Un cuento de Elsy Santillán Flor: Oscuridad

Elsy Santillán Flor  A continuación un relato de Elsy Santillán Flor (Quito, 1957). Santillán ha recibido premios como el Primer Premio de la IV Bienal del Cuento Ecuatoriano “Pablo Palacio”. Podemos mencionar las colecciones de cuentos: De espantos y minucias (1992), Furtivas vibraciones olvidadas (1993) y Gotas de cera en la ceniza (1999).

 

 

 

Oscuridad

 

Salí. 

            Un atardecer oscuro, triste, sobrenatural, me acogió rasguñándome la nariz.  El cielo era un manto negrísimo y espesas nubes apenas si dejaban esbozar la silueta de la montaña.  La ciudad se mantenía helada, las gentes procuraban terminar aprisa lo que hacían para retornar a sus casas, cerrar las cortinas, encender las luces y esperar cualquier cosa que podría pasar.  No había ningún perro en las calles, ningún pájaro volaba por el aire.  Las calles se tornaron desiertas y las primeras gotas de una lluvia interminable empezaron a caer.

            Permanecí en mi sitio. 

            Hubiera querido ocultarme en cualquier parte, pero bien sabía que no existía ningún lugar para mí.  No tenía amigos, familia, conocidos.  Era como acabar de llegar a esa ciudad extraña y lo único familiar en ese instante, era la pequeña maleta que cargaba. 

            ¿Cuánto tiempo había transcurrido?…  Bien podían ser doce años,  como doce minutos.

            Conservaba un álbun de fotos.  Como sonámbulo caminé por los laberintos de la ciudad de hielo y llegué a la terminal.  Me senté en una silla gastada y abrí mi maleta.  El álbun se encontraba encima.  Lo palpé y me aferré a él mientras lo abría con ademán desesperado.  El pasado me saludó con imperfecta forma…, el tiempo transcurrido me hacía comprender que ya pasó y que jamás volvería a repetirse. 

            Uno a uno fueron desgranándose los recuerdos de mañanas soleadas, de sonrisas alegres, de paisajes  y personas que quizá no volvería a mirar.  Cuando llegué a la última fotografía la noche había caído totalmente, la tempestad había cesado y un frío de muerte recorría a mi derredor.

            ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Cómo hacerlo? ¿Por dónde?.

            Encaminé mis pasos hacia la salida.  Un frío mayor me azotó el rostro y sentí a mi cuerpo estremecerse.  No había gente en esa calle, solo silencio.  Se podía escuchar hasta el más leve golpe de mi corazón retumbando en ese espectral silencio de desolación.  Tuve una sensación aún peor, tuve miedo y decidí volver a ubicarme en la silla gastada, que había ocupado antes.

            No podría describir a la horrible sensación que soportaba.  Era la primera vez que me ocurría.  Estaba solo, total y absolutamente solo, con la maleta y un sentido infinito de destierro. 

            Lentamente el cansancio comenzó a hacer presa de mi.  Mis años habían sido un espacio intranquilo, lleno de zozobra y de expectativa.  La ciudad era un fantasma del que ya empezaba a huir.  ¿Huir? ¿A dónde? ¿A qué lugar podía hacerlo en esa hora de la noche?.  Estaba helado, quería tumbarme en cualquier sitio y dormir profundamente, no despertar, pues tenía miedo de volver al presente opresivo, oscuro y terrible que estaba viviendo. 

            Pensé en ellos.   Ellos.

            A ésta hora debían estar hacinados en sus camastros pestilentes, respirando el aire viciado con el olor que habían dejado sus cigarrillos de marihuana.  Pensé en los corredores de terror por los que había caminado tantas veces;  estarían iluminados con un resplandor de sol intenso que no podía calentarlos, peor quemar sus retinas, ni las conciencias.  Recordé que en menos de una hora, los otros estarían en esos corredores, caminando con pasos de odio, golpeando con furor las puertas de los demás, obligándolos a abrir de inmediato, despertándolos de sus sueños de despecho e ignominia y luego buscando y rebuscando entre sus pertenencias, robando lo que les convenía, requisando hasta el alma, repartiendo gritos, golpes, escupitajos, sanciones. 

            Encontré una banca solitaria.  Me tendí a medias primero y totalmente después.  Sabía que por lo menos esa noche tendría tranquilidad.  Las horas transcurrían lentas, el frío circundaba el lugar, las sombras de poquísimos extraños cruzaban junto a mi y a nadie parecía importarle mi presencia.

           Dormí poco.  Pero dormí.  Así llegó el amanecer.

           Un helado amanecer de ciudad que ya no me pertenecía.  Comí frugalmente y agarré un bus que guardaba al frío en su estrecho interior.  La carretera estaba mojada y grandes sábanas de niebla habían tomado posesión de ella.  El bus hería sus espesas entrañas y la oscuridad de esa mañana era demasiado sobrecogedora.   ¿A dónde iba?…, tenía miedo de esa soledad que empezaba a conocer en medio de tanta oscuridad y frío.

            No tenía a nadie y si en algún recodo del mundo existía un familiar, seguramente ya me habría dado la espalda, pues demasiado denigrante es que lo señalen con el dedo acusador como el pariente de un ex presidiario.

            Al medio día llegué a la ciudad provinciana infinitamente evocada y lejanamente propia.  Al bajarme del autobús me estremecí. La iglesia pintada con esmero, las calles pavimentadas, los comercios prósperos.  Una parte de mi infancia me enseñó sus dientes.  La nostalgia empezaba a florecer dentro de lo humano que aún quedaba de mi. 

            Di algunas vueltas sin sentido por las calles cargando mi pequeña maleta.  Reconocí a muchos, pero nadie me reconoció a mi.  Recordé sucesos, pero seguro estaba que nadie se acordaría de esos sucesos.  La memoria es efímera.

            Enrumbé mis pasos por una calle estrecha y terminé frente a una casa con apariencia cuidada.  De la que yo recordaba no quedaba mucho.  La contemplé por largo, larguísimo tiempo.  La contemplé como solo se contemplan los milagros.  Volví a evocar, volví a sentir el extraño sentimiento de la soledad.

            La lluvia comenzó a hacerse sentir en esa calle también. Me perseguía al igual que el frío y la oscuridad.  Con temblorosa mano pulsé el timbre de la casa.  Alguien entreabrió una ventana del piso alto y su mirada descubrió a mi figura.  Con un gesto me indicó que me retirara, que los mendigos no eran bienvenidos en esa morada.

            No supe quién fue, ni siquiera vi su rostro por la presencia de la lluvia;  solo supe que esa voz era absolutamente desconocida para mi.  El tiempo había pasado,  mi propio tiempo había terminado en esa fallida visita.  Jamás sería en esa casa, ni en ninguna otra recordado,  mucho menos esperado, peor aún amado.  Cuando se ocupa por largo tiempo el minúsculo espacio en una celda, existe la infame realidad de una prematura muerte en la memoria de los parientes.

            Mi vida había cambiado infinitamente.  Solo para  convencerme había venido.  Otra gran equivocación.

            Por la noche y en medio de un frío insoportable volví a tomar un autobús, ésta vez sí con destino cierto.  Iba a comenzar otra vez, como se comienza cualquier cosa y nunca se sabe cómo va a terminar.  Por lo menos tenía un deseo.  El pasado debía quedar irremediablemente atrás.  Antes de adormilarme en el largo viaje que tenía por delante atisbé por la ventana.   La noche exhibía una negrura espeluznante.  No la miraba, pero la sentía;  el frío deambulaba más rabioso que nunca.  El frío y la oscuridad se confabulaban entre sí.  El autobús rodaba entre esa oscuridad y ese frío;  estaba siendo tragado por ellos como un diminuto ratón en el hocico de un depredador.  El autobús viajaba entre corredores de completa oscuridad y nadie parecía darse cuenta. 

            Cerré los ojos buscando al sueño irremediable. ¿Lograré despertar? y ¿Qué hallaré?…

 

Datos vitales 

Elsy Santillán Flor (Quito, 1957), abogada y doctora en Jurisprudencia. Ha publicado los libros de cuentos De mariposas, espejos y sueños (1987), De espantos y minucias (1992), Furtivas vibraciones olvidadas (1993) y Gotas de cera en la ceniza (1999). Su obra cuentística completa está recogida en el libro Los miedos juntos (Quito, 2009). Además ha publicado el poemario En las cuevas ajenas de la noche (1998) y el libro digital de narrativa infantil Las doce habitaciones de la magia (2002). Además textos suyos aparecen en los libros colectivos de cuento y poesía Deseábulos 1 y 2 (Red Cultural “Imaginar”, 1993 y 2003) y en las antologías Índice de la narrativa ecuatoriana (1992), Antología de narradoras ecuatorianas (Miguel Donoso Pareja, comp.; Libresa, 1997), Antología básica del cuento ecuatoriano (Eugenia Viteri, comp.; 5ª edición, 1998), Narradoras ecuatorianas de hoy, una antología crítica (Gloria da Cunha-Giabbai, comp.; Universidad de Puerto Rico, UPR; 2000) y Cuentan las mujeres (Cecilia Ansaldo Briones, comp.; Seix Barral-Planeta, 2001). Ha recibido el Primer Premio “Jorge Luis Borges” (Club Femenino de Cultura y Embajada Argentina, 1995) y el Primer Premio de la IV Bienal del Cuento Ecuatoriano “Pablo Palacio” (Centro de Difusión Cultural Cedic/Consejo Nacional de Cultura, 1997). Fue secretaria de la Sociedad Ecuatoriana de Escritores, Sede (1999-2002) y pertenece a varias entidades y organizaciones culturales. Colabora con revistas nacionales e internacionales.

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