Un cuento de Carlos Reyes: Black G.

Carlos Reyes

Un cuento del narrador mexicano Carlos Reyes (Torreón, Coahuila, 1976). Autor de, entre otros libros, Luna de Cáncer  y Travesti, que mereció el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras / Border of Words.

 

 

 

Una de mis obsesiones cuando joven era saber cómo eran las vaginas de las negras. Debajo de toda esa carne, brillante, sudorosa, ¿cómo sería eso? ¿Rosada como las demás? ¿Amplias y profundas como cavernas? Siempre me gustaron esas mujeres, con esos poderosos traseros y esos pechos pesados que podían asfixiar a un hombre.

            Tuve una amiga en la preparatoria, Brenda, una chica agradable pero no zorra, tampoco mocha, simplemente no era como las demás en la prepa que andaban que les urgía que les llenaran el hueco. Le pregunté a Brenda cómo tenían la vagina las negras, me dijo que igual que la de mi chingada madre, y me dejó de hablar de por vida. Me tachó de racista y pervertido. La verdad, era una simple pregunta, no le costaba nada portarse como una persona sensata y contestarme bien. ¿En qué la estaba ofendiendo? La racista era ella, además de paranoica. No siempre que uno se acerca a una negra la quiere joder. Al menos en mi caso no fue así. Su torcida mente la hacía pensar cosas raras.

            Luego vi pornografía de negras, pero no, no era lo mismo. Yo quería verlas directamente, tocarlas, olerlas, probarlas. Se me paraba nomás de pensarlo. Durante un buen rato junté dinero para irme a buscar alguna prostituta negra. Cuando tuve lo suficiente me lo gasté en otras putas, ninguna negra. La obsesión me duró un buen. Me metí con putas morenas, prietas, pero no era igual, no sudan lo mismo, no me servían. Mi obsesión fue tal que las putas blancas me daban asco. Al desnudarlas y ver su lechosa piel y abrir sus labios rosados, no me excitaba, más bien me daban pena. No había contrastes. Esas pieles y esas vaginas se me hacían muy pobres sexualmente, con poco potencial creativo. No eran dignas de cogerse.

            Ya grande se me pasó la euforia y agarraba lo que fuera, aunque dentro de mí había un sentimiento de vacío por no haber encontrado la negra que me hacía falta. De hecho pensé mil veces pedirle perdón a Brenda, la única real negra que conocía, pero nunca me perdonó. La embarré muy fácil.

            En mis vacaciones salí con unos cuates. Conocí una francesa, Lilit. Andaba con un grupo de amigas, parecían las spice girls francesas, claro, ella era la negra. Eran prostitutas, yo no lo sabía. Andaban buscando mexicanos con dinero. No parecían prostitutas, pero lo eran. Las conocí en un bar, les invité unos tragos, luego otros, hasta quedarme sin efectivo. Les caí bien y me invitaron a su casa que rentaban. Charlé con Lilit y le conté de mi antigua obsesión y de cómo la había cagado con Brenda. Se rió de mí. Me consoló diciendo que a lo mejor Brenda quería conmigo y yo la había decepcionado. Uta! fue peor. Brenda pudo ser la mujer de mi vida. Hasta pude haber tenido hijos negros con ella.

            – Y ¿todavía quieres saber cómo son las vaginas negras? – me preguntó.

            – Por supuesto, yo no me puedo quedar así.

            – Te voy a enseñar la mía, pero nomás la puedes ver, no puedes tocar.

            Se levantó la falda, se hizo a un lado el calzón y me la enseñó. Definitivamente yo estaba en lo cierto, era espectacular. Violenta como ninguna de las demás vaginas, deslumbrante con la piel negra que la envolvía y la mata de vello que parecía de alambre ensortijado.

            – No mames, está de lujo, -le dije.

            – Listo. Ya puedes descansar. Ahora consíguete una vida normal.

            Para nada, después de esto, yo no me podía quedar así. Tenía que coger con una vagina negra. Lilit estaba demasiado lejos de mi alcance, era demasiada plata. Me recomendó a una conocida suya, una tal Georgina. Se hacía llamar así misma Black G. Algo así como Georgina negra, pero más allá. Todos la llamaban Gina por su nombre, pero además por vagina, como una abreviatura. En todo caso era black gina, vagina negra, Black G.

            Me dijo donde encontrarla, descansaba los martes. Los domingos me salía más barato porque casi no tenía clientes y era el día que más caliente andaba a causa de las crudas que le pegaban, con suerte hasta de gratis me andaría saliendo. Llegué a la cantinucha que me dijo Lilit, y obvio no tardé en reconocerla.

            – ¿Tú eres Black G.?

            – ¿Por qué?

            – Quiero echar un palo.

            – Son trescientos más el cuarto.

            – Está bien.

            – Hay otra cosa. Yo no trabajo con sólo un cliente. Necesito mínimo dos. Consíguete un amigo. Uno no me sirve ni para el arranque.

            De lujo, yo traía como dos mil bolas, era todo mi resto. El problema era ¿de dónde iba a sacar otro cabrón que se quisiera coger una negra? Le llamé a mis cuates. Todos me habían mandado a la chingada menos uno, que dijo que me hacía el paro siempre y cuando yo pagara, y después le invitara una buena peda.

            – Ya déjate de chingaderas cabrón, le dije. Sí, hombre, sí te pago la peda, pero lánzate en caliente.

            Se tardó casi una hora en llegar, y mientras estuve platicando con Black G. Estaba ansioso, desesperado. Por fin me iba a coger una vagina  negra. Cuando mi cuate llegó nos tomamos dos copas y la caminera. Nos fuimos caminando al motel. Lo primero que hizo Black G fue cobrarnos, guardarse el dinero, quitarse un tacón y romper el foco del cuarto.

            – Sin luces, dijo, así me gusta a mí.

            Me le dejé ir tratando de adaptarme a la oscuridad, pero no, no veía ni madres. Mi cuate no hacía nada, estaba acomodado en la cama. Le puse la cara en la vagina, empecé a oler, estaba deliciosa, en su punto. Le quité el calzón y se lo empecé a mamar. La pinche negra ni se inmutaba, sólo unos leves jadeos. Me sentí impotente. La quería violar. Le metí un dedo, luego dos, y luego tres. Le quería meter el puño entero, todo el brazo. Me quería meter de cabeza en esa vagina y quedarme a vivir ahí. De pronto el olor se volvió más denso, más fuerte, uta, apestaba, pero para mí estaba mejor, me excitaba, sólo que me empezó a doler la cabeza, y me detuve.

            Quise prender la luz, pero me acordé que Black G había quebrado el foco. Como pude llegué al baño, me senté en la taza y sentí mucho sueño. Cuando desperté ya era de día, mi cuate estaba dormido en la cama. No estaba la negra, ni mi cartera, ni la de mi cuate, ni los relojes ni nada. Sólo doscientos pesos en el buró que la muy méndiga nos había dejado para los boletos de regreso.

 

 

Datos vitales

Carlos Reyes (Torreón, Coahuila, 1976). Estudió Comunicación en la Universidad Autónoma de Coahuila y realizó estudios de la Maestría en Filosofía en la Universidad Veracruzana. En el 2000 ganó los Juegos Florales Nacionales, Ma. del Refugio Prats de Herrera. En el 2003 recibió el Premio Nacional de Poesía Tijuana. Ha publicado su en La Jornada, El Financiero, Diario de Xalapa, Milenio, Tierra Adentro, Alforja, el Poema Seminal, Acequias. Es autor de Luna de Cáncer, (ICOCULT, 1999), Donde oficia la sangre, Habitar la Transparencia, Aprendiz de volador, Claridad en sombra, Arthasastra, Una llaga en el rostro del tiempo, y la novela El Círculo de Eranos. En el 2009 ganó el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras / Border of Words, con la novela Travesti. Este mismo año, La Editorial Atemporia publicará su libro de relatos: Six Pack.

También puedes leer