Poesía costarricense No. 1: Carlos Francisco Monge

En el marco del dossier de poesía costarricense, preparado por Gustavo Solórzano Alfaro, presentamos la poesía de Carlos Francisco Monge (San José, Costa Rica, 1951). Es poeta, ensayista y crítico de literatura. Es miembro de la Academia Costarricense de la Lengua y Premio Nacional Aquileo J. Echeverría. Su último poemario es Territorios y figuraciones (2009).

 

 

Lee aquí la introducción de Gustavo Solórzano Alfaro a este dossier

 

 

Del fantasma irrisorio

 

En el festín que a diario nos rodea,

con sus mejores platos, las lucernas, los podios

para articular las palabras solemnes,

no encuentro mi lugar.

El aire vuelve a mi jardín, las amapolas

danzan sin el sufrimiento

de orearse, de gastarse, de elegir un destino;

y yo recuerdo aquel collige, virgo, rosas, sin mayor esperanza,

seguro de otras cosas; por ejemplo, de asistir a esa antigua vanidad

de unos cuerpos buscando la ebriedad entre la espuma marina,

dorándose en la luz revuelta del ocaso.

Mientras tanto el festín: los arrebatos, los espejos cubiertos de ceniza,

la ineptitud de un bel morir, unas aves azules,

el sonajero allí, la barahúnda, el copetín.

Y no lo encuentro, no hay sonido de lluvia, no hay antorchas,

no hay oleajes nocturnos. Hay salones levíticos, sombras acumuladas,

polvo y carcoma y manchas.

Solo pienso en las pausas, como si fuesen las últimas

y en aquellas palabras insistentes, collige virgo rosas…

 

 

 

 

Doncellas en el parque

 

Siempre al poeta

le dan vuelta las palabras;

lo aturden, lo atosigan,

pugnan por reclamar su derecho a la fama

y a los fastos mundanos;

lo obligan a pensar, a deambular

por los parques, por la habitación,

durante la vendimia,

en tiempos de aridez y carestía.

No callan, nunca se repliegan,

se quieren ver impresas, acariciadas,

lentamente bebidas,

junto a la claridad o a la redención.

Nublan el alma a veces,

se aprietan a la piel con seductora constancia,

recriminan el tedio y el silencio,

fijan su ruta traspasando el alba,

la materia, el naufragio,

el corazón iluso.

Pero el poeta, si es poeta, calla;

resiste los embates, desconfía,

enhebra con cautela y reposo

sus incidentes, su llevadera alegría,

su respiración.

Le dan vuelta las palabras,

lo aturden, lo marean

con implacable hermosura,

rapaces, codiciosas,

y él las mira a los ojos, las mide, las escudriña

como hojas secas, sueltas en el parque,

sin más promesa que el viento.

 

 

 

 

Incitación a la nostalgia

 

Granada, tierra extraña,

lejana a mi mirada,

desamparada, mágica,

como un jardín de acacias

y palabras.

O como el agua.

¿Por qué tan habitada

de minuciosas y pacientes lágrimas;

por qué tanta mampostería blanca?

Óyeme entre la sombra,

déjame contemplar, desde esta urbana habitación cerrada,

las concesiones de la noche,

la historia de mis pasos, desmemoriada,

mi estar sediento a la orilla de la cama,

cruzando, como loco caballo,

tu danza entre las llamas.

Aquí no cesa nada; todo queda y todo pasa.

Ya no hay tiempos difíciles,

no hay tormentas ni cábalas.

Apenas, desde acá, mi habitación cerrada,

en esta tierra extraña, por lejana,

se oye el agua

y una manía shakespeareana:

palabras y palabras y palabras.

 

 

 

 

Método para cuantificar la idiosincrasia del placer

 

Señor, tan solo un ruego:

que estas palabras no corran en vano,

que no las almacenen los mercaderes de libros,

que no se amparen al mejor postor

ni se desdigan, ni manchen las paredes

con la furia de la tempestad.

Dales un minuto de silencio,

una señal quimérica, un gesto de pasión,

una música inútil, un rumor, una sombra;

dales el mismo espacio para envejecer,

o para develar la luz desnuda,

o para recobrar mil ciudades perdidas,

conocer y elegir las caricias

a este cuerpo que amo y se consume.

Dónde estarán mañana, chi lo sa;

quién lo sabe si no la penumbra levítica,

la piedra ya olvidada,

el mar y su apetencia, la noche encima

y el verdín del tiempo

que suma, prueba formas,

mientras alguien, de lejos, teje ruegos

desde un rincón, ajeno a la hermosura.

 

 

 

 

Perro callejero

 

Difícil es hallar en la ciudad

un perro callejero, sereno, taciturno.

Él brilla, él ladra, él grita

a la noche falaz, a su agobiante soledad,

a la mal hermanada histeria

de sus días fatigados.

A cada amanecer, avaramente escudriña

entre papeles y ruidos,

su pequeña verdad, su biografía ruin,

sus territorios profusamente conocidos;

adivina colinas, revueltas,

alarga el cuello como quien no merece

sino correr del hambre,

envejeciendo, olisqueando su mar

encrespado, remoto.

No hay imagen heroica, ni estampa, ni esplendor,

ni resignación siquiera;

hay en cambio calambres, innumerables señas

de su amor por el bote de basura,

por el descampado.

Pero no calla, ni teme a la barahúnda;

declara su fe en la abundancia,

acude aquí o allá,

cifra su historia en un aroma secreto,

revestido de dichas y cansancios;

sin congojas se curte, se desgarra,

y acude, va, responde

a la niebla, al riachuelo,

al torrente sin puertas, sin orillas;

esquiva el puntapié, se planta, gime,

afronta injurias,

y no hay noche cerrada, ni piedras en el viento,

ni desolación ni quimeras.

Solo su voz, aguda o ronca o pertinaz,

a salvaguarda.

 

 

 

 

Prevenciones de biblioteca

 

Cuidado con los monstruos,

los devoradores,

los que carcomen con insidiosa alegría,

o a dentelladas,

sin parpadear siquiera.

Cuidado con ellos,

que se nos vienen encima desde los anaqueles,

resguardados por siempre en congresos, en antologías,

en la rabieta del profe centelleante.

Ay del día en que soñemos con ser uno más de ellos,

morder como ellos,

gruñir como ellos,

experimentar como ellos el orgasmo y la gloria.

No tienen nombres antediluvianos

(tiranosaurios, pterodáctilos, diplodocus)

ni de solemnes césares, ni de villanos siquiera;

son civiles, señores distinguidos

representantes dignos del verbo y sus mil estaciones,

pero monstruos al fin: voces omnipresentes

que sin saberlo el poeta pequeño

sorprende entre sus propios papelitos

y en su tinta,

en su respiración, en sus aspiraciones,

haciendo coro.

Ah de la vida, biblioteca,

¿cómo eres tú de traidora y sediciosa,

con tus monstruos ocultos

entre las telarañas y el polvo?

 

 

 

 

Senos

 

Puede que su importancia

se deba a la lascivia,

a los diseñadores de escotes y a los fabricantes

de prendas y accesorios;

mas juntos saben cómo dirimir la contienda

entre un amor infinito, una mirada penetrante,

una simple obsesión no estética

sino de caudaloso deseo.

Ellos danzan, se ofrendan,

quieren saltar, cruzar a nado los ríos,

cantar su turbulencia;

ellos provocan manos, ojos, labios,

palabras esfumadas en la noche profunda,

risas y llantos por doquier, estigmas,

versos malogrados incluso.

Apenas se comprende su irrupción:

¿por qué otras lenguas también los dulcifican?;

¿por qué natura los muestra, los exhibe

en su perfecto estado?;

¿cómo son viajes interplanetarios

y al mismo tiempo carne, sangre, piel,

glándulas lactíferas;

cuerpo no más, lozanamente curvo, iluminado,

que se ama y que se mira y que se espera?

 

 

 

 

Monólogo con resplandor de fondo

 

Cuando me dejo seducir

por aquellos poemas sobre la belleza humana,

sobre la ansiada luz del cuerpo

danzando frente al mar

o en la llanura ilímite,

pienso más en las sombras, en los pequeños resquicios,

en la imposible distinción entre el agua que corre

y la perennidad de las piedras;

medito, con una congoja desconocida,

sobre las trampas del olvido,

sobre los temporales que azotan cuando menos se espera,

sobre la sucesión de las pequeñas alegrías,

las sorpresas, los sustos, el momento apacible,

las ansias y agonías y desafueros.

Cuando me dejo seducir por aquellas palabras

tan puntuales y exactas

sobre alguna hermosura en demasía,

y el poeta arrobado nos habla de ondulaciones,

de resplandores, de secretas cavernas,

pienso más en las veloces sombras

que rechinan, que siempre nos dibujan,

y nos dejan caer

en la vicisitud.

 

 

 

Datos vitales

Carlos Francisco Monge (San José, Costa Rica, 1951). Poeta, ensayista y crítico de literatura. Ejerce la docencia universitaria en la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA), en cursos de literatura española e hispanoamericana e historia literaria. Miembro de la Academia Costarricense de la Lengua y Premio Nacional Aquileo J. Echeverría. Entre sus principales libros de poesía figuran títulos como Reino del latido (1978), Los fértiles horarios (1983), La tinta extinta (1990), Enigmas de la imperfección (2002), Fábula umbría (2009) y Poemas para una ciudad inerme (2009). Entre sus ensayos están La imagen separada (1984), La rama de fresno (1999) y Territorios y figuraciones (2009), así como varias antologías de la poesía costarricense contemporánea. Selecciones de su poesía se han traducido al francés, al inglés y al rumano.

 

 

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