Foja de Poesía No. 231: Armando González Torres

Armando González Torres 

Presentamos en seguida una mirada al trabajo del poeta y ensayista Armando González Torres (D.F., 1964).  Es miembro del Sistema Nacional de Creadores. En 1995 ganó el Premio Nacional de Poesía “Gilberto Owen”; en 2001, el Premio Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes”; en 2005, el “Premio de ensayo Jus 2005, Zaid a debate”, y en 2008 el Premio Nacional de Ensayo “José Revueltas”.

 

 

 

 

Por la delicada red del misterio

por el sutil círculo aleatorio

que gobierna los instantes sublimes

que preside la fe, el deseo y la lágrima

por ese azar fiero o compasivo

fuimos siervos del signo sometido

indagamos remotos alfabetos

que envilecían la lengua de la tribu

probamos con retóricas espurias

que enfermaban de labia la garganta.

Esos años de fuego convulsivo

esas tardes de ansia y paradoja

conocimos la sed de los cadáveres

y bebimos el líquido piadoso.

 

 

***

 

Lastimosa lascivia hace frágil el linaje

que arrastra indelebles máculas pues el patriarca

para estuprar enarbolaba un lábaro falaz:

cebaba a su víctima con pervertidos néctares

fingíase efigie desvalida o apacible forma,

volvíase tal vez hombre bestial o bestia mansa

que inducía a su propia, muelle y dulce descendencia

y en cópula infeliz decretaba el cruel destino

de una estirpe inaudita por deliquios agobiada.

 

 

***

 

Que las lluvias no escapen de ese verano que trabajosamente las contiene; que los animales permanezcan en su amenazada huida o vergonzosa servidumbre; que la prisa de los transeúntes, el asfalto mojado y la silente exclamación de las fotografías se transformen en una plegaria:  “hágase pronto la noche; aspírese su oscuro aroma, piérdase el alma en sus brumas”.

 

De La sed de los cadáveres, México, Daga, 1999.

 

 

 

 

Dos veces supe del cantar de su vigilia

cuando el suspiro fue hondo a la sombra del pino

cuando convalecía arrellanado en la arena.

Sus pasos son estruendo de una vasta cauda

su imagen es la pavorosa remembranza

de lo ido y lo ausente y, al cabo, lo vacío.

Repútase presente en los vagos momentos

en que la reticencia custodia los deseos

en que el ansia y la culpa azuzan sus mastines

en que el fastidio y el capricho nos desploman

sobre una mesa de migajas y licores

en esos días que se repiten implacables.

 

***

Acaecen infortunios diminutos

el estruendo se calcina en los oídos

la secular emanación del vómito

las deyecciones y las excrecencias

las sangres conturbadas, las salivas

los aromas todos de la brutal caverna

se aglomeran y abruman el olfato.

Pero no estés tan triste con tu escoria

no porfíes con tus bajos sentimientos

ni adusto rememores el pasado:

caminemos alegres por el huerto

escuchemos atentos a las bestias

que se apiade la luna de tu  hastío

y que una estrella habite en tu mirada.

 

 

***

 

Como el trazo de un mandala en la arena

y la ascensión del trueno y una suave

humedad de tierra y el ser posado

sobre el recinto de piedra marrón

quisiera así aprender de la parábola

repetir por mil la palabra exacta

que una visión, una ancla de lo nítido

vinieran a estos ojos sin consuelo.

 

***

 

Quiero una religión con sus parroquias, arbustos y animales. Dame grana de mármol, teja y piedrín para su alegre templo.  Quiero que los campesinos atiendan sus transparentes silbos y las bestias felices marchen al ritmo de su melodía. Por eso, dame piedrín para construir el templo. Porque quiero que el errabundo acuda a esta Iglesia y que en sus médulas sencillas el desdichado asimile los preciados dones. Por eso, ay, dame piedrín para construir el templo.  

 

***

 

Justo cuando en la víspera la sana palabra

precede su presencia con un presentimiento

cuando el  rostro del prodigio y el resplandor

de su perfume se incendian en las cercanías

todo alivia y repara, nada compunge o daña.

 

 

***

 

No hay duelo u omisión en tal ausencia. Lo repito: todo instante y lugar están repletos de dioses. Un numen, antiguo o futuro, habita en las palabras, lee mis ojos cuando lo persigo entre los arbustos y montañas, se cifra en los monumentos y duerme el sueño de los justos sólo para despertar encaramado en los animales. Yo he blandido el instrumento para descifrarlo, he mantenido la vista en un punto fijo y he sentido sus emanaciones sin poder asirlo. Hoy, defino sus bordes, advierto la pesadez de su silencio, declaro el estruendo de sus desapariciones.

 

De Los días prolijos, México, Verdehalago, 2001. 

 

 

Extravío

Apenas he visto mundo, apenas he salido de mí y, sin embargo, he estado tan perdido.

 

Cuánto tuvo que pasar para que yo entendiera que me resguardaba en la intemperie, que mi morada era una selva oscura.

 

Haberlo vivido todo, pero sin acordarse.

 

Me aconsejó buscar a Dios en mi propia morada, no me atreví a decirle que había perdido la llave en mi última parranda.

 

Querer apoyarse en la oquedad del mundo.

 

Restan olores esparcidos de cigarros, ecos de copas chocando, ayes irreconocibles, rastros menguados del lugar donde estuvimos, pero tal vez eso nos pueda guiar hacia aquello que esa noche fuimos.

 

Nunca le digas a nadie cuántas veces te has abandonado y luego has vuelto contrito y maltrecho a buscarte sin encontrar ya ningún rastro.

 

Dicen que hasta el infinito tiene agujeros ¿en cuál de ellos te perderás?

 

Yo quería perderme y encontrarme en el pecado, pero sólo se me concedió el tedio: el día final, seré juzgado por los crucigramas dominicales  que dejé sin resolver.

 

Decía: todo camino conduce al desierto, en cada corazón arde una zarza.

 

Y agregaba: debes perder la memoria de ti mismo para adentrarte en la ciudad de tu alma donde te encontrarás con otros.

 

–¿Ahí donde terminan todos los caminos se abre el camino?

–No, la ruta verdadera la desaprendemos a medida que buscamos un camino.

–¿Y no hay vías de oración que nos conduzcan a nuestro recto destino?

–Nuestro destino es extraviarnos y hollar con nuestros pasos febriles el camino.

 

Yo mismo

Detesto al que fui hace media hora.

 

Soy la serie ordenada de mis raptos de locura.

 

El “yo”: multitud que firma con el mismo garabato.

 

Mi instinto aristocrático desconfía de la turba que se aloja en mi cerebro.

 

Cuánto más me conozco, menos me quiero.

 

No te conozcas a ti mismo, evita cualquier familiaridad con tu “yo”, trátate con la helada cortesía de un extraño y con el amable rigor de un patrón.

 

El “yo”: casa de mala nota donde los enemigos se roen los cráneos.

 

Sé tú mismo quiere decir que aceptes ser distinto a cada instante y que muchos hablen por tu boca.

 

Ama tu amor propio, no te ames a ti mismo.

 

Crees conocerme, pero no sabes, ni yo tampoco, quién soy yo.

 

Decía: eres más profundamente tú cuando dejas de ser tú mismo.

 

El “yo”: mirada inescrutable que se extingue en nuestras cuencas cansadas.

 

Rostros y gestos

Meterse en sitios de mala muerte, beber de más y despertarse con la sospecha de que a uno le han robado la cara.

 

Un rostro es un puñado de polvo que se atreve a sonreír antes de ser dispersado por la escoba.

 

Sentía que su rostro era la floración de un cadáver, y su voz, un eco destemplado que se rehusaba a reconocer.

 

En las nubes y en el agua también se forman rostros sensualísimos.

 

Un rostro es un abismo, y si lo miras fijamente, conocerás el vértigo.

 

Se reconocía en ciertos rostros, se detestaba en muchos más.

 

Ojos sin cuencas, venas vacías, narices nostálgicas de sus respiraciones.

 

Un rostro se esculpe primero en la arena del desierto y, luego, el viento lo filtra a regiones recónditas donde una legión de anónimos bautistas intenta darle un nombre propio.

 

Ceniza que anteanoche fuiste gesto y te dejabas seducir por las miradas.

 

Tenemos un rostro que se aja, que se transfigura en cada gesto, pero guardamos otro rostro inmutable en la memoria.

 

Guarda éste que fui hoy en tu recuerdo más piadoso.

 

De Eso que ilumina el mundo Almadía, 2006.

 

 

 

Las tribulaciones del héroe

 

Esos días ofuscados, premonitorios, en que no se atrevía a mirarse al espejo. Esos días en que pretendía desertar y terminaba jadeando, acorralado ante un abismo, atemorizado por su sombra porfiada y veloz. Esos días en que se unía al festejo de la muchedumbre ebria y salaz en un vano intento por amar la causa que todos secretamente repudiaban. Esos días en que, para evadir la batalla, se vestía de mujer e hilaba con sus hermanas, pero la barba y su curiosidad por las armas terminaban por delatarlo.

 

 

***

 

El ejército extraviado

 

Caminamos entre ruinas de lo que fueron ciudades opulentas. Siempre se escuchan lamentos interminables de deudos que no se acostumbran al sonido de la palabra ausencia. Nosotros también lloramos nuestros días insepultos. Arrugas infértiles surcan nuestros rostros secos. No hay duda: la muerte deshidrata y lo peor es que, contra lo que afirman ciertos beatos, no hay manera de florecer en los sarcófagos.

***

 

Salve

Salve, Marco Aurelio, decides edificar una nueva ciudad, fracasas en tu misión civilizadora y regresas a tu campamento de alacranes a consolarte con un pensamiento. Entre los rapaces, los débiles mentales y los estoicos eliges a los últimos y te dejas tatuar por su doctrina. Divino emperador, que ejerces el poder sin rabia, con una sonrisa resignada, atado a tu decrépita misericordia y a tu sabiduría pesimista, sin contar con una ambición, con un deseo mordaz, con un rencor que te supure y te sirva de motivo navegas en las guerras como un Dios refinado entre las bestias y resistes las intrigas, resistes las murmuraciones, resistes las conspiraciones con un vigor que ya no es tuyo, con una fuerza que ya no te pertenece.

 

La señal

Mis trofeos: huesos y vestiduras del enemigo, recuerdos del extático saqueo de las ciudades, del júbilo que provoca la extorsión a pueblos arrogantes e inferiores. De mi hacienda quedan  despojos y recuerdos personales; quiero compartirlos con mis fieles guerreros y letrados. En mis habitaciones, rindo sacrificios y oración a los dioses que acompañaron mis expediciones en esos veranos que parecían inextinguibles. No guardo rencor por el hecho de morir de una fiebre que mata a niños y ancianos, cuando sobreviví a las más duras y definitivas batallas de mi tiempo.  Por lo pronto, me aseo diariamente mientras espero la señal definitiva y despido a  los hombres de mi séquito con un gesto apagado mas patente, que a cada cual agradece y reconoce en su distinta jerarquía.

 

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El exilio

 

En ese departamento, en donde el sol se demora extrañamente en las tardes otoñales, residen en su exilio los dioses paganos.  Tú sabes, los grandes dioses de la guerra y el placer perdieron la batalla ante el celo y la astucia de los soldados de Cristo, que ahora dominan las mentes y las finanzas del mundo.  No obstante, los derrotados sobreviven, subsisten de manera modesta, pero sin sobresaltos, gracias a un pequeño patrimonio invertido en operaciones de renta fija.  Pasean su ocio por los jardines del vecindario.  Son amables, aunque huraños: ni en sus frecuentes ebriedades traicionan su apacible silencio.  Puedes reconocerlos, sin embargo, por la majestad incólume de sus movimientos cansados, por ese incesante susurro de mar que acompaña sus pasos, o por la agonizante luz que despiden sus bellos rostros depuestos.

 

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Confesión del nómada

 

Recorrí países salvajes en pos de la ventura. Parece mentira, pero me ocultaron el don de la dicha y el beneficio de la riqueza.  Es cierto, se solazó la carne amarga –no olviden que acudí a una tierra de sensaciones agudísimas- el cuerpo probó todas sus posibilidades, se desarreglaron los sentidos, la mente se hizo adulta, en fin, no reniego de esos días.  Sin embargo, fue mayor la mortificación que el gozo: los moscos insaciables, las distancias insoldables, el hambre apenas satisfecha con comida escasa y rancia y, sobre todo, la nostalgia de aquella vocación aborrecida, de aquella vida tediosa y sedentaria que maldije en la partida.

 

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La caricia inútil

 

Morena, casi seca por el sol, férreamente huesuda, la mano de mi abuela me guiaba por el camellón luminoso de la infancia, me preparaba sabrosas naderías, me aferraba con la extrañeza con que se acoge a una estirpe no esperada.  Apenas recuerdo sus palabras, si es que hablaba, aunque entiendo que su boca desdentada sólo le servía para ensayar gestos de duelo o de resignación y para emitir los insultos de hienas con que ella y mi madre a veces se desgarraban.   La mano de mi abuela, que preparaba una comida simple y nutritiva, aunque hubo un momento, niño melindroso, en que ya no me gustaba que cocinara porque olvidaba asearse  y los platillos sabían a mugre o incluían algún insecto.   Esa mano que acariciaba toscamente el cuero cabelludo con el peine, que pedía limosna, que solicitaba un vaso de agua cuando se encontraba postrada en el lecho de su prolongada agonía.  La mano de mi abuela que parecía desvariar, mano admonitoria que con su bamboleo me recordaba que, por jugar fútbol, yo había olvidado administrarle su medicina.   Esa mano cuyos dedos trazaron tantas veces la cruz en señal de despedida y que, sin embargo, seguían hurgando infantilmente en lo vivo, con sus fuerzas y su curiosidad menguadas.    Mano debilitada, ya no morena, amarilla; ya no huesuda, casi yerta, que se posaba en mi frente sin reconocer a quién acariciaba.

 

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El ocaso del nihilismo

 

El director de la modesta academia presentaba a los alumnos, aspirantes a filósofos, ante su nuevo maestro: “A. no desea el éxito, sino la morigeración, anhela tardes idénticas, calmas y virtuosas; B.  tiene un afán de simetría, busca un equilibrio en el decir y el hacer, camina con brújula, balanza, termómetro y cinta de medir; C. adora el tráfago, quisiera agotar la realidad con todo y sus simulacros, apurar a borbotones la vida y luego exhalar parsimoniosamente los vapores resultantes”.

El viejo mentor contestatario saludó con cierto desgano a sus jóvenes interlocutores, se sentía un poco cansado, pero estaba consciente de que era el momento preciso para motivarlos e intento propiciar una primera revelación con esta arenga: “El dominio de uno mismo es una sugestión o un engaño: soñamos que nos regimos por la razón y despertamos en un país impreciso y anárquico; ignoramos que, al dominar las pequeñas pasiones y caprichos, sólo cedemos a una pasión enorme y disoluta. Sin saberlo, escribimos un silogismo con bilis, resolvemos una paradoja con sangre y adornamos un discurso con la salivación del deseo y de la envidia”.

Como dictaba el protocolo de esa academia, los alumnos se pusieron de pie, un tibio aplauso coronó la intervención del orador y un tufo a pensamiento exhausto y a iconoclasia macerada inundó el aula desvaída.

 

 

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Parábola del extravío

 

A mitad de la vida, me pierdo y luego me encuentro en un camino fresco en medio de un bosque afable donde, en un claro, se erige lo que me dijeron era la Iglesia.  Ignoro que tipo de Dios preside esta religión, pero me gusta el olor de las flores que circundan el claro y me simpatiza esa multitud de perros mansos que dan la bienvenida con su cariñoso ladrido. Intuyo que no hay más feligreses, ni mentores; sin embargo, un ejército benigno parece proteger este sitio.  Estoy seguro que no extrañaré a la familia ni a los amigos y que, con un poco de suerte, podré convertirme en mi propio padre y mi madre, en el esposo, la esposa y la descendencia.

 

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Parábola de la esperanza

Despertó de su dormitar nervioso cuando la película había terminado y en la televisión únicamente transmitían anuncios. Sudaba frío y tenía esa molesta sensación de vértigo en la punta del estómago.  Trató de ayudarse a conciliar nuevamente el sueño bebiendo grandes tragos de vodka, directo de la botella que estaba al borde de su cama, pero sólo encontró orines.  Comenzó entonces a masturbarse maquinalmente para relajarse un poco, pero nunca logró una erección satisfactoria. Pronto comprendió que ya no dormiría.  Se irguió, se recargó en el respaldo de la cama, prendió la luz, concentró sus ojos en un punto fijo y trató de hacer un balance.  Los últimos días, la debilidad, los actos equívocos y la culpa lo colocaban en el filo de la navaja. Era necesario restablecerse,  emprender una purificación, cambiar las rutinas, pero era tan difícil sobrevivir sin la presencia de lo repudiable.  El sólo recuerdo de la placidez lo excitó y el imaginar un mundo sin gratificaciones lo llenó de temor.  Para ese entonces, el sentimiento de necesidad violenta ya lo había embargado. Imaginó esposarse a la cama o ensayar una rogativa a una virgen de su paradójica devoción, aunque en realidad lo que menos deseaba era disuadirse de ese propósito que se instalaba irreversible. Conquistado por su poderosísima apetencia, sin ánimo de pensar ninguna justificación, se dirigió febrilmente al escritorio, sustrajo la jeringuilla y se inoculó con rapidez aquello por lo que su cuerpo sometido abogaba.  Un sentimiento de reconciliación inmediata lo invadió y tuvo que detenerse de un mueble para soportar esa vigorosa inundación de bienestar y equilibrio.  Cierto es que, aun en el instante de mayor placer y  exaltación, pensaba con pesadumbre en la palabra empeñada que había dejado sin honrar; no obstante, se reconfortó imaginando que, al amanecer, en unas pocas horas, todo sería distinto.

 

De  Teoría de la afrenta, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008.

 

 

Datos vitales

Armando González Torres. (México, D.F., 1964) Poeta y ensayista. Estudió en El Colegio de México. Publica en numerosas revistas y suplementos culturales de México y el extranjero. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores. En 1995 ganó el Premio Nacional de Poesía “Gilberto Owen”; en 2001, el Premio Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes”; en 2005, el “Premio de ensayo Jus 2005, Zaid a debate”, y en 2008 el Premio Nacional de Ensayo “José Revueltas”. Es autor de cuatro libros de poesía  La conversación ortodoxa, (Aldus, 1996), La sed de los cadáveres, (Daga, 1999), Los días prolijos (Verdehalago, 2001) y Teoría de la afrenta (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008); de los ensayos Las guerras culturales de Octavio Paz (Colibrí, 2002) ¡Que se mueran los intelectuales! (Joaquín Mortiz, 2005) y El crepúsculo de los clérigos, (Terracota, 2008) y del libro de aforismos Eso que ilumina el mundo (Almadía, 2006).

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