La gestación del ángel

El día de ayer, jueves 31 de enero de 2013, murió el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013), autor de poemas clásicos de la lengua española durante el siglo XX. En el siguiente ensayo, Jorge Mendoza Romero realiza una lectura de La muerte del ángel, primer libro donde el autor vela sus armas y resuenan voces de la poesía moderna de México y España. 

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La gestación del ángel.

Los poemas iniciales de Rubén Bonifaz Nuño

En 1945 aparecieron los primeros poemas de Rubén Bonifaz Nuño cuando su autor cruzó la frontera de la mayoría de la edad de la época, los 21 años.  La muerte del ángel entrega al lector diez sonetos donde anidan las conquistas formales del futuro. José Luis Martínez publicó en su Literatura mexicana siglo XX…, de 1949, un par de líneas favorables mientras que Agustín Yáñez le dedicó un artículo en el que comentaba la sorpresa compartida por éste y Xavier Villaurrutia ante la «extraña belleza» de una serie de sonetos que fueron premiados en los Juegos Florales de Aguascalientes por ambos autores. Este texto fue definitivo para Bonifaz Nuño. En diversas entrevistas que a lo largo de los años le harán al poeta, reiterará su importancia: «Ese artículo definió mi vocación como escritor porque, en ese momento, los pleitos con Garibay —y con los demás— me tenían verdaderamente molido. Garibay me había dicho que yo estaba a distancias siderales de ser poeta. Entonces, que me hayan premiado en Aguascalientes y que Yáñez me haya dedicado esas palabras me hicieron afirmarme como escritor.»

En una foto de finales de los treinta aparecen junto a un pilar de la Escuela Nacional Preparatoria cuatro adolescentes. Podemos distinguir a Ricardo Garibay, Fausto Vega y a Rubén Bonifaz Nuño, el más bajo y joven del grupo, que apoya la mano derecha sobre el hombro de Garibay y la otra, enterrada en el bolsillo, disimula la talla de un saco que lo ciñe desproporcionadamente: esta imagen acaso sea resumen o símbolo del poeta que vive la incompatibilidad de un mundo que no le es favorable y la agitación anímica de quien observa el desarrollo de los acontecimientos sin atreverse a intervenir para modificarlos.

Otro veracruzano eminente y amigo de toda la vida de Rubén Bonifaz Nuño, Fausto Vega, me refirió las caminatas nocturnas que hacía el grupo de muchachos desde el Colegio de San Ildefonso hasta San Ángel donde vivía Rubén en la calle de Frontera: hora y media de camino a pie, de itinerantes conversaciones, del ejercicio espiritual de la caminata. Así se rompía el quietismo del temperamento de Rubén del mismo modo que en las clases de esgrima y en el trazo de los primeros poemas. Rubén Bonifaz Nuño empuñaba el florete y a través de contundentes afondos vencía a sus adversarios bajo la guía de un profesor de apellido Escudero.

Esos mismos pasillos y salones de la Escuela Nacional Preparatoria fueron el escenario del encuentro con la poesía moderna escrita en lengua castellana para muchos poetas mexicanos en la primera mitad del siglo xx. Aunque pudiéramos convocar una amplia nómina que fuera de López Velarde, como maestro, hasta la generación de Contemporáneos como alumnos, se puede observar el contacto con el nuevo estremecimiento a través de Octavio Paz y Rubén Bonifaz Nuño, que desemboca en las figuras de dos poetas, uno mexicano, Carlos Pellicer y otro español, Rafael Alberti.

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México, hacia 1931. Luego de haber viajado por Sudamérica y Europa y de haber estado preso por su militancia vasconcelista, Carlos Pellicer enseña literatura castellana. Entre los estudiantes de aquellos primeros cursos, se encuentra Octavio Paz, de diecisiete años, quien rememorará aquellas clases en el prólogo de Generaciones y semblanzas: «Entre mis maestros recuerdo con gratitud al poeta Carlos Pellicer. He olvidado lo que me dijo acerca de Díaz Mirón y de Lugones, no los relatos de sus viajes y excursiones en Florencia y Chichen-Itzá, ante las cataratas de Iguazú y bajo la luna del Bósforo. A veces nos leía sus poemas con una voz de ultratumba que me sobrecogía. Fueron los primeros poemas modernos que oí». En ese año, Pellicer concluyó Recinto y otras imágenes aunque lo publicara diez años después, libro que desarrolla fundamentales poemas amorosos («Que se cierre esa puerta / que no me deja estar a solas con tus besos»). Es inevitable especular sobre lo que leía ante sus alumnos. Probablemente Carlos Pellicer recitaba textos de Hora y veinte o de Camino, esto es, los poemas que se fincan en la imagen creacionista y que se alejan de las formas tradicionales a pesar de la rima consonante y la respiración de once sílabas.

Afuera de las aulas, bajo los «afrentados frontispicios» que vigilan los patios o la calle de Donceles, Octavio Paz y sus compañeros se dieron a la tarea de leer a los poetas modernistas hasta llegar en poco tiempo a la obra de los españoles de la generación del 27 y a Borges, Huidobro y Vallejo: «La poesía moderna de nuestra lengua nos unió en un culto y nos dividió en pequeñas cofradías. Unos juraban por Huidobro y otros por Neruda, unos por García Lorca y otros por Alberti. Yo pertenecía a la secta de Alberti y recitaba sin cesar poemas de El alba del alhelí y de Cal y canto». Paz transitaba por las dos direcciones que adoptó la poesía de Alberti durante su primera etapa: la estilización de las formas tradicionales y el neogongorismo.

Al mediar la década de los treinta, Octavio Paz estudiaba en la facultad de Derecho y Rafael Alberti se había adherido al Partido Comunista Español que lo llevó a una gira por varios países hispanoamericanos en busca de adeptos para el Socorro Rojo Internacional. Alberti y Paz se conocieron, y en una tarde en que caminaban juntos por el centro de la Ciudad de México entraron a una librería para adquirir un volumen de la Poesía de Quevedo, editado por Astrana Marín en la editorial Aguilar. Este hecho aparentemente baladí, marcará tanto la obra de Alberti como los poemas de Paz y los versos iniciales de Rubén Bonifaz Nuño. Alberti se alimentó de los sonetos a Lisi cuya influencia se verá en la elegía de Sánchez Mejías y, en menor grado, en los sonetos corporales de Entre el clavel y la espada, publicado en 1941. Este libro será de interés para la literatura mexicana no sólo por la belleza de los poemas, sino porque será el primer acercamiento que Rubén Bonifaz Nuño experimente con la poesía moderna. Recordemos que aquí Alberti volvió a la estética de los años veinte, luego de que se hubiera movido en la dirección de la poesía civil, obligado por la avanzada del fascismo en España. En el pórtico de este libro quedó resumido de la siguiente manera: “Después de este desorden impuesto, de esta prisa,/ de esta urgente gramática necesaria en que vivo,/ vuelva a mí toda virgen la palabra precisa,/ virgen el verbo exacto con el justo adjetivo”.

Las apropiaciones de Paz y Bonifaz Nuño difieren de acuerdo con el compás de desarrollo de la obra de los dos poetas. Octavio Paz asimila sobre todo la vegetación y la fauna del libro: el chopo y la paloma que luego transfigurará en dos imágenes memorables. Por su parte, el joven poeta Bonifaz Nuño, asume lo que en ese momento es nutritivo para su formación, esto es, procedimientos de la técnica literaria (encabalgamientos, rupturas interestróficas o el juego de las rimas) para escribir sonetos que ya no invoquen a Góngora, a Lope o a Quevedo como lo consigue Alberti, aunque provenga de ellos.


México, 1943. Con doce años de distancia, el encuentro sucede otra vez en el espacio del Colegio de San Ildefonso. Así lo cuenta Rubén Bonifaz Nuño a Josefina Estrada en De otro modo el hombre…:


Una vez estaba, en un corredor de la preparatoria, leyendo un poema que me seducía, “Canto a Morelos” de Amado Nervo (…) Y en eso estaba cuando llegó a platicar conmigo un compañero, Emilio Uranga, filósofo (…):

-¿Qué estás leyendo?

-El que yo considero que es el mejor poema que se ha escrito.

Y empecé a leerle en voz alta el “Canto a Morelos” y cuando yo estaba en aquella lectura, advertí que él se había ido. Al día siguiente me prestó Entre el clavel y la espada de Rafael Alberti. Y ese fue el primer contacto que yo tuve con la poesía moderna. Así empecé a leer los sonetos de Alberti, que eran completamente distintos de los de Góngora o los de Quevedo y estaban hablando en un idioma diferente.

Aunque Bonifaz Nuño asimila algunos procedimientos de Alberti, hay una imagen del último soneto de La muerte del ángel que nace de un verso del poeta español. Se trata del primer cuarteto en ambos casos, donde Bonifaz Nuño recrea una de las rimas de su modelo:


El suspiro de un ángel palidece

contra el último cielo del poema.

Es el suspiro como una diadema

que ciñe el horizonte y lo enriquece.


Mientras que en el cuarteto de Alberti se lee:

Cúbreme, amor, el cielo de la boca

con esa arrebatada espuma extrema,

que es jazmín del que sabe y del que quema,

brotado en punta de coral de roca.


En ambos casos, trátese de «el cielo del poema» o de «el cielo de la boca», se produce un extañamiento ante una imagen, a su vez, proveniente de los odres de la poesía de Juan Ramón Jiménez, maestro de la generación del 27.

Para sellar la simetría entre Octavio Paz y Rubén Bonifaz Nuño, la figura de Carlos Pellicer vuelve a aparecer en la escena. Si bien las obras de Pellicer y Bonifaz Nuño cavan en zonas diferentes de la realidad: el trópico, en el caso del poeta tabasqueño, la ciudad en el de Bonifaz Nuño, y el censo de emociones que puebla sus obras es también diferente, podemos registrar algunos puntos de contacto. Uno de esos puentes reposa en los sonetos de La muerte del ángel y en los sonetos de Hora de junio.

Hace algunos años Rubén Bonifaz Nuño publicó Tristeza de amor en Carlos Pellicer, libro que exhibe la mesa de trabajo de ambos poetas. Bonifaz Nuño explora aquellos senderos oscuros bajo la aparente plenitud y celebración del paisaje que dibujan las manos solares de Pellicer en casi toda su obra. Al analizar lo que Bonifaz Nuño llama los poemas tristes de Pellicer descubre la lección de técnica y de tratamiento de los temas, aprendidos en la lectura profunda del tabasqueño. En efecto, La muerte del ángel es un canto que aborda la búsqueda de la poesía a la intemperie de la soledad. Una dialéctica se establece: la poesía brota del encuentro con la soledad, la soledad se origina por la poesía. En los sonetos de Hora de Junio, Carlos Pellicer señala el camino por el que Bonifaz Nuño pisa en su libro inaugural:


Vuelvo a ti, soledad, agua vacía,

agua de mis imágenes, tan muerta,

nube de mis palabras, tan desierta,

noche de la indecible poesía.

Leemos en el último terceto del segundo poema de La muerte del ángel:

Retengo solamente luz vacía;

te amo y estoy sin ti. Ven, poesía.

La soledad te busca en mis sentidos.

A pesar de que Bonifaz Nuño refiere que en este libro escribió, como dice Rilke, con cierto recatado germen de personalidad –lo cual explica que, al no sentir como propios los sonetos de La muerte del ángel los marginara de su primera antología personal, publicada en 1983–, ¿no es esta dialéctica el drama que atraviesa toda su obra posterior? ¿No son los sonetos de La muerte del ángel, otro episodio de ese mito que inauguró Ramón López Velarde en “Obra maestra?: “El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad.”

Cuando Rubén Bonifaz Nuño alcanza en las siguientes décadas libros de estremecedora contundencia y experimente con una acentuación pocas veces frecuentada del endecasílabo y se maticen las formas cerradas en beneficio de una orquestación de lo íntimo, lo social, lo prehispánico y lo grecolatino, la escritura de estos sonetos debe considerarse como la gestación del ángel de la poesía de Rubén Bonifaz Nuño. Sin estos poemas no se pueden explicar cuatro libros insustituibles para la poesía en México de la segunda mitad del siglo XX, Los demonios y los días, El manto y la corona, Fuego de pobres y Albur de amor. Ante el problema hermenéutico que planteó la superación de la estética simbolista —de raíz metafórica— durante los años cincuenta del siglo pasado, Rubén Bonifaz Nuño se preparó en la asimilación de sus secretos a través de Alberti, Pellicer y en la puntual lectura de Rilke, latente en el nombre del libro y en varios giros que llaman a El libro de las horas.

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