Un cuento de… David Anuar

David Anuar1Presentamos a continuación un cuento de David Anuar (Cancún, 1989). Es poeta y narrador, estudiante de Literatura Latinoamericana en la ciudad de Mérida, Yucatán. Es uno de los autores más jóvenes del sureste mexicano.

 

 

La ciudad

 

Recorrer una zona desconocida y oscura

 de una ciudad produce mayor incertidumbre

y pesadilla que un viaje solitario al desierto de Gobi.

Gabriel Wolfson

 

La ciudad es enorme como un enorme hospicio.

Fría y acogedora, oscura e iluminada  como la cárcel.

Jaime Sabines

 

Alcé la vista: el sol descendía, perezoso, detrás de las copas de unos enormes arboles que se paraban como gigantes alrededor de un parque abandonado. Llevaba un rato en aquel lugar miserable y solitario, cuando me asaltó la idea…

Cuando era niño solía caminar largas horas por el cauce estéril de un río, hasta que me internaba en la maleza asfixiante de un bosquecillo donde la vida se respiraba en una cascada de sonidos –los susurros de las ramas, las voces de suaves alas y el salpicado trinar de pedazos de noche emplumados–, y de repente, las sombras me rodeaban, pegajosas como si fueran resina de pino, y era entonces cuando dudaba en seguir adelante, pero el misterio verde impenetrable siempre me arrastraba a seguir en contra de mi voluntad y de mis te…

Ahora, el juego era distinto. Ya no vivía en aquel pueblo lejano como la esperanza, sino en una ciudad; sí, una gran ciudad de cemento, asfalto, calles pavimentadas, casuchas, casonas, tiendas, más tiendas y un sinfín de enjambres departamentales. No había ríos, sólo alcantarillas y ductos malolientes que se abrían aquí y allá sin el menor aviso…

Aquella tarde, un impulso desenfrenado me había lanzado fuera de mi casa. El deseo de conocer, de ver, de admirar aquel coloso artificial bañado bajo la luz de una luna llena que cubriría cada escondrijo con un fulgor antinatural, casi fantasmal que me haría alucinar con catedrales desmesuradas, mausoleos de cristal, tumbas de paredes chillonas y criptas con ventanas… Sí, esa luminosidad propia de la divinidad ancestral cuasi corpórea que, sin embargo… No, no importa; no importa…

Como un flaneur me precipité por largas y anchas avenidas que rebosaban de siniestras luciérnagas eléctricas, multitud de lucecitas en las tiendas, en los parques, en lo coches, y por todos lados la vida –una vida falsa, cerrada sobre sí, ahogada en un río de monotonía– bullía como en un desmesurado hormiguero. Pero aquella marea de luces terrenales me ofuscaba, mis ojos se hinchaban y la cabeza me palpitaba como si alguien la martilleara con cada nueva luz que explotaba en los nervios de mis retinas.

Así que derrotado y un tanto humillado, me arrojé a la primera callejuela que encontré. La suave oscuridad de la luna me devolvió la tranquilidad y proseguí mi marcha por estrechos pasadizos que destilaban un olor nauseabundo, era como si transitara por un enorme, pero comprimido basurero de viseras putrefactas. Tras un rato de andar creí sentir que el suelo se movía bajo mis pies y, sin alarmarme mucho, bajé la mirada para encontrarme con un suelo irregular de lajas antiguas y mugrosas que, por un momento, pensé vislumbrar diminutos cráneos; pero no, sólo piedras mohosas que bajo el influjo lunar aparentaban tener un difuso aliento de vida.

Seguí caminando, pero cada vez se estrechaban más las paredes y la luz era cada vez menor, en un momento dudé de si seguía al aire libre, pues al subir la vista no veía ni estrellas, ni luna, ni nubes, sino una oscuridad indescriptible. Sin embargo, yo me decía que seguía en el callejón y que sólo tenía que dar media vuelta, regresar al piso de cráneos –digo, lajas–, y estaría fuera de aquella opresión que cada vez era mayor. Mas no, no iba a resignarme tan pronto, debía haber otra salida, otra…

Tras unos minutos ya no podía ver nada, entonces un ruido me sobresaltó, era un ligero stiks, stiks, y un scrich, scrich, que creía venir de algún lugar del suelo, o de abajo; seguramente los ruidos provenían de ratas que deambulaban en busca de comida o de algún lugar donde refugiarse de mi presencia extraña. Pero el ruido no cesó, antes bien se volvió cada vez más intenso e inquietante, con cada paso que yo daba, el kratch, kratch se acercaba más y más. Presa del pánico corrí como nunca, corrí más que cuando un oso negro me había perseguido en las montañas del norte, mas la huída no era fácil, pues las paredes –si aquella cosa viscosa y húmeda puede llamarse pared–, me obligaban a correr de lado, y por momentos a brincar pequeños obstáculos que semejaban bultos inertes en el ¿suelo?

Sin previo aviso, algo hizo que me tropezara, o ¿caía? No, estaba tendido en el suelo que palpitaba y respiraba como un ser vivo, al tomar un puñado de ¿tierra?, me di cuenta, o creí darme cuenta, que aquello era un red de gusanos nervudos y babosos que formaban un tejido de algo mayor, ¡mayor!

Me paré, estaba soñando, o durmiendo, o muriendo, pero esto no era real, no podía ser real. Cuando traté de continuar escapando –pero… de qué– me encontré con un muro de aquel tejido asqueroso que me cerraba el paso, me giré en redondo y, ¡oh cielos!, otro muro del mismo material repugnante me impedía volver… Y entonces vi el cielo, y la luna, enorme círculo de hermosa majestuosidad, que irradiaba su benigna luz sobre un hoyo, ¡HOYO!, y de algún lugar –si quedaba lugar alguno– descendió una flor de cempaxúchitl como divinal paloma… 

Y entonces, como si cerrara los ojos, cielo y luna se esfumaron…      

 

 

 

Datos vitales

David Anuar (Cancún, 1989) es estudiante de Literatura Latinoamericana en la ciudad de Mérida, Yucatán. Ha publicado cuentos cortos en las revistas electrónicas: ICOR y Cinosargo. Asistió al Primer encuentro de creación literaria del taller de la Facultad de Ciencias Antropológicas, llevado a cabo en la Casa del escritor, en la ciudad de Bacalar (Quintana Roo). Escribe poesía y narrativa. 

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