María Zambrano y la Generación del Toro

Presentamos un ensayo de la poeta Leonarda Rivera (Uruapan, 1984) en torno a las relaciones entre MaríaZambrano y la Generación del 27, o “Generación del toro” como la llamaba ella. En el curso de su reflexión, dice Rivera: “Pero aquí nos interesa por el momento su afirmación de que la palabra poética puede descender a los infiernos del ser”.

 

 

 

 

 

“La Generación del toro”

 

 

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 María Zambrano solía llamar a la Generación del 27 español  “la generación del toro”, y no por la afición que varios de ellos mostraran por los toros ni muchos menos por las elegías que García Lorca y Alberti dedicaron a la muerte de Ignacio Sánchez Mejías. El nombre aludía más bien a la lectura que Zambrano hace de la Historia como una historia sacrificial que sólo puede ser explicada por las víctimas que le han sido ofrendadas, ya sean individuos o pueblos enteros. Ya en el exilio María Zambrano escribe en una carta a Emilio Prados que la Generación del 27 a la manera de un toro en el ruedo, también fue ofrecida en sacrificio. A ellos les perteneció el “exilio”, “la soledad”  y la “muerte”; fueron, pues, entregados al ruedo donde se decide la Historia.

Casi todos los integrantes de esta generación en algún momento recibieron un comentario, un artículo, ensayo, por parte de María Zambrano: “La poesía de Luis Cernuda” publicado en 1962, “José Bergamín: pájaro pinto” del mismo año,  mientras que “El poeta y la muerte. Emilio Prados”, “Pensamiento y poesía en Emilio Prados”, “Presencia de Miguel Hernández”, “Acerca de la Generación del 27”, “León Felipe”, “Bergamín crucificado”, pertenecen a su pensamiento tardío; no así  “Un viaje: infancia y muerte (García Lorca)”, “El destino de ser poeta: Presentación a Tres poemas juveniles”  que fueron escritos en los años treinta. 

Pero ¿qué representa la Generación del 27 para el discurso filosófico de María Zambrano más allá de nombres, fechas, y su amistad con ellos? Para responder esta pregunta, tendremos que hacer antes una pequeña nota: Uno de los conceptos fundamentales para entender el discurso de Zambrano es el descenso a los infiernos, descensus ad inferos; éste alude a una experiencia  fundamental del ser del hombre, pues descender a los infiernos es sumergirse en el fondo oscuro de la vida misma. Esta noción tiene claras resonancias románticas (sobre todo de Gerard de Nerval y Jean Paul)  aunque la raíz originaria proviene de los órficos. En la tradición griega Orfeo desciende a los infiernos por el alma de Eurídice, baja a las sombras por amor. “El amor siempre nos hace descender a los infiernos”.  En sus escritos de juventud, antes de leer a Heidegger, María Zambrano concibe a la poesía como un descenso a los infiernos. La palabra poética es la única que puede hablar  de aquello que la razón no puede ni debe: “Porque desde sus orígenes la filosofía renunció al infierno”.

A finales de los años treinta -algunos años antes de los escritos preparatorios a esa gran obra maestra que es El hombre y lo divino– la joven María Zambrano piensa que frente al discurso lógico racional de la filosofía (cierta filosofía) había que construir una razón sustentada en el lenguaje de las entrañas, de los ínferos. Había que construir una razón capaz de  descender a los infiernos, más tarde esta idea se concretará en su propuesta de razón poética. Pero aquí nos interesa por el momento su afirmación de que la palabra poética puede descender a los infiernos del ser. En ese momento su referente inmediato era la poesía de García Lorca, de Emilio Prados, de Luis Cernuda, e inevitablemente Pablo Neruda.

 

 

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A la poesía la “impureza” le viene de la carne,  de las entrañas, del mundo sensible. Si la poesía es “un vivir según la carne” según nos dice en Filosofía y poesía, entonces no puede ser más que “impura”, terrenal, y fragmentaria. La poesía no lo puede decir todo, no puede ser depositaria de una verdad universal, única y definitiva, sino todo lo contrario, la poesía tiene un carácter limitado, provisional e inacabado. Su decir es un balbuceo.

 En la poesía se dice el ser. Y en primera instancia, lo que le preocupa a María Zambrano es el ser del hombre; hombre que reside en la tierra, que es y sólo existe mientras está en ella. Fuera de ella, puede ser un ángel, un dios o un fantasma, pero mientras reside en la tierra es un ser finito, atado al cambio; forma parte de aquello que Platón designó “mundo de las apariencias”. La poesía es una forma de atarse a ese mundo de las apariencias, de aferrarse a él con los cabellos, con las uñas. La poesía es un lenguaje de los ínferos porque en cada metáfora el mundo y el hombre se desentrañan.

Era de esperarse que la poesía “pura” de Paul Valéry no fuera bien recibido en el interior de un discurso que encuentra en la poesía un carácter eminentemente ontológico. En una nota final de Filosofía y poesía, María Zambrano sostiene que el poeta francés hizo con la poesía lo que Platón con las ideas: la desterró del mundo sensible.

La noción de poesía “impura” presente en María Zambrano puede extraerse básicamente de dos textos, el ya mencionado Filosofía y poesía (1939) y el ensayo “Pablo Neruda o el amor a la materia (1937)”. Uno es el correlato del otro. Si la poesía “ha sido en todo tiempo, vivir según la carne. Ha sido el pecado de la carne hecho palabra, eternizado en la expresión, objetivado”,[1] Residencia en la tierra es una muestra de lo anterior. Pareciera que esta caracterización de la poesía como asunto de la carne estuviera dirigida a confrontarse con la idea misma de la condenación platónica de la poesía. Y es que, en Filosofía y poesía la palabra poética es contrastada con lo que persigue en última instancia la filosofía, que no sería otra cosa que la salvación del alma y la consecución del ser único e indivisible; mientras que la concepción de poesía que se desprende de ese libro, se erige como el envés mismo de la filosofía. La poesía se presenta atada desde su raíz a la heterogeneidad del ser, además el concepto de amor que la sustenta, la mantiene ligada a la carne y a la finitud. Si la poesía se hunde en la “impureza” de la carne, y en la “falsedad” de lo que Platón designó como “apariencias”, no lo hace con la intención de redimirlas o salvarlas de su condición temporal y perecedera, sino para “perderse”, “condenarse” junto a ellas. 

María Zambrano encuentra en la poesía de Pablo Neruda, específicamente en Residencia en la tierra, uno de los correlatos de su concepción de poesía sustentada en sus primeros escritos; aunque también lo irá percibiendo en la poesía de García Lorca, y de Emilio Prados. Lo interesante de ese escrito es que antecede por un año a Filosofía y poesía, aunque haya salido a la luz hasta en 1973;  en él Zambrano parece dar cuenta del hallazgo de una poesía que bien podría ser la imagen inversa de la poesía “pura” de Valéry. La poesía “impura” de Pablo Neruda representa un ejercicio pleno de las entrañas, o para usar otra metáfora, del descenso a los ínferos. Si vemos en conjunto la postura de Zambrano sobre la obra de Neruda y la concepción de poesía como lenguaje de la carne, nos damos cuenta que la palabra poética se encuentra ligada a los conceptos carne-apariencia-impureza-amor-entrañas-, y posee una raíz eminentemente oscura e irracional.

 

La imagen del descenso a los infiernos también había sido relacionada a la poesía en 1936, al redactar la introducción de una antología de la poesía de Federico García Lorca preparada por la propia Zambrano;[2] lo cual nos sugiere la innegable presencia de poetas de la Generación del 27, y del propio Neruda, en la concepción de poesía que recorre algunos textos de Zambrano, donde la palabra poética es inseparable de las nociones “entrañas” e “ínferos”.

En la introducción a la antología de García Lorca de 1936, María Zambrano habla de las inmensidades que el poeta recorre en su interior, en las entrañas de su ser, para que la palabra poética pueda darse a la luz. Bajo esta perspectiva el poeta es aquel ser que lleva entre sus hombros el peso de su existencia y del mundo. Quizá la imagen que mejor lo simboliza sea la figura de Atlas soportando el peso del orbe sobre sus hombros. Pues el poeta debe asumir el sentir originario que, en tanto sentimiento de angustia y desolación, envuelve la vida humana.

 

 

 



[1] María Zambrano, Filosofía y poesía, FCE, México, 1987,  p. 47.

[2]Federico García Lorca, La poesía de Federico García Lorca, (Comp. María Zambrano), Santiago de Chile, 1936; reeditada por la Fundación María Zambrano, Vélez-Málaga, 1989.

 

 

 

Datos vitales

Leonarda Rivera (Uruapan, Michoacán, 1984) es Maestra en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado en las revistas Crítica, Revista de la Universidad de México, Revista Punto de Partida de la UNAM, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, entre otras. Ha co-coordinado dos libros de ensayo “María Zambrano en Morelia, a 70 años de la publicación de filosofía y poesía” (Plaza y Valdés-SECUM, 2010) y “María Zambrano en el debate contemporáneo” (Universidad Veracruzana- M.A. Porrúa, en prensa). Actualmente cursa el doctorado en Filosofía en la UNAM.

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