Poesía y género lírico. Acontecimientos posmodernos, por Alfonso Berardinelli

Poetas y posmodernidad

Alfonso Berardinelli (Roma, 1943) discurre sobre la poesía que, al desbordar los límites de la lírica, ha abierto la modernidad bajo diversas rutas posmodernas.  Berardinelli es uno de los críticos italianos más importantes actualmente.  La presentación, traducción y las notas son de Jorge Mendoza Romero.

 

 

“Posmodernidad”, “transmodernidad”, “modernidad líquida” son algunos nombres que filósofos de distintas corrientes de pensamiento han dado a la época que atraviesa el mundo occidental. Cada una de ellas recupera formas discursivas de lo que llamamos cultura.  Una de las más importantes corresponde a los modos contemporáneos de generar y consumir  arte. En el campo de la literatura, Alfonso Berardinelli aborda los usos posmodernos de la poesía. De acuerdo con las ideas expuestas en el ensayo, de las varias formas de heredar la modernidad, una de ellas consistiría en rebasar los límites de la lírica en lo que se refiere a sus marcas genéricas. Abrir, de nueva cuenta, la puerta a la narración, a la modulación dramática, pero también al lenguaje de la publicidad, del periódico, del documental, de  los soportes multimedia, etc. De esta idea deriva hacia otras. Quizá una de las más interesantes consiste en desmontar la hegemonía del “extremismo antidiscursivo” (que adopta diferentes nombres en nuestros días y de este lado del Atlántico, llámese neobarroco o poesía del lenguaje).

            Alfonso Berardinelli estuvo a cargo de los dos volumenes sobre literatura de la serie La cultura del novecientos, proyecto de la Editorial Einaudi en el cual se hace un repaso de las artes y del pensamiento del siglo xx en 1984. En México son acequibles en la edición del sello Siglo XXI. Los únicos dos poetas latinoamericanos reseñados en estos libros son César Vallejo y Pablo Neruda. Berardinelli ha traducido al italiano a poetas como Baudelaire y ha escrito libros sobre poesía como La poesia verso la prosa. Controversie sulla lirica moderna (1994) o Poesia non poesia (2008) del cual extrajimos el siguiente ensayo. Ha escrito a cuatro manos dos libros sobre el mismo tema: Il pubblico della poesia. Trent’anni dopo (con Franco Cordelli) en 2004, y un par de años después con Hans Magnus Enzensberger, Che noia la poesia. Pronto soccorso per lettori stressati. Destaca en su bibliografía un libro sobre la actualidad del ensayo, La forma del saggio. Definizione e attualità di un genere letterario, 2002.  

            Agradezco a Nery López sus atinados y generosos comentarios sobre esta traducción.

 JMR

 

           

   Poesía y género lírico.

Acontecimientos posmodernos*

 

¿Esencialmente qué podemos entender por poesía? No estoy seguro de saberlo. Incluso, porque definir esencialmente algo exige una fe en las esencias, que yo no poseo. Cuando hablamos de poesía entendemos un espacio que se define una y otra vez en el interior del sistema de los géneros literarios. Así, parafraseando y modificando un poco una frase de Pasolini (según la cual: “La prosa es la poesía que la poesía no es”), podría decir que la poesía es también aquel tipo de prosa que la prosa no logra ser. Los límites de la poesía, en cuanto género literario, se dilatan y se angostan de acuerdo con la actitud de los diferentes autores (según las diversas situaciones y las contingencias históricas) para incluir o excluir del lenguaje poético aquello que puede ser dicho –y es dicho– incluso en otros géneros literarios.

            Por eso, a partir del título de este ensayo, creo que sería útil distinguir entre poesía y género lírico. En la modernidad los límites de la poesía se han restringido extraordinariamente, como quizá nunca antes, hasta coincidir con aquellos de la lírica. Si se piensa en la poética de Novalis, de Leopardi, de Poe y en fin de Mallarmé. Pero aún las poéticas inclusivas y abarcadoras como las de Whitman y Rimbaud, antiintelectualistas y vitalistas –y sus antípodas como la de Baudelaire– han abierto el camino a la enumeración caótica y a la escritura automática: es decir, aquellas formas de extremismo antidiscursivo que han terminado por consolidar una clara separación, ontológica, de principio –por tanto sancionada incluso en el plano teórico– entre poesía y prosa, entre un uso “esencial” del lenguaje y un uso instrumental o “relacional”, en términos de la definición formalista y jakobsoniana de una función poética del lenguaje distinta de todas las demás funciones del lenguaje. Un modo esencialista, incluso en apariencia técnico, de definir la poesía de una vez por todas.

            Desde cierta perspectiva, sobre todo a partir de los presupuestos teóricos de los años treinta (Béguin, Raymond, Anceschi; y en dirección contraria a éstos Edmund Wilson en su Castillo de Axel[1]), hasta llegar a la “informalidad formalista” de la nueva vanguardia o vanguardia posmoderna de los años cincuenta y sesenta, la modernidad es canonizada y teorizada, en general, como negación, restablecimiento y fusión magmática y subversión de los géneros (más que como “mezcla de los estilos”: la mezcla requiere en efecto de la existencia de elementos heterogéneos para mezclarse, es decir, géneros suficientemente distinguibles). En poesía la modernidad se define como antirrealismo, “fantasía dictatorial”, autorreferencialidad, textualidad pura, evasión del significado, automatismo psicolingüístico, o antipoesía hiperpoética: poesía de la poesía, en primer lugar; y más tarde, poesía de la idea de función poética o poesía de la teoría. En Francia, entre Paul Valéry y Tel Quel se observa, en este sentido, una continuidad: incluso si Valéry jugaba al vacío o a la elusión semántica en alejandrinos de rima gemela, mientras el formalismo informal de Tel Quel (Jean-Pierre Faye, Marceline Pleynet, Denis Roche[2]) ponía tanto el todo como las partes en las formas métricas de la tradición. Valéry, no obstante, con sus versos neoclásicos, era todavía un crítico conservador de la modernidad y no sólo un innovador sin prejuicios, mientras en los años sesenta muchas buenas razones y propósitos innovadores de la vanguardia histórica estaban agotados. Casi todas las revoluciones técnicas fueron realizadas antes de 1950; después de 1945 comienzan los renacimientos y las recuperaciones sistemáticas y las réplicas. Además en Valéry había una tensión entre hiperformalización y vaciamiento, mientras que en la teoría de la obra abierta[3] la superposición de anulación formal y anulación semántica produce el vacío: a fuerza de escribir todas las frases impredecibles, tanto una como otra en obediencia a la teoría de la información, se llega a una particular estetización del vacío, entendida como la máxima respuesta lingüística de las instituciones literarias tradicionales.

            Muchas cosas que hasta Leopardi, Heine, Pushkin, o incluso Baudelaire podían ser dichas en verso, a partir del simbolismo y hasta la última vanguardia devienen poéticamente indecibles, son excluidas de los textos en verso. Hablar de ellas en la poesía supone una excepción, mientras que el mismo Baudelaire, fundador de la modernidad poética, ya escribía ensayos versificados: a menudo hay más energía prosística, descriptiva, discursiva en las Flores del mal que en los Pequeños poemas en prosa.

            La idea de la “lírica moderna” fundamentalmente antidiscursiva y autorreferencial es más bien una leyenda ideológica, un mito teórico-polémico que una realidad; incluso un lírico absoluto como Gottfried Benn alterna el rigor del estilo que nombra y del monologismo abstracto con poesía-retrato, poesía de la cotidianeidad e inventiva. Sin embargo la idea o ideología dominante de la poesía moderna fue la antidiscursiva: en la segunda mitad del siglo xx se convirtió en la base de la enseñanza universitaria y de la divulgación escolar.

            En fin, los “acontecimientos posmodernos” indicados en el título de este ensayo aluden a una transformación fundamentalmente en el modo de considerar y heredar la modernidad, un giro que se produjo anticipadamente en lo que se refiere a los géneros. Lo posmoderno inicia con los años cuarenta, sobre todo después de la segunda guerra mundial, cuando la centralidad europea decayó y cuando el siglo xx como el “siglo americano” abandona el estado de latencia para manifestarse en las formas más evidentes en todos los campos: política, economía, estilo de vida, cultura de masas y cultura de élite. Desde entonces Europa “se aleja”, y se observa a sí misma cada vez más con los ojos de la América anglosajona, desde el punto de vista de los Estados Unidos, al considerarla como el punto culminante y más avanzado del desarrollo occidental. Contrariamente a aquello que tan a menudo se repite, la izquierda europea no ha pecado en absoluto de antiamericanismo, sino más bien al contrario: el mito de la América (más fuerte que el de Rusia) habita establemente en las vísceras de la cultura europea, sobre todo de la cultura de izquierda, desde el final de la tercera década del siglo pasado. Pero ésta es una larga historia que sólo se puede referir al nacimiento de la posmodernidad como modernidad europea “superada” en otra región, la americana, en un mundo ya dominado por el modelo americano. En lo posmoderno, la modernidad está desconectada, convertida en archivo y museo, agotada como experiencia y releída, revivida, reutilizada como patrimonio cultural acumulado. Se trata de una modernidad historiada, enseñada en las universidades, absorbida por las instituciones como laboratorio de investigación ininterrumpida y obligada de lo “nuevo”, archivada en las bibliotecas americanas. A partir de los años cincuenta dio inicio el envejecimiento de la modernidad y de la vanguardia de la que habló Adorno en su ensayo de musicología. La continuidad se había interrumpido. No se podía creer en continuar las experiencias de principios del siglo xx. Serían, no obstante, trasplantadas y reutilizadas académicamente en un contexto ya diferente en el cual el “público burgués” clásico, escandalizado e indignado por la vanguardia histórica, había sido adiestrado por la crítica y se había transformado en el público neoburgués avanzado y consciente, que consideraba la transgresión vanguardista como el primer mandamiento cultural. La vanguardia se enseñaba en la academia. Y esto ha determinado en los años sesenta el nacimiento de aquella posmodernidad madura que transformaba el shock moderno en un más allá pacífico.

            La posmodernidad, no obstante, es una época. Es una situación del arte y de la cultura que no puede ser reducida a una sola poética y a un solo estilo. La posmodernidad es, entre otras cosas, la crisis del monismo historicista del cual nacieran tanto la ideología de la vanguardia como aquella del compromiso: según la cual, dada una cierta conciencia de la situación histórica y política del arte, no se podía deducir solamente un modo único de hacer arte a la altura de los tiempos. Las tendencias artísticas militantes se organizaban e interpretaban a sí mismas de acuerdo con el modelo del partido político, más o menos revolucionario: con un grupo, con un liderazgo, un manifiesto técnico-político, una praxis artística inferida de ciertos principios  y de una defensa gremial.

            Naturalmente este esquema tipológico es difícil encontrarlo en estado puro. Pero está muy presente y actúa en numerosas experiencias. El grupo puede estar poco cohesionado, el manifiesto puede estar diseminado en varias intervenciones críticas. Lo que cuenta es la deducción de la forma artística más históricamente legítima (o la única históricamente justificada) a partir de un análisis o de una teoría del preciso momento histórico (historia como proceso unilineal) en el cual nos encontramos. (Aquí descuido el hecho de que los grupos y las tendencias organizadas, o partidos políticos del arte, tienen asimismo una función de autopromoción: dan seguridad, fuerza, garantías, protección a los artistas en su lucha competitiva por el mercado. En suma, los partidos políticos del arte son también agencias de promoción y colocamiento. Los artistas de un grupo de vanguardia se proponen y compran “en bloque.” Y esto hace disminuir a cada uno los riesgos de poder equivocarse y de la exclusión. La garantía ofrecida por un manifiesto, la legitimación histórica proporcionada por una ideología de tendencia cancelan o disfrazan los problemas de mayor o menor logro de los propios artistas y de los productos artísticos).

            Concluidas las consideraciones preliminares, sólo expondré algunos ejemplos de cómo en la posmodernidad la poesía ha forzado sus límites: 1) recuperando dimensiones de la prosa o,  eventualmente, de la teatralidad; 2) reabriendo el diálogo con la tradición premoderna; 3) practicando una pluralidad de soluciones posibles y abandonando la tutela de poéticas fundadas en una conciencia histórica de tipo monista; 4) manteniendo, o redescubriendo, o deconstruyendo el espacio clásico de la lírica como absoluto monológico en vilo entre “universales humanos” de la experiencia e “idiolecto” estilístico.

            Los ejemplos que haré no excluyen otros que puedan ser hechos en lugar o en sustitución de éstos.

            Los primeros dos autores que citaré no son italianos, pero me parecen necesarios para definir el marco general posmoderno de los fenómenos poéticos en la segunda mitad del siglo xx: si se trata de genealogías, de orígenes y de descendencias, creo que será difícil evitar dos autores, dentro de sus diferencias, como Wystan Hugh Auden y Francis Ponge.

            En Auden los signos de la transformación posmoderna son legibles en su superación en el interior de la barrera de la modernidad hacia direcciones ilustrada, satírica, teatral, neoclásica. Auden es uno de los pocos grandes poetas que reaccionan entre la primera y la segunda mitad del siglo y advierten (incluso padeciéndolo) el paso de una fase (sus antecedentes son Eliot o Brecht) a otra: su periodo americano, que ocupa gran parte de su vida (de 1939 a 1973) se caracteriza por la pérdida del contexto familiar inglés en el cual y por el cual había escrito sus primeros libros. Europa se aleja, el compromiso político para él está acabado. Auden parece que no sabía qué más hacer con su talento y con sus extraordinarias cualidades de virtuoso del lenguaje poético, de filósofo en verso, de moralista.

            Pero toda la obra de Auden nace en un después de la modernidad: después de Eliot y Yeats, después de Rilke y Valéry, después de Kraus y Brecht. De principio a fin Auden escribe poesía con una amplitud de medios, poniendo en juego una variedad temática y estilística pareciendo no sólo un poeta, sino más bien un dramaturgo o un ensayista en verso. Auden libera a la poesía moderna de sus purismos y de sus rigores. Derrite aquella especie de “parálisis de la discursividad” que había impresionado a los poetas del simbolismo y a los de la vanguardia, abandonando el culto de la forma absoluta tanto como lo informe caótico: restituye a la poesía una riqueza semántica y una fuerza formal anteriormente perdida, que también poetas intelectuales como Eliot habían reconstruido con dificultad (el Eliot de los Cuatro cuartetos era ya contemporáneo de Auden y no se puede descartar que recibió alguna enseñanza de aquél).

            Auden no es un poeta lírico. No aísla (como lo hace también Pound) momentos de intensidad. Habla y piensa en verso. Y sus versos, con la variedad de formas que emplea y su imprevisible regularidad, parecen ser para él sólo instrumentos técnicos para pensar mejor, juego y música sin la cual la inteligencia no conseguiría funcionar adecuadamente.

            La obra poética de Auden posee una fluidez a veces oratoria a veces coloquial que ya de por sí señala una transformación respecto al estilo “modernista” más concentrado, ascético, hermético, órfico, esotérico de autores como Rilke, Yeats, Valéry. “La poesía no es magia”, ha escrito Auden. “Si se puede atribuir a la poesía […] un propósito ulterior, éste consiste en el desencantar y desintoxicar, diciendo la verdad.”

            El lenguaje poético de Auden no aspira (como, después de él, incluso el de Dylan Thomas) a ser un sustituto fonosimbólico de la realidad. Es más bien un comentario a la realidad: mejor observada, descrita y estudiada a distancia, desde afuera y desde lo alto, que directamente experimentada. Auden no es un poeta del ser, es un poeta del pensar. En su poesía las palabras no quieren ser cosas ni influir sobre las cosas.

            “Los desconocidos legisladores del mundo”, escribe en el mismo ensayo citado, “es una definición que se adapta más a los miembros de la policía secreta, que a los poetas.”

            Uno de sus poemas más citados y típicos “Musée des Beaux Arts”[4] (en Another Time, 1940), define ejemplarmente el modo de proceder de Auden y su idea de la poesía. El poeta viene a nuestro encuentro como si visitara una pinacoteca. Observa un cuadro de Pieter Brueghel el Joven, “La caída de Ícaro”. Parece comunicarnos sus reflexiones confidencialmente, de modo extemporáneo, como lo haría con un amigo que lo acompañara en la sala. Examina los detalles del lienzo y se remonta a una idea general: la naturaleza y la historia humana, la vida cotidiana con sus distracciones y sus trabajos permanecen en aquello que son, incluso si Jesús nace o es crucificado, incluso si un desgraciado Ícaro pierde las alas y cae en el mar. Ironía y sentido de lo trágico no se excluyen: cada uno tiene sus razones y sus fines y esta constatación es al mismo tiempo trágica e irónica. La realidad no obedece a una racionalidad única. El cosmos es una suma de microcosmos que no se reflejan simultáneamente y que muy raramente se comunican entre ellos. Es la visión premoderna de los Viejos Maestros que cuestiona el monismo historicista. La historia no es un proceso unitario que, comprendido en teoría,  pueda ser modificado en la práctica al mismo tiempo. La realidad es descrita por Auden como un escenario ya existente (un cuadro ya pintado) que puede ser observado pero no modificado. El poeta y el intelectual son testigos e intérpretes, no son legisladores ni políticos.

            Auden ha escrito centenares de versos, largos poemas reflexivos, redactados en formas métricas tradicionales. Casi nunca habla de sí mismo, es capaz de versificar cualquier cosa, no fija límites temáticos, de argumento y de tono a su poesía. Varía, comenta, retoma otros textos, sigue a otros escritores, divaga solemnemente y humorísticamente sobre la historia de la civilización a la que pertenece. De manera distinta a la de   simbolistas, de artepuristas, de visionarios, de los nuevos metafísicos y de los vanguardistas, en Auden no encontramos fusiones de imágenes y acercamientos por pura analogía, no encontramos ni siquiera la técnica de la imagen que emerge del vacío y de la oscuridad, no encontramos collage ni montajes de fragmentos. La teatralidad de su versificación, unas veces paródica, otras veces oratoria, mantiene la poesía en las dimensiones de la conversación, de la sátira, de la creación, del ensayo y de la epístola en verso, del sermón.

            De modo completamente distinto, incluso Ponge podría ser considerado protagonista de una transformación neoclásica o posmoderna respecto a la poesía francesa que va del simbolismo a la vanguardia surrealista. En esto semejante a Michaux, el “realismo” poético de Ponge nace cuando la poesía ha dejado de creer en sí misma, en su idea o ideología, en su a priori estético. “Quien desee saber qué cosa puede ser un poema puramente realista, exento de alguna contaminación subjetiva, debe buscarla en Francis Ponge”, ha escrito Gaëtan Picon.

            Estamos en las antípodas de la lírica según la definición clásica (y hegeliana) de expresión del sujeto que habla de sí mismo: pero estamos también fuera del espacio surrealista definido por los procesos de liberación del inconsciente. Renunciando metódicamente a la versificación, en una literatura como la francesa, en la que el verso era una institución marmórea que había levantando una separación neta entre el discurso poético y la conversación cotidiana, también Ponge dirige el trabajo poético hacia la prosa. Los extravagantes ensayos poéticos o los pequeños poemas en prosa de Ponge son interesantes sobre todo como programa de “higiene mental” por la desintoxicación del lenguaje poético de la escoria lírica. Hay en esto una posición de principio que enfrenta dificultades para tomar cuerpo en su disposición, humorísticos ejercicios descriptivos (un pedazo de jabón, un guijarro, una araña, un prado son algunos de los objetos sobre los cuales el autor dirige su atención). Ponge finge llevar de la mano, como en la escuela, a la poesía rumbo a la prosa. Pero en sus “vacaciones” de los géneros, poniendo en escena un rigor objetivo, realista, obedeciendo a una hipótesis de obstinada honestidad descriptiva poco incluyente, Ponge termina por no asumir la responsabilidad de la prosa ni la de la poesía: espera que la lengua se convierta en algo más verdadero y real en el rechazo cándido y pertinaz  de los géneros estables y anticipa “la escritura textual” de los años sesenta. La escritura, escrutando el objeto obsesivamente, tiende a convertirse en ese mismo objeto descrito, su ectoplasma o fantasma verbal.

            Es interesante mencionar que Calvino había descubierto a Ponge (como uno de de los maestros de lo posmoderno, junto a Borges y Queneau) en el momento en que tendía a llevar su prosa narrativa hacia la condensación de la poesía o del poema ensayístico (de las Ciudades invisibles a Palomar).

            Los objetos son minuciosamente descritos por Ponge para hacer explotar la macro-unidad del mundo, no sólo la razón sintética y totalizante con sus interconexiones lógicas y convencionales.

            La descripción inmanente del objeto deviene una especie de épica o lírica de la singularidad, de la diversidad, de la multiplicidad irreductible en la cual estamos inmersos.

            Mientras la posmodernidad de Auden (como la de Borges) está imantada de historia y familiarmente ambientada en una tradición secular vuelta nuevamente accesible en todas las direcciones, la posmodernidad de Ponge (como la de Beckett) nace de una desintoxicación (o hemorragia) anticultural de la historia, de la tradición, de todo el pasado. La cultura francesa ha sido siempre maestra en materia de absoluta continuidad y de radicales fracturas. El moralismo lingüístico de Ponge llega como después del fin del mundo cultural: y recomienza infantilmente, si no desde cero, muy cerca del origen.

 

Vayamos a Italia. En la conquista de la lírica por estrategias prosísticas, los casos de Montale y Pasolini son particularmente interesantes. En la dilatación discursiva de los confines de la poesía, la lírica termina por sofocarse. En estos autores actúa la conciencia  de que la modernidad, a mitad del siglo xx, está exhausta, no puede ser continuada ni mucho menos replicada: el escándalo formal se ha convertido en lugar común y ha alcanzado sus límites extremos. La tradición de lo nuevo ya se ha estabilizado e impide que lo nuevo pueda ser contemporáneamente valor y shock, institución y transgresión.  En algunos ensayos de Auto de fe Montale pone al desnudo en pocos golpes la convencionalidad de la neovanguardia de la segunda mitad del siglo xx.

            El progresivo acercamiento de la poesía y la prosa y el desarrollo de la dimensión discursiva ya sea en el ideólogo Pasolini o en el antiideólogo Montale se enfrentan por la diversidad del temperamento, no sólo por la distancia generacional que separa a los dos autores. Pero en ellos es la idea de poesía lo que cambia.

            Montale había sido un virtuoso manierista del monólogo alusivo, cifrado, en clave. Pasolini había partido del lirismo dialectal para llegar al pequeño poema civil. Tanto uno como otro, con sus libros al iniciar la década de los sesenta, llevan a la poesía cada vez más hacia de la prosa. Después, Montale, a partir de Satura, se convierte en un poeta afable y maledicente, comunicativo, accesible, satírico, semi periodístico, y levemente autodivulgativo (pero también autoliquidatorio: liquida la propia modernidad dramáticamente lacónica, ya lejana y registrada por los críticos.

            Pasolini, cada vez más en descontento consigo mismo, con Trasumanar e organizar toca el límite del descuido formal y de la improvisación. Sus poemas se transforman en descuidados artículos de acabados versos. Su versificación, cada vez más descuidada e informe, era ya inadecuada para una poesía que sentía la necesidad de salir de sí misma para llegar a ser más agresiva y enérgicamente argumentativa.

            Montale había desatado y articulado en vínculos racionales, o en gradaciones razonables, su perentoria alegoría, como si pusiera en orden sus reflexiones y artículos periodísticos. Pasolini inventaba un nuevo y eficaz organismo estilístico: el poema ideológico-autobiográfico en prosa, el artículo de poesía. Esta reconversión del poema civil en una prosa vigorosamente argumentativa se llega a cumplir sobre todo en su obra maestra dramático-retórica, Lettere luterane.

            Alcanzar los confines de la poesía, moverlos, forzarlos se volvía necesario para salir del sistema estilístico que tendía a cerrarse. No creo que la última producción de Montale, su poesía decíamos posmoderna (un Montale que presupone y divulga a Montale, un post-Montale) sea mejor que la de los primeros tres libros, de ningún modo. Pero en lo posmoderno es recurrente la supresión del dramatismo divulgativo, y por tanto lúdico, de las tensiones de lo moderno. La obra de Montale está entre las más ejemplares para comprender el pasaje de una fase a otra: cambia el papel del poeta, la afasia siempre aplastante y la oscuridad aunque exhibida se convierten ahora en poesía conversada, chat-poetry. El público está escolarmente preparado para acoger en bloque el arte moderno, lo consume sin perturbaciones, con una cierta indiferencia hedonista. Montale reparte en poesía aquel sabroso, excitante pesimismo escéptico o nihilismo tolerable que caracteriza al escritor como gran señor elegantemente desencantado.

            En dirección opuesta es interesante el caso de Pasolini, que vuelve a dramatizar y vuelve teatralmente más eficaz su encuentro con el público y con las opiniones actuales de política y cultura. De poeta ideologizante devine ideólogo poéticamente inspirado, pero no por esto desaparece la fuerza crítica en contra de los loci communes dominantes entre los intelectuales de izquierda. Los componentes de la mezcla podían parecer ignorados y sobre todo heterogéneos: cualquier página de Marcuse, los escritos de don Milani[5], la Morante[6] de los años sesenta (de Pro o contro la bomba atómica a Il mondo salvato dai ragazzini), el populismo soberanamente estético y absolutamente impolítico de Sandro Penna.

            Sin embargo era decisiva la real desesperación autobiográfica, el estilo del testamento moral en público, la confesión que toma la forma de denuncia social: odio contra la burguesía o clase media (sobre todo italiana, pero no únicamente) en cuanto no-vida y antirrealidad. Pero aquí no discuto las ideas de Pasolini, sociólogo genial. Noto que sus últimos ensayos son su obra maestra literaria, también por el uso que el poeta hace de sí mismo en cuanto actor, figura pública. El talento mayor de Pasolini (además de crítico) era teatral y retórico.

           

Sobre todo, otros dos poetas me parece que han tenido, en lo que se refiere a la relación entre lírica y géneros poéticos épico-dramáticos, problemas análogos a los de Pasolini. Se trata de Elio Pagliarani[7] y de Giovanni Giudici[8].

            Pagliarani podía ser definido desde sus inicios como un poeta popular absolument moderne. Recuerdo que usé esta fórmula polémica contra quien desdeñaba por principio a los poetas popularizantes: es decir, contra quien negaba que en el fondo, desde el fondo de la sociedad, se ven y se comprenden más cosas que desde lo alto. La lengua y el ritmo de Pagliarani nacieron de una dislocación “desde abajo” del lugar de la poesía: suficientemente abajo para impedir técnicamente, lingüísticamente que la poesía sea dañada por la idea de poesía: es decir, por procedimientos de la sublimación estilística.

            Desde Ragazza Carla (1962) hasta Ballata di Rudi (1995) Pagliarani, para construir sus poemas, ha necesitado inventar un personaje que ponga en movimiento una historia entorno a la cual hacer girar a otros personajes. La tradición de Pagliarani es aquella del poema teatral, del monólogo dramatizado, del cuento en verso y de la balada (un poco como en Mayakovski, en Eliot, en Brecht). Más incluso que con otros poetas coetáneos, como Majorino[9], Sanguineti, la Rosselli, encuentro que Pagliarani tenía probablemente más afinidad con narradores como Bianciardi[10], Mastronardi[11], Volponi[12] (sobre todo con el Volponi de Corporale).

            En la Balata di Rudi Pagliarani inventa el personaje de una historia que parte de los años cuarenta y llega a los años sesenta, un periodo de transformaciones aceleradas en la historia italiana. Pero lo que cuenta en este poema teatral, como siempre en Pagliarani, es la voz del autor, su especial “idiolecto” sin límites, su anárquica conversación de todo en lágrimas, en saltos, astuto y agresivo, proyectivo.

            La interioridad lírica es establecida por la recitación y el pudor se convierte en humor huraño, intolerancia contra la estética. La de Pagliarani es una lengua siempre rigurosamente pre-literaria, una especie de prosa rítmica, amplia y martillada.     

            También Giovanni Giudici, como Pagliarani, tiene un fuerte sentido de los géneros literarios. Evita o teatraliza la lírica: cuando se torna lírico lo hace como un actor en escena. Sus emociones y sus visiones oníricas están sociológicamente localizadas. El género que surge en modo más evidente en Giudici es la novela en verso.

            Pero Guidici usa la métrica como técnica de extrañamiento contra el habla pequeño burguesa y contra toda la prosa clerical y semi periodística que introduce en su poesía. Métricamente vuelve a utilizar, imita, traduce para sus propios fines una vasta tradición. Aprende de Pascoli, de Saba, de los trovadores, de Pushkin y de los poetas checos del siglo xx (Holan, Halas, Seifert, Orten). En fin, reencuentra la lírica a fuerza de virtuosismos métricos, incluso si sus monólogos no resuenan nunca como los de esos absolutos que hablan consigo mismos: están contaminados de teatralidad, de correcciones realistas, de parodias y autoparodias.  Usando una métrica mixta, que va de lo informe a la forma, del verso libre al octosílabo y al eneasílabo rimados, una métrica capaz de nadar dentro de la más densa y revuelta materia o fango verbal, y que puede transformar sorpresivamente en versos tradicionales cualquier segmento de una frase, a través de esta métrica siempre más exigente y sofisticada. Giudici reencuentra diversas vías de acceso a la tradición del verso italiano. Una tradición, pues, que vuelve.

            Todavía un ejemplo extranjero, para mostrar cómo la situación posmoderna es cualquier cosa diferente de una poética posmoderna programática para no mostrarla  como una solución históricamente privilegiada.

            Se trata de Hans Magnus Enzensberger, uno de los poetas y escritores europeos más experimentalmente versátiles y al mismo tiempo más neoclásicos (en esto cualquier parecido exterior con Calvino, incluso con Stanley Kubrick, que imita diversos géneros tradicionales). Enzensberger ha usado la formas más diversas: el ensayo político, el reportaje, el panfleto, la poesía dialéctico-didáctica, el poema ensayístico, el montaje de documentos, la novela collage, etcétera. En realidad, más allá de Brecht o de Benn, o más allá de estos obvios maestros, Enzensberger me parece, como poeta, no sólo un heredero de Auden y de Williams (como ensayista hace pensar a veces en Krauss, a veces en Diderot). Ha demostrado de principio a fin mucha atención a los géneros literarios. Puede mezclarlos, pero no  los ignora ni los reestablece. Sus poemas tienden hacia la sátira, a la descripción de la realidad, al aforismo.

            Al inicio de su carrera, entre el fin de la década del cincuenta y el inicio de la del sesenta, se destacan dos títulos: Museo de la poesía moderna y el ensayo La aporía de la vanguardia. Enzensberger reconoce inmediatamente que la poesía moderna pasó a ocupar un ala del Museo de la cultura: vista en su conjunto, da la impresión de un proceso unitario, pero acierta incluso para una variedad internacional de experiencias y de formas que no consiente más en razonarlos en términos de oposición entre centro y periferia, capital y provincia. Así uno de los autores preferidos por Enzensberger era entonces un periférico provinciano emigrado y perdido en París, el peruano César Vallejo, mitad indio quechua. Vallejo incluso en París no se convierte en cosmopolita, muere de melancolía, de nostalgia, de recelo político y de pobreza en la gran capital de la izquierda y de los artistas. “Me moriré en París con aguacero” escribe en un famoso soneto de autoepitafio. Y en otro poema ironiza: “Un cojo pasa dando el brazo a un niño/ ¿Voy, después, a leer a André Bretón?”

            El mundo periférico ha rodeado las capitales. Enzensberger escribe: “La “provincia” está en todas partes porque el centro del mundo no está en ninguna parte […] Con la arrogancia de las capitales se disuelve también el sentido peyorativo del término “provincia.” La lingua franca de la poesía moderna no es ni uniformidad vacía ni una suerte de esperanto lírico. […] No significa ni estandarización ni mínimo común denominador. Al contrario, ella no libera a la poesía de los límites de las literaturas nacionales para arrancar sus raíces del terreno de la provincia, proyectándolas en el vacío de las abstracciones.”

            En esta crítica del “esperanto crítico”, de la cultura de las capitales, el cosmopolita Enzensberger desmonta el mito cosmopolita según el cual se moderniza dejando atrás la retaguardia de la provincia para precipitarse en las abstracciones de una vanguardia “estandarizada.” Si en las artes no se da un progreso lineal y de sentido único, la idea misma de vanguardia es insostenible. La ideología de la vanguardia se nutre de historicismo progresista.

            En Enzensberger la modernidad viene más bien vista como un proceso concluido: incluso porque la autoconciencia histórica unitaria que constituía el presupuesto explícito o (en él mismo) implícito se fundaba sobre la centralidad de las capitales europeas de la cultura. (El hecho es que después de 1945, y siempre con mayor autoridad, París es sustituida por Nueva York y los Estados Unidos son el centro, la vanguardia indiscutible del planeta: nada de lo que no pase allí puede tener un aire “universal” o planetario).

            En el ensayo sobre la Aporía de la vanguardia Enzensberger comienza con la observación de que ya cualquier artista desea ser considerado de vanguardia, mientras que, en otro momento, autores como Kafka, Proust, Faulkner, Brecht, Beckett no hubieran aceptado nunca la denominación y la etiqueta de vanguardistas. Simplemente, observa Enzensberger, el debate sobre la cuestión no tiene sentido, porque desde el tiempo en que Swift escribió su Batalla entre los libros viejos y los modernos (1710) “esta querella ha perdido su esmalte y su originalidad.”

            Pero criticando la vacuidad de la oposición entre viejo y nuevo, Enzensberger critica también la oposición de Lukács entre arte “progresista” y arte “reaccionario.” Lo que es la vanguardia se entiende únicamente a posteriori, no se puede establecer estando lejos y al mismo tiempo autoproclamarse representante: “El esquema sobre el que es modelada la idea de vanguardia es inservible. El avance del arte se configura aquí como un movimiento lineal, unívoco, claramente perceptible en su conjunto: cada uno debería ser susceptible de definir la propia posición, de modo singular o de modo general […]. La vanguardia quiere introducir doctrinariamente la libertad en el arte, así como el comunismo en la sociedad. Como el partido revolucionario, cree poseer un contrato con el futuro.”

            A diferencia del posmodernismo, que replica lo moderno como eterna “novedad” (como se ha visto en el arte informal, en la música serial y electrónica, en la poesía concreta, en la beat generation), Enzensberger buscará hacer productivas algunas técnicas como el montaje de documentos y el reportaje literario. En los años setenta construirá dos poemas ensayísticos “Mausoleum. Treinta y siete baladas de la historia del progreso,” y “El fin del Titanic” propiamente analizando las ilusiones, la deformidad, la locura de la idea de progreso y de sus sacerdotes. En ambos poemas son frecuentes las descripciones satíricas y además incluye citas con función nunca puramente sugestiva, sino descriptiva, documental, argumentativa. La historia como progreso parece ser puesta en jaque no sólo por la irracionalidad que se anida en el exceso de coherencia racional, sino también por el enorme imprevisto que constituye la naturaleza (el iceberg contra el cual se encuentra y por el que se hunde el Titanic).

            ¿Pero realmente no hubo espacio para el género lírico en la segunda mitad del siglo xx? Dos líricos cabales y de gran estilo fueron, por ejemplo, Paul Celan e Yves Bonnefoy. Gracias a ellos la tradición hermética y simbolista parece no haberse interrumpido nunca.

            Bonnefoy en Movimiento e inmovilidad de Douve (1953) escribe poesía sobre la poesía, sobre el mito de la palabra poética en cuanto forma identificable con un discurso sobre el Ser: la suya se presenta como poesía de amor sobre el cuerpo y sobre la esencia femenina y se resuelve en celebración de la poesía.

            El caso de Celan merecería un ensayo aparte. En él la oscuridad, la alusión, la obsesión de lo indecible y de la experiencia no verbalizable han tenido como presupuesto los campos de concentración nazis.  En su poesía la lucha con el silencio y la convivencia con el silencio no han radicado en una ontología mística o en una teología negativa sino sobre todo en una experiencia biográfica e histórica que paraliza el lenguaje.

            En Italia los mayores poetas más propiamente líricos de la segunda mitad del siglo xx fueron Sandro Penna[13], Amelia Rosselli[14] y Andrea Zanzotto[15]. En ellos la discursividad se resquebraja o se condensa en sentencias. Y se advierte que para los tres, alegremente, estáticamente, angustiosamente, la lírica es una prisión, que por otra parte pone a estos autores en comunicación con los grandes arquetipos clásicos de la poesía más hermética en su monologar. Eros (en Penna), paisaje (en Zanzotto), diálogo con los ausentes (en Rosselli), constriñen a estos poetas diversas formas de monologismo: que en Penna aparece como “poéticamente ahistórico” (no se logra nunca comprender el lugar de donde proviene Penna, cuáles son sus “fuentes”), en Zanzotto se convierte en deconstrucción psicolingüística y metaliteratura del sujeto poético, en la Rosselli el monólogo describe la lucha de quien desea salir del laberinto del yo pero no hace más que producir, cada vez, nuevos laberintos, mientras la realidad externa se resiste a asumir significados estables. Aunque en los últimos decenios del siglo xx sea difusa la idea según la cual los significados estables (alguno diría “metafísicos”) en la realidad no se dan, en la poesía de Rosselli se muestra lo poco tolerable que es la situación de alguno para quien ésta no es una teoría, sino una experiencia real y cotidiana: lo enigmático y la inestabilidad del significado en cada gesto y objeto asumidos en la poesía de la Rosselli como una evidencia minuciosa y trágica.

            Sin embargo, la paradoja es la siguiente: los tres poetas de los que hablamos, a pesar de su lirismo o en virtud de él, logran emitir mensajes a menudo sorprendentemente auténticos (y alarmantes) sobre el estado del mundo del que se sustraen. El juego de espejos en que el yo se fracciona y se reconstituye es también el juego a través del cual el mundo se refleja en el yo sin adquirir unidad y univocidad. Incluso Penna, que finge, con su tradicionalismo lingüístico, un equilibrio ontológico entre el yo y el mundo, muestra no creer ni en uno ni en el otro, sino sólo en esos eventos incalculables que realizamos al encuentro momentáneo entre el deseo y su objeto.

           

Definir la posmodernidad no es fácil. Intentarlo lleva fácilmente a la invención de cualquier útil teoría histórico-estética passe-partout. Quien sienta la necesidad de teorizar, que lo haga. Personalmente creo que es más útil insistir sobre una idea más bien simple: la posmodernidad por un lado ha ofrecido una serie de posibilidades nuevas, por el otro (en el vanguardismo) fue una modernidad mal dirigida, una modernidad que agotó su pathos antagónico y sus recursos inventivos. Toda la segunda mitad del siglo xx estuvo marcada por este después.

            Cada uno de los autores ha hecho de esta situación un uso propio. Ahora, creo, incluso que este largo después, que duró cerca de medio siglo, podemos considerarlo terminado. La misma posmodernidad, si se observa en el presente y hacia el futuro, deviene una categoría superflua: ha agotado su función crítica y productiva, fundada sobre un enfrentamiento todavía cercano con la primera mitad del siglo xx. Este enfrentamiento ya no tiene sentido. El resto, es decir, el presente, todavía no está categorizado y etiquetado. ¿Qué escritores, que desean seguir escribiendo, anhelan conocer por adelantado su lugar histórico?

 

 Traducción del italiano Jorge Mendoza Romero

 

 

*El ensayo forma parte de Poesia non poesia, Torino, Einaudi, 2008. 

 


[1] En 1937 el suizo Albert Béguin (1901-1957) publicó la primera edición de El alma romántica y el sueño, ensayo sobre el romanticismo alemán y la poesía francesa; Marcel Raymond (Ginebra, 1897-1981) ha sido leído en la edición del FCE de su amplio ensayo De Baudelaire al Surrealismo (1933); Por su parte el italiano Luciano Anceschi (1911-1995) tras publicar su tesis sobre la autonomía y heteronimia del arte (1936) apareció el libro Saggi di poetica e poesia. Con una scheda sullo Swedenborg (Ensayo de poética y poesía. Con una monografía sobre Swedenborg) (1942). El crítico estadounidense Edumund Wilson (1895-1972) se empeñó en abarcar el movimiento moderno hasta 1930 en Axel’s Castle: A Study in the Imaginative Literature of 1870-1930 (1931), traducido al castellano como El castillo de Axel.

[2] La revista Tel Quel se fundó en 1960 bajo el objetivo de revisar los clásicos desde la perspectiva de la vanguardia. Jean-Pierre Faye (París, 1925) ha hecho estudios sobre el relato y sobre el uso del lenguaje de los estados totalitarios. Entre sus libros de poesía, podemos mencionar: Fleuve renversé, 1959; Couleurs pliées, 1965; Verres, 1978. Marceline Pleynet (Lyon, 1933) ha publicado libros de ensayo y poesía: Provisoires amants des nègres, 1962, Fragments du Choeur, 1984, Rimbaud en son temps, 2005.  Denis Roche (París, 1937) se ha desempeñado como escritor, editor y fotógrafo. Ha publicado más de una veintena de libros, entre ellos: Récits complets, 1962, Le Boîtier de mélancolie, 1999; La Photographie est interminable, 2007.

[3] La teoría de la obra abierta se desprende de la obra homónima de Umberto Eco (1962). En este trabajo comienzan sus aportaciones a la teoría de la recepción, que culminará con Lector in fabula (1979). Eco aborda el papel del lector para generar el sentido de un texto.

[4] La siguiente versión fue hecha por Guillermo Sheridan, W. H. Auden¸selección, traducción y nota introductoria de Guillermo Sheridan, México, UNAM, 2007: “Nunca se equivocaron sobre el sufrimiento/ los Viejos Maestros; qué bien entendieron/ su lugar en lo humano; cómo sucede/ mientras otros por ahí abren una ventana, comen o en algún lado caminan sin fijarse;/ cómo, mientras los ancianos apasionadamente/ esperan el milagroso alumbramiento, debe siempre haber niños/ patinando en un estanque a la orilla del bosque/ que no tienen especial interés en que suceda;/ nunca olvidaron/ que incluso el temible martirio debe seguir su curso/ a como dé lugar en una esquina, en algún lugar sucio/ donde llevan los perros su vida de perros/ y el caballo del verdugo/ se rasca el trasero inocente contra un árbol.// En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: cómo se aleja todo,/ placenteramente, del desastre; el labrador/ pudo haber oído el chapoteo, el desamparado grito,/ pero para él no se trataba de un fracaso importante:/ el sol brillaba como debía en las blancas piernas/ que desaparecían entre las aguas verdes;/y el airoso y delicado buque, que algo asombroso debió ver/—un niño que caía del cielo—/ tenía que ir a algún sitio y navegó con calma.”

[5] Don Lorenzo Milani Comparetti (Florencia, 1923-1967), fue un sacerdote y educador católico. Durante las décadas de los cincuenta y sesenta fueron polémicas en Italia sus ideas en torno a la educación de los pobres.

[6] Elsa Morante (Roma, 1912-1985) fue novelista, ensayista, poeta y traductora. Algunos críticos la consideran una de las figuras más importantes de la narrativa italiana de la posguerra. Fue amiga íntima de Pasolini. Formó matrimonio con el novelista Alberto Moravia. Entre sus obras se cuentan las novelas, Menzogna e sortilegio, 1948, L’isola di Arturo, 1957, La Storia, 1974; y los libros de poesía, Alibi, 1958 y Il mondo salvato dai ragazzini e altri poemi 1967.

[7] Elio Pagliarani (Viserba, 1927).

[8] Giovanni Giudici (Le Grazie (Porto Venere), 1924).

[9] Giancarlo Majorino (Milán, 1928) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros: La capitale del nord, 1959; Sirena, 1976; Ricerche Erotiche, 1986.

[10] Luciano Bianciardi (Grosseto, 1922 – Milán, 1971) fue novelista, ensayista, periodista y traductor de lengua inglesa. Entre sus novelas mencionamos: La vita agra, 1962; La battaglia soda, 1964.

[11] Lucio Mastronardi (Vigevano, 1930-1979) novelista, autor de: Il calzolagio di Vigevano, 1962; Il maestro di Vigevano, 1962 e Il meridionale di Vigevano, 1964, entre otras.

[12] Paolo Volponi (Urbino, 1924 – Ancona, 1994) fue poeta y novelista. Publicó más de veinte libros, entre ellos: Il ramarro, 1948; I sovrani e la riccquezza, 1967; Corporale, 1974; Le mosche del capitale, 1989.

[13] Sandro Penna (Perugia, 1906 – Roma, 1977).

[14] Amelia Rosselli (París, 1930 – Roma, 1996)  

[15] Andrea Zanzotto (Pieve di Soligo, 1921).

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