Lucian Blaga por Víctor Ivanovici

Leemos un texto del crítico rumano Víctor Ivanovici sobre la poesía de Lucian Blaga. El texto fue escrito a propósito de la antología La piedra habla con selección y traducción de Omar Lara y Gabriela Căprăroiu. El libro fue publicado por Visor en  2010. 

 

 

 

 

 

Un gran poeta rumano en versión española*

“En Rumanía el alfabeto de la poesía moderna empieza por B”, reza una sentencia muy celebrada en Bucarest. La boutade alude a Lucian Blaga (1895-1961) y a sus coetáneos Ion Barbu (1895-1961) y George Bacovia (1881-1957). En honor a la justicia y al abecedario, al “trío” de común inicial onomástica es preciso anteponer sin embargo al “gran Alfa”, Tudor Arghezi (1880-1967): gracias a este “cuarteto” – sostienen los críticos – en la literatura rumana de Entreguerras se implantó y alcanzó una posición dominante el así llamado (por los anglosajones) High Modernism. En efecto, los poetas respectivos lograron “embutir” en su breve momento histórico los componentes básicos del canon modernista, cuya formación en el Occidente afortunado había requerido casi un siglo de lentas decantaciones. En cambió aquí, y en fuerte contraste con las estructuras socieconómicas retardatarias imperantes “en las puertas de Oriente”, la evolución cultural alcanzó ritmos febriles, “quemando” etapas y acortando perspectivas. Así se explica la copresencia, dentro del mismo paisaje literario, de un Arghezi, empeñado en la tarea “baudelaireana” de ensanchar los registros lingüísticos y estéticos de la expresión poética, y de un Bacovia, en quien el simbolismo ya hacía su autocrítica radical, al lado de quienes destacan el “Mallarmé rumano” Ion Barbu, poeta y matemático quien se ganó tal apodo por el esfuerzo de infundir a su escritura una exacta esencialidad, y desde luego Lucian Blaga, expresionista arraigado en cuya obra el impulso germano había despertado la metafísica latente de la autoctonía. Añádase a ello la pujante vanguardia rumana, con sus dos oleadas, la de los 20-30, de cuyas filas “saltaron” a la francesa Tristan Tzara, Benjamin Fondane e Ilarie Voronca (entre otros), y el surrealismo bucarestino a fines de los 40, con Gellu Naum y Gherasim Luca, dos figuras cimeras del Movimiento Surrealista Internacional en su fase tardía. Así podrá apreciarse cómo (al menos hasta las inmediatas postrimerías de la segunda Guerra Mundial, cuando su devenir cultural orgánico fue tronchado por el hachazo estalinista), Rumanía representó, entre los ámbitos regionales periféricos, uno de los mejor sincronizados con las búsquedas y los experimentos literarios y artísticos que se llevaban a cabo urbi et orbi.

            Como ya he sugerido, en este contexto la poesía de Lucian Blaga surge de la confluencia entre un vanguardismo moderado y un tradicionalismo transfigurado filosóficamente. Sus distintas etapas, igual que sus líneas de fuerza estéticas e ideológicas, están correcta y equlibradamente ilustradas por la selección de Omar Lara y Gabriela Căprăroiu, de la cual, a mi criterio, no falta ningún poema significativo del poeta rumano (aunque, por supuesto, una antología no puede satisfacer todas las preferencias de sus lectores). Los mismos rasgos vienen además explicitados por el breve pero denso prólogo de Gabriela Căprăroiu, donde la autora recoge los temas básicos de la Vulgata crítica blagiana en una síntesis inteligente y accesible al lector hispano.

            Exhimido, pues, de la tarea de pasar revista dichos tópicos, dedicaré mi nota al análisis de las problemas que plantea el lenguaje poético de Blaga y de cómo la presente versión ha sabido resolverlos.

            A mi modo de ver, el reto principal que tuvieron que afrontar sus autores es un dilema insoslayable para cualquier traductor de poesía. ¿Cómo aproximarse al inasible punto de idóneo equilibrio entre el efecto de “apropiación” y el de “distanciamiento”? En otras palabras: ¿cómo lograr que el texto-meta resulte suficientemente familiar como para que su lector potencial pueda receptarlo sin trabas desalentadoras, y suficientemente ajeno como para que en él pueda catar el sabor de una cultura distinta de la propia y captar la unicidad de un timbre individual? Reputados como los más poéticos (y los menos transmisibles), los rasgos que oponen mayor resistencia a la traducción “apropiativa” se atribuyen al genio de la lengua de origen, de la cual el poeta hace, para colmo, un uso deformante (o, para recordar a Jakobson, ejerce sobre ella “violencia organizada”).

Un estereotipo no exento de cierta base real reza que, en el territorio literario rumano, el sensualismo lingüístico, el culto voluptuoso a la palabra como tal palabra – casi opaca semánticamente por el brillo y el peso de su presencia material -, es privilegio del exuberante Sur balcano-levantino (Valaquia) y, con otras coordinadas estilísticas, del Este melancólico y sentimental (Moldavia). Para seguir desarrollando este mismo estereotipo “didáctico”, los medios y recursos expresivos de Transilvania resultan, por comparación, bastante menos efectistas. La tercera provincia histórica de Rumanía estuvo sujeta durante casi mil años al poderío extranjero, circunstancia histórica que, por otro lado, la hizo receptora de fuertes y fértiles influencias centroeuropeas, por intermedio de dos culturas dominantes tan ricas, complejas y poderosas como la húngara y la alemana. A resultas de ello el carácter transdilvano, un tanto lento y falto de humor (según dicen), se adjudicó en cambio gravedad y propensión a las inquietudes éticas y metafísicas. De tal crisol ha salido una literatura que a menudo merece el calificativo de profunda, toda vez que se muestra reacia al hedonismo estilístico sin cobertura existencial.

            La gene cultural transilvana de Blaga se actualiza en una poesía que suele ser llamada „de ideas”. Dentro de este género próximo, sin más distintivo formal que el poco hincapié en la forma, su diferencia específica consiste en los contenidos que acarrea. Tratándose de un poeta filósofo (o filósofo poeta) en el mejor sentido de la palabra, el lector familiarizado con su original sistema onto-gnoseológico, axiológico y culturológico – el “racionalismo ec-stático” – podrá identificar sin mayor dificultad las intertextualidades que unen entre sí las dos grandes zonas de la obra blagiana. Sobre todo en etapas tempranas de la misma, ello reviste incluso el aspecto de paráfrasis, sintagmas, frases o giros sintácticos que fluyen libremente en ambos sentidos.

El discurso poético propiamente dicho se ciñe a las líneas de fuerza del pensamiento estético de Blaga, que son el estilo y la metáfora. El significado que el autor rumano otorga a estos conceptos difiere radicalmente del que se les atribuye en los manuales de retórica. El primero no es el ornatus de los antiguos, ni la “escritura” de los teóricos modernos, sino el “estilo cultural” – investigado por filósofos como Leo Frobenius y Oswald Spengler -, o sea la expresividad propia de una civilización, su modalidad específica de situarse en perspectiva espaciotemporal. Tampoco la metáfora es una mera figura de estilo (en el sentido restrictivo de la palabra), sino su sustancia de cariz cognoscitivo. El hombre, explica el filósofo, vive en medio de un universo concreto cuya riqueza no puede expresar, y vive en el horizonte del misterio, al que no puede revelar. Diferenciada y especializada tipológicamente, la metáfora ayuda a superar la doble carencia de la condición humana: como “plasticizante”, da nombre y voz a la riqueza de lo contingente; como “reveladora”, sondea el abismo de la trascendencia.

Analizar cómo toma cuerpo esta doctrina a niveles expresivos puntuales requeriría minucias filológicas que, sin duda, nos llevarían demasiado lejos. Baste destacar, para las necesidades limitadas de esta nota, que una poesía escueta, exacta y funcional como la de Blaga no es difícil de traducir. Así pues, me parece acertada la opción de aproximarse a ella siguiendo pautas “literalistas”, como lo han hecho los autores de la presente versión española. El resultado de su labor por un lado garantiza una transparencia receptiva máxima para los contenidos característicos de la poesía blagiana, y por otro pone de relieve su profundo arraigo en la lingua franca del gran Modernismo. En la caja de resonancia trans-idiomática de este lenguaje común, más acá de ecos o influjos determinados, Blaga consuena con grandes poetas del siglo 20, de idiosincrasia afín a la suya. No quiero incurrir en la frivolidad de producir aquí una lista de nombres, pues dada la ocasión cada quien tiene a mano la suya. Sólo me atrevería sugerir – con toda la cautela del caso – que este Blaga-en-traducción podría evocarle al lector ibérico, por ejemplo, a Cernuda (menos su atormentado erotismo) y todavía más al reflexivo y ensimismado Salvador Espriu.

A despecho y pesar de cualquier pedantería, concluiré subrayando, con todo el énfasis del caso, que la versión blagiana de Omar Lara y Gabriela Căprăroiu es la mejor que conozco hasta la fecha, tanto desde el punto de vista estético como desde el filológico. Gracias a sus esfuerzos, esmero e inspiración, un gran poeta rumano adquiere ciudadanía poética en castellano.

 

 

También puedes leer