Antología de cuento español: Óscar Esquivias

En el marco de la Antología de cuento español, preparada por Juan Gómez Bárcena, presentamos un relato de Óscar Esquivias (Burgos, 1972) perteneciente al volumen La marca de Creta,  2008. Mereció distinciones como el Premio Setenil, 2008, el Premio Tormenta, 2010, el Premio Ateneo Joven de Sevilla, el Premio Arte Joven y el Premio de la Crítica de Castilla y León, 2005.

 

 

 

Un Dios cruel

 

Credo in un Dio crudel che m’ha creato

simile a sè e che nell’ira io nomo.

      G. Verdi y A. Boito, Otello, Acto II

 

 

 

            –¿Y si el mar fuera Dios, dime, qué pasaría si el mar fuera Dios?

            –Yo qué sé. Qué preguntas me haces, pareces un crío.

            –Si el mar fuera Dios, todo tendría sentido.

            –Si el mar fuera Dios, Dios estaría lleno de mierda. Y nada tendría sentido.

            No me escuchaba. No sé siquiera por qué intentaba responder a sus pedanterías, como si no tuviera la certeza de que Carlos improvisaba cada una de sus palabras. Pero ese era mi principal defecto, según él: tomármelo todo en serio. Le gustaba provocarme. Decía que yo no tenía imaginación ni sentido del humor. Que era incapaz de captar una broma. Que sería la última persona a la que invitaría a una fiesta. Pero que mi amistad era de una fidelidad perruna. Tenía razón en todo.

            –Tú me querías, te gustaba.

            –Sí.

            –¿Y por qué no me lo dijiste?

            –No me atrevía.

            –Qué bobo eres, qué cobarde. Jamás me había imaginado que eras marica. ¿Te has acostado con alguien?

            –No.

            –Vaya panorama. Pero qué bobo eres.

            En el fondo le daba igual todo, hasta ese secreto que me quemaba en la garganta y que le confié hace unos días. Salíamos todas las mañanas a pasear por la playa. Carlos iba en busca del sol con sus pasos enfermos, con la toalla bajo el brazo, las gafas oscuras sobre la frente, las ropas de colores alegres, chillones, que contrastaban con su delgadez extrema. Recorríamos la Playa de los Peligros varias veces, de punta a punta, mojándonos los pies. Tomábamos un rato el sol, sin desnudarnos. Hacía meses que Carlos evitaba ponerse el bañador, se avergonzaba de su cuerpo esquilmado. Cada vez tenía peor humor, le escocía una rabia interna que escupía a los pocos que le seguíamos frecuentando. Daba vueltas a sus obsesiones, a cuando quedara inútil, a cuando no aguantara más el dolor, la humillación. Llamaba humillación a cualquier cosa que no pudiera hacer por sí mismo: subirse a una banqueta para arreglar la persiana, cargar con las bombonas de butano, correr detrás del autobús, aguantar sin toser las tres horas de una función de ópera. Últimamente se obsesionaba con la idea de Dios. Que era tanto como pensar en la muerte. En nuestros paseos nos cruzábamos con enfermos del hospital de Valdecilla que también bajaban a la playa a pasear su enfermedad con disimulo y decoro. Carlos les llamaba los zombis. Les despreciaba porque en cada uno de ellos veía un reflejo de su propia decadencia, aunque fueran males distintos los que les devoraban, los unos con sus cánceres y él, él con lo suyo, lo innombrable, como si tuviera una enfermedad exclusiva y denigrante, hecha a medida de sus miedos. Los enfermos evitaban reconocerse en la playa, mirarse siquiera, les asqueaba su mutua presencia herida, ajena a aquella explosión de cuerpos igualmente jóvenes, pero plenos, que iban ocupando la arena según avanzaba la mañana, llenándola de gritos, de juegos, de lecturas efímeras antes del sopor o el baño, de sexos mal disimulados que herían a Carlos, le hurgaban en la imaginación.

            –Santander está llena de muertos.

            Escupía, tosía. Se abrazaba, con los antebrazos manchados de arena.

            –Dios es el mar. Aquí nació la vida, ¿no crees? Vivir es poder bajar a la playa y bañarse, poder jugar y reír y nada más, eso es todo, ¿no?

            –Sí, supongo.

            –Yo estoy muerto. Soy mierda –decía con voz cavernosa, mientras amasaba la arena.

            –¿Qué?

            –Nada. No entiendes nada.

            Y tiró un puñado de arena hacia el agua, con rabia. Y con la arena arrojaba su propia vida contra ese mar lleno de risas, de alegría. De salud.

 

*     *     *

 

            Nuestros paseos cada vez se hicieron más cortos. Al final ni siquiera bajábamos a la playa, nos quedábamos en el puerto o en el Paseo Pereda y nos despedíamos a media mañana. Le acompañaba hasta su portal.

            –¿Qué tal estás?

            –Mal.

            –Hasta mañana.

            –Piénsalo: Dios es el mar. A ver si te enteras.

            Yo no tengo Dios, no tengo ninguna convicción. O sólo una. Que Carlos se ha convertido en mi enfermedad. Otra, que él lo sabe y me desprecia. Otra más (y ya son tres): que tiene razón y vivir no es mucho más que correr detrás de una pelota de colores. Sólo puedo ser, entonces, espectador: me falta la despreocupación y la alegría, el poder mirar otros ojos sin sentirme delatado, saber perder el tiempo y no llenarlo de amargura, ver en el mar sólo mar y nada más que mar y no una frontera oscura donde las olas se agitan al ritmo de mi corazón domado y lamen los pies que yo no puedo besar. Esta forma de permanecer en un margen de la vida se llama desesperación: el único vínculo que me une con Carlos.

 

 

 

Datos vitales

Óscar Esquivias (Burgos, 1972) ha publicado los libros de cuentos La marca de Creta (Premio Setenil, 2008) y Pampanitos verdes (Premio Tormenta, 2010). También es autor de las novelas El suelo bendito (Premio Ateneo Joven de Sevilla, 2000), Jerjes conquista el mar (Premio Arte Joven, 2009) y la trilogía compuesta por Inquietud en el Paraíso (Premio de la Crítica de Castilla y León, 2005), La ciudad del Gran Rey (2006) y Viene la noche (2007). Junto al fotógrafo Asís G. Ayerbe ha editado La ciudad de plata (2008), En el secreto Alcázar (2008) y Secretos xxs (2008). La editorial Edelvives ha editado sus novelas para jóvenes Huye de mí, rubio (2002), Mi hermano Étienne (2007) y Étienne el Traidor (2008).

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