Un cuento de Bernardo Esquinca

 Bernardo Esquinca Presentamos,  en el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, un cuento de Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972).  Es autor de las novelas Belleza roja y Los escritores invisibles, y del libro de cuentos Los niños de paja. Escribe sobre pornografía y nota roja en sensacionald.com.

 

 

Año Cero

 

para Talía

 

Era el último día con agua.

El éxodo había comenzado un mes atrás. Largas hileras de automóviles se desplazaban hacia los refugios que el gobierno había construido a las afueras de la ciudad. Otros habitantes habían decidido marcharse mucho antes, viajando hacia urbes cercanas donde los aguardaban amigos y parientes. El Centro Histórico estaba prácticamente desierto. Comercios y restaurantes habían cerrado, y las solitarias calles eran patrulladas por jeeps del ejército para evitar la rapiña.

Instalado en la terraza del Hostal Catedral, Jacinto observaba el Zócalo y sus alrededores con expectación. Había pasado toda su vida entre esos edificios antiguos y no pensaba marcharse. Los mexicanistas le habían prometido que solucionarían el problema. Llevaba años viéndolos danzar fervientemente alrededor del Templo Mayor, escuchando el sonido hipnotizante de sus tambores, y les creía. Despertarían al lago dormido bajo la ciudad y éste regresaría a recobrar el lugar que le correspondía. La presencia reciente del Chac Mool en una exposición del Museo Nacional de Arte confirmaba esa certeza. Él también veía y entendía las señales…

El día que se ordenó la evacuación, hizo una copia de la llave maestra del Hostal y entregó la original, fingiendo obediencia. Nunca más volvería a limpiar retretes y eso lo complacía. El gobierno le había quitado su plaza de maestro, orillándolo a aquella humillación. Ahora él los engañaba. Cuando el ejército registró el lugar en busca de rezagados se encerró en la bodega de mantenimiento y aguardó hasta que se marcharon. Ya sólo quedaba esperar a que ocurriera el momento del sacrificio, el derramamiento de sangre sobre las piedras primigenias que instauraría el reinado del mundo antiguo sobre las ruinas herejes del moderno. Le intrigaba la manera en que los mexicanistas burlarían al ejército. Sabía que estaban por ahí, escondidos igual que él en alguno de los edificios abandonados. ¿Esperarían a que llegara la noche o se inmolarían ante los soldados a plena luz, reviviendo la matanza ocurrida en la Plaza de las Tres Culturas? Lo único cierto era que él se convertiría en un observador privilegiado. La Historia volvía al Año Cero y el sería su primer cronista.

Tomó un trago de la botella de mezcal que atesoraba entre sus pertenencias y sacó los binoculares hechizos que compró tiempo atrás durante un partido en el estadio Azteca. Nada se movía a su alrededor. El sol reverberaba en la plancha del Zócalo, emitiendo destellos cegadores, y por un momento sintió que escuchaba el ruido de los muros de tezontle al agrietarse bajo el calor del mediodía. El cansancio lo invadió, había pasado la noche en vela, como un vigía. Dio otro trago al mezcal, intentando reanimarse, pero minutos después se sumió en un sueño profundo. No había imágenes, sólo un secreto rumor de agua que crecía entre las venas sedientas de la ciudad.

Despertó bajo un crepúsculo ominoso. Los tambores ya sonaban, pero no vio a los mexicanistas en sus posiciones habituales. El ruido parecía venir de todas partes, llenando cada rincón del centro. Y entonces entendió la estrategia: no se expondrían, estaban haciendo la invocación desde sus escondites. Pero, ¿y el sacrificio?, ¿la sangre que los dioses reclamaban para implantar el nuevo orden? De pronto, el sonido se unificó en un mismo sitio y después se fue moviendo por las calles como una gran serpiente. Y aumentó hasta taladrarle los oídos, como si los mexicanistas se hubieran introducido en el edifico del Hostal. Escrutó el Zócalo con desesperación, en busca de los soldados; seguramente ellos también escuchaban y vendrían tras sus pasos…

El estruendo comenzó a subir por las escaleras, era el latido de un enorme corazón arrancado del cuerpo. Jacinto aulló al verlos aparecer en la terraza. Llevaban máscaras rituales y penachos multicolores. No podía reconocerlos, pero algo le dijo que eran los de siempre, los que nunca se habían ido, los que habían esperado incontables soles y lunas. Pensó en señalarles que se equivocaban, que él estaba de su lado, pero no supo en qué idioma hablarles. Temeroso, dio un paso atrás, tropezó con el barandal y cayó al vacío. El cuerpo se le descoyuntó con el impacto. Extrañamente lúcido, Jacinto pensó que su imagen debía ser ahora muy parecida a la de los dioses del panteón prehispánico. Eres Coyolxauhqui, le dijo una voz hecha de humo. Segundos después, percibió un clamor que ascendía desde las entrañas de la tierra, el lenguaje de una fuerza que se abría paso arrastrando cráneos y puñales de obsidiana. Las alcantarillas se botaron y los primeros chorros alcanzaron la superficie con un rugido de bestia herida. Antes que las aguas lo cubrieran observó que su color era el de la sangre.

***

-How much for this one?

-Treinta pesos, güerito.

-It´s beautiful… and scary.

Era un día soleado y fresco, y numerosas personas se congregaban a las afueras del Museo del Templo Mayor, tras su reapertura. El turista tomó la figurilla en forma de moneda y satisfecho la colocó dentro de la bolsa de su camisa. Jacinto se aterró al sentir que se lo llevaban. Quiso gritar, pero su gesto congelado en piedra se lo impidió.

 

 

 

Datos vitales

Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972), es autor de las novelas Belleza roja y Los escritores invisibles, y del libro de cuentos Los niños de paja. Escribe sobre pornografía y nota roja en sensacionald.com.

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