Rubén Darío y el cuento

Rubén Darío 2

Rubén Darío, príncipe de la poesía en español, escribió cuentos realistas y maravillosos. El ensayista y narrador Dante Ortiz nos presenta una conjetura en torno al relato “La ninfa”, texto inclasificable en alguna de estas categorías. Ortiz estudió la Maestría en Letras en la UNAM.

 

 

 

 

Ambigüedad, teatralidad y artificio en «La Ninfa»

 

Es relativamente sencillo dividir los «Cuentos en prosa» de Azul… entre realistas y maravillosos.[1] Textos como «El Rey Burgués», «El fardo», «La canción del oro», «El pájaro azul» y «Palomas blancas y garzas morenas» son cuentos realistas; aunque unos sean más o menos verosímiles que otros, los acontecimientos relatados en todos ellos son verificables empíricamente. En cambio, «El Sátiro Sordo», «El velo de la reina Mab», «El rubí» y «El palacio del sol» son cuentos maravillosos; en todos ellos irrumpen en algún momento del relato –normalmente al inicio– criaturas que no existen en el universo físico: un sátiro, una hada, un gnomo. Sin embargo, «La Ninfa» no pertenece a ninguna de las categorías anteriores, sino que se encuentra en el terreno de lo fantástico; este cuento termina sin aclarar si el narrador efectivamente vio un ninfa –es decir, si ocurrió algo maravilloso– o si, por el contrario, fue víctima de una farsa montada por su amiga Lesbia para burlarse de él –es decir, si en el relato solamente tuvieron lugar acontecimientos realistas–. No en vano escribió Juan Valera a propósito de «La Ninfa»: «Los límites, que tal vez no existan, pero que todos imaginamos, trazamos y ponemos entre lo natural y lo sobrenatural, se esfuman y desaparecen» (Valera, 1995: 117).

     Consecuencia de la ambigüedad presente en «La Ninfa» es la ausencia de moraleja y alegorías evidentes –lo cual comenzó a generalizarse en la literatura occidental a partir del romanticismo–. Aunque el desencanto del narrador ante la imposibilidad de capturar a la ninfa evoca la frustración del ser humano al no poder someter el mundo exterior a su voluntad, y aunque la huida de la ninfa en cierta manera plantea la inasibilidad de la belleza, un tema recurrente en Darío, es arriesgado asegurar que el poeta represente a la humanidad y la ninfa a la realidad mutable e imposible de asir y manipular. Por otra parte, es rebuscada y simplificadora la interpretación que propone Eduardo de la Barra en su prólogo a Azul…: «¡La esperanza! sí, ésa es la ninfa ilusión que [el poeta] vio en su “Cuento parisiense”, tan sabroso, tan graciosamente bello como la ninfa misma que allí veis, ésa que surge del cristal tembloroso de las aguas con su sonrisa picaresca» (De la Barra, 1995: 139). ¿Cómo va a representar la esperanza, que debe permanecer al lado del hombre para infundirle fuerzas, algo que se escapa de las manos? En cambio, las alegorías son evidentes en otros cuentos de Azul…, realistas o maravillosos: el Rey Burgués y el Sátiro Sordo representan la burguesía insensible; el fardo, la opresión sobre el pueblo; el velo de la reina Mab, la esperanza de los artistas; el palacio del sol, las emociones vitales, etcétera.

     La ambigüedad de «La Ninfa» es posible debido a que los personajes del cuento actúan todo el tiempo; son parisienses que juegan a ser griegos: la actriz que preside el grupo se llama Lesbia; M. de Cocureau, el sabio obeso, cree en la existencia de criaturas fantásticas griegas (sátiros, faunos, centauros, sirenas), y el jardín del castillo está lleno de imitaciones de esculturas griegas. El carácter teatral del cuento se manifiesta desde el contraste que hay entre el título y el subtítulo: «La Ninfa: Cuento parisiense». ¿Cómo va a ser parisiense un cuento en el que aparece una ninfa, si las ninfas son griegas?[2]

     Pero no sólo hay teatralidad en la anécdota de «La Ninfa»: la estructura misma de este cuento es teatral. «La Ninfa» es un relato compuesto por escenas: la primera de ellas abarca las dos primeras secciones del cuento; la segunda escena corresponde a la tercera sección, y la tercera escena, a la cuarta y última sección (las secciones están separadas entre sí por blancos tipográficos). Cada una de las escenas empieza con una descripción del lugar, de la misma manera que en un texto dramático se describe primero el cuadro antes de que los personajes tomen la palabra. Éste es el inicio de la primera escena:

En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa, un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.

 

     Se hablaba con el entusiasmo de artistas de buena pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quien más, quien menos, y aun había un sabio obeso que ostentaba en la albura de su pechera inmaculada, el gran nudo de una corbata monstruosa (Darío, 1995: 168)

 

Sólo después de esta dilatada descripción habla el primero de los personajes. Lo que sigue en el cuento, nuevamente como si se tratara de un texto dramático, es un diálogo, el cual se prolonga hasta el final de la segunda sección. Además, los lectores no observamos ese diálogo desde su inicio, sino que comienza in medias res, lo cual es muy normal en el teatro, donde suele ocurrir que el telón se levanta y parece que los personajes ya hubieran empezado a actuar horas antes. Por eso la primera frase del diálogo es «¡Ah, sí, Fremiet!», lo que sólo tiene sentido en tanto reacción a una frase anterior; por eso las copas de los asistentes a la tertulia no están llenas, sino «medio vacías». Dentro de este diálogo, además, hay observaciones del narrador que bien pueden parecer acotaciones teatrales (incluso se encuentran señaladas entre paréntesis), como se observa en el siguiente parlamento del sabio obeso:

 

–Dice Alberto Magno, que en su tiempo cogieron a dos sátiros en los montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria había hombres con un solo pie, y un solo brazo en el pecho. Vicencio vio en su época un monstruo que trajeron al rey de Francia; tenía cabeza de perro; (Lesbia reía) los muslos, brazos y manos tan sin vello como los nuestros (Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen cosquillas); comía carne cocida y bebía vino con todas ganas (Darío, 1995: 170-171).

 

Las dos siguientes escenas poseen la misma estructura: el diálogo o el relato de las acciones (en la segunda escena nadie habla) sólo tienen lugar después de la descripción del escenario.

     La teatralidad subraya la artificialidad del cuento, pues el teatro tiene un carácter evidentemente artificial: en él no contemplamos fragmentos de realidad, sino simulacros de ésta. Lo artificial es de vital importancia para Darío y para el modernismo en general. En el caso particular de «La Ninfa», la propia naturaleza es representada artificialmente, como puede observarse en la descripción del jardín donde aparecerá la ninfa:

 

Era un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas, y atacaban a los escarabajos que se defendían de sus picotazos con corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces; más allá las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen. Después los altos árboles, los ramajes tupidos de mil abejeos, las estatuas en la penumbra, los discóbolos de bronce, los gladiadores musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas, cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atlántico, con anchas espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como cincelados en alabastro, y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como una pierna alba con media negra (Darío, 1995: 172).

 

No nos encontramos ante el locus amoenus renacentista, en el que la naturaleza es bella por sí misma. Para empezar, no se describe un bosque, sino un jardín, es decir, un sitio diseñado por el hombre, en el que los elementos naturales están dispuestos artificialmente; además, hay estatuas y pórticos en medio de la vegetación, como si fuesen otros árboles más. Pero incluso los elementos naturales resultan bellos por su similitud con objetos artificiales: los escarabajos portan «corazas de esmeralda» y «petos de oro y acero», y los cisnes parecen «cincelados en alabastro» o semejan «una pierna alba con media negra». Además, la suntuosidad de esa naturaleza manipulada por el hombre se corresponde con la suntuosidad de la prosa dariana, tan artificial como los discóbolos y las cariátides, tan lejana de la lengua meramente enunciativa como las esculturas de las rocas.

     «La Ninfa» es, pues, un cuento caracterizado por la ambigüedad –que implica la ausencia de moraleja y de un sentido alegórico evidente–, la teatralidad (estructural y anecdótica) y, en general, la artificialidad. De estas características, la ambigüedad y la ausencia de moraleja y sentido alegórico son las más peculiares en su contexto inmediato (el resto de los «Cuentos en prosa»); la teatralidad, en cambio, está presente en más de un texto de Azul…, aunque quizá en ninguno de forma tan evidente como en «La Ninfa», y la artificialidad, finalmente, no sólo es un rasgo propio de Azul…, sino del modernismo entero, de toda esa época cultural. Por lo tanto, estudiar de cerca «La Ninfa» permite no sólo identificar los rasgos distintivos de este relato dentro de la vasta obra dariana, sino también mostrar en un caso concreto algunas de las características más generales de Darío y el modernismo.

 

 

 

Bibliografía

 

Barra, Eduardo de la (1995), «Prólogo de Eduardo de la Barra», en Rubén Darío, Azul… Cantos de vida y esperanza, ed. de José María Martínez, Madrid, Cátedra (Letras hispánicas, 403), pp. 123-151.

Darío, Rubén (1995), «La Ninfa», en Azul… Cantos de vida y esperanza, ed. de José María Martínez, Madrid, Cátedra (Letras hispánicas, 403), pp. 168-173.

Martínez, José María (1995), «Introducción», en Rubén Darío, Azul… Cantos de vida y esperanza, ed. de José María Martínez, Madrid, Cátedra (Letras hispánicas, 403), pp. 11-88.

Todorov, Tzvetan (1995), Introducción a la literatura fantástica, trad. de Silvia Delpy, México, Eds. Coyoacán.

Valera, Juan (1995), «A D. Rubén Darío», en Rubén Darío, Azul… Cantos de vida y esperanza, ed. de José María Martínez, Madrid, Cátedra (Letras hispánicas, 403), pp. 103-122.



[1] No es el propósito de este trabajo establecer los límites entre la literatura realista y la maravillosa, que, por lo demás, nadie ha podido definir satisfactoriamente. Me serviré de la distinción propuesta por Tzvetan Todorov en su libro Introducción a la literatura fantástica: entiéndase por narraciones realistas las que relatan hechos verificables empíricamente; por narraciones maravillosas, las que se refieren a situaciones imposibles en el universo físico, y por narraciones fantásticas, aquellas en las que prevalece la ambigüedad entre ambos planos.

[2] Si tomamos en cuenta el contexto en el que Darío escribió este relato, encontramos aún más teatralidad: Darío no conocía París ni, por lo tanto, parisienses, pero sí chilenos –santiagueses o porteños– que seguramente jugaban a ser parisienses que a su vez jugaban a ser griegos, pues desde Luis XIV o quizá antes, desde Ronsard, es muy francés jugar a lo griego. Al respecto ha escrito José María Martínez:

 

Valparaíso y Santiago suponen para Rubén su encuentro con la modernidad y su contacto real –en Nicaragua no había pasado de libresco– con el lujo material y las mercancías de lejana procedencia. Pronto advirtió el poeta que en estas ciudades se estaba labrando un nuevo estilo de vida impregnado de una densa presencia extranjera y muy distinto al de las provincianas urbes nicaragüenses, y pronto también lo consignó en sus escritos. Así, en «El pájaro azul», de diciembre de 1886, seis meses después de su llegada a Chile, dibuja un París fantástico que tiene a Santiago como modelo real y efectivo (Martínez, 1995: 16)

 

Algo muy similar puede decirse de «La Ninfa». Sin embargo, debido a que en el espacio de ficción de este cuento no se menciona nada relacionado con Chile, debemos aceptar el planteamiento del relato: que Lesbia y sus acompañantes son parisienses, aunque sepamos cuáles son los modelos del escritor. De cualquier manera, toda creación artística implica un equilibrio entre imitación e imaginación, entre mímesis y póiesis. «La Ninfa» tiene rasgos de la sensualidad mundana que Darío conoció en Chile, pero también de su fantasía libresca, nutrida con la lectura de las grandes novelas francesas.

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