El orden natural de las cosas, de Fernando Olszanski

Miquel Barcelo comodín 4Presentamos una reseña al más reciente libro de Fernando Olszanski. El texto corre a cargo de Bernadro Navia quién, entre otras cosas, sugiere que en la narración “Hay una especie de lenguaje secreto, codificado, que une a ciertos protagonistas. Ése parece ser el amor. Pero es un amor diferente”.

 

 

Veintiún intentos por recobrar el orden natural de las cosas

 

 

El orden natural de las cosas, escrito por Fernando Olszanski (Linkgua/Tres aguas: Barcelona-Miami, 2010) parece ser aquel en el cual sus protagonistas se mueven en una dimensión ambigua: quieren volver a él, pensando o sintiendo (sabiendo) que lo han perdido sin haberlo dejado nunca del todo en realidad. Al menos en sus torcidas realidades sicológicas. ‘Torcidas’ por la nostalgia y el desajuste cultural y espiritual que sufren, por obligación, estos personajes (todos ellos inmigrantes). Este, por ejemplo, parece ser el caso del protagonista de Leal y respetuoso, quien parece existir a la sombra de su ejecutivo jefe, el señor Linares; y, aunque el protagonista acaba asumiendo un puesto laboral de indudables ventajas administrativas y salariales, no logra nunca sacarse de encima la sombra de alguien que parece existir con luz propia: el señor Linares; y aunque el personaje central parece haber absorbido el sistema es, precisamente, esta realidad la que de alguna forma le hace notar permanentemente al protagonista que es él el foráneo en un sistema social de dogmas y entredichos ajenos a él en realidad.

                La unidad temática del libro (un universo ambiguo y hasta alucinante a veces, en el que se desenvuelven los inmigrantes latinos en Chicago, de forma conciente o no) se confirma en cada una de las historias que lo componen. Así, abre éste con Emilio y su inútil batalla por borrar una memoria que está muy lejos de significarle la unidad, la solidaridad y el romanticismo que el título sugiere: Mosqueteros. Pero si Emilio no encuentra la tan anhelada amnesia en el alcohol, tampoco lo hace Roberto (Nieve lenta) sumido en sus cavilaciones al recordar en la cárcel primero; o al desaparecer por una nevada calle arriba de Chicago, tras vengarse al empujar al suelo a su pareja, después. Iris, por su parte (protagonista de La luna de Iris), no despierta nunca (no puede o no quiere) de esa especie de trance, de ensoñación permanente que sus anhelos de una vida mejor, impulsados por su amor al baile, le han hecho abandonar su Guerrero natal y a sus hijos; cambiar su nombre y terminan por plantar en su alma un juego curioso (mágico), antídoto contra la soledad, en el que se confunden imágenes de la luna en el cielo invernal de Chicago con las de un soñado bebé de nombre Luna en su vientre.

                Hay una especie de lenguaje secreto, codificado, que une a ciertos protagonistas. Ése parece ser el amor. Pero es un amor diferente, que muestra una solidaridad y una compasión que sólo puede ser entendida por aquellos quienes han sido arrojados a las márgenes del olvido, o por ser inmigrantes, o por estar enfermos, o por ser viejos. Tal parece ser el caso de Ricardo, en Dinero fácil. El hecho de cuidar a un viejo polaco, inválido, marginado incluso por su propio hijo, activa en Ricardo el amor solidario que le lleva a satisfacer una fantasía inocente del viejo (porque si de satisfacer los sueños se trata, los inmigrantes ― sean de donde sean y en el país que sea― tienen la última palabra) le lleva entonces, digo, a poder, de alguna forma y contra todas las reglas de la casa, sentarse con el viejo polaco (Ray) al asiento del tractor que quita la nieve. Es este mismo amor solidario, de cierto modo torcido y/o clandestino, el que ha hecho que el protagonista de El abrelatas y el sacacorchos haya conservado un banderín del club deportivo mexicano de fútbol Las chivas de Guadalajara. Banderín que perteneció en vida a Basilio, otro inmigrante y amigo del protagonista; y que al ser conservado por éste, también se han conservado las oscuras, pesadillescas memorias que le trae; tan grotescamente contrastantes con la tranquila vida de la cual parece disfrutar el protagonista o con la inocencia demostrada por el pequeño Joey, hijo de éste. Es también el amor el real protagonista del cuento a continuación, Jamás llueve en el sur de California; pero es un amor marchito, algo torcido, triste y ya herido de muerte al nacer, o intentar hacerlo. Una americana madura y su desencuentro amoroso con el narrador.

El contraste presentado por la prosa estilística de Olszanski alcanza en la narración señalada uno de sus más logrados niveles: la soledad y la hostilidad nacidas de un medio, de una realidad en vertiginosa carrera hacia ninguna parte, tocan también a los protagonistas americanos de ellas. Pero no se trata ahora de un seguro, joven y exitoso señor Linares, sino de una dama solitaria, librando una patética lucha por vencer al fantasma de la soledad, de la edad tal vez. Y el sabor a tristeza y vacío que experimentan los protagonistas de este cuento, contrasta repito, con el escenario en donde se desenvuelve la acción: California, aquella tierra aún hoy mítica. En la siguiente historia, La única certeza, surge un paralelo, una especie de realidad profética o casi equivalente cuando el protagonista, al escapar de los agentes de Inmigración, acaba enlazando su vida (y posiblemente su destino) a la de un grupo de vagabundos sin techo que se calientan junto a un fuego y disfrutan de sus pedazos de pan. Esta vez ni siquiera esa especie de compasión solidaria un tanto alucinada, ayuda al protagonista latino, quien debe también escapar de ese grupo de vagabundos que no ha podido (o no ha querido) entender las intenciones de ayuda de éste. El protagonismo de esa especie de solidaridad o lealtad irremisible y desencontrada que parece habitar en los personajes se hace presente, una vez más, tanto en don Antonio como en Jacinto, en el cuento Oro y rubíes. Esta vez, sin embargo, no se trata de un patético y servil sentido de lealtad, como lo es en el caso del ya mencionado cuento Leal y respetuoso, sino de algo mucho más complejo y, tal vez, desesperanzado; ya que ni siquiera la muerte logra desentrañar el misterio que parece unir a Jacinto con don Antonio y que ni siquiera Marcio, el hijo de don Antonio (quien, a su vez, es el dueño de la fábrica adonde ha recurrido Jacinto en busca de trabajo, una vez arribado a los Estados Unidos) logra despejar.  En las dos siguientes narraciones, Responsabilidades y En el cementerio, el lector vuelve a encontrarse con los temas de la muerte vs. la esperanza, representados en imágenes de bebés y de infantes muertos. En el primer caso, la trama se desarrolla en un clínica abortiva y, si bien es cierto que el narrador le deja al lector la tarea de llegar a conclusiones, hay una que es obvia: es un bebé el puente para que nazca (el verbo no es fortuito) la esperanza y el amor otra vez entre los protagonistas, después de haber estado en esa clínica de Miami y dirigirse, al final, al aeropuerto a abordar un avión que los llevará de vuelta a su matriz, a México. Una visita accidental a un casi abandonado cementerio en Indiana es el escenario del segundo cuento. La presencia de tumbas de niños, casi bebés algunos, producen en la protagonista confusos sentimientos y alcanza a oír, por un momento, una inquietante seguidilla de murmullos y un sonido que parece ser la risa infantil producida por algún juego de rondas. Al salir corriendo de ese lugar, la protagonista piensa, sin embargo, en sus propias posibilidades de esperar a su propio bebé alguna vez y de llamarlo Roger, que es el nombre familiar que une a todas las tumbas que ha visto en ese lugar. En el siguiente cuento, Visa para un sueño, lo que une a la pareja protagonista (Kelvin y Maraella) es su pasión por el baile. Sin embargo la esperanza que se mueve entre ambos tiene opuestos efectos en ellos, haciendo que, de alguna torcida manera, estén parcial y temporalmente unidos: para Maraella se trata de estar en su isla caribeña junto a los que ama. Kelvin, sin embargo, no cesa de soñar con obtener visa para irse a Nueva York.

Una vez ya inmersos en esta nueva realidad, los personajes comienzan a encontrar consuelo y compañía no en otros seres humanos, sino en las máquinas (símbolo de estatus en esta nueva realidad social en la que vive el inmigrante, en donde sus viejos valores se ven trastocados). Tal parece ser el caso de  Marcos, en Vulnerables. Y si a esta infructuosa búsqueda por encontrar, tal vez, un perdido balance, se le suma el hecho del paso del tiempo, de hijos nacidos bajo otro cielo, en otro orden; y el hecho de simplemente no querer dar explicaciones (por baladí, por vano) el lector se encuentra entonces con don Anselmo y su solitario, ignorado y sordo diálogo con él mismo (o con nadie) en Cuando el espejo habla. Ese sentimiento de solidaridad triste, torcida incluso, o sin objetivo claro, aparte de consolar la soledad y el vacío que une a los personajes (inmigrantes) de estas historias, vuelve a percibirse en las páginas de Svetlana. Por su parte, Los espacios en el medio es un excelente ejemplo para mostrar la soledad, la incomprensión, la mezquindad, la incomprensión y los malentendidos que forman parte de la realidad cotidiana de éstos. Se ubican ellos o en el polo de la aceptación de y hacia la nueva realidad en la que viven (o sobreviven) o en el polo contrario, el del rechazo y la nunca penetración de y hacia esta realidad. Los espacios que quedan en medio son los terribles, los mezquinos y los burlescos. El protagonista de este cuento, Chony (la grafía del nombre es irónica ―en términos de pronunciación―, no casual) lo ha entendido, para su pesar. Por su parte, vuelve a hacerse presente esa especie de consuelo que se produce, que parece otorgarse de inmigrante a inmigrante en La superposición de las Marías. Es, precisamente, una chica latina, María, la que puede levantar un puente que conduzca, en forma tal vea un poco más balanceada, al protagonista desde sus memorias (de la otra María, la que ha quedado en su tierra natal) hacia la nueva realidad que lo rodea, Aunque metafóricamente corra ésta, para él, en forma paralela al plástico de las plantas que rodean la piscina del complejo habitacional en donde vive. La sensación de enfrentarse a preguntas sin respuestas que el lector tiene ante esta colección de cuentos, queda perfectamente ejemplificada con Imperdonable. ¿Es Sergio, en realidad, blanco mortal del rencor de su suegro, el padre de Michelle? ¿Quién es el verdadero responsable del vacío existencial que se ha producido en estos tres personajes? ¿El protagonista? ¿Su orgullo de padre dejado de lado y su obvia soledad, que contrasta con la superficial prosperidad material que lo rodea? ¿Sergio y su aire bohemio que conquista a Michelle? ¿Ella y su aparente espíritu rebelde que ha herido a su padre y, aparentemente, también a Sergio a juzgar por los comentarios del primero? ¿El sistema de vida americano, altamente violento y competitivo, que domina a los protagonistas (todos ellos latinos) de esta historia? ¿La constante e imperecedera sensación de no saber quiénes son realmente? Y si de preguntas sin contestar se trata, se debería afirmar que todo el libro se trata de esto; que este aspecto se ejemplifica a la perfección en Un año. Un inmigrante nunca más volverá a tener un lugar geográfico que pueda llamar entera y honestamente suyo. Se convierte en alguien que no es de aquí ni de allá. A algunos les lleva muchos años darse cuenta y/o aceptar esta realidad; a otros (tal como se aprecia en varias de las historias aquí reseñadas) les lleva no sólo años, sino también experiencias de vida facilísimas de confundir con éxito y absorción de una nueva realidad. Me refiero a trabajo ventajoso, logros materiales, comodidad sentimental; e, incluso, unión conyugal y descendencia. A otros inmigrantes, sin embargo, les toma relativamente poco tiempo darse cuenta de que, una vez que se deja el suelo natal, se comienza un viaje, de por vida, hacia la tierra de Ninguna parte. “Relativamente poco tiempo” porque, tal como le sucede al protagonista de ese relato, aunque sea sólo un año es un “año sin días para contar”.

De modo que si se produce una especie de doble destierro al emigrar, queda ésta demostrada con el paralelismo que se presenta en Animal; la soledad, el miedo y la triste rutina del protagonista encuentran perfecto paralelo con la imagen final del perro callejero que aparece: ¿quién es realmente el ser (el animal) que las circunstancias han empujado a seguir solo por la vida? ¿Quién es el que realmente huye al final del relato, limitándose sólo a un “husmear el alrededor”? Intentando contestar estas interrogantes se llega, entonces, al final del libro como si se cayera, con aceleración creciente, hacia el fondo de una pendiente vertiginosa. Todas las circunstancias de soledad, confusión, impotencia, solidaridad torcida y triste; en fin, todos los duros golpes que recibe el alma inmigrante, encuentran en la última narración del libro (El orden natural de las cosas) una especie de puerto en donde atracar para descansar de esta especie de navegación infernal (interminable) que emprenden los personajes. Son los personajes femeninos del libro (no importa en cuál historia) los que, obviamente, se encargan de dirigir los destinos de estas intensas navegaciones. Aunque esté esta dirección de antemano marcada por la atroz certeza del fracaso y de haber perdido la brújula. Pero han de ser las mujeres quienes dirijan. De ellas se origina la vida. Tanto la que estará a salvo, como la del inmigrante. En el último relato, el hermano de Nora sólo atinará a una sola cosa luego de que ella se encargue de alejar a Candy, pareja de éste, de la vida de ellos. Una vez que el círculo esté completo, que no haya más interrupciones (sociales, sentimentales, laborales, culturales, o las que sea ―y que se manifiestan tanto en la vida de estos tres personajes, como en la de cualquiera de las otras narraciones: inmigrantes todos, al fin y al cabo); una vez que, aunque sea de forma aberrante y egoísta, el orden natural de las cosas ha sido restablecido, el hermano de Nora (alterado, molesto y confundido) atina sólo a hacerle un espacio en la cama a su hermana, junto a él. Sólo así, con la presencia de sentimientos grises, pero intensos; como si hubiera no sólo fronteras geográficas o físicas que fueron traspasadas parece recobrarse un orden arrebatado; parece volverse a una esfera de existencia significativa, “ como siempre debió haber sido”.

                A modo de conclusión, entonces, no creo que sea exagerado afirmar que en su libro, Fernando Olszanski, ha sido capaz de entregarnos en 21 historias algunas de las incontables manifestaciones del universo del inmigrante. Un universo que, por nómada, por migrante, por haber sido obligado a conformar una naturaleza más bien plasmática, no cesará jamás de buscar su origen perdido, aquel en que la existencia tenía sentido; es decir, el orden natural de las cosas.

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