El conquistador es uno, solo. Prosa de Manuel R. Montes

Prosa manuel

Manuel R. Montes (Zacatecas, 1981), con un estilo apasionante gracias al lujo del lenguaje y a su estética barroquizante, nos presenta la siguiente prosa, perteneciente a su volumen de cuentos La muerte de la imaginación, próximo a publicarse. Manuel R. Montes ganó el Premio Juan Rulfo Para Primea Novela.

 

 

El conquistador es uno, solo*

 

Derraman tan inmensa copia de sangre

Fray Bartolomé de las Casas

 

a Alí Calderón

 

Un eco que amortiguan cortinas de lluvia. La noche. Una coraza doblegada, endeble. Su armadura. La piel de hierro se apoya sobre un tronco. Árbol de nervaduras altísimas. Lamento que descifran mis oídos. El hombre armado llora. Inamovible, recio. Conquistador. Lo reconozco… Se granjeó las huestes de mi provincia. Seducción su palabra. Persuasivo. Al mediodía. Un asta. El abanderado. Yo fui el abanderado. Águila dorada. Símbolo de la República. Presentar armas. El ejército de sus pocos hombres. Invencibles. Los enfrentamos. Cundidos por la descarga de los tubos de fuego. Una vez. Dos. Tres veces. Cuatro. Rendirse. Despejarles el paso. El Conquistador y su comitiva blindada desplegándose bajo los riscos. Tambores, vítores y flautas, cascos trotan. El sol enrarecido por el color, el desfile. Abanicos. El pacto. La supremacía. Cientos de traidores. Oportunistas. Convencidos. Los suyos y los nuestros. La tez de bronce y la blanca, en desbandada, contra el Imperio… Cerca, detrás de él. Pero no repara en mí. Llora. Ausculto las pisadas, los bramidos. Gargantas humanas remedando al búho, al jaguar. Pero no su derrota. No aún. El silbido abeja de las flechas. La histeria todavía… Fui su aliado. La conveniencia. La codicia. No desaprovechar la oportunidad. Y maté por él, en su nombre, por Santiago. Violé por él y por su dios. Cercenar de vientres restallados. Luego del magnicidio, el reclutamiento. El panteón de las divinidades ultrajado por los especialistas del fuego. En tierra santa. Cholula. Asesiné Cholula. Desolación, gritos, teas macehuales. Eliminar. Saqueo. A las afueras del Imperio. En otras pequeñas aldeas. Homicida, como él. Misma escoria. Guerreros imbatibles. Visto el atuendo. El arnés acojinado. La vestidura sagrada. Amarillo, blanco. Rojo granate. Lapislázuli. Campeón de la Orden de la Serpiente… Una punta que rutila su resplandor. La hoja fatal. Su espada. El Conquistador la desenvaina y tira, la unta de lodo para que nadie la vele. Empotrado en las hendiduras del tronco, vencido por el peso de su arma, el Conquistador prevarica… Entré a la capital. Uno de tantos miles. Por el puente que secciona las aguas. Pletórico. Multitud confusa de nobles. El griterío. Ciudadanos perplejos. El Emperador besó la tierra frente a él. Su desmesurada vestimenta cegando a los espectadores. Descalzo. En silencio. Le regaló un amuleto, una metrópoli. El anfitrión lo complace con las arcas tributarias. El Conquistador. Su comitiva blindada. El chasquido del acero que tasajea las avenidas de la ciudad a flote. El sol enrarecido por el color, el desfile, los abanicos. El pacto y la supremacía. Cientos de traidores. Oportunistas. Yo entre los herejes, llevado a palacio como príncipe de casta. Invisible vasallo. Uno de tantos miles… La mano izquierda, incompleta. Le faltan dos dedos. Gotea su hemorragia. Sangre blanca, fértil, que penetra la superficie de mi Único Mundo. Tintura que coagula en las cavernas y en los templos, en murales. La beberán mis dioses planetarios cuando la insurrección doblegue por completo al ejército de los hombres–bestia. Un trueno. Inhalo. Carbón vegetal. Azufre volcánico. Salitre. Transpiración de pólvora que tunde. Relumbran, escupen los arcabuces. Su estela refulgente amedrenta el cielo… Vinieron por mar a su captura y el Conquistador abandonó los aposentos reales. Dispuso un titán rojo al mando, teñida su testa por los rayos bélicos de Marte les permito, gruñó este colosal subordinado, la ceremonia de alabanza. Luego teme una rebelión y vocifera la orden que intimida la luz de las trémulas antorchas. Masacre de principales. Templo Mayor. Vuelvo a matar. Por el titán y por su crucifijo, la pirámide hospeda el cadáver vasto de los imperialistas que la irguieron. Un sacrificio no premeditado, fuera de norma. Se declaran el combate y el sitio. A su regreso, el Conquistador augura perfidias en el silencio. Trae consigo al que fuera su perseguidor, encabezando un tropel de carniceros predispuestos a enriquecerse. Porque logra imponer su rapiña verbal. Porque liderea otra tropa de detractores. El hábil diplomático sisea. La piedra observándolo. Los adoratorios como centinelas, pacientes, lo desaniman. Mala señal. Furtivo, el Conquistador se interna en el palacio. Nos encuentra famélicos, con sed, pertrechados tras el desabasto y el miedo… (Recuerdo, en el puente, un zarpazo de metal. Mi herida. En el brazo. Mi sangre bruna, fértil, que penetra la superficie de mi Único Mundo, que se mezcla con la blanca del hombre desprendido, separado de sus flancos potentes, de sus cuatro plantas de hierro, de su crin alaciada y de su cuello indestructible rabiando los belfos… El Conquistador es uno, solo. No el par de cabezas que temieron los idólatras…) Moctezuma intercedió por sus captores. Por los blancos y por los infieles: por mí, por sus otros genocidas. Las veneradas palabras avivaron el encono del continente. Su pantomima. Desde lo alto. Profusión de misiles. Piedras, injurias que lo asestan en la pierna, el cráneo. Rencores que lo dilapidan. Su muerte a los tres días del espurio discurso. El opulento despojo del Autócrata engullido por el enjambre de rebeldes. La sedición encabezada por el Hermano, jefe de las fuerzas y elevado al trono por los que no besaron la tierra frente al extranjero. Al Conquistador lo azora el fiero antagonista. Opta por la retirada. A los seis días de interinato en palacio faltan la comida y el agua potable. Cuartel desproveído. Un mensajero vuelve restregándose la frente. Pedernal certero. Otro derramamiento más de la sangre que ha partido con sus naves el océano. La tregua quebrantada y afuera la creciente anarquía. Las agitaciones. Barahúnda de caracolas y oboes de concha, tortugas fósil extasiadas. Huehue al que flagelan oscuras maledicencias. En vilo el orbe todo. Consecuencia de la estupidez del titán y de las astucias del Hermano, nuevo líder en contra nuestra. El Conquistador esperó a que la luna proyectara el daguerrotipo con el perfil de su nahual impreso. Fui de los que cribaron el tesoro. Sacarlo de la bóveda. Nos dimos prisa. En el techo de palacio retumbaron acupunturas de torrencial. Dirigidos por el camarero del Conquistador, por su muy avaro y matemático cerdo. Rápido. Los cargamentos. Discos de oro, muñequeras de oro, brazaletes de oro, diademas de oro, esculturas de oro, mantos de oro, alfombras de oro, pendientes de oro, máscaras de oro, vasijas de oro, medallones de oro, platos de oro, sandalias de oro, escudos de oro, ídolos de oro, arcos de oro, cuchillos de oro, collares de oro, cascabeles de oro, rodelas de oro, arpones de oro, esferas de oro, animales de oro. Mis garras impuras empañaron el excremento de los dioses. La premura… No gime ya. Lo cohíben mis pasos incautos, que crujen una rama, liban de un charco. El Conquistador, alerta, recupera la espada, tose, retracta lágrimas en un suspiro. En guardia. Pupilas estriadas por el bochorno de la vergüenza. Otea. La rama, el charco vulnerado se confunden con los estrépitos de la justa: ulular de contingentes escuda mi espionaje. Vienen por él. Se lo llevan. El árbol. Viento y penumbra. No me ve de pie. Las escopetas. Las detonaciones. La bengala que delinea mi silueta y la lanza que porto. No su aliado más. El Conquistador es enemigo. En guardia… Huimos al acontecer, colmada de símbolos, la noche prevista. Las angarillas. Cuatrocientos republicanos y yo. Arrastrar el quinto del Rey ultramarino. Nada para nosotros, los embaucados. Toneladas por el puente, por los canales, a traviesa, de un extremo a otro de la cinta de granito sobre la que nos deslizamos. Trampa perfecta. Vocea el atraco una nodriza, un mercader, un espectro, un moribundo. ¿Quién? Acuden los imperialistas. Nos interceptan los nadadores, tritones que reman con el carcaj repleto. Olas convulsan. Mixtura violenta de hombres de hierro y hombres de barro. Asfixia. El primer canal se supera. La lucha se intensifica. Dispenso mis embates contra todo lo que se mueve. Traidor sin bando. No interesa quién perece merced a mi locura. La noche modela masas anfibias que se retuercen, que alargan desnudeces y cotas por aprovisionarse de la fortuna que se desperdiga y hunde. El Imperio cae. Caen los invasores. Muertos por igual ahogo y en la misma mortaja líquida. Forcejean. Hombres defecan sobre hombres en el último estertor. La Quinta Era declina. Segundo canal. Improvisar con las angarillas, utilizarlas como veredas. De un extremo a otro menos oro y más canoas hostiles. Ráfaga de saetas. Me traga el vórtice. Ileso esquivo, acometo republicanos, imperialistas, invasores y aliados. Tercer canal. Gladiadores desprendidos desde lo alto de sus monturas. Farsantes. No monstruos. Mortales como yo, como los que reman y como los que nadan… Lo encaro. En guardia bajo la pátina de lluvia. Los arcabuces. Nos ronda el enemigo, el Hermano. Ansiedad. No habrá emplazamiento para los alevosos. La Quinta Era declina. El universo se vuelca. Fugarme. Sostengo en mi otra garra una miniatura. Su mirada de buitre apresa la cruceta que poseo, en la diestra. Pude apropiármela durante los desastres… Cuarto canal. Pánico y brazadas inquietan la transparencia del estanque. El zarpazo de metal que no pudo frustrar mi latrocinio. Un soldado blanco se traba conmigo entre las hordas combatientes. La espada surge. Orbita para cortarme la extremidad con que aferro la pieza robada. Anticipo mi obsidiana diamantina, la encajo en el yelmo, la endulzo con el cerebro del oponente. Obtengo la cruceta antes de que la extravíen los delirios de agonizantes que desesperan en el disturbio de la precaria recolección. Un guante de acero ase mi talón. Lo mutila mi hoja. El titán persigue abordar, como yo, el puente al otro lado. Un salto acrobático lo exonera de morir entre los muertos que yacen en morgue fresca. Me reconoce, uno de tantos miles. Quiero cruzar y me rescata. Nuestros puños encadenan. Renuncio a mi obsidiana por instinto. Lo pierdo de vista cuando es imperativo correr, endemoniados. A un imperialista caído le arrebato la lanza y jadeo en línea recta. Contornos. Ascuas de guerrilleros alrededor, tras la hierba, en los tentáculos de la vegetación. Temperaturas de bronce, odiando. Cristales marrones en que la noche combustiona. Acechan. Localizan. Insectos lábiles me detectan. Campeón de la Orden de la Serpiente. Son republicanos. Señalo una vía por la que atajan. Sombras que se diluyen en otro trayecto. Me obedecen por ser uno de ellos, uno de tantos miles. Cantos de búho, de jaguar. Sobrevivo. Me indultan. Entre la erupción de predadores, adelanto. Llego a un remanso. Soledad. El bullicio lejos. La tromba no amaina. Distingo, alcalina, la curvatura enana del Cortés, tachonada por una simulación de granizo. Heno sobrenatural, crespo, exprime su quijada. Empotra en las hendiduras de un tronco. La coraza de hierro. Me oculto. Llanto: un eco que amortiguan cortinas pluviales… El Conquistador quiere apoderarse de la cruceta, del portento, de la insignia de su catecismo, de su gloria, de su dios y de su oro en custodia del nativo Cómo, por qué su garra la hereda y el Conquistador titubea. Serpiente reencarnada. Erecta. Serpiente disfrazada de Serpiente. Liebre profética. Acércate. Sus puyas de acero hincan el fango. La espero, como los más viejos de los viejos predicaron esperarla. Irremediablemente volvería. Serpiente todopoderosa, aborto de las constelaciones. Describe una hélice de plata sobre mi atavío. Eludo el zumbido. Arremete con fiereza. El petroglifo de la venganza tallado en sus facciones. Con su empuñadura garabatea elipses que malogran mi carne. Retrocedo. Driblo. Sorteo. La Serpiente resopla. Endereza el acero que, vertical, fracasa su corte. Un bulto sordo se inserta en el engrudo de légamo. No me toca. Lo desvalgo de un lanzazo. Su espada ya no lo sostiene. No pelean los héroes en desigualdad. Depongo mi arma. Que sea cuerpo a cuerpo. El iris de la Serpiente dilata. Doblo casi su estatura. Mi codo le inyecta la sien. Se desploma el dios barbado. Maldice. Sé asesinarlo. Palpo su piel albina. No me quema. Serpiente sin veneno. La Serpiente de Levante sometida por la Serpiente de la Orden. La estampida se acentúa. Herraduras precipitan. Vienen para ofrecérselo al dios de los espejos. Mi Único Mundo clama por la expulsión de los navegantes. Los imperialistas remueven cuerpos blancos para extirparles el corazón. Plegarias que remedan al búho, al jaguar. Desde lo alto de la pirámide, riadas de sangre se desbordan. Esplenden hierros. Me cercan. El Conquistador se cubre la cara. Será o no un movimiento, un tajo experto. Con alguna de las aristas de la cruceta. Mi oportunidad. Imita la señal del Cristo. Pretende resguardarse tras aquel saludo incomprensible. No alcanzo a degollarlo. Se interpone la persignación, la traza del índice y el medio. Mi botín. Su izquierda incompleta. Gotea su hemorragia. Sangre blanca que penetra la superficie del Cem Anáhuac, fértil, de la que abrevarán los calli, los adoratorios y las ruinas… Carbón vegetal. Azufre volcánico. Salitre. Transpiración de pólvora que tunden arcabuces. El Conquistador lisiado. Acuden sus lacayos. No puedo aventurar el ataque decisivo. Su leyenda o mi muerte. Su leyenda. La Serpiente invicta. Ora o sonríe, inexpresiva, triunfal. El titán reaparece, la incorpora. Capitán. Al pelirrojo lo escolta una veintena. Envuelve la mano podada en la suya. Les proveen de otro torniquete, lo anudan mientras parlamentan. El Conquistador atisba en torno a sí. Me busca. Pero soy invisible. El Conquistador exige, intuyo, mi cacería. Los lacayos acatan. Se dispersan. No logran dar conmigo. Soy uno de los tantos camuflajes que los acordonan. Puedo ser cualquiera de los de barro que ahora van hozando los rastros. El titán lo custodia. Sesean el murmullo cobarde de su evangelio. Acorralados por las tribus que ciñen la periferia. El Conquistador posterga, adivino, mi arresto. La cuadrilla imperialista desanda indicios al aproximarse. Apenas lo advierto desaparecer. Escapa, la Serpiente. A su sombra retorna. Salgo de mi escondite. Arriba el ejército y un general ironiza mi nivel. Tlaxcalteca. Corrupto. Sempiterno anarquista. Esfuerzo por abrirme una brecha. Blando la cruceta. Puñetazos. Un barreno equino desarticula mi linchamiento. Lo precede una turbamulta de crines. Mi oportunidad o mi suicidio. Igualo un galope. Me ato a la rienda sacudida por el impulso de un monstruo rezagado. Me calzo el estribo. Apoltrono en la silla. Mis huesos desequilibran por el castigo novedoso de las arritmias. Serpiente y palafrén. La injuria de los imperialistas que se repliegan, maravillados ante mi especie multiplicada. Ninguno consigue imitarme. A otros los derrenga la maquinaria de las pezuñas. Imprecaciones, juramentos. Me alejo. Doy alcance a los de hierro. Exploran un recodo libre, un pasadizo ilusorio que los conduzca de regreso a su país de hogueras. Distingo al titán entre las pinceladas humanas que admite ver la madrugada. El Conquistador lo sigue. La parálisis en su rostro atraviesa la neblina: su cara irradia pavor, me columbra desertando, republicano bicéfalo de flancos potentes, crin alaciada y cuello indestructible… La Serpiente de la Orden que monta rauda su Astro de Levante… El alazán opta mis rutas. Al concierto de la destrucción lo apoca la distancia. El cuadrúpedo vadea el norte y me traslada, poseído, a la morada infraterrena. Mi Único Mundo será demolido por los rosarios y por los blindajes. Vencieron los imperialistas, una vez. Pero la Serpiente conoce la estratagema para refrenarlos nuevamente, porque suyo es el retorno, suyo el Imperio. Por usurpación y designio… Y el corcel me traslada, poseído, a la morada infraterrena… No tardo en ser un hombre, otro y solo, que se decante desde lo alto de su montura… Un apátrida entre tantos miles… Verdugo anónimo de mi raza… Nadie… Nada… Beso la tierra… 

 

(2004)


* Este cuento pertenece al libro La muerte de la imaginación, a publicarse próximamente.

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