Poesía costarricense No. 4: Guillermo Fernández

En el marco del dossier de poesía costarricense, preparado por Gustavo Solórzano Alfaro, el trabajo de Guillermo Fernández (San José, 1962), Es poeta, narrador, editor y crítico literario. Ha merecido distinciones como el Premio Joven Creación (1982), Premio 59.° Juegos Florales de Guatemala (1997) y Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía (1997). Su última novela es Nebulosa.com (2007).

 

 Lee la introducción a este dossier aquí

 

Infancia III

 

Orinábamos juntos.

Me gustaba su ombligo.

Me arrojaba tierra.

Me enseñaba cromos

y caballitos de mar.

Le hacía dibujos.

Me gustaba su ombligo

como un hoyo en lo blanco.

 

 

 

 

Ángelus

 

Una luz ha entrado. Una espada

sin estatura de sol punza

los objetos.

 

Un sonido de monedas

en los cerebros

que echan raíces por la noche.

 

Un intangible silencio

de casa con ventanas de iris opacos.

 

Casi todos los árboles

parecen no disfrutar de sus hojas.

 

Por una oscuridad casi desmentida,

desfilan ojos,

caras afeitadas como nalgas de mármol,

intestinos que maldicen ácidos,

mares de nicotina, huidas de taxis,

hoteles despavoridos.

 

Pesa el alma lo que una hoja

muda e informe.

Y pesa el encéfalo, cientos de kilos.

 

 

 

 

No tienes

 

No tienes pecho.

Tu pecho ha muerto.

Resquebrajado por el soplo de un reloj.

 

No tienes ojos:

nadan en la vacuidad de un vaso.

 

No tienes labios.

Tus labios han muerto.

Besan la última silla de un páramo.

 

De La mar entre las islas

 

 

 

 

Exposición

 

Como bailarines que saltaran al foso de la noche.

Casi orondos.

Viejos apenadísimos.

Empresarios apenadísimos.

El pintor se encorva apestando dulzura.

¡Clic!

Y una espesa miel serpea en el ambiente.

Y cuando ya no se puede hablar de asuntos interesantes.

Cuando la voz es un externo cloquear por el ruido,

entra la niebla:

sin mirar un cuadro, pues ya los ha comprado todos.

Sin saludar a nadie, pues ya los ha comprado a todos.

Más tarde, entra la niebla.

 

 

 

 

Akutagawa  

(Después de una lectura de Los engranajes)

 

Lo que nadie sabía era que,

tras la naturaleza palpable

o el esmalte exterior, el odio del dios

de la venganza afilaba sus cuchillos.

Y cada gesto

encubría la verdadera catástrofe,

que solo se descubre por el peligroso contemplar

y cuando éste nos rebasa, socavando las líneas

de un mundo amortajado.

 

La enfermedad crece

o la inocencia se agudiza,

poniendo ese horror al desnudo

de lo que sospechosamente vivo

se adhiere a la nada.

 

Cuando la locura nos toca el hombro

con un semblante convexo

–opíparo semblante del alrededor–,

el cautiverio infernal niega los visos.

 

Pero la capacidad por resistir admite ropajes

y en ello, ¿estriba la falacia?

Porque solo unas cuantas disipaciones se operan

a través de la tribulación.

Y está bien que tomemos un libro por la noche

aunque los enormes visitantes se aglomeren.

Está bien que nos afane la actividad

o la envolvente costumbre.

Ya que necesariamente lo opuesto es irse para abajo,

como un lingote.

Caer con el peso de alguna convicción;

al empuje de lo que hasta ahora ha sido vedado

y de aquello tumultuoso que nos persigue.

 

 De Atrios

 

 

 

Cofre

 

Muchas cosas dan miel. Que lo diga

la abeja con su pala de sol.

Ese esfuerzo sobrehumano nos mataría por miles.

Muy poco se compara con el segundo de un colibrí.

Tal vez el beso de los dos amantes.

Pero el colibrí no actúa en ninguna circunstancia.

Su reino está solo.

 

 

 

 

Linderos

 

I

 

A mi pueblo le hace falta más carne conmovida.

Más hombres y mujeres capaces de entregas magnas.

 

Muchos podrían pasar sin una muestra de hermandad hacia el cosmos.

Quizás por eso los amores, sin son grandes,

terminan asfixiados o perseguidos.

 

En mi pueblo la causa del amor no tiene dintel.

La gente observa para deletrear el hecho sin alegría:

cascajos de caravanas con hombres que adoran

personajes políticos o astros de futbol.

 

Pero ¿quién apuesta por la magia y su día antediluviano?

Aquí el alimento del ciudadano es acomodarse al grupo.

Lo demás puede insultar su astucia.

Nada que no sirva para llenar un estómago

o acrecentar un pedestal merece un sitio en mi pueblo.

Hace falta que las vacas honorables de los prados

se hundan por los caminos,

arengando a vivir de una manera jocosa, verdadera, sin gazmoñerías.

Hace falta que los niños se pongan a florecer.

Que las nubes plomizas sean recortadas de los ojos sin desafío.

Que las aventuras traviesas y asombrosas se derramen

entre algunos cuerpos de única función secretora.

 

 

 

II

 

No hay nada tan fértil como la estación húmeda.

Parece que brotara el limo de la boca

como una orquídea carnal.

 

En los talleres o edificios,

la melancolía dibuja una luz insuficiente.

Creo que los hombres mueren por el gris

que los empuja a insospechados, hondos engranajes.

 

Las noches de lluvia ahogan al sediento.

“¿Quién anda en sueños? ¿Quién canta?”

Pocos corazones se hacen sublimes con los años,

por las tremendas ansiedades que exigen las calles:

retorcidas, ajenas, sin sustancia fundamental,

sin el ritmo necesario para pintar a una mujer

y embaucarla de golpe a una aventura exquisita.

 

¿Existe malignidad en el hombre de este pueblo

cuya vidas tolera una paz grasosa,

sin ángeles y demonios?

Su esclavitud de la bruma y de la ropa vieja.

 

¿Cómo se vive en la entraña de mi pueblo?

Hablando el lenguaje de escasas palabras.

Llevando un dolor cínico por las gentes sencillas.

Buscando siempre el momento sin linderos.

Asaltando las miradas con mensajes de furia.

 

 

 

III

 

A muy pocos molesta que el hermoso cielo de diciembre

contraste con la mugre del corazón.

Para quien ama de verdad

el neutro verano mortifica por su prodigio.

Quisiera uno vestirse de aire

y pasar sembrando el rocío sobre los techos que resucitan.

Lo llaman a uno las siembras, los recolectores,

las tardes de luz eminente,

y deseara ser uno el que tañe la garúa;

el que tiende y desempolva las colinas estivales

con una roja carcajada de amor.

 

¿Quién se pierde en los caminos de briznas almizcleras?

¿Quién escucha el llamado de la danza?

 

De Para días posibles

 

 

 

 

La abadesa mágica de la hoja

 

Creo que eres la flor viva del paisaje.

El rocío que despunta de la mano encallecida de la tierra.

Hábil como lince,

                                   compacta como follaje,

                                                                                  risueña como bahía.

 

Nadie ha podido usurpar la corriente esplendorosa que sale de tus ojos.

La vaguada de tu piel sustenta un efluvio silvestre.

 

En tu rostro las derrotas no tienen destino.

La vida debajo de tus poros

es llamada por la caudalosa voz del universo.

Como si la mano del gran escultor

tornase organizado y bello lo sombrío de tu angustia.

 

Tu sonrisa despliega una mariposa de carne.

Cada uno de tus dientes guarda misteriosos vocablos.

Y tu cabellera se suspende

como la falda de una bailarina,

invadiendo el entorno de un sudor de tamarindo y palmas.

 

Tu juventud sustituye el decrépito cinismo de los hombres.

Es puesta por la vida en lugares

donde puede convertirse en surtidor.

La montaña expande su diversa frescura.

Todo árbol ofrece el himno de expansión de los astros.

 

Tiene el poder de arrojar del mundo la sombra

con un latigazo de dulzura.

Eres la montaña que embrujan los espíritus vegetales.

Un solar donde se juega y un momento sin dirección.

 

Todo es secreto y pálpito,

donde los mejores caminos se rigen por la voluntad del gnomo

y la abadesa mágica de la hoja.

 

Nadie puede podar tu exuberancia o tu sueño.

Exhibes a veces el cuerpo caprichoso del pájaro

o la vestimenta invaluable de la libélula.

Tu designio es cubrir la piel de la vida

con rosas más aptas

para crecer en suelos sin arterias.

Por doquier se te abren capullos.

No eres más que la montaña echada a andar sobre el mundo.

 

 

 

 

Nostalgia fiel

 

¿Cómo pude creer que tus manos me salvarían?

Si había frutos en ellas, es porque yo mismo los puse.

Los robé de todos los árboles

para decirme que levantabas al hambriento.

Llevé tu nombre a mi cruzada imposible.

El verano era mi dios defendido.

Infiel era todo lo que aplastaba mi espejismo.

 

Hoy te veo sin las armas que te di.

 

El tiempo me permite ser justo.

Y ahora pienso que tal vez robé a mis ansias

los extraños lujos que me deslumbraron.

Tu sonrisa, el camino iluminado por un meteoro,

es como la hoja más breve.

Si hay luz en ella es por el sol de mis recuerdos.

 

Yo fui quien prendió, también, canciones en tus labios

y el que se tendió a oír lo que nunca dijiste.

 

Ah, pero tus ojos,

que hoy desahuciaron a la hechicera,

eran gloriosos antes de empezar mi vida.

¡Tú misma suplantaste sus luces!

Es a ellas que continúo siendo fiel.

 

 

 

 

Sismo

 

Las plataformas se abrazan por siete largos segundos

y se hunden en sus grietas los ríos maduros del petróleo.

Los mosaicos donde el fósil espera la impresión de una vida futura.

 

Entregadas a sus besos,

las placas se adoran como en la era de los gigantes terrestres.

 

Dos o tres veces miramos al cielo.

Y seguimos por los caminos bañados por nuevas savias.

Seguimos sin saber que el amor abajo es tan intenso como arriba.

 

Y que solo de pasión se caen los edificios.

 

 

 

 

 

Los bancos tienen demasiadas bodegas

 

Los bancos tienen demasiadas bodegas.

Yo te abro un granero donde cabe todo tu aroma.

 

En las bibliotecas corre el hondo murmullo

sobre olvidados tomos.

Yo te limpio los anaqueles

donde registro cada uno de tus gestos y miradas

a los que asigno el género, la especie y sus mutaciones posibles.

 

Otros hombres y mujeres tienen el poder

que resuelve el valor negociable del mundo.

Yo solo tengo el poder de percibir en tu adiós

el sacro volumen de la vida.

 

Una ciudad tiene calles y sitios que la multitud

intenta llenar durante mil horas.

Yo te concedo la esquina donde los amigos suelen

acompañar sus sombras mientras dormita la lluvia.

 

El mundo tiene demasiadas ventanas y puertas.

Muros que dividen el corazón por miedo de que finalmente estalle.

Yo he arrancado todas las puertas de sus quicios.

He convertido todo mi cuerpo en la ventana

donde descubres mi oscuridad y esplendor.

 

De Danzas

  

 

Datos vitales

Guillermo Fernández (San José, Costa Rica, 1962). Poeta, narrador, editor, profesor y crítico literario. Se graduó de la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica (UCR). Premio Joven Creación (1982), Premio 59.° Juegos Florales de Guatemala (1997) y Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía (1997). Colaborador regular de la prensa de su país. Su obra aparece antologada y reseñada en múltiples trabajos críticos. Ha publicado los poemarios La mar entre las islas (1983), Atrios (1994), Estocada final (1997), Para días posibles (1997) y Danzas (2002);, los volúmenes de cuentos Efecto invernadero (2001) y Hagamos un ángel (2002) y las novelas Babelia (2006) y Nebulosa.com (2007).

 

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