Cuento venezolano 03: Eduardo Febres

Eduardo FebresA continuación, un cuento de Eduardo Febres. En 2007 mereció el Premio Autores Inéditos de Monte Ávila Editores con el libro de relatos Rosa la piñata, al cual pertenece el cuento “La Puñalada”, que aquí presentamos. Actualmente reside en la Argentina.

 

 

 

La puñalada

 

A Raúl García, que se atrevió

 

Aunque te parezca paradójico, y hasta ridículo, nunca me había sentido tan cómodo como ahora para explicarte algunas cosas ponderadamente, e ilustrar un poco el desconcierto que parece haberte causado siempre (y ahora más que nunca) mi manera de ser. En parte porque estoy a miles de millas de distancia de ti, y en parte porque en este momento tengo muy poco que perder.

            Lo hago de este modo también por consideración. Entiendo que no fue fácil para ti tener noticias de mi arribo a Estados Unidos, no por una alegre llamada mía desde casa de la tía Eloína en Tampa, sino por una noticia escabrosa de Últimas Noticias. También supongo que en cierto modo no exageras cuando dices que no tienes palabras para describir lo que sentiste cuando tu asistente te mostró esa página del periódico y te dijo (con una risa sardónica mal reprimida, supongo) ¿Este Guillermo Bracamonte no es Guillermo tu hijo, verdad?

 

Voy a hablarte un poco de algo que me he guardado en estos veinte años. Y digo estos veinte años porque creo que nací con eso encima. Algo genético o quizá un trauma al nacer, no lo sé. No tengo certeza de qué es exactamente, pero sí estoy completamente seguro de que estuvo ahí desde que tengo memoria. Tú te diste cuenta tarde, muy tarde, y quisiste sacarlo muchas veces con sicólogos e interpelándome en las fiestas frente a mis tíos. Ahora (lo debes estar pensando) pareciera evidente que simplemente se trata de lo que llaman “un problema sexual”. Pero viéndolo bien esa no es sino la respuesta más fácil, madre, porque a los dos, tres, cuatro años, qué problemas sexuales se pueden tener.

            En esa época ahí estaba, aunque probablemente mi abuelo era el único que se daba cuenta. Con lo de la pierna, por ejemplo, que yo siempre la movía como quien aguanta las ganas de orinar. Ese muchacho tiene algo en el cerebro, te decía mi abuelo en secreto. Así me confesaste una vez una vez que estabas ebria, y yo me reí. Nervioso, porque hacía un buen tiempo que yo también estaba convencido de que tenía algo en el cerebro.

           Recuerdo con especial claridad una vez que lo advertí, creo que por primera vez. Estoy sentado sobre aquella alfombra marrón en el recibo, mientras ustedes hablan con la tía Amelia, y de pronto empiezo a notar que algo parecido a una fuerza exterior (creo que el algo en el cerebro) insiste en que se muevan mis piernas. Piernas que permanecen inmóviles, en parte porque las tengo cruzadas, y en parte porque realmente no tengo ninguna necesidad de moverlas. Y ante mi negativa se tensa cada vez más dentro de mí algo parecido a una liga gruesa, e incluso me empieza a doler.

           También me acuerdo con frecuencia, aunque es más borroso, una vez que pasas por el pasillo y yo estoy sentado sobre la cama (tengo cinco, seis años), sosteniendo entre mis manos mi glande (ínfimo, por mi edad). Lo contemplo con cierta curiosidad, probablemente, y quizá también con algún placer. Tú desde la puerta, con un desconcierto muy mal disimulado, te ves en la obligación de explicarme mucho antes de lo que tenías pautado (si es que lo habías pautado) que eso se hace en privado, con la puerta cerrada. Yo no tengo idea de a qué te refieres cuando hablas de eso, pero como ya me empiezo a sentir incómodo prefiero no profundizar. Sin embargo, de inmediato comprendo que aquello es importante, y lo empiezo a hacer con más frecuencia, aún como actividad contemplativa y sin notar que solventa provisionalmente el problema del impulso involuntario, la pierna, la liga y todo lo demás.

            Creo que para ese entonces ya había escuchado (oyendo conversaciones que probablemente no debía escuchar) sobre aquello. Era confuso, porque allá se habla sobre dar paja, hablar paja, echar paja, caerse a paja y hacerse (la paja). Aunque no sabía de qué se trataba, y quizá por cierto énfasis en la entonación, o simplemente por la presencia del artículo determinante, siempre intuí que esta era distinta y, de alguna manera, más importante que todas las demás pajas.

            Un tiempo después, ya más informado y menos inocente, pensé que eso se refería simplemente a hacer el amor. De hecho, ahora que lo recuerdo, esta confusión era común a varios compañeros del colegio, que con mucha propiedad, cuando veíamos a los de bachillerato besuqueándose en el patio, decíamos Mira, se están haciendo (la paja).

            Es ya como a los nueve años cuando Macario, mi primo, después de reírse comprobando mi confusión, me explica que precisamente lo interesante de aquello es que no requiere de dos para practicarse. Me pregunta si lo he hecho y yo le digo que claro que sí, que toda la vida. Entonces entramos en detalles, y ahí vuelve a divertirse viendo que lo que yo hago decididamente no es aquello, sino un juego más bien inocente con mi pene. Es cuando procede, como ya debes haberlo anticipado, a ejemplificar el acto con su propio miembro, dándome a conocer la técnica correcta para hacerse eso.

 

Pasaron varios meses, incluso más de un año, antes de que yo dominara la práctica de eso, y no porque no me terminara de gustar, sino porque era demasiado bueno para ser verdad, aquello de tener precisamente en mis manos el enigma (de la paja). Probablemente me asustaba que fuera tan sencillo como encerrarse en el baño, pensar en una mujer y hacerse eso. Michelle Pfiffer, por ejemplo. O más bien Michelle Pfiffer haciendo de Gatúbela en Batman vuelve, vistiendo un traje de látex y pasando su lengua por la cara de Batman, que soy yo, yaciendo boca arriba en el suelo y fingiendo inconsciencia.  

            En esa época yo estaba enamorado de América. Enamorado platónicamente o más bien obsesionado con América, una niña blanca, delgada, alta y tímida, de un cabello negro que le caía como una cascada por la espalda, y unos ojos marrones encendidos y rotundos. Todos en el salón sabían que yo estaba enamorado de América, aunque mi amor consistía en contemplarla desde lejos con la boca abierta, y en padecer una ansiedad violenta, que me ruborizaba, me aceleraba el pulso y hacía que mi pierna se moviera casi como la de un epiléptico, las pocas veces que llegamos a intercambiar una palabra, o simplemente cuando pasaba cerca de mí.

            Un día, en celebración del fin de curso, vamos a un club todos los niños de cuarto, quinto y sexto grado. Estamos alrededor de una escalera de la piscina varios niños de quinto, y Macario que está en sexto, hablando sobre mujeres, o más bien sobre niñas. Es una conversación que a mí me entusiasma poco, por no decir nada, porque yo sólo puedo hablar de América, y ya eso lo sabe todo el mundo. Pero entonces escucho con sorpresa que es Macario quien comienza a hablar sobre América, y más me asombra que habla de ella de una manera de la que yo hasta entonces no me había atrevido a pensar. Dice que América es muy tonta pero que qué tetas, que qué culo tiene América, y que qué rico debe ser metérselo a América, que hay que hacer con ella La (paja) rusa. Yo pregunto que qué diablos es La rusa, Macario me explica qué es, y yo cada vez estoy más nervioso y más incómodo con la conversación, aunque finjo serenidad para no desentonar.

            Incómodo o no, lo cierto es que desde ese momento no volví a ver a América, y creo que a más nadie, con los mismos ojos. De hecho, desde ese día, aquello acompañado de la imagen idílica, televisiva e inasible de Michelle Pfiffer en traje de látex, pasándome la lengua a mí, Batman, se volvió trivial, insulsa, infantil. En cambio la imagen de América, que tantas veces estuvo a pocos pupitres de mí, con sus senos tersos, sonrojados, de pezones mínimos que rozaban mi cuerpo como plumas, invadió por completo mis cada vez más habituales prácticas de eso. Creo que esa ha sido la época en que más lo he disfrutado. No había eyaculación, y en su lugar lo que daba por finalizada la jornada era algo que luego bautizamos entre varios El cosquilleo (de la paja), un hormigueo increíblemente placentero por unos segundos pero casi insoportable al cabo de ellos (el orgasmo infantil, supongo), que aunque no dejaba flácido el miembrecillo, sí hacía inminente detener aquello.

            Por cierto, creo que en esos días El cosquilleo era lo único en la Tierra que me podía interrumpir. De hecho, probablemente le debemos a El cosquilleo, el que yo no haya sufrido esas vacaciones un severo daño físico y nervioso. No como el que de hecho sufrí (o mejor dicho como con el que nací), sino uno grave, que me hiciera no raro sino disfuncional.

            De cualquier manera fueron semanas muy buenas. Y digo semanas porque creo que al mes ya la cuestión se empezó a poner mal. En esos días llegué a contar unas siete u ocho veces diarias. La imagen de América se había desvanecido casi por completo, excepto por sus tetas, en las que me imaginaba en aquello de La rusa, que llegué a conocer muy bien, o más bien a imaginar muy bien. Por otro lado, el impulso de la pierna, que en esas semanas se había ahogado casi por completo, volvió con más fuerza que nunca, y junto a él aparecieron ensoñaciones terribles, dolorosas. Primero de la pequeña Lassie, aplastada contra el asfalto, rodeada de algo parecido a carne molida, y más tarde de ti o de la tía Amelia, inválidas, quemadas o descuartizadas.

            Claro, esta asociación del primer mes que hice aquello pensando en una mujer de verdad (o más bien una niña de verdad) con esas ensoñaciones no la hago hasta ahora. Creo que nunca antes me había detenido a pensar en ello. Es más, es primera vez en mi vida que le cuento a alguien sobre esas imágenes. Quizá no eran consecuencia directa de aquello, pero no lo creo, porque de lo que sí estoy completamente seguro es de que siempre me hizo sentir una culpa y una vergüenza paralizantes.

            Solamente cuando me quedaba solo en la casa me atrevía a hacerlo fuera del baño, y lo hacía con muchísimo miedo. En primer lugar, siempre fingí que detestaba quedarme solo, cuando en realidad lo esperaba cada día con más ansiedad. Lo hacía siempre en el recibo (en el mismo recibo donde advertí por primera vez lo de la fuerza exterior, dato curioso), pasaba la cadena de la puerta y ponía un libro abierto al lado para estar completamente seguro de que sabría cuándo llegaría alguien y que tendría una coartada si a alguien se le ocurría que yo hacía aquello. Porque era inconcebible para mí que alguien descubriera que yo hacía aquello. Había escuchado que era normal, que todos lo hacían, pero que el que se supiera que yo lo hacía era algo que, me parecía, no iba a poder manejar.

 

Un día años después (tendría, trece, catorce años), recién llegados de la casa de la playa, donde pasaba todo el día contigo y había un solo baño, llego directo, después de varios días de abstinencia, casi desesperado, a reencontrarme con eso. Tan desesperado estoy que dejo mi morral en la sala y olvido cerrar la puerta con seguro. Tú entras a decirme que vaya a recoger mi morral, y me encuentras, si fui lo suficientemente rápido, de espaldas, con el bermuda a medio subir y las manos tomadas sobre el pubis, fingiendo inconsciencia como Batman. En el momento me convenzo a la fuerza de que no me haz descubierto, de que es ambiguo lo que ves, y después no vuelvo nunca a pensar en ese momento, hasta estas últimas dos semanas, que he pensado tanto en el asunto de aquello.

            Asunto sobre el que, en el resto de la historia, no creo haya más ningún detalle en el que valga la pena detenerme. Lo he hecho toda la vida, con frecuencia variable, hasta el día de lo que tú llamas La puñalada, y hasta hoy no he vuelto a ella. Nunca me he acostado con una mujer, y de hecho nunca he besado a alguna fuera de juegos. Tampoco me atreví nunca, aunque con frecuencia compraba el periódico y encerraba en círculos los avisos clasificados de “masajistas”, a acostarme con una prostituta. Ni siquiera llegué a probar técnicas alternativas para aquello sobre las que escuchaba en la escuela, como abrirle un hueco del tamaño de un dedo a un melón y calentarlo en el microondas, o untar un bistec con vaselina. Es más, nunca me atreví, hasta el día de La puñalada, a comprar pornografía.

 

En la misma época que llegamos de la playa y entraste a mi cuarto sin tocar la puerta me comencé a preparar tardíamente (y por motivación propia, madre atea) para mi nunca consumada primera comunión. Tomé un libro de catecismo que la tía Amelia me había regalado hacía años, y memoricé todas las oraciones que había en él. Padre nuestro que estás en el cielo, creo en dios todopoderoso creador del cielo y la tierra, dios te salve maría llena eres de gracia, perdone padre porque he pecado, por la señal de la santa cruz de nuestros enemigos, por mi culpa por mi culpa por mi gran culpa. Todas las que había para rezar las memoricé y las recé sin falta cada noche, los primeros meses mentalmente, acostado, y después cada vez más arrodillado en el piso, con las manos sobre el colchón y casi gritando.

            Esta paranoia religiosa tampoco la había asociado con aquello y con las ensoñaciones hasta ahora. Y ahora sé que, aunque sustituía un poco el movimiento involuntario de la pierna y me protegía de la culpa, el miedo y las ensoñaciones (o al menos eso era lo que yo pensaba), definitivamente no ayudaba. La impulsiva praxis devota terminó volviéndose una obsesión tan desgastante como aquello y persignarme casi se convirtió en un tic nervioso. Lo hacía cada vez que me atacaba una de las ensoñaciones (que era con una frecuencia cada vez más asfixiante) y poco a poco deformé el ritual para disimularlo. Lo convertí en una pasada de la mano por la frente para secarme el sudor, tres sacudones a la camisa, y una pasada de la mano por la boca que podía rematar en rascarme la oreja o en pasarme la mano por el cabello para peinarme (mi abuelo ya estaba muerto, pero en ese tiempo ya era indiscutible que yo tenía algo en el cerebro).

            Muchas veces hice promesas o juramentos sobre dejar de hacer algo que es comprometedor dejar de hacer (como cortarse el pelo o beber alcohol) si tal cosa, en las que lo que prometía parar era siempre aquello. Por supuesto, fueron promesas que nunca cumplí, y que agravaban todo. Creo que nunca llegué ni llegaré a rezar todas las oraciones que según mi rigor hacían falta para compensar los perjurios e incumplimientos de promesas que cometí. Tampoco fui nunca a la iglesia a confesarme ni llegó a ocurrir ninguna desgracia, y simplemente en algún punto de mi vida que no logro ubicar abandoné de manera inmediata las oraciones, y reduje paulatinamente lo de la santiguación disimulada.

            Aquello no. Aquello nunca hasta después de La puñalada.

 

Hay un sueño recurrente, en el que tú y yo nos gritamos con violencia por alguna nimiedad, y en medio de la furia rompo los adornos, y te golpeo con tus jarrones chinos, dándome también yo mismo golpes contra las ventanas hasta que inundo el cuarto de sangre. También hay una visión que me asaltó varias veces despierto (mientas aguanto horas de tedio al lado de una tía que me repugna esperando que te den alguna condecoración, asenso o placa de honor, por ejemplo) en la que me quito la ropa y me monto en el escenario a cagar frente las autoridades (o más bien de espaldas a ellas), por ejemplo, mientras le recito al público alguna de las actuaciones que me enseñaste y hacía en tus reuniones.

            Hasta ahora nunca me había sentido como para contarte eso y todo lo que te he contado, pero ya no puedo seguir escribiendo. Te tengo que decir, eso sí, que después de La puñalada, a pesar de mi poco afortunada situación actual (condenado a un año de prisión en Orange City, que si no estuviera en Florida no sonaría tanto a parque de diversiones), el miedo, la culpa, las ensoñaciones y la fuerza exterior que insistía en que moviera mi pierna, incluso cuando era físicamente imposible, están ahora considerablemente reducidos, por no arriesgarme a decir que derrotados.

            Creo que es porque, la verdad, madre, nunca había sido yo mismo hasta el día de La puñalada. Ahí estoy, sacando las revistas lentamente del morral, con las manos sudando y temblando. Pienso que qué paradoja esta de que en el momento de tirarte los jarrones chinos a la cabeza estés a miles de millas de mí; esta de que solamente a esa distancia es que me voy a atrever a asumir mi verdad, porque si no ni siquiera habría tenido el valor para comprar las revistas que ahora estoy acariciando en el asiento del avión. Recuerdo que desde que supe que viajaría solo siento algo dentro de mí, que me grita tan fuerte en los oídos que no escucho lo que me quiere decir, y mis manos están desabrochando el cinturón. Pienso que me gustaría que estuvieras mientras abro la bragueta y veo esas caras a mi alrededor en los asientos de al lado, y después en todo el pasillo, que no son de asco ni de miedo, sino de vergüenza consigo mismos, y quizá algo de envidia por no poder estar en mi lugar, liberándose de tantas cosas al mismo tiempo.

            Probablemente las dos únicas partes rigurosamente ciertas de ese recorte de Últimas Noticias que me enviaste con tu carta, son donde dice que decidí masturbarme en público y donde dice que decidí terminar de descargar energías orinando en el pasillo. Es una infamia y un gran cinismo, porque todos sabemos que esas revistas no se leen, decir que hice lo que hice entusiasmado por mi lectura. Eso, te lo aseguro madre, es sensacionalismo.

 

Te ama

 

Guillermo

 

 

Datos vitales

Eduardo Febres (Caracas, 1983) es periodista y narrador. Licenciado en Letras de la Universidad Central de Venezuela, ha trabajado y colaborado en medios impresos y digitales, de Venezuela, Argentina y España. En 2007 Ganó el Premio Autores Inéditos de Monte Ávila Editores con el libro de relatos Rosa la piñata, al cual pertenece el cuento “La Puñalada”. Actualmente reside en la Argentina. Email: eduardofebres@gmail.com

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