume.

Con esa mano pido

a la novia del cuerpo;

 

con esa mano sola

me pongo una cabeza,

me dibujo la frente,

me acomodo la boca

para morder tus piernas.

 

 

2.

 

Por todos lados

me paro adentro de ti:

meto una mano en tus ojos,

encuentro un pie,

me subo en una huella,

deshago con el dedo un nudo

sobre tus muslos.

Con tu pie desde lo alto

tocas mi cara.

Te volteas, me das la espalda,

abro tu blusa,

levanto tu vestido

—donde todo es

inobjetable

como una cerradura.

Te inclinas hacia la ventana

y me da sombra

tu cuerpo desdoblado

—árbol de huesos—

y meto una mano,

unos ojos,

una rama.

 

 

3.

 

…apagamos la luz. La oscuridad

nos despertó con un abrazo ciego.

La oscuridad siguió sin rumbo y sueño

y todo estaba en orden y en un murmullo horizontal.

Nos estiramos sobre el largo lecho

de nuestra cama

como quien se echa hacia atrás

en la inmovilidad.

Nos oímos oírnos en silencio.

Puse mi mano sobre tu mano

y sostuve la rama de tu brazo;

puse mi pie sobre tu pie

y sentí como aumenta la pequeñez del ser.

Mi boca nunca tocó la raya de tu boca

y nos quedamos despiertos muchas horas.

 

 

4.

 

Cuando dormimos

nuestras cabezas

cruzan veloces

la lentitud

de los relojes.

 

 

5.

 

Mi oreja escucha

cómo la mano

sube la escala

de tus costillas.

 

Mi mano absurda

entre los cuerpos

bajo las sábanas

ya te conoce.

 

Escucho el cuarto,

escucho el tacto,

compongo un nudo

entre los dos.

 

 

 

6.

 

Sobre la cuerda floja me detengo

y tú me miras

desde tus ojos, allá abajo,

desde la línea

tendida de tu cuerpo

caído en el vacío de la cama

al otro lado de mí,

desde la raya

que me sostiene

con las piernas abiertas.

 

 

7.

 

Hoy  desperté temprano.

Abrí los ojos

y  todo estaba

de pie adentro de sus propios zapatos.

Listos para salir por la puerta del ojo,

que descorre cortinas y levanta las sábanas,

me saludaron

—con su honrada quietud—

el ropero, la silla, la ventana

y un frasco con un diente

de tiburón.

Son las 5 con 10 minutos

—me hizo un guiño el reloj

con su largo bigote disparejo,

muy cine mudo.

La luz tembló en el aire

idéntica a mí

como cuando desatas tu ropa

para cerrar los ojos encima de mi cuerpo.

La bienvenida me hizo sentir

la precipitación de los objetos

que miran levantados

sobre sus cuatro pies o con sus cuatro muros,

la rapidez inmóvil de los seres

y hasta pude sentir cómo la casa viaja

con las piernas hundidas

de los cimientos

hacia la orilla azul del mar.

Nada —me dije— permanece quieto.

Así que, al comenzar el día,

se me quitó la prisa,

extravié los manubrios y las llantas,

no tuve ganas de encender la marcha

de ningún fuego instantáneo

—el poderoso Mustang negro

no lanzó ni un chispazo— y me quedé feliz

levantado, de pie, esperándote,

mirando desde lo alto hasta que llegara la noche.

 

 

8.

 

Te  exploré como

se toca la ranura

de una cerradura:

de pie, con miedo, lobo de mí mismo,

conociéndote con la punta

armada de mi dedo.

Con la lengua probé tu rastro

y un sabor a púa

me sacudió.

 

 

9.

 

Nos conocimos hace siete años

con un feroz amor desconocido.

 

Noches aquí, noches allá,

la maleta que viene, el corazón que va.

 

Ahora, en un cordial

abrazo conocido,

te precipitas

en lo desconocido.

 

 

 

Nudos

 

1.

 

El ombligo es un nudo entre dos nudos:

arriba está la soga desatada de tu lengua,

abajo la empapada cuerda oculta de tu sexo.

 

2.

 

Me desnudo completo

cuando deshago

el nudo de tu cuerpo.

 

3.

 

Tu sexo: un nudo al revés.

 

4.

 

Nos gusta vernos

como un árbol, un astro, un pararrayos,

algo que sube o baja,

la escala de la torre,

la escalera del sótano,

la claridad del cielo,

la oscuridad del lodo.

 

Nos queda mucho mejor

el nudo corredizo

o el enroscado diente de la púa.

 

 

5.

 

En el nudo de un árbol me comprendo: erupción o hendidura nuestro ser.

 

6.

 

El ombligo es un nudo entre dos nudos:

arriba está la soga desatada de tu lengua,

abajo la empapada cuerda oculta de tu sexo.

 

 

 

La maceta

 

Me asomé a la ventana

de mi vecina.

Ella, metida en un fondo blanco

que le llegaba

a media pierna,

iba de un lado a otro dando vueltas.

En la mano ella

tenía una maceta.

Una maceta

sostenía la mano

de mi vecina

en un baile perfecto.

El fondo blanco

era como una

bandera sobre un viento rudo.

 

 

 

Carretera

 

Viajé toda la noche

en la velocidad

inmóvil de mi coche

 

 

 

Chapultepec

 

Me levantaba muy temprano para

correr —por media hora— en la alameda

del bosque de Chapultepec. Me queda

en el memoria la presión tan clara

del trote cuando entraba en la arboleda

y la ola del verdor contra la cara

me divertía como si saltara

a otra velocidad sobre la rueda

inmóvil de las cosas: el sonido

del aire, el golpe de mi propio impulso,

la sangre divirtiéndose en los ojos.

Realizaba sediento el recorrido:

manos sudadas y agitado pulso

y, desde luego, los cachetes rojos.

 

 

 

Vuelo

 

Elévate con Dios

en la cruz del avión.

 

 

 

Autopista

 

Corre tu desnudez

en mi velocidad.

 

 

 

Tu mano, mi boca

 

1. Un plato es una mano ahuecándose con sed o con hambre.

 

2. Un plato es una mano abriéndose en su pozo para recibir o para arrebatar.

 

3. Aunque me ilusiona su aspecto bondadoso, el plato —esta mano— no tiene escrúpulos.

 

4. El plato da, finge generosidad; pero el cuchillo está detrás de él.

 

5. El plato es un hueco duro y temible. A pesar de su aspecto medido y amable, la sangre y el hueso están en lo hondo.    

 

6. No importa si estoy bien o mal vestido, no importa si soy bien o mal educado, cuando el plato descansa enfrente de mi, me domina y me hace —aunque me vuelva un niño o una mujer— el hombre armado.

 

7. Un plato sobre la mesa es una luna sobre un bosque de miedo.

 

8. Sobre la mesa,

en la madera dura,

inmóvil sangra

el plato de la luna.

 

9. Una taza es un hueco indeciso entre abrir y cerrar, entre sincerarse y ocultar.

 

10.  La taza juega o se equilibra entre dos aguas o entre dos continentes simultáneos. Es bella, pero mentirosa.

 

11.  Un vaso es un hueco con miedo; teme perder su contenido.

 

12.  Un vaso se alarga hacia arriba alarmado.

 

13.   Con su aspecto alzado, el vaso presume una altivez que no tiene.

 

14.  Si el vaso se deja llevar por el miedo o el egoísmo, se cierra, se vuelve una botella; le surge una cicatriz como un nudo. Un ombligo.

 

15.  Cuando un vaso trastrabilla, quién sabe por qué motivo mi vida titubea llena de espanto.

 

16.  En el cuello estrecho de la botella —como una bolsa atada, como un sexo cerrado— no hay comunidad ni palabras en común. Hay una medida que guardar, una pepita o una semilla que mantener oculta. El vaso se cierra no sólo para guardar. No quiere compartir, a menos que paguen el precio.

 

17.  Cuando un plato se rompe algo esencial se quiebra. El amor o la familia. Cualquier promesa o pacto. Cualquier abrazo. Hasta el beso se seca. Sabe mal.

 

18.  Estar asombrado o tener miedo: abrir los ojos como platos.

 

19.  En la superficie de un plato puedo mirar el cielo de mi casa o del mundo. El Tao comienza en el plato o en la mano. Después viene el balcón.

 

20.  En la superficie de un plato puedo encontrar, en una sombra blanca, tu rostro.

 

21.  Hay una sombra blanca en el plato, una pálida sombra en el pulido pozo. Un fantasma que me mira todos los días en la cerámica.

 

22.  En el hueco medido de un plato están tus huecos, los centímetros de tu mordida, la hora escondida de la digestión.

 

23.  Junto al plato, el cuchillo eleva una oración a la encía dentada.

 

24.  Junto al plato, el tenedor guarda silencio, torcido y alerta, como la mirada del diablo.

 

25.  En su inocua presencia, la cuchara lengüetea el caldo con su pequeña, mustia cara cómplice.

 

26.  En su redonda extensión, el plato te mira; te lleva hacia adentro.

 

27.  El plato tiene la ceguera de los ojos puestos en blanco. Tú eres el agujero de su mira apuntando a la presa.

 

28.  Un plato es la nube de humo de un cañón o la luz que exhala un cadáver. Piénsalo bien.

 

29.  En el centro del plato pones, con ingenuidad y pacíficamente, la carne de un buey, un cerdo o un cordero. ¿Te la crees? ¿Piensas que estás afuera de la ley feroz de la saliva que envenena o del diente que rompe y rasga?

 

30.  En el centro de un plato pones la rapidez de una lechuga. El aire sopla en la verdura.

 

31.  En el comedor escuchas la percusión, el temblor, el temor, el tambor de los platos.

 

32.  En el centro de un plato miras cómo las cebras se deshilachan en negras blancas hebras. En todo plato hay una cerámica de África. El león está detrás.

 

33.  El plato sostiene al buey, al cordero y a la verde hoja larga, expuestos entre el grito y el colmillo.

 

34.  El plato tiene la apariencia de una superficie, pero es la trampa de una bolsa retráctil. Una garra como un guante de sangre. Un estómago.

 

35.  De niño veía la sombra blanca del plato y me quería hundir en su borroso lago de sangre.

 

36.  El plato es una planta carnívora.

 

37.  En esa planta mides tu hambre y tu sed; el peso y la largura de tu paso; los kilos de presión en tu mordida.

 

38.   Sentarse a comer con alguien, estar en la mesa, hacer sonar apenas, o mucho, los platos: representar la digestión de adentro en el teatro de afuera.

39.  Los ruidos de mi estómago y del tuyo en este momento fueron las palabras de amor de hace dos horas frente de nuestro plato.

 

40.  Sobre la superficie de la mesa relumbra el pozo mudo de mi plato, su ruido azul de boca me atraviesa.

 

41.  Te miro a los ojos; te miro con hambre, te miro con mi boca; quiero guardarte; déjame abrazarte con mi estómago.

 

42.  Cuando decimos “te amo” o “te quiero” no deberíamos señalar la sonrisa o el cabello, tampoco la espalda; sería mejor hablar como nos hablamos en el silencio de la cama o del baño. Los sentimientos me hacen mentir.

 

43.   En el dominio del plato puedo decir: necesito husmear tu pie, probar tu áspera axila desdoblada, aspirar las fosas de tu cuello caliente, tocar el anillo de tu cuerpo, comer de ti, comer de tus huecos. Roer tu hueso, tu adentro. Déjame.

 

44.  Cuando nos dejamos de amar, ya no comemos juntos ni nos comemos. El teatro de afuera extravió el teatro de adentro. No somos un plato que corre en la velocidad de su placer sino un vaso estrechándose sin acento ni rima.

 

45.  En un plato no sólo pones tu alimento; depositas los gramos y las pulgadas de tu cuerpo. Tu carne y tus huesos. Sobre todo tus huecos.

 

46.  Una ecuación: deseo = hambre, o a la inversa; pero quizá sería mucho mejor: amor = plato = boca = estómago.

 

47.  El plato es una boca abierta. Dále de comer.

 

48.   Vi a dos caracoles hacerse dos bocas en mis narices sobre mi plato. Era el beso más apasionado de la historia del cine.

 

49.  Te pienso y te divido con el cubierto de mi lengua. No necesito cuchara ni tenedor ni cuchillo.

 

50.  El plato es tu boca cuando te acercas a mí. Escucho las cuentas de tus pequeños dientes.

 

51.  El plato me enseña tu hueco más delicioso. Por eso meto mi dedo en tu comida.

 

52.  Cuando beso tu boca, beso tu hueco más hondo. Y sé dónde comienza y dónde termina.

 

53.  Ni tus ojos, ni tu nariz, ni tus oídos tienen esa hondura, ese vacío que me encierra y que me llena. Tus letras, tu lengua son mi testigo.

 

54.  Dame de comer de tu plato, entrégame tu mundo de adentro, dame tu hambre.

 

55.  Va mi boca a tu plato a comer de tu mano.

 

56.  Pongo la mitad de un tomate en la superficie del plato; veo la cresta alzada de un gallo blanco cuando revisas tu hacienda. Con mirada bondadosa cuentas vacas y pollos.

 

57.  Pongo una rama de eneldo en mi plato; veo tu mano crecer sobre mi mano.

 

58.  —Voy al mercado. Arranco aceitunas del estante; desgajo tres ramas; atravieso con los ojos la rapidez inmóvil de un salmón, petrificado en la botella oceánica de hielo dulce en la sección de Pescados y Mariscos. La espuela de un tiburón, las tenazas de un cangrejo. Ordeno tres piezas.

 

Regreso, cargado, a mi casa. El buche lleno.

 

A fuego lento, no más de veinte minutos, cuezo mi presa. La preparo para ti. Mantequilla. Dos ramas de eneldo. Tiene que gustarte.

 

Ven, acércate, escucha está música de sangre y fuego, come conmigo. Ven a mi casa, siéntate a comer en mi mesa. Déjame entrar a ti, antes de entrar en ti.

 

59.  Tu plato es una fosa deliciosa. Entiérrame.

  

 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

Blancura

 

Al hacer el amor

pienso que la blancura de tu cuerpo

pierde sentido sobre

la blancura del mío

como si fuera inútil

que un color se disuelva

sobre el mismo color.

 

Pero un minuto más tarde comprendo

que las calladas olas pálidas

de nuestros cuerpos

sí tienen un sentido,

porque cuando se encuentran

son el paisaje

de un ruido tan callado,

móviles ondas quietas,

y que nos apretamos

de la misma forma

que se aprieta un cristal

bajo la presión del viento

rompiéndose en un abrazo

de astillas y hendiduras,

fragmentándose

en un silencio de agua y aire

dentro de nuestra carne

en la noche del cuarto.

 

Y que tiene sentido

romper tu espejo contra el mío

para mirar

en las quebradas piezas reunidas

mis pies o hallar tu boca

en la blanquísima repetición

de nuestros cuerpos.

 

 

 

 Madame X

 

1

 

Ella está detenida en un espacio

¿de su recámara? ¿del vestidor?

¿del baño? ¿Desde qué ángulo interior

ella inclina su torso muy despacio?

 

La miro pensativa en la labor

del cuadro: el traje negro en largo lacio,

seda con luz de perla. En el palacio

—¿la casa es un palacio?— está el color.

 

Pero el color proviene de otra parte:

del rostro y de los hombros. La blancura

termina y recomienza en ese cara

 

como si fuera inaccesible un arte

más vivo que este rostro en la pintura.

En el retrato el corazón se aclara.

 

 

2

 

Pero si observas bien, el pelo es rojo;

rojo negro que viene del espacio

del cuarto en donde un lento pincel lacio

ha encerrado la luz con un cerrojo.

 

Insisto: toda avanza muy despacio

y ella, el pelo cogido en un manojo,

apenas se desplaza por el ojo

que la admira. En la mesa, un cartapacio

 

imaginario la detiene. Ella

no mira los papeles; ella mira

en sentido contrario, donde luce

 

la luz. La lentitud la hace más bella.

En la luz, su cabello me conduce

a este color que en bien y en mal delira.

 

 

3

 

Imaginé que, si el vestido fuera

rojo, el cuadro también daría gozo.

Ví que en la luz había un orgulloso

color de llama y una enredadera

 

de sangre desatándose. Ví un pozo

de luz en el pincel —donde cualquiera

tiembla— y supe la mano y la tijera

que hicieron el vestido tan hermoso.

 

Pero me percaté de que el rubí

del vestido de seda provenía

no de él sino de quien lo lleva puesto;

 

sólo de Madame Equis. Y sentí

que todo en ella estaba en armonía:

la luz del rostro con la sed del gesto.

 

 

4

 

No me puedo quitar el pensamiento

de cómo debió ser la piel desnuda

de Madame Equis. No me cabe duda

de la blancura de los hombros; siento

 

el temblor de los pechos y la aguda

sensación de algo que se entrega lento

y se derrama en un cristal violento

y el corazón gratuito y sin ayuda.

 

Presiento el largo de sus largas piernas,

aunque fueran pequeñas; la medida

de sus pies, la cascada dividida

 

que abandona su espalda en dunas tiernas

y la sombra en la sombra de esa raya

que al tacto cede y que la boca calla.

 

 

Datos vitales

Víctor Manuel Mendiola nació en la Ciudad de México en 1954. Ha publicado entre otros libros de poesía: Vuelo 294 (1997), Las 12:00 en Malinalco (1998), Papel Revolución (2000) y La Novia del Cuerpo; Flight 294/Vuelo 294 (Estados Unidos, 2002); Papier Révolution (Canadá, 2002); Tan Oro y Ogro (antología, 2003) y Tu mano, mi boca (2005). Ha publicado los libros de ensayos: Sin Cera (2001), Breves Ensayos Largos (2001) y Xavier Villaurrutia: La comedia de la admiración; las antologías: Antología de Poesía Mexicana, Cuadernos Hispanoamericanos (1996), Poesía en Segundos (2000), Sol de Mi Antojo, antología de poesía erótica con tema homosexual (2001), La mitad del Cuerpo Sonríe, antología de poesía peruana contemporánea (2005), Tigre la sed, antología de poesía mexicana (2006). En 1981 fue becario del Centro Mexicano de Escritores bajo la dirección de Salvador Elizondo y Juan Rulfo. Es editor de Ediciones El Tucán de Virginia. Estuvo como escritor residente en Banff, Canadá. Fue becario del Sistema Nacional de Creadores y presidente del PEN Club de México (1997-2000). Dirigió el Festival Internacional Letras en el Golfo de 2000 a 2006. Obtuvo el Premio Latino de Literatura 2005 por el libro Tan oro y Ogro, que otorga el Instituto de Escritores Norteamericanos de New York. Recientemente la editorial inglesa Shearman Books publicó en inglés una selección de sus poemas entre los cuales se encuentra Tu Mano, mi Boca que fue reseñado por el Times Literary Supplement.

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