Dos cuentos de Bernardo Ruiz

Bernardo RuizEn el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos dos cuentos breves de Bernardo Ruiz (México, D.F., 1953). Es narrador, poeta, traductor y editor. Fue miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (2000-2006). Actualmente, tallerista de la Fundación para las Letras Mexicanas.

 

 

 

La otra

                        Para Jorge Marambio

 

¿Y ahora cómo le explico a mi mujer que estoy enamorado de otra? Y tal vez tenga razón. Quizá no. Pero la inteligencia nada tiene que ver en estas cosas. Eso es evidente. Si no, los inteligentes serían felices. Y no. Como pasa con las actrices o galanes de cine. No porque sean monstruosamente bellos(as) les resulta. Tal es el caso.

            No han pasado muchos años. Más bien pocos. Unos cuantos. Porque seis años no son toda una vida. Ni un 10 por ciento. Menos. O sea que en esto puedo tener razón. No es que mi mujer se haya marchitado en el tránsito de los 22 a los 28 años. No. Sigue siendo hermosa. Aún le gusta el chocolate derretido. Y mira con similar ternura. Ahí está la clave del problema, quizá: la similitud, la semejanza.

Si Heráclito hubiera sido mejor filósofo (como para llegar al corazón de las masas, digamos), sería por una afirmación como ésta: nunca nos enamoramos de la misma mujer. Y se hubiera, naturalmente, engañado, como se engaña a sí misma la masa. Porque desde la fecha en que descubrí los motivos de mi enamoramiento, cavilo mucho acerca del problema. Debo refugiarme en la filosofía, en sus abismos, en sus contradicciones. Porque para entenderme tuve que recurrir a la teoría esa de los arquetipos: siempre se está enamorado de una mujer prístina, exacta, precisa. Razón de más para afirmar que todas sean iguales. Así de claro. Como lo aseguran y quisieran garantizarlo todos los elementos de mi sexo, desde el principio al fin de la Historia. ¿Porque si no, cómo explicar el adulterio? Es una cuestión de cronometraje. Como si un reloj no caminara: sus manecillas, ajenas al movimiento, se detuvieron en un instante que sólo coincide con la hora, con el tiempo, dos veces al día (o la sigue diciendo: describe la de otro huso horario). Así es el amor, me digo. Conservadoramente. Ya que no hay más opciones: o se es conservador o se es revolucionario, pero en cosas del corazón como de la psiqué, escasos pueden ser los revolucionarios (un maestro nos repetía hasta el cansancio que —con excepción del voyeurismo— nuestra era atómica en nada supera al mundo del chino, del griego o del hebreo en cuestión de traumas, complejos y/o aberraciones). Por eso afirmo que de corazón somos conservadores.

            Veo a mi mujer, a Elena, y en el fondo de mi instinto —que no en mi cariño—, algo se estremece y me conmueve: del mismo modo que un presentimiento ante una elección acertada. Nace entonces el problema. Me pregunto si la amo y permanezco impávido, insensible, como ante una desconocida que me es indiferente: sin la presencia de esa conmoción experimentada la primera vez que Elena se manifestó en mi vida.

            Mantiene Elena su sonrisa de hace seis años. Sus costumbres no han cambiado. Tal vez sus caricias me conozcan mejor que entonces. Es propiamente una experta en la selección de frases, actitudes, comportamientos capaces de transformar mis estados de ánimo, mis sentimientos. ¿Que está bien eso? Es posible.

            Recorro en el recuerdo todos los sitios que hemos visitado, recupero cada uno de sus gestos, de sus conversaciones, de sus suspiros. Descubro la perfección de esos tiempos y los comparo con los actuales. Ya no está la intensidad de los primeros encuentros.

            Me asombro ante la certeza de estar enamorado de otra mujer. Y envidio a los que sin complicaciones, sin recriminarse nada, son capaces de ofrendar todo por ella. Yo me descubro incapaz, balbuceante. Me doy cuenta de mi cobardía y alimento mi infierno en silencio. Prefiero callar, no decir nada. Cuando Elena me pregunta si la quiero, le respondo que sí, que como siempre. Y todavía puedo sonreírle como siempre.

            Sin embargo, las manecillas del reloj se detuvieron hace mucho tiempo. Ya es tarde. No sé a qué hora volverán a señalar el preciso tiempo. Mientras tanto, me confundo en la sordidez, en la nostalgia de mis argumentos, de mis sensaciones. Y me desespero. Como esos jóvenes que buscan —sin razón, sin posibilidad de consuelo— que una mujer inalcanzable les haga caso.

            La otra tiene nombre: se llama Elena. Entre todas las mujeres que me rodean, entre todos los posibles nombres, se llama Elena. Y mi mujer confía en el término hipócrita cuando lo pronuncio: “Elena”. Pero no es a ella a quien me refiero. Sino al arquetipo. A otra. A la mujer de quien estoy enamorado. A la que intento abrazar sin esperanza. A Elena hace seis años. La amo, la busco, es inalcanzable. Y a veces sueño con la ilusión de que nuevamente el reloj marque esa hora.

 

 

 

 

Para esta noche 

            Para Pablo Javier

 

Un niño tiene terrores nocturnos. Despierta angustiado, gritando, con la respiración apresurada. Sus ojos, abiertos, contemplan una visión inaccesible para los demás.

            —Eso no tiene cura —afirma la nana. Y la vieja cuenta cien historias de apariciones.

            La madre insiste en llevarlo con una bruja. El ritual para alejar los malos espíritus divierte al niño, quien esa noche despierta gritando que una manada de lobos se le viene encima.

El padre lleva al niño con un psicólogo. Éste le echa la culpa al hombre: “Es la castración, de su imagen tiene miedo el niño”. Padre se preocupa y entristece. El niño sueña con un lobo grande como un búfalo.

            Intermitentes, los sueños se manifiestan durante las semanas siguientes.

            Una tarde el niño encuentra un sedal de cáñamo. Prueba su flexibilidad, su resistencia. Pacientemente anuda un extremo en la pata de una silla, comprueba su solidez y comienza a tejer, valiéndose de cada saliente de todo objeto, una confusa, multidimensional tela de araña que va desde la silla hasta la chapa de la puerta, a la mesa, a la ventana, al escritorio, a otra silla, a la primera silla, a la manivela de una antiguo teléfono inservible; en fin, a través de todos los espacios y niveles posibles.

            —¿Qué haces? —pregunta el padre.

            —Un atrape— responde el niño mientras concluye el nudo final.

            —¿Un atrape?

            —Sí, un atrape, una trampa para lobos —se extraña el niño ante la ignorancia del adulto, quien se sonríe de su propia estupidez.

            Ésa y las sucesivas noches el niño duerme tranquilo.

*

 

 

Datos vitales

BERNARDO RUIZ (México, D.F., 1953) es escritor, traductor y editor. Egresado de Letras hispánicas. Fue becario del Instituto Nacional de Bellas Artes (1973) y del Sistema Nacional de Creadores Artísticos del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (2000-2006). Fue profesor fundador de la Universidad Autónoma Metropolitana (1975) y su Director de Difusión Cultural (1995-1998). Desde 1981 coordinó diversos talleres de creación literaria y de narrativa en diferentes estados del país. Durante 13 años enseñó narrativa en la Escuela de Escritores de la SOGEM. En la actualidad coordina a los becarios de narrativa de la Fundación para las Letras Mexicanas y dirige la colección La mosca muerta de Plan C editores. Su poesía está reunida en Pueblos fantasmas, (2000), y  en Juego de cartas y otros poemas, (2009). Sus novelas son Olvidar tu nombre (1982), Los caminos del hotel (1991) y El último elefante (2004). Participó en la novela colectiva El hombre equivocado (1988). En teatro, publicó Luz oscura (1999). En ensayo, De escritura (2006). Parte de sus relatos se reúnen en Reina de sombras (1996), Cielo, tierra e infiernos (1999), y La sangre de su corazón (1999). Parte de su narrativa y de su poesía se han traducido al inglés, al francés, al portugués, al rumano y al serbio.

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