Galería de ensayo mexicano: ¿Para qué literatura? por Paola Velasco

Paola Velasco

Una misma preocupación mueve las líneas de los dos ensayos de Paola Velasco (Xalapa, 1977), que a continuación ofrecemos: ¿qué función tiene la literatura en en nuestros días? Velasco ha sido becaria de la f,l,m y del FONCA. Es autora de Las huellas del gato (FETA, 2006).

 

¿Para qué la literatura?

 

Hay preguntas irresolubles que cada cierto tiempo volvemos a plantearnos. Pequeños hoyos negros del intelecto que intentamos llenar elaborando respuestas parciales o respuestas que creemos con carácter definitivo o aceptando la complejidad de la cuestión. Como palomillas frente a la luz, damos vueltas en torno a problemas que han sido tratados hasta el cansancio pero que nos siguen perturbando, y volvemos a ellos dispuestos a estrellarnos otra vez.

            No hace mucho, por ejemplo, me propusieron reflexionar para qué sirve la literatura: literatura, ¿para qué? ¿Habríamos de establecer primero cada cuánto renace el empeño por decretar la utilidad de las artes, y a qué responde este impulso por encontrarles justificación? Si ya platónicos y aristotélicos discutieron sobre la relación entre belleza y provecho del arte; si Kant deslindó la posibilidad de gozarlo pura y desinteresadamente de los apremios por definir su utilidad; si Proust afirmó que sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos y saber lo que otro ve del universo que no es el nuestro, ¿tiene vigencia la pregunta y sentido que la volvamos a plantear, o es un inútil andar en círculos sólo para alcanzar nuestra propia cola? Probablemente la cuestión nos arroje a una espiral de nuevas y multiplicadas dudas; un vértigo en el que no sabremos si ascendemos o nos hundimos, ni si llegamos a otro punto que no sea el vacío. Y aun así, parece claro que cada generación está obligada a responderse, rebatiendo o suscribiendo lo ya dicho; insistir es síntoma de que el punto no está saldado, de que las respuestas no satisfacen y necesitamos elaborar nuevos argumentos.

            ¿Para qué hablar, pues, del papel de la literatura en el siglo XXI? ¿Debe tener alguna utilidad? ¿Ocupa un lugar irremplazable en una sociedad saturada de estímulos? ¿Puede crear y transmitir valores?, ¿nos interesa que lo haga? ¿Qué lugar debe ocupar en el espacio público y por qué defender su presencia en las escuelas, por ejemplo? La bifurcación entre los conceptos de arte social y arte por el arte –no me detendré aquí a justificar el abrupto paso entre los términos arte y literatura, a los que no empleo como sinónimos sino, más bien como una sustitución metonímica–, parece consecuencia de un natural desdoblamiento del espíritu humano que define las cosas por contrarios (hombre-mujer, día-noche, bien-mal). Continuar por este camino nos llevará a la fisura conocida: hacer una apología de la literatura, donde campeen afirmaciones tan exageradas y rebatibles como “el arte no sólo es un producto estético sino ético, así como belleza y bondad no pueden ser separadas”; o a esgrimir un reparo purista diciendo que la literatura no sirve para nada, no debe tener motivaciones extra literarias y no necesita justificarse. Esta discusión, que casi siempre ha terminado en franca enemistad, se antoja ya una disyuntiva caduca.      

            No queremos, efectivamente, que la literatura pondere su utilidad como instrumento de educación moral ni ética, como argumentaron Choderlos de Laclós y Benjamin Constant cuando escribieron, el primero: “El mérito de una obra se compone de su utilidad […] hacer un servicio a la moral al descubrir los medios que emplean los que tienen malas costumbres para corromper a los que las tienen buenas”; o, el segundo, “Debiera usted, señor mío, publicar esta anécdota; a nadie puede ya ofender, y a juicio mío no está desprovista de provecho”. Pero tampoco debemos negarle el poder que Calvino reclamó para ella cuando afirmó “hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar”.

            Hasta el cansancio hemos escuchado el argumento de que leer nos cultiva, amplia el conocimiento y la imaginación, nos hace mejores seres humanos y otras expresiones idealizadoras del mismo corte. La idea que asocia la cultura con un mejoramiento social y moral corresponde a aspiraciones de la Ilustración. Voltaire, su mejor exponente, confiaba en que existe un vínculo entre la instrucción del espíritu mediante el conocimiento formal y la perfectibilidad humana. Pero sostener sin cortapisas esta relación es actualmente imposible. Hemos conocido, luego de dos guerras mundiales y del exterminio masivo de grupos humanos por individuos altamente cultivados, que la cultura y la barbarie pueden coexistir; que existen inhumanas potencialidades en seres que, no obstante, pueden apreciar y conmoverse ante una sonata de Mozart, un poema de Rilke o un cuadro de Velázquez.

            La literatura no es, por sí misma, una herramienta para sensibilizar a sus lectores. Quienes la producen tampoco están exentos de mezquindad, violencia, frivolidad, necedad o ignorancia. Sabemos incluso que la literatura puede ser un arma del odio aunque, sin duda, nos esmeramos por encontrar en ella sabiduría, el conocimiento que nos antecedió y, por lo menos en un recinto muy interno, buscamos que los libros nos ayuden a articular las frágiles partículas de lo que nos hace humanos.

            No podemos aun renunciar a toda expectativa de llegar, a través de las humanidades, a un humanismo genuino. Afirmar una ruptura total entre estos dos conceptos no sólo es mendaz, sino que niega la rica tradición cultural que nos antecede y a la que no podemos cavarle una tumba sin cometer suicidio. Encarar sin falsos idealismos la cuestión sobre la pertinencia de la literatura, sin que nuestra apología quede reducida a una utopía conservadora que se lamente por la unidad perdida, es el reto contemporáneo.

            Aspiraríamos entonces a disipar la franja de las mutuas exclusiones y a conciliar provecho e inutilidad sin caer en dilemas forzados: reconociendo que la literatura no detenta el señorío todopoderoso como contrapeso a la barbarie, ni como vehículo de las ideas, la imaginación y el conocimiento; sosteniendo, sin embargo, su poder civilizador, sus cualidades subversivas y contestatarias, el ser antídoto contra la estupidez y dueña de un maravilloso y desinteresado arte para entretener

            Quien tiene la escritura por profesión no puede esquivar la pregunta sin que se le impute algo de indolencia irresponsable. Hacer una reflexión sincera sobre los usos y el poder de la literatura es una tarea urgente. Más cuando esta cuestión obliga a interrogarse por el oficio. Esbozar una definición personal respecto a la función que tiene la literatura en nuestros días, o si alguna tiene, equivale a trazar un manifiesto íntimo que en el fondo interpela ¿para qué escribimos?, ¿creemos en la literatura?

            El problema, en fin, no está cerrado. Alegrémonos: quizá cuando sepamos para qué, qué valor le damos y cuáles son las razones para defenderla, estemos asistiendo a su desintegración. “Saciar un deseo –decía Alfonso Reyes– es matarlo; satisfacer una demanda es cerrar el proceso”.

            La literatura es un ejercicio del pensamiento que desata el pensamiento: encuentro en esto su mayor virtud y sobrada justificación. Pienso a la literatura como un espacio de convivencia que rebasa las fronteras de tiempo y espacio, una columna vertebrada de signos que nos vincula y, en ese sentido, un dique contra la fragmentación. Podremos encontrar en ella respuestas útiles y prácticas para la vida, pero mayor atención tiene su capacidad para sembrar dudas en nuestras creencias, para exponernos las vísceras, para mostrar nuestra paradójica constitución, hecha de grandeza y debilidad. La literatura nos afianza a lo humano, al barro del que salimos, y nos permite hacer con él las esculturas que los olvidados dioses envidiarán.   

 

 

 

Holland House Library

 

“¡Es que soy hombre!”­, respondió Voltaire cuando le preguntaron por qué le preocupaba la suerte de un hombre torturado por las autoridades judiciales, y en su indignación resuenan las campanas que John Donne hizo tañer cuando escribió: “la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy una parte de la humanidad”.

            Trasladar esta premisa a la fotografía de la Holland House Library, en Londres, –recinto bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial– y decir que con la destrucción de una biblioteca se suprime una fracción que quedará irrecuperable del conocimiento y de la sensibilidad humanos, puede sonar a Perogrullo. Pero si meditamos un poco más detenidamente, esta lacónica verdad oculta una pregunta de la que, a pesar de habérnosla planteado infinitas veces, aún no alcanzamos a sopesar su terrible significado: ¿cuánto de humano hemos perdido con las guerras? Si la muerte de hombres y mujeres –jóvenes, ancianos, niños– no tienen otro peso que el estadístico; si la pérdida de los testimonios de toda una cultura no nos perturba ni nos espanta el desvanecimiento de nuestra herencia intelectual, ¿en qué bancarrota del espíritu, de la esperanza y de la cultura vivimos?

            Descendientes de todas las guerras del siglo pasado, contemporáneos de las del XXI: tristemente, pero no por ello menos cierto, hemos perdido la percepción concreta de cuántos son 60 millones de muertos y se nos ha dilatado, en cambio, la mansedumbre indolente que silencia el grito: ¡es que soy hombre! Muchos encuentran en ello un origen del desencanto colectivo, –predominante en las generaciones más jóvenes–, de la pérdida de confianza en el poder civilizador de la cultura y de las potencias humanas, y es muy probable que no se equivoquen.

            Quizá por eso la fotografía de la biblioteca de la Holland House, produce una doble fascinación: por un lado, la atracción que ejerce el horror y algo de absurdo que raya en lo insano: cómo puede ser que luego de diez horas continuas de bombardeo, más de cien víctimas e incontables pérdidas arquitectónicas, tres hombres entren a echar un vistazo tan despreocupados y curiosos –las manos en los bolsillos, las rodillas cómodamente flexionadas– a una biblioteca vencida, agonizante, que les entrega lo que sobrevivió de sus tesoros. ¿Tanta puede ser la magnitud de nuestra indiferencia?

            Por otro lado, la imagen nos hipnotiza porque propone también la idea contraria: entre los escombros, protegidos sólo por el cielo abierto del Blitz, tres hombres se aferran a su cultura. Las vigas que cruzan al centro de la biblioteca parecieran haber quedado ahí para sostener los estantes y que ellos tres –conjurando el miedo y la amargura con la curiosidad de sus mentes– rescaten algunas hebras del conocimiento que ha sobrevivido. ¿Tanto podemos confiar, todavía, en que seguimos siendo parte de la humanidad?

 

 

Datos vitales

Paola Velasco (Xalapa, Veracruz, 1977) Ensayista y narradora. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana. Realizó la Maestría en Literatura Latinoamericana en la UNAM. Autora de Las huellas del gato (FETA, 2006). Coautora de Arqueologías del centauro. Ensayos sobre Alfonso Reyes (FETA, 2009), El hacha puesta en la raíz (FETA, 2006), José Emilio Pacheco, perspectivas críticas (Siglo XXI, 2005), Nélida Piñón, Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (UDG-Alfaguara, 2005), entre otros. Ensayos suyos han sido publicados en las revistas Este paíspliego16La palancaBlanco MóvilTierra Adentro y Revista de la Universidad. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas 2003 – 2005 y del FONCA 2006 – 2007. Veredas para un centauro, su libro más reciente, aparecerá próximamente bajo el sello editorial de la  Universidad Autónoma Metropolitana.

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