Galería de ensayo mexicano. Rumanerías y ciudades vampiro, de Penélope Córdova

Penélope Córdova

Penélope Córdova nos habla de las urbes erigidas con la argamasa del mito, la historia y la literatura a las que denomina “ciudades vampiro”. Córdova es especialista en las literaturas de la Europa del Este. Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo.

 

 

 

Rumanerías y ciudades vampiro

 

“Simión, querido mío

cuida por dónde vas:

que dos son los senderos

uno el del sueño,

y otro el de la nostalgia.

No cojas el del sueño,

que dormirás profundamente

y luego volver no podrás.

Coge el de la nostalgia,

que lo mismo te deja

y así podrás regresar.

Y si no vuelves del todo,

ven sólo para que podamos verte…”

 

Cuentos transilvanos, Pavel Dan

 

 

Un recorrido por la región de Transilvania incita al viajero a levantar frecuentemente la vista hacia los Cárpatos y hacer conjeturas sobre la historia del conde Drácula. En la ciudad de Braşov, el Castillo de Bran se reduce a un esmerado museo en donde la leyenda no es sino una explicación que advierte que el personaje retomado por Bram Stoker nunca vivió ahí. Algo semejante sucede al visitar Londres y pensar en Oliver Twis, al caminar por París y recordar a Oliveira o a Papá Goriot, al ir a Dublín e imaginar a Leopold Bloom. El viajero no encontrará ninguno de esos lugares, pues no existen.

            Son ciudades vampiro. No se reflejan en un espejo porque son inmateriales, están hechas de evocaciones, sueños y recuerdos apócrifos. La sangre que corre por sus venas es la oscura tinta de los libros o fotografías que les dan vida, los que las dibujan y mi(s)tifican. No son como las Ciudades invisibles de Italo Calvino, lugares con nombre de mujer hechos de sensaciones y retazos de realidad, que se pueden construir con un aliento salado del Mar Negro o Mediterráneo, un pedazo de Sicilia y el cielo enmarcado por alguna ventana en Constantinopla o Nueva York; ciudades sin domicilio fijo. Mucho menos son tierras ideales semejantes a Utopía, ni fantásticas contrastantes con la nuestra como Liliput, continentes míticos como Atlántida o urbes legendarias como Troya. Son trasuntos. Hay Transilvania y hay Transilvania, donde la segunda, de afiladas cursivas, es una palabra que designa el topos almacenado en nuestro imaginario por obra de la primera, en redondas. Transilvania es la región central de Rumania y significa “más allá del bosque”; Transilvania es el reino de Drácula y significa tierra de vampiros. De Vlad Ţepeş, príncipe de Valaquia, a Drácula, señor de Transilvania, ocurrieron muchas metamorfosis.

            Los vampiros eslavos primitivos eran figuras de la mitología inferior. Los llamaban nav’i upyri, palabra cuya etimología nav’ significa “personificación de la muerte”. Eran los espíritus hostiles de los muertos y dejaban en la tierra huellas de pájaro; volaban de noche “como azores hambrientos” y chupaban sangre de hombres y bestias. El folclor transmutó al vampiro de espectro a muerto viviente, la literatura lo promovió al puesto de conde. Ţepeş fue un defensor irreductible de la cristiandad contra el poder otomano que arrasaba  la Europa oriental del siglo xv, lo cual le confirió el status de héroe nacional. Pero fue un irlandés quien fundió a Ţepeş con el upyri. Este personaje literario no hubiera trascendido de no ser por el soporte mitológico. La prueba es que la condesa húngara Erzsébet Báthory, un personaje que se acerca mucho más que Ţepeş a la concepción moderna del vampiro, no tiene un equivalente que ocupe lugar tan privilegiado como el creado por Bram Stoker. El Drácula idealizado en Occidente hace presa en nosotros de una perversa fascinación, misma que incomoda a los rumanos. El tirano Ceauşescu supo aprovecharla y convirtió al conde sangriento en estrategia turística. No obstante, la historia preparó una vuelta de tuerca para el célebre tirano. En navidad del 89, las televisoras rumanas transmitieron el fusilamiento del dictador, que había huido de su espléndido palacio en Bucarest mientras unos cuantos miles de personas le gritaban enfurecidos desde las calles: ¡Drácula!

            En un inolvidable diálogo lírico, el polaco Adam Zagajewski responde a la angustia contenida en aquellos versos de Cavafis en los que Roma esperó estremecida a unos bárbaros que nunca llegaron. “Éramos nosotros los bárbaros /Era sobre nuestras lenguas que decían: quizá se formen sólo de consonantes, de susurros, murmullos y hojas secas”. Son las lenguas eslavas a las que alude el escritor de Lvov. Su inclemente fonética para el oído occidental veda el acceso a los prodigios lingüísticos que son propios de cada gramática. Escuchar el rumano, siendo una lengua romance, es como oír a un ruso hablando italiano; “su oscuridad lingüística, su cifrado, lo lírico y lo humorístico, su calidad acuosa y ardiente exceso oriental crean una riqueza de expresión y unos reinos de belleza que resultan intraducibles” (Norman Manea). Este idioma paradigmático y misterioso, mezcla de raíces latinas, eslavas y permeado por el húngaro, fue el seno que acunó a grandes escritores.

            Si la lengua es patria, Rumania fue madre de numerosos escritores, muchos de ellos renegados. Paul Celan nació en una ciudad rumana que hoy es ucraniana, se nacionalizó francés y escribió en alemán; Tristan Tzara optó por la demolición del lenguaje en el idioma de Valéry, Cioran empezó a utilizar el francés a diez años de residir en París, Eugène Ionesco y Mircea Eliade escribieron sus textos más representativos también en ese idioma. Herta Müller nos ofrece en bandeja de plata la violencia potencial de cada detalle cotidiano mediante el alemán. Y ocurre entonces que, apegándonos a la idea de que habitamos una lengua, la literatura rumana más celebrada es francesa o germana en la misma medida en que Kafka y Canetti, por ejemplo,  fueron escritores alemanes. Pero cada hombre tiene su propia relación con la lengua. Eliade hablaba ocho idiomas, sus ensayos están escritos en una lingua franca, pero sus diarios íntimos en rumano. ¿Cuántos pueden sentirse en una lengua extranjera como en su casa? Nabokov es un caso singular en la literatura del siglo pasado porque pasó de una lengua a otra “como turista millonario”, en palabras de Steiner. Su obra magna no fueron los libros que escribió, sino los que tradujo. Los escritores rumanos dominaban al menos tres idiomas extranjeros y fueron asiduos traductores. La cultura centroeuropea es, antes que nada, una cultura de la traducción, no hay que olvidar esto ni por un momento. Salvo en el caso de Müller y Celan, cuya lengua materna y literaria fue desde un inicio el alemán, para el resto el cambio de idioma fue una decisión de vida. Según el escritor rumano Ion Luca Caragiale —que también escribió en alemán—, había que decir lo que se pensaba en europeo, no en griego gitano. Con todo, para Cioran el francés carecía de brío y era demasiado refinado; su angustia precisaba palabras salvajes. Para un escritor, según él, cambiar de idioma es como escribir una carta de amor con un diccionario. El poeta Gabriel Stanescu, escribió estos versos como epitafios:

 

Entre todos los pueblos

sólo nosotros los rumanos hemos podido

dejar tantos huesos en tierra extraña

Dimitrie Cantemir duerme el sueño eterno en tierra extraña

Balcescu duerme el sueño eterno en tierra extraña

Enescu duerme el sueño eterno en tierra extraña

Ionescu duerme el sueño eterno en tierra extraña

Cioran duerme el sueño eterno en tierra extraña

Aron Cotrus duerme el sueño eterno en tierra extraña

Como si la tragedia de tantos siglos no nos hubiese bastado.

 

Para reproducir su agonía, sentida en una lengua condenada, estos escritores tuvieron que succionarla de las lenguas universales. No es algo exclusivo de Rumania, pero sí es un caso paradigmático; Danilo Kis se exilió en Francia pero siguió escribiendo en serbocroata; Sándor Márai, ya en San Diego, se sirvió de su lengua magiar como de una tabla salvavidas; Kadaré, residiendo también en la capital gala, no abandonó el albanés.

            Para que un vampiro pueda existir, hace falta una víctima. Los trasuntos necesitan de sus originales aunque después se vuelvan autónomos. Hay un doble emplazamiento, una extraterritorialidad (Steiner). Las regiones del este de Europa fueron relegadas a la categoría de exóticas durante muchos siglos. Ovidio vivió en continua desazón cuando lo desterraron a la ciudad de Tomis, hoy Constanza, Rumania. Ahí, junto al Mar Muerto, aunque nominalmente parte del Imperio Romano, Tomis parecía más un lugar “que está o se considera fuera del territorio de la propia jurisdicción”, una frontera. El poeta romano murió suplicando a César que lo dejara volver a la civilización. Durante el siglo xx, el exilio todavía estaba a la orden del día, sólo que en lugar de implorar el regreso, se huía del exterminio y la dictadura y en algunos casos se cambiaba de lengua. Las ciudades natales de los escritores expatriados se convirtieron también, al igual que su literatura, sustentada en la sangre de una lengua extranjera, en ciudades vampiro íntimas, no abiertas al público; como el río de Heráclito: nunca volvieron a ser las mismas; quedaron almacenadas en el recuerdo, y recordar es imaginar hacia atrás. En estos hombres de lengua dormida como en sus ciudades amadas yace esta condición extraterritorial que necesita el vampirismo. Las palabras extranjeras, según Cioran, son independientes, se reflexiona sobre cada una de ellas al escribir, se las escoge con la meticulosidad de un entomólogo porque no forman parte de nosotros. Revestir las ideas pensadas en rumano con la carne del francés puede ser como ataviarse con una elegante y suave piel de armiño, pero para alguien que vive en las cumbres de la desesperación, puede llegar a ser más una camisa de fuerza. Dos lenguas, dos tierras, una de ellas acallada y otra que insufla un hálito de vida a los sueños de la primera.         

            En De camino a Babadag, Andrzej Stasiuk anota que “nada hace tanto daño a una utopía como la esperanza de que dure”, podríamos decir que nada hace tanto daño a una ciudad vampiro como la esperanza de que sea como se la imagina. Tratando de asir algún aliento extraviado de Cioran en su natal Răşinari, el escritor polaco emprende la travesía hacia Babadag, lugar situado en las fronteras de Rumania. Pero el destino geográfico se vuelve trayecto literario; Babadag es cualquiera de esas ciudades mudas y estáticas en el paso de los siglos. O el sendero que conduce a ellas. Mediante la literatura, el abandono y la desolación pueden ejercer una fascinación tan poderosa que nos sobrepase y nos den ganas de conocer estos lugares sin nombre en los mapas. Babadag es otra ciudad vampiro porque su nombre está colmado de ilusiones nostálgicas en sepia, pero es uno de aquellos vampiros descastados que no tienen la esperanza de conquistar un trono dorado. Muchos kilómetros al suroeste se encuentra la desamparada Kosovo, lamentablemente célebre por sus pugnas étnicas. No hay manera de que alguien desee visitar este sitio si no ha caído en sus manos algún libro de Ismail Kadaré, otro alquimista de la palabra. Kosovo está aprisionada en el corazón de los Balcanes, entre Albania y Serbia, devastada por los bombardeos de la otan. Kosovo, sin embargo, es una tierra legendaria que genera épicas y vuelve héroes a los hombres. El idílico significado de su nombre, “Campo de Mirlos”, es una perversa ironía del trágico destino de los pueblos balcánicos. Son vampiros porque la literatura les ha otorgado un espacio privilegiado en nuestra concepción del mundo; pero es un espacio imaginado.

            Los vampiros, de parias marginados por vivos y muertos pasaron a la envidiable condición de seductores aristócratas que nunca envejecen. Así las ciudades vampiro, sugerentes y cuyo tiempo de vida únicamente lo determina la imaginación y son proscritas en la medida en que se prefiere la ciudad original, la que se escribe con redondas. Todo ser humano tiene sus ciudades vampiro personales, pero el artista es un arquitecto potencial que permite al resto recorrerlas.

            A diferencia de los muertos vivientes, que no se reflejan porque carecen de alma, las ciudades vampiro no se reflejan porque carecen de cuerpo: son sólo alma. Esa alma que provoca visitar Kosovo, Bucarest o Babadag, aunque hayamos sido advertidos sobre su apagado encanto. “No cojas el sendero del sueño, que dormirás profundamente y luego volver no podrás”, advierte una mujer a su marido en el epígrafe de Pavel Dan, el enfant terrible de las letras rumanas, “y si no vuelves del todo, ven sólo para que podamos verte”, parece decirle entre líneas que la única manera de encontrarse una vez que él se haya ido, es en las ciudades del sueño. La Troya homérica, la Florencia de Bocaccio, tomaron también el sendero del sueño. Stasiuk relata una anécdota en la que, revisando un mapa reciente de Europa, notó que los países del sureste no tenían capitales, algunos ni siquiera existían. “Sofía, Bucarest, Belgrado, Varsovia o Bratislava habían desaparecido sin más”. Y preguntamos entonces ¿a dónde van las ciudades que desaparecen de los mapas? Al único lugar posible: la imaginación. Habitamos en ciudades reales, hechas de concreto; pero las ciudades vampiro nos habitan a nosotros.

 

 

 

Datos vitales

Penélope Córdova nació en Salvatierra, Guanajuato, en agosto de 1982. Estudió dos años de  Arquitectura y desertó para estudiar Letras Francesas en la UNAM. Cursó el diplomado en creación literaria de la SOGEM, es traductora de francés, intenta aprender serbocroata y escribe ensayos sobre Europa del Este. Actualmente colabora en el suplemento cultural Laberinto y es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.

http://penelope-luna.blogspot.com/

 

 

 

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