3 muertes 3, por José Manuel Ríos

José Manuel Ríos

En el siguiente relato, José Manuel Ríos (Tulancingo, Hidalgo, 1980) urde una historia al satirizar el conocimiento adquirido a través de la doxa (conocimiento falso) y la episteme (conocimiento científico). Ríos actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el género de narrativa.

3 muertes 3

Mi hermano siempre estaba con cosas raras, se sentía brujo, adivino, iniciado o algo así. El primer día del año, como hacía frío, comentaba:

—Hoy empiezan las cabañuelas, a través de ellas podemos saber el clima de todo el año.

Para el quinto día de enero, que hacía calor, le preguntaba:

—¿No que iba a hacer frío todo enero?

—Lo que pasa es que los primeros días del año no cuentan, porque cada día nos muestra el clima de un mes, hoy cinco corresponde a mayo y en mayo va a hacer calor.

Yo le decía que eso no era posible, ya que el año nuevo es una medida humana y no natural: cada día es un año nuevo en la Tierra. Él no se molestaba en explicar nada, no había leído ni a Aristóteles ni a Kant, y por eso no se enteraba de algo llamado causalidad.

Otras veces insistía:

—Se viene un temblor fuerte como en el 85.

—¿En qué te basas?

—Esas cosas se sienten, ve, el cielo está rojo.

—¿Sabías que tiembla a diario?

—¿Tú sabías que la Tierra se mueve alrededor del sol y que gira sobre su propio eje?

Así se la pasaba, dando pronósticos del clima o de los sismos. Aseguraba que los Pumas nunca perdieron un partido de futbol cuando él fue al estadio y casi exigía que la directiva del equipo le pagara por ese favor.

Por mi parte no me preocupaba de verificar sus pronósticos. Pero hubo uno que llamó mi atención, cuando murió nuestra abuela materna dijo que si uno muere se lleva a otros dos.

—La gente se muere de tres en tres.

En un principio no lo tomé en serio, ¿qué relación causal puede haber entre la muerte de mi abuela y dos muertes posteriores o anteriores? Mi hermano sabía que yo sólo le haría caso si me mostraba pruebas objetivas de su creencia subjetiva. Empezó a enumerar muertes de tres. Por ejemplo: cuando el tío Ponciano murió, el 14 de julio de 1977, unos días antes había muerto Vladimir Nabokov y en agosto murió Elvis Presley.

—Elvis está vivo —lo corregí.

No hizo caso y siguió dando datos de gente que murió de tres en tres.

—En el golpe de estado en Chile, murieron casi en la misma semana Salvador Allende, Pablo Neruda y Víctor Jara.

—Pero en ese caso los muertos se cuentan por miles.

—Nosotros no conocíamos a los demás.

—¿Y a Neruda, Allende y Jara sí?

—El tiempo me dará la razón, en menos de un mes habrá dos muertes más.

Su pronóstico se cumplió, mis abuelos paternos murieron a las dos semanas. Mi abuelo, el domingo, de diabetes y, el miércoles siguiente, mi abuela, de tristeza.

—¿Ya ves, cabrón? —me dijo mientras estábamos en el velorio.

Desde ese momento, con la muerte de alguien me volvía un poco maniático: dejaba de bañarme, no me fuera a caer en la regadera, y tomaba cualquier tipo de precauciones para cruzar una calle. Con el tiempo me olvidé de mis manías provocadas por sus creencias absurdas, hasta que falleció Antonio Vega, el cantante de Nacha Pop. No es que me gustara mucho su música, pero había crecido con ella en los ochentas. Me asusté más cuando mi hermano me mandó un correo electrónico que decía: faltan dos.

—¿Dos qué? —le pregunté la semana siguiente.

—Pues dos muertos.

—¡No mames! Diario mueren un chingo de personas.

—Sí, pero no cercanos a nosotros.

El domingo, el timbre del teléfono me despertó. Era mi hermano.

—Ricardo tuvo un accidente.

—¿En dónde está?

—Cálmate, ya falleció, ven a la casa y de aquí nos vamos al velorio.

—No lo puedo creer.

—Te dije que faltaban dos, ahora sólo falta uno, así que vente por la sombrita, no te vayas a achicharrar.

Ricardo fue nuestro compañero en la preparatoria. Trabajamos en una revista de la escuela, y nuestras reuniones siempre terminaban en borrachera. Cuando llegué con mi hermano ya estaban varios excompañeros. Todos se veían muy tristes. Salimos rumbo a casa de Ricardo, ahí lo velaban.

Me sentía culpable porque me preocupaba más por el muerto que faltaba que por Ricardo y su familia. Estábamos en el velorio cuando llegó Isaac, uno de mis mejores amigos.

—Otra mala noticia —nos dijo.

—¿Ahora qué pasó? —le pregunté.

—Acaba de morir Mario Benedetti.

Cualquiera podría pensar que soy un culero, pero me sentí aliviado; en primer lugar Benedetti era un hombre de 88 años y, en segundo, era el tercero que moría, lo cual significaba que yo estaba a salvo. Había leído algunos de sus poemas a mis novias, con gran éxito, sin decirles que eran de él; eso había que agradecerle al viejo, además de ser el tercero.

Ya más tranquilo, empecé a platicar con los compañeros y me enteré de cómo había muerto Ricardo: trabajaba en Toluca, era maestro de artes plásticas y de apreciación estética, además hacía escenografías para obras de teatro en el Estado de México y a veces en el DF, dividía su vida entre las dos ciudades. El sábado por la noche se fue a Toluca, estaba lloviendo y un tronco cayó sobre la carretera, quiso frenar pero el carro patinó; no chocó contra el tronco, sólo fue una rama la que impactó justo en la ventana del conductor destrozándole la cara y dejando el auto casi intacto.

Isaac se acercó a mí y me preguntó:

—¿No te vas a despedir de Ricardo?

—No me gusta ver a los muertos.

—Yo estoy acostumbrado.

—¿Por qué?

—Tengo más familiares muertos que vivos.

Estuve a punto de ir porque otro compañero me dijo que habían puesto música para despedir a Ricardo y que el ambiente era más de fiesta que de duelo. No me atreví.

Regresé a casa a la medianoche y me conecté a internet para distraerme un poco. Cuando abrí mi correo vi que tenía un mensaje de Ricardo, al principio no le di mucha importancia, hasta que me fijé en la hora: 6:18 de la tarde del mismo día. Tenía que ser un error. El mensaje decía que le urgía verme el próximo domingo. Estaba seguro que era una broma así que le contesté: No estés chingando, tú ya estás muerto y los muertos no mandan correos electrónicos.

Al otro día me llegó un mensaje: Quién te dijo que estaba muerto, andaba de parranda, además soy inmortal. Le contesté: Todos los hombres son mortales. Ricardo es hombre. Por lo tanto, Ricardo es mortal. Me respondió: Tu silogismo es válido, pero el hecho de que sea mortal no implica que esté muerto.

Yo me divertía con los mensajes, en uno le dije: Yo te vi con estos ojos que se han de comer los gusanos, además ya que estás muerto y para los muertos el pasado y el futuro son lo mismo, mándame los números ganadores de la lotería. En seguida me contestó: Fuiste un cobarde, yo sé que no me viste y no lloraste ¡pinche culero! El sábado me llegó el último: Todo lo organizamos tu hermano y yo, para reunir a la banda; te veo mañana en mi casa.

No había visto ni el ataúd ni el carro, podría estar vivo. Marqué a casa de mi hermano pero no me contestó. El domingo fui a la cita. Desde la acera de enfrente observé que había mucha gente afuera de la casa de Ricardo, estaban mi hermano, Isaac y otros. Ricardo se asomó entre todos y me hizo señas para que me acercara, me emocioné tanto que casi lloro (sí, no lloré cuando se murió y ahora que lo veía vivo sentía ganas de llorar). Cuando me disponía a correr sentí el golpe de un carro, lo último que vi fue la cara de horror de todos.

Datos vitales

José Manuel Ríos (Tulancingo, Hidalgo, 1980). Estudió filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Tomó cursos de creación literaria con Alberto Chimal, Marcial Fernández, Mario González Suárez y Mario Rey Perico. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el género de narrativa.

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