Estudio sobre la poesía mística (IV)

Cuarta y última parte del ensayo de José Luis Camacho sobre poesía mística.

6. La mística en el siglo XX

Rastrear la mística en el siglo XX es una tarea difícil porque casi ningún autor reclama ese título, o si lo tiene, se le concedió post-mortem. La crisis epistemológica y moral provocada por las guerras mundiales, el advenimiento de la posmodernidad y la transgresión de los valores como se habían entendido hasta entonces afectó a todas las ciencias y artes de una manera muy similar a la sufrida en el siglo XIX, pero a una escala mucho mayor. El surgimiento del existencialismo puso de relieve la necesidad del pensamiento humano de encontrar nuevas perspectivas. Recorriendo todas las disciplinas, el existencialismo se preguntaba las mismas dudas ontológicas citadas en el capítulo anterior. Al tratar de contextualizar los males provocados por la posmodernidad, la Iglesia Católica redactaría en los años 60 una interesante introducción al drama del siglo XX en el documento Gaudium et Spes (Gozo y esperanza):

El mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor o de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad y la esclavitud, entre el progreso y el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano dirigir correctamente las fuerzas que él mismo ha desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por eso se interroga a sí mismo. En realidad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón del hombre. (Gaudium et Spes, 1967, 8)

Lo que la Gaudium trataba de hacer era una especie de “examen de conciencia” mundial en el que el hombre fuera tomando conciencia del número tan grande de cambios sufridos en muy poco tiempo. Lo que los historiadores llaman “aceleración de la historia” rebasaba ya al hombre posmoderno y lo condenaba a una existencia fugaz, controlado la mayor parte del tiempo por fuerzas opuestas exteriores a él. La nueva sociedad industrial, la acumulación de riquezas, el Holocausto, el nuevo orden mundial, el psicoanálisis, la era nuclear, las revoluciones juveniles: todos síntomas de un mundo que, en palabras de Paulo VI ante la ONU “había salido de casa, perdido la llave y no sabe cómo volver”. En un período así ¿cabe la poesía mística? Analizaremos algunos personajes clave que parecen responder afirmativamente.

El primero de ellos es el testimonio viviente del conflicto entre intelectualidad y espiritualidad: Miguel de Unamuno. Nacido en Bilbao en 1864, poseedor de una poderosa capacidad de introspección que lo hacía apto para la búsqueda filosófica, Unamuno desarrolló una obra cuyas directrices tenían mucho en común con la obra de los grandes místicos. Formado en los rigores de la filosofía que se debatía entre Kierkegaard y Hegel, pudo hacerse de un lugar entre los intelectuales de su tiempo, en una trayectoria que lo llevará de la Universidad de Madrid a la rectoría de la Universidad de Salamanca. Un tema recurrente en sus primeras obras es la revisión de los temas españoles para lograr un retorno a la “esencia española”. Pero las cosas cambiaron para Unamuno tras una profunda crisis religiosa sufrida durante un retiro en Alcalá, en 1897. Dividido entre el mundo intelectual y su formación católica, abandonaría la práctica religiosa por mucho tiempo por no poder conciliar las dos. Su Diario es un testimonio conmovedor de la lucha interior que libraba. Expresado en sus propias palabras, “Llevo dentro de mí dos hombres, uno activo y otro contemplativo, uno guerrero y el otro pacífico, uno enamorado de la agitación y otro del sosiego” (Rigol, 1967, 42). La crisis de Unamuno persistió por mucho tiempo, e impregnó toda su obra narrativa y poética. Su conflicto es evidente en obras como Del sentimiento trágico de la vida (1913) o La agonía del cristianismo (1925). Sin embargo, su obra poética expresaba un sincero deseo de retorno a Dios. Su Cancionero, rescataba un tema caro a los románticos y a los místicos: el regreso a la infancia, que después sería un pilar de la poesía de Fernando Rielo. Su postura aconfesional no impidió constantes referentes a la divinidad en su poesía, lo cual puede notarse en el período de su obra capital: “El Cristo de Velázquez”, una poesía inspirada en dicha pintura que fungió como una especie de “reconciliación” entre Unamuno y Cristo. En palabras de Negre Rigol, comparando el poema con obras anteirores, “el ansia de inmortalidad, hambre de Dios, en el ensayo Del sentimiento trágico de la vida, es transformada aquí en oración. No es ya un empeño psicológico, sino clamor a un Dios que puede colmar todo deseo”.(Rigol, 1967, 140). Obra de madurez, pues la escribe a los 56 años, “El Cristo de Velázquez” rescataba mucho de la herencia mística española que Unamuno leyó y estudió. Su conflicto religioso se puede explicar a partir de San Manuel Bueno, mártir (1933), una novela que narra cómo un sacerdote que ha perdido la fe, miente para que sus feligreses no pierdan la esperanza. La proyección unamuniana de los conflictos interiores es tan notoria, que es imposible no relacionar al autor con su personaje. Exiliado en Francia por problemas con la monarquía de Alfonso XIII, volvió a España para ser restituido en 1931 como rector. Sin embargo, su mayor desilusión vino cuando ambos bandos de la Guerra Civil lo destituyeron de la rectoría. Abandonado y desesperado, murió en Salamanca en diciembre de 1936. La vida de Unamuno es una muestra de los dilemas de aquellos cuya formación intelectual resulta incompatible con sus creencias religiosas. De algún modo, es el gran problema de muchos de los intelectuales del siglo XX y se puede explicar a partir de la llegada del existencialismo.

Para la generación que enfrentó la Segunda Guerra Mundial, el problema religioso se acentuó por razones obvias. Las atrocidades relacionadas con el conflicto, los millones de muertos, el efecto psicológico, Auschwitz e Hiroshima ponían en perspectiva todo lo que se había dicho de la bondad o maldad humana, además de cuestionar su relación con la divinidad. El golpe a la filosofía y humanidades en general no se hizo esperar. El pesimismo resultante, el éxito del existencialismo y la intención de los artistas de reflejar ambas posturas en sus disciplinas (que se hallaban en una búsqueda urgente de nuevas vanguardias) le dio a la segunda mitad del siglo XX un carácter dividido entre la esperanza y la desesperación. En un ambiente así, la mística pudiera parecer distante o ajena, sin embargo, la búsqueda espiritual no se detenía y generó algunas muestras artísticas y de pensamiento muy interesante, que se pueden estudiar en casos aislados.

Uno de los casos de mística más peculiares lo encontramos en la vida y obra de Edith Stein (1891-1942), venerada como santa por la Iglesia Católica como Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Nacida en Breslau de familia judía, Edith se declaró atea en 1904 cuando, a los trece años, decide estudiar filosofía. Alumna sobresaliente de la Universidad de Gottingen, escaló todos los grados académicos hasta llegar al doctorado en filosofía. Discípula de Edmund Husserl y entusiasta de la fenomenología, era considerada una de las mejores intelectuales de su tiempo, lo que le valió ser incluida en vida en varias enciclopedias. Su vida toma un giro radical en 1921: durante una de sus vacaciones en Breslau, Edith lee ávidamente la biografía de Santa Teresa de Ávila. La similitud de miras, el hambre del Absoluto y el anhelo de descubrir los misterios de la trascendencia, hacen que Edith se interese no sólo en la mística, sino en la práctica del catolicismo también. En 1922 accede a ser bautizada. Su creciente introspección y estudio de la fe católica le valen los primeros problemas con Husserl, a quien abandona en el mismo año. Se avoca a estudiar la obras de Santo Tomás de Aquino, que por entonces eran revisitadas en muchas cátedras de filosofía (prefigurando un movimiento que el Vaticano llamaría neotomismo).En 1932 tiene sus primeros problemas con el partido nazi, por la orientación de algunas de sus obras y su origen judío. Para entonces, su vida está tan inserta en el catolicismo que, en 1934, decide unirse a la Orden Carmelita, ingresando al noviciado en Colonia, tomando el nombre de Hermana Teresa en honor a la gran mística y reformadora de su Orden. Es el tiempo de sus obras más grandes: Ser finito y eterno (1934) y La ciencia de la cruz (1938), una meditación fenomenológica del pensamiento de San Juan de la Cruz. Trasladada a Holanda en el inicio de la guerra, no pudo escapar a la persecución nazi, que después de la oposición de los obispos alemanes al régimen ordenó arrestar a todo católico que no tuviera origen ario. Las raíces judías de Edith provocaron su detención y deportación. Murió con su hermana Rosa en las cámaras de gas de Auschwitz, en 1942. Su obra tuvo un auge tras la guerra, y se acentuó en 1987 cuando Juan Pablo II la canonizó. Aunque no generó obra poética, Edith Stein puede ser considerada como la punta de lanza del renacimiento místico católico en el siglo XX. Ligada profundamente a la búsqueda filosófica, la obra de Stein refleja una tendencia común entre los intelectuales católicos contemporáneos: la diatriba entre Fe y Razón que desde la Ilustración persigue a los escritores religiosos.

Otro testimonio similar lo podemos hallar en Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Nacido en Francia, Chardin se destacó desde pequeño por su curiosidad acerca del mundo natural. Enrolado a los 18 años a la Compañía de Jesús, con la que trabó contacto en el Colegio de Mongré, iniciaría en Aix-en-Provence una preparación intelectual de doce años que culminaría en su ordenación sacerdotal en 1911, pasando de Francia a varios países del mundo, incluida una estancia en El Cairo donde se interesaría en la paleontología. Movilizado en 1914 al frente francés de la Primera Guerra mundial, prestó servicios como camillero durante el conflicto. Al terminar la contienda, visitó con otros estudiosos las cuevas de Altamira en España, donde se interesaría por la prehistoria humana. Trasladado a Pekín en 1936, donde pasaría toda la Segunda Guerra Mundial, se lanzó a la investigación paleontológica (cuyo fruto sería el descubrimiento de los restos del Homo pekinensis) y a la labor filosófica. De este período surgieron dos obras capitales: El fenómeno humano y El medio divino. En ellas, Chardin analiza el papel humano en el cosmos y su situación como ser finito ante la Eternidad. Era el punto de partida para su teoría del “Punto Omega”, es decir, el final de la historia donde todas las cosas convergerían en Cristo. Para Teilhard, Cristo es el centro de la historia y el punto culminante de la evolución humana, al cual todo tiende como su modelo de perfección. Volvió a Francia en 1946. Para entonces había recibido una orden de silencio por parte del Vaticano, debido a la polémica de sus posturas filosóficas y su concepto del “Cristo cósmico”. Tras una estancia en Nueva York, interrumpida por dos expediciones a Sudáfrica, murió en 1955, unos años antes del Concilio que podía levantarle la orden de silencio que siempre acató. Como Edith Stein, no generó poesía, pero su labor filosófica puso la mística de nuevo en la discusión seria. Según el Diccionario de Mística, la obra de Teilhard de Chardin “presenta una visión unificada, en la que asocia al mundo, a la humanidad y al cristianismo, mediante su noción de Cristo como Alfa y Omega, es decir, como “polo de convergencia hacia el cual tiende todo supremamente” (A.V.,2000, 950). Esta teoría, conocida como Cristogénesis, tuvo eco en varios autores posteriores, incluido Fernando Rielo.

Como podemos ver, la mística cristiana experimentó una revisión constante, que cuestionaba la valía de la práctica religiosa como condición indispensable para su existencia. El contacto con las religiones orientales y sus métodos, además de las primeras expresiones de un mundo globalizado que compartía diversos modos de mística puso de relieve la necesidad de revisitar la materia. El Diccionario de Mística menciona que “la discusión acerca de la mística cristiana contemporánea suscita diversas cuestiones específicas. Que, al margen de la fe cristiana pueda haber experiencia del Dios revelado en Jesús, eso es algo que no niegan sino algunos investigadores marginales. Los documentos del Concilio Vaticano II marcan la trayectoria para la teología católica de ahora en adelante” (A.V., 2000, 735). El Concilio convocado por Juan XXIII y sus constituciones dogmáticas (como la Gaudium et Spes mencionada arriba) no sólo demostraban una actitud de sincero diálogo con el mundo, también pretendían hacer una profunda reflexión del papel de la fe cristiana en el mundo y su papel en los conflictos contemporáneos. Pero ¿qué hay de la poesía? ¿Qué criterios se le aplican a un poeta del siglo XX para considerarlo místico? La mayoría de los expertos coincide con la siguiente postura: la poesía mística sigue ligada intrínsecamente a la práctica espiritual. Siguiendo ese criterio, y siguiendo la línea de mística cristiana, podemos agrupas a varios poetas.

El primero de ellos es Thomas Merton (1915-1968). Nacido en Prades, Francia, de padre neozelandés y madre estadounidense. El trabajo de su padre como actor lo llevó a vivir una infancia itinerante. Teniendo una formación agnóstica, vivió una juventud disipada que lo llevaría a cambiar de Universidad varias veces, destacando su estancia en Cambridge y Columbia. La muerte de su hermano piloteando un avión de combate en la Segunda Guerra lo sumió en una crisis que, al finalizar la universidad, lo llevaría al catolicismo. Dividiendo su tiempo entre la docencia y el servicio comunitario en el Harlem, decidió a los 26 años ingresar en una de las órdenes más rigurosas de todos los tiempos: los Trapenses. Reforma cisterciense del siglo XVI, la Orden recibe su nombre por la abadía de La Trappe, en Francia. Hacen votos rigurosos de silencio y clausura y son conocidos popularmente como los “monjes blancos”, por el color de su hábito. Merton inició el noviciado en la Abadía de Gethsemani, en Kentucky. Construida durante la Guerra de Secesión, Gethsemani se convirtió en el foco de renacimiento católico norteamericano durante los años cuarentas. Por su formación previa, Merton consideraba que los religiosos debían estar al tanto de los pensadores más influyentes del siglo XX. En su diario, El signo de Jonás, recuerda la actitud cerrada de sus superiores ante Freud, cuando consideraba que su estudio podía ayudar a los confesores a ser mejores directores espirituales. Así pasó su noviciado, destacando entre los demás monjes por su extraordinaria capacidad creativa. Sus superiores, percatándose de esto, llegaron a la conclusión de que la escritura podía ser el carisma de Merton (el carisma aquí debe ser entendido como la forma particular de servir a Dios de un religioso). Así, inició la redacción de una veintena de libros en lo que podemos rastrear varias etapas, que van desde la autobiografía (La montaña de los 7 círculos, El signo de Jonás), el tema monástico (La vida silenciosa, Vida y santidad), el ecumenismo (El zen o los pájaros del deseo), o la paz mundial (Humanismo cristiano, Paz social).

A pesar de vivir recluido en Gethsemani, Merton pudo publicar con permiso de sus superiores casi todos sus libros, de los cuales La montaña de los 7 círculos tuvo fama mundial y lo convirtió en uno de los autores espirituales más importantes de su tiempo. Su estudio de las religiones orientales lo llevó a pedir permiso para salir del monasterio en 1968, para hacer un viaje por varios países de Oriente, entrevistándose con representantes del budismo Zen, incluyendo al Dalai Lama, y culminando con un encuentro de monjes en Bangkok. En esa ciudad encontraría la muerte, electrocutado por un ventilador del hotel donde se hospedaba. Merton representa para el catolicismo un movimiento de apertura intelectual e ideológica inusitado. Aunque sus estudios llamaron la atención del Vaticano (además de su relación con algunos poetas beats y teólogos rebeldes), su muerte prematura impidió un proceso contra sus obras. Su poesía se caracteriza por la combinación de elementos naturales con la lírica inglesa contemporánea, además del rescate de algunas figuras de San Juan y Santa Teresa. Lo podemos notar en poesías como Sabiduría, traducido por José Vicente Anaya en el número XXV de Alforja:

La estudié y ella nada me enseñó.
Pronto olvidé todo lo aprendido; después
Fui agobiado por el conocimiento-
El insoportable conocimiento de la nada.
¡Qué dulce sería mi vida si yo fuera sabio!
La sabiduría se encuentra, como se sabe,
cuando no es vista ni enseñada.
Sólo entonces se entiende el sufrimiento.

Presenta un perfil intimista, que refleja la búsqueda contemplativa de Dios, resultado de su peculiar estilo de vida. El tema del sufrimiento y de la vanidad de el conocimiento humano frente al divino regresan en la poesía de Merton. Aunque ha sido estudiado desde muchas disciplinas, pues un contemplativo en pleno siglo XX es difícil de hallar, los anales de poesía católica contemporánea muchas veces no reciba el lugar que se merece.

En la línea de Merton, se suelen agrupar a dos poetas que presenta problemas de análisis: Patrice de la Tour Du Pin (1911-1975) y Lanza del Vasto (1901-1981). Nacido en 1911 en Francia, Du Pin tuvo una juventud agnóstica en la cual pretendió abrazar el surrealismo, cuando éste ya presentaba una franca decadencia. Deslindado de dicha vanguardia, cuando tenía 27 años fue movilizado al frente francés para hacer frente a la avanzada nazi que invadía el país. Cuando su batallón fue diezmado en octubre, fue dado por muerto por la gravedad de sus heridas. Sobrevivió y fue trasladado a un campo de concentración, del que se pudo liberar en 1943. De regreso en Francia, agobiado por los recuerdos de la guerra, encontró en el catolicismo un refugio, por lo que inició la práctica religiosa con gran fervor. Su poesía, cuya métrica imita la manera de los salmos, se volcó en varios libros entre los cuales podemos destacar El don de la pasión y La contemplación errante. Su poesía es distinta a la de Merton en varios sentidos: refleja el dolor a manera de catarsis, tratando de llegar a los que los místicos llaman abandono, además, refleja una crisis ontológica muy profunda, plasmada en la idea de el mundo como lugar de peregrinación. Está cargada de una melancolía poco común, reforzada con la idea de fugacidad de las cosas, anhelando la unión con el Absoluto de manera muy parecida a los místicos del Siglo de Oro. Murió en Francia en 1975, dejando una obra que hasta ahora está teniendo un poco de difusión.

El segundo de ellos, el italiano Lanza del Vasto, nace en 1901. De una familia católica que le proporcionaría una educación piadosa, pasaría su juventud disperso entre varios intereses, uno de los cuales era la orfebrería. Sus estudios universitarios llegaron hasta el doctorado en filosofía, pero no encontraba el sentido de vida que tanto buscó en la academia. A los treinta años sufrió una violenta conversión religiosa, que lo llevó a despreciar la formación intelectual que había recibido. Tras meditar en Florencia el problema de la pobreza, decide iniciar un período de prueba para decidir su vocación. Se traslada a París, donde, renunciando a todos sus bienes, trata de sobrevivir con el trabajo de sus manos. A la manera de San Francisco de Asís empieza una existencia errante que va de la docencia a la orfebrería y de la pintura a la albañilería. Atraviesa varios países de Europa en peregrinación, durante la cual escribe algunas obras de narrativa, como Judas (1934).

Regresó a Italia en 1936, año en el que decide iniciar una peregrinación mayor. Había decidido buscar a una figura contemporánea que encarnara los valores del evangelio, por lo que escogió a Gandhi. Tras un año de peregrinar en la India, traba contacto con él en 1937. Posteriormente viaja al Himalaya, donde aprende yoga y técnicas de meditación trascendental. En Narendranogar, Nepal, toma la decisión de volver a Europa y fundar una comunidad a la manera de los primeros cristianos. Cuando Gandhi aprobó el proyecto, Lanza del Vasto volvió a Italia para su proyecto, que se trunco por el estallido de la Segunda Guerra. Vuelve a Oriente, haciendo una peregrinación a pie hasta Belén. Volvió a Europa al final de la guerra, donde se casó. Animado por su amigo, el escritor Luc Dietrich, redacta sus memorias en la India en Peregrinación a las fuentes, libro que lo haría saltar a la fama. Inició la creación de grupos dedicados a la no-violencia y peregrinó a la India de nuevo tras la muerte de Gandhi. Su fundación, llamada El Arca, inició una modalidad de vida comunal que estaba a medio camino entre el monacato y el movimiento hippie. Con los años, él y sus seguidores protestarían por la carrera armamentista, la guerra de Vietnam, la tortura y las plantas nucleares. Tras una vida de activismo, Lanza del Vasto murió en España a los 80 años. Su poesía, volcada en compilaciones como Viático, refleja una intensa búsqueda interior, matizada por el contacto con Oriente y por la concepción del dolor como enemigo (quizás como resultado de su acercamiento al budismo) y no como meta o vía. Mucha de su poesía está inspirada en la contemplación de los paisajes durante sus viajes, lo que refuerza la idea del peregrinar exterior como reflejo del interior.

Un caso interesante y aislado es el de la mexicana Concha Urquiza (1910-1945). Nacida en Morelia en 1910, se vio obligada a trasladarse muy pequeña a la ciudad de México, tras la muerte de su padre. Su talento par las letras destacó desde muy pequeña. A los once años publicó una de sus primeras poesías en el Diario de Yucatán y posteriormente en una publicación muy famosa en ese tiempo, la Revista de revistas. A los 18 años pudo ir a estudiar a Nueva York, donde su preparación se enriquecería con la lectura en su idioma original de varios autores de lengua inglesa. Permaneció en Nueva York hasta 1933, forjando una personalidad cosmopolita que le sería de mucha utilidad a su regreso a México. Son años de agitación política, en los que Concha se siente atraída por el comunismo y el anarquismo. Tras su experiencia con algunos grupos de este corte, se separó del activismo en 1937, cuando una serie de depresiones la llevan a una severa crisis existencial. Las palabras de su diario, citadas por José Vicente Anaya, nos dan idea de su sufrimiento y de la similitud de su situación con la de muchos místicos:

Sufro porque vivo en una contradicción perpetua. La vida entera es guerra del cuerpo contra el cuerpo, del alma contra el alma (…) No sé que tengo ni qué quiero (…) Y con no desear nada, lo que me tortura no es sino un deseo más grande que todos los demás y que les absorbe todos…pero éste es un huésped desconocido. Mi corazón está frío, mis nervios exasperados y paralizadas todas mis energías…tengo que debatirme en una angustia incesante; de aquí la terrible exasperación de los nervios, el terror del futuro, y tantas cosas que están haciendo la vida intolerable. (Urquiza, 1990: 12)

Su crisis existencial la llevó eventualmente en su catolicismo natal. Poco a poco se vio inserta en una práctica religiosa tal, que se ofreció como postulante a las Hijas del Espíritu Santo, una congregación con varios conventos en México dedicadas a la enseñanza. Sin poder definir su vocación, abandonó el convento para seguir enseñando en varios niveles. Aunque creció en una época en la que los intelectuales se agrupaban por escuelas, negó pertenecer a ninguna. Su vida tuvo un fin prematuro y trágico cuando a los 35 años murió ahogada en las playas de Ensenada, Baja California. Su obra poética, vaciada recientemente en el volumen El Corazón Preso, representa una obra madura y vibrante que la coloca en un lugar inédito de las letras mexicanas. Retomando el símil erótico de las Escrituras, Urquiza pudo desarrollar una poesía que, tomando algunos matices de la mejor poesía hispanoamericana, y usando figuras mitológicas y bíblicas, imitaba el estilo del Cantar de los Cantares. La novedad de Concha Urquiza radica en su negativa de ser alineada en alguna corriente ideológica, reforzando la idea del místico como el gran incomprendido.

Podríamos continuar mencionando algunos poetas e intelectuales relacionados con la mística contemporánea (algunos indispensables como Simone Weil (1909-1943) o Jacques Maritain (1882-1973), pero considero a los anteriores como suficientes para el marco de antecedentes que usaremos en los siguientes capítulos. Obviamente faltan nombres, pero lo que demostramos es la similitud tanto en la vida como en las técnicas y recursos literarios de estas personas consideradas místicas. El místico cristiano atraviesa todas las épocas y se erige como verdadero radical, tanto por su postura ante el mundo como por lo que en teología se llama signo de contradicción: es decir, aquél que, despreciando los sistemas de pensamiento, las escuelas filosóficas o los movimientos sociales, generan una postura desafiante ante su entorno. No dejan de sorprender la similitud de circunstancias en las que los místicos se desarrollan, destacando que casi todos tuvieron una formación intelectual sólida que desembocó en un período de prueba que muchas veces se manifiesta como crisis existencial. Esto de muestra que la posmodernidad no pudo eliminar el pensamiento místico, sino que lo forzó a salir a flote de nuevo.

Bibliografía

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REVISTAS:
Alforja No. XXV Verano de 2003. México. Alforja.
Revista Médica de la Universidad Católica de Chile. Vol. 4 no. 4 y Vol 6. No. 6.
VozOtra Año 1 No. 3. Marzo-Abril de 2003. México. Voz Otra.

PELÍCULAS:
McGilvray, Catherine. Fernando Rielo, poeta de Dios. Roma. Filmago Multimedia. 2005

OTROS:
Ponencia de Helena Ospina “La poesía mística: ¿Un género marginal? En el Congreso Internacional de Literatura Centroamericana XI (CILCA) Purdue Calumet University, Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
Marzo 5-7, 2003, San José, Costa Rica

Sitios:
www.rielo.com

 

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