Foja de Poesía No. 323: Gabriel Chávez Casazola

GabrielchavezPresentamos la poesía de Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972). Es poeta, ensayista y periodista boliviano. Ha publicado los libros de poesía Lugar Común (1999), Escalera de Mano (2003) y El agua iluminada (2010). Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del Estado boliviano.

 

 

 

 

Bartimeo sueña

 

No puedo ver

 

mi indigencia como un cayado

golpea a tientas la roca de la noche

 

quiere beber del agua

que lava la ceniza

de los ojos del mundo

 

entonces

alguien me arroja un sueño

pasa un dios

 

limpia mis párpados con su saliva

 

veo

 

todos los ríos dividirse

todas las aguas confluir

 

es más

me hundo hasta el cuello en el río primigenio

y contemplo los manzanares a su orilla

 

me tiendo en la hierba

despliego

un muy precioso mantel blanco que compré allá en Esmirna

 

vuelvo a comer de la manzana

veo a Eva llegar

 

Eva que baila

con blancos pies en la mañana del río

 

el fulgor me enceguece y

despierto

 

es el veneno de la manzana

 

no puedo ver

 

busco el cayado

 

a mi diestra

a mi siniestra

 

duerme una mujer

 

toco su rostro

tiene la cara del dios

 

pero está ciega.

 

 

 

 

Albricias

A Lucía

 

Como un don o como la retribución de un don

cual una fruta presentada en un ritual simplísimo

la niña ha entrado en la casa, lo ha

visto todo con su escuchar,

todo lo ha oído con su ver y así

tan atenta al universo

que acababa de crear

el primer día 

(en el principio era la tiniebla y el espíritu de Dios flotaba  dulcemente, en posición fetal, bajo la faz de las aguas)

hágase la luz

ha dicho

sin apelación a ningún significante

 

y Nos hemos comenzado otra vez a existir

briznas de su costilla,

 

depuesta la flamígera,

la desnudez desnuda,

su greda fresca, el jardín

recién regado.

 

 

 

 

Lucas 13, 4

 

¿Quiénes eran aquellos dieciocho hombres

—acaso mujeres, acaso también niños, aquí el genérico es equívoco—

sobre cuyas cabezas vieron desmoronarse

la Torre de Siloé, de la que nada sabemos

salvo lo que sigue refiriéndonos en su Evangelio

el médico y cronista hebreo Lucas?

 

¿Eran tal vez constructores

que levantaban la estructura de la Torre

o que la apuntalaron, fallando en el intento?

¿Eran transeúntes, que pasaban cobijándose a su sombra

del fuego cenital, del brillo inclemente del sol en las arenas?

 

Nada sabemos de ellos tampoco, salvo lo que el Elegido dijo

—reverberación, eco límpido a través de los siglos—

por la mano de Lucas:

 

Que los muertos de Siloé

(y pudo haber dicho de Port au Prince o del Maule)

no eran más ni menos culpables

que los demás hombres y mujeres de la tierra.

 

Que el misterio de la tragedia —o mejor: del accidente—

es algo que escapa a nuestras mentes breves

y secretamente forma parte del anverso de la trama

del Gran Tejido, del cual vemos solamente

per speculum in aenigmate

su reverso,

 

lleno de torpes nudos, de cabos

sueltos como los dieciocho hombres

—o mujeres, o niños— de Siloé

o los miles de Kerman, de Shan Si y de otras provincias

de los reinos que hemos fatigosamente construido

y que un día pueden desmoronarse

como la torre de Jerusalén, partirse en dos o en tres

cual las calles de San Francisco o de Lisboa.

 

 

—Y sin embargo,

los arqueólogos afirman que la torre derruida

pertenecía a las murallas de la ciudad y se erguía junto a una fuente

de la que además tomaba el nombre, en el valle de Tyropean.

 

Hablo de la afamada fuente de Siloé, de la que hablaron ya los profetas

Nehemías e Isaías, en cuyo estanque acaso habían ido a calmar su sed

aquellos dieciocho hombres;

a cuyas aguas siguieron yendo a calmar su sed los hombres y las mujeres y

los niños

por mucho tiempo después de la tragedia;

 

ya que el accidente, el dolor, la muerte, el sinsentido,

la catástrofe,

por más que nos aplasten

o aplasten a quienes más cerca se encuentren de nosotros

no pueden apagar la sed de infinito

que nos aqueja desde el principio,

la sed de luz

que saciamos en los abrevaderos de la dicha,

aun cuando se encuentren situados

en los estanques mismos donde nos desmoronó el sufrimiento.

 

Allí mismo, en el valle de Tyropean.

 

 

 

 

Una rendija

 

Y tomando barro de la acequia

el niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía.

 

Se alisó entonces el cabello que le cubría la frente

tomó aire

sopló suavemente sobre ellos

 

y echaron a volar.


 

 

 

Celebración

 

Un brindis por los que murieron jóvenes.

 

Por los que no claudicaron.

Por los que apuraron el vaso hasta las heces.

Por los que quisieron ser trueno y no se resignaron al gemido.

 

No los envidiamos.

No deseamos ser como fueron ellos

ni morir de sus heroicas muertes.

 

Solo brindamos a su memoria

con este viejo vino que los toneles de roble

han sabido atemperar.


 

 

 

Amazon trail

 

Ni Henry Ford ni Theodore Roosevelt,

por supuesto.

 

Si acaso algún

viajero

de los países

altos,

llegado aquí,

atraído

por susurros

de voces

tan húmedas

como

letales:

 

Gustav Von Aschenbach

redivivo de las fiebres de Mann

y arrojado a esta

otra Venecia

donde la peste

es arrullada lentamente por los árboles

y los bajíos

pueden

como una víscera

recibir y deglutir la evidencia

del cuerpo de cualquier

muchacho con traje marinero

que haya pasado por aquí en los tiempos

en que llegó Caruso

y toda la espesura vibró

con su viril voz

como yo

—de hecho—

con el aroma de las hijas de la selva

vibro ahora.

 

 

 

 

De su estancia

 

De su estancia en vaya a saberse cuáles ciudades de la confusión

conservaba,

apenas a salvo de la humedad y el calor propio a esa hacienda

estacada en el centro del verano,

unas cuantas revistas que en el cuarto de baño daban cuenta

de un pasado mejor, de unos años

de bullente actividad intelectual,

de grupos activistas, de talleres de cuento, de seminarios

lacanianos,

de círculos de discusión de la Escuela de Frankfurt

y otros misterios reservados para los iniciados en

el buen sexo y los porros de aquella época y de aquellas ciudades de la  

confusión

en las que esa mujer altiva y lúcida aprendió a preparar un par

de buenos platos

—por ejemplo, pollo al mole—

que hoy junto a las revistas son todo el patrimonio que perdura

de aquellos años dorados, esplendentes,

en que todos querían cambiar el mundo a fuerza

de bullente actividad intelectual y porros y Gramsci y hasta de Louis Althusser,

hasta que Louis Althusser estranguló a su mujer e ingresó al manicomio y murió babeando su impotencia y su ira en un camino

lodoso, del color del mole del pollo al mole,

botando sangre como rojos un cuadro de Frida Kahlo,

ese lugar común ahora, por entonces aún un descubrimiento

en una de las tapas de aquellas revistas estacadas

en medio del baño de aquella hacienda,

estacada a su vez

en el centro de esa mujer altiva y lúcida, tan digna

en su derrota

como la golondrina de Wilde cuando decía

despreciar el verano.

 

 

 

 

Mobilis in mobile

 

Fatigado del ligero resplandor de las piscinas

en copas colmadas de zumos de estación;

del profundo esplendor de los lagos de la noche en los ojos de mujeres interesantes y

lo suficientemente locas;

del vaivén de los ríos salvajes a bordo de maravillosos barcos

ebrios; 

del arrullo del mar en monstruosos cruceros blancos cuyos salones derrochan lámparas y cristales

que vistos de improviso en la madrugada nos musitan

cuán vanos son nuestros reflejos y la realidad, así llamada,

con la que fingíamos bailar un inacabable minuet;

 

he venido a dar con mis huesos a esta isla

—pequeña porción de cordura en medio del trópico delirante—

y desde ella pongo en duda todo lo conocido hasta ahora,

Náugrafo como sigo siendo

y a la vez

Señor de estos reinos que a nadie más pertenecen

que a este conquistador y a las aguas que un verano

se llevarán la isla y mis huesos

al agua de un río salvaje y de allí al vaivén del mar,

 

lejos ya por fortuna de los blancos cruceros y de las lámparas y de los

hombres de todos los colores,

mas por desdicha lejos de las mujeres interesantísimas, alocadas,

tanto o más deliciosas

que los frutos de estación.

 

 

 

 

Y que a las orillas

 

Y que a las orillas del río de caimanes te caven una tumba

en la loma más cercana,

te conduzcan

con bronce en el cuello y las orejas

y los tobillos y un gran ramo de flores amarillas

escogidas con primor

por las núbiles

—con suerte orquídea de las islas—

 

Un ramo

que cuando encuentren tu cuerpo los arqueólogos

japoneses y alemanes a la orilla

del gran río de caimanes

sea

la prueba mayor de que tus hijos veneraban a los muertos

cargando sus rodillas con un peso amarillo

que no era de oro, no,

pero que igual vencía

la natural resistencia de los huesos

al fin y al cabo de tu civilización impúdicamente ofrecidos

en arco abierto

—eso del peso de las flores,

    el peso de la belleza en las ancas de la muerte—

 

Dispuestos ya tus huesos a la carnicería de los futuros

si eso quiere decir algo todavía,

ahora que es entonces y tus manos de niña

cortan los pétalos de flores amarillas

y lanzan sus veletas al socaire

preguntándose en lenguas ya desaparecidas

me quiere no me quiere

—¿se preguntaban los antiguos estas cosas?

mucho

—¿conocían el amor nuestros antiguos?

poquito

—o era una enfermedad como la peste, llegada de lontano.

 

 

Ah, cuán pesadas las flores

qué frágiles mis huesos y esta lengua que hoy hablo

nadie podrá escribirla cuando

—¿cuándo? —

 

 

Muchacha de los ríos enterrada en cuál loma

 

mucho

poquito

 

mis huesos ya vencidos

 

saben que acaso

nada

 

 

 

 

 

 (Inscripción escuchada en una excavación, lengua desconocida.

Esta es apenas una versión muy libre

del aroma que emanan las flores amarillas:

la cultura a la que perteneció la poseedora de estos restos era ágrafa).

 

 

La canción de la sopa

 

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes.

 

Comían alrededor de grandes mesas

mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo

pero bien establecidas en el piso.

 

Con cucharas enormes comían la sopa

en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones

de unas enormes soperas.

 

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,

a fumarse un cigarrillo

sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

 

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,

veía sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado.

 

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6

montado en un gran auto americano o en un gran caballo

o con un gran estilo

de caminar

para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el

tiempo no había interrumpido,

salvo aquél que enfermó, aquél que se fue

dejando un enigma y una sensación de vacío

—una enorme sensación de vacío—

flotando, con el humo de los cigarrillos,

sobre la sobremesa de la cena.

 

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar

solo consigo mismo, simplemente

no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana

carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era

mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o

con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

 

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo

en la garganta, un nudo que después salía flotando de su

boca montado en un gran suspiro,

un enorme nudo que se enredaba en el vapor

de su taza de café, con unas

volutas que le robaban la mirada y la hacían desear

estar sola,

simplemente no estar ahí, escuchando los llantos

de las últimas hijas y los primeros nietos.

 

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos

y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes

soperas vacías, las cucharas mudas

de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió

a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de

teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

 

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir

como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,

que se metió en su pecho por la gran boca abierta

de un enorme bostezo.

 

Entonces

compró una breve sopa instantánea

y entre sus mínimas volutas

se permitió un pequeño llanto.

 

No podía tomar la sopa.

en su diminuto departamento no había una sola cuchara,

una sola mesa bien fundada, algo

que vagamente pudiera parecerse a la felicidad

y sus rutinas.

 

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío

o del tuyo, cuando las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes

y veían sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado

con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos

en el aire. 


 

 

 

El deseo de Aladino

 

Que esta línea de tinta se torne en una ajorca

 

que de la ajorca crezca la danza de una bailarina

 

que en los ojos de la danzante asome la noche

 

que en su noche haya estrellas fugaces

 

y que una de ellas trace esta línea de tinta


 

 

 

Vuelo nocturno / Arte poética

 

Esa luz que se apaga

no es un imperio

ni una luciérnaga.

 

Antoine lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.

 

Esa luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán

al resto del mundo,

una mansión

 

—una humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre son una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—

 

una mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio.

 

Una luz vacilante a la que

—frío al calor—

unos labriegos reunidos

se aferran

 

náufragos que balancean un fósforo

ante la inmensidad

desde una isla desierta.

 

 

 

 

Datos vitales

Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972) Poeta, ensayista y periodista boliviano. Ha publicado los libros de poesía Lugar Común (1999), Escalera de Mano (2003) y El agua iluminada (2010). Varios de sus poemas fueron traducidos al italiano, portugués e inglés, y textos suyos están incluidos en antologías internacionales y de su país. Ha impartido talleres de poesía en universidades y centros culturales, y participado en encuentros, festivales y lecturas en Brasil, Nicaragua,, Ecuador, México, Perú y Argentina.  Tiene publicados también un libro de ensayo y otro de crónica periodística, y editó una vasta y premiada Historia de la cultura boliviana del siglo XX (2005 y 2009), en dos volúmenes.  Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del Estado boliviano. “Poesía del elemento líquido, del viaje, de lo inestable como el tiempo y la memoria, la obra de Gabriel Chávez Casazola tiene el poder de transfigurar lo que toca, de iluminarlo. Sólo un cabal poeta puede crear desde el juego permanente de distancias y proximidades que desencadena estos poemas, un movimiento que logra ir desde la sabiduría siempre inexplicada del Evangelio hasta la contingencia del mundo en el viaje del tiempo. Al mismo tiempo polifónica y profundamente centrada en la palabra de su creador, la obra de Chávez Casazola –un autor cada vez más reconocido entre los poetas del continente- suscita la inmediata adhesión del lector, la total identificación con el yo de este libro, que es siempre un nosotros, los que nos reconocemos iluminados por este poeta de excepción”.   (Alfredo Fressia)

 

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