Aquella niña, cuento de Mario Calderón

Mario Calderón

En el marco de la “Antología de narrativa mexicana contemporánea”, presentamos el doloroso cuento “Aquella niña” del poeta, narrador y ensayista Mario Calderón (Timbinal, Gto., 1951). Mario Calderón es autor de los volúmenes de cuento “Si te llamaras Federico”, “Destino y otras ficciones” y “Donde el águila paró”. Es creador de un método para la lectura del entorno (adivinación) con base en la psicología, la literatura y la física.

 

 

 

 Aquella niña

 

            La vi en su caja y me dolía el alma de que la fueran a sepultar. Esa noche llovió, comadre, y otro día, ahí voy yo a lavar al arroyo. Estaba feo el camino, tenía aquel lodazal, y llórele y llórele yo a mi niña, y ver para allá, a donde estaba, al panteón. ¡Ay! Sentía yo aquello… era un dolor la vida.

            Mi niña estaba mal casi desde que nació, desde una vez que yo estaba haciendo las tortillas y ella, por un lado de mí, chiquita, me dijo: mamá. Nomás levantó el hombro y señaló que le dolía el bracito. Yo qué hacía, no tenía ni un centavo y Nicasio andaba en la loma, porque era el tiempo de las siembras, en junio o julio. Me levanté, le di de comer, la bañé y se durmió. Luego, era ya tarde y la niña nada que despertaba, y ya muy tarde, y ella nada que me llamaba, fui a verla, me cupo duda, entonces ya la encontré boca abajito, y que la levanto y luego luego que la levanté que pone los ojitos torcidos, le dio como alferecía. Yo corrí a hacerle remedios, a hacerle frotaciones y todo. Sí, se compuso por ese día, pero a las tres semanas, o antes del mes, le volvió. La siguiente vez que le volvió a dar, sabe qué hice, comadre, me la agarré dándole y me fui para Santa Ana, caminando con Nica­sio mi esposo. Fuimos con la doctora que decían que era muy buena, la Luz Vallejo, llegamos y le enseñé mi niña. Ella me dijo: ¡Ay mujer!, tu niña no se alivia ni en todo el mundo, fíjate, el presidente de Estados Unidos tiene una hija así y es presidente y no se le ha sanado ¿Se te va a curar a ti? Nos dijo que tenía polio y que además tenía una enfermedad que se llama algo así como epilepsía; pero nosotros seguimos dándole medicina. No se le retiraban los ataques. Ya tenía una bola en la cabeza y no dormía ni de día ni de noche. Nada más se la pasaba allí, en la casa, caminando, y yo también pasándome las noches en vela. Entonces la llevamos a Moroleón y de allí nos mandaron al Hospital General de México. En ese hospital no nos la quisieron recibir y nos tuvimos que ir al Infantil, en el Infantil sí nos la internaron y la operaron de la cabeza. Le sacaron una bolota y le estuvieron dando unas pastillas que se llamaban Fenobarbital y Ecuanil para niños, y esa vez ya nos la trajimos de allá muy aliviadita.

            Esa niña era viva, le cojiaba muy poquito un pie, pero corría, aprisa. Vivíamos en una casa de la orilla del rancho y, nomás miraba que venía algún camión por la brecha antigua, arrancaba y se iba a encontrarlo. Salíamos a buscarla y tenía­mos nuestros buenos sustos por miedo de que la fuera a machu­car algún camión. Siempre, esa pena teníamos, siguiéndola. Mis otros hijos, Genaro y Francisco, todavía traen muchas señales de mordidas y pellizcos que ella les hacía cuando la iban a recoger. Ella dondequiera quería andar y dondequiera se metía. Y los muchachos siempre andaban detrás de ella con una ramita que le ponían por los pies, para llevársela. La acosa­ban tanto que ya cuando pasaban por la tienda que tenía mi padre, grita­ba: abelito, mile los talengos de mi pa. Por eso todavía mi padre donde quiera que mira a mis muchachos, les dice los talengos de mi pa.

            Ella llegaba también, casi todos los días, a agarrarse un refresco o un botecito de sardinas de la tienda, y con aquello llegaba siempre a la casa. Allí se hacían los montones de botellas…

            Yo siempre trataba de alimentar bien a mi niña. Le hacía su sopita de verdura, su caldo de codorniz o de tarengo, un pajarito, decía la gente, de esos que silban como haciendo señas a las muchachas. Le componía su caldo muy bien, con arroz y cebolla, y ella comía. Todavía se acuerda mi padre que le preguntaba:

– ¿Qué comiste Rosita?

– Pollo.

Ella nunca comía mal.

            Le hicimos la lucha y al cabo no… Cuando cumplió los trece años, un día, sería a la una de la tarde, le revivió aquel ataque, y fue ataque de quince días y quince noches; pero duro y duro y duro y duro, ataques le iban y le venían, yo no sé por qué sería eso. Nicasio, vuelta y vuelta a Yuri­ria, al doctor Ramírez. Iría cada cuatro o cinco días, y la niña mala, la niña no quería… y yo, con mi Rosita, lloraba, me daba lástima, a veces comía y a veces no, ¡Ah! Cómo sufrí esa vez. De entonces para acá ella se atrasó mucho, le dábamos la comida e

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