Poéticas de lo menor en el hispanismo transatlántico

La ensayista Laura Scarano nos presenta un artículo, particularmente lúcido, en torno a la poéticas del siglo XXI en lengua española. El texto atiende la poesía contemporánea en el marco de un hispanismo transatlántico, con un abanico de subjetividades, escenarios y narrativas, que oscilan entre las reivindicaciones de lo local y las inevitables servidumbres de lo global. Laura Scarano es catedrática de Literatura Española Contemporánea en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina). Es autora de quince libros y más de cien artículos científicos. El texto apareció originalmente en El taco en la brea, Santa Fe, Universidad del Litoral, No. 2.

 

 

 

 

 

 

Poéticas de lo menor en el hispanismo transatlántico


 

  1. La madriguera de Deleuze: lo menor en versión post

 

Escribir como un perro que escarba su agujero, una rata que hace su madriguera.

Y para eso, encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propio dialecto,

su propio tercer mundo, su propio desierto…

No hay nada más grande y revolucionario que lo menor.

Gilles Deleuze y Felix Guattari

 

 

            ¿Cuál es el imaginario cultural que sustenta la poesía escrita en castellano en el nuevo milenio, desde su multiforme pluralidad de orillas? Sabemos que la obra es ante todo un texto de cultura, que ha claudicado de sus aspiraciones totalizadoras, y parece habilitar —cada vez con más fuerza en el escenario del siglo XXI— una directriz anclada en el fragmento de vida, en la particularidad de la experiencia, en la reivindicación de lo íntimo, como ventanas desde donde auscultar el pulso de lo social. Se trata de una matriz epistémica que he denominado en otros trabajos poéticas de lo menor (Scarano 2013b, 2014a), en plural, y que excede el acotado horizonte tradicional del género lírico, para situarse como una práctica discursiva abierta e integradora, renuente a ser catalogada desde las otrora polarizadas taxonomías, basadas ya sea en las convenciones genéricas de las instituciones, sujetas a cánones historiográficos ceñidos, ya sea en ejes esencialistas de cariz biológico, político o territorial.

            El término «menor» no designa una literatura minoritaria en términos lingüísticos, raciales o de género; no está usado de modo peyorativo y se aleja radicalmente de nociones como las de «subalternidad» o «margen», de tinte esencialista. Como queda expuesto en Kafka. Pour une littérature mineure de Gilles Deleuze y Felix Guattari (1975), una «literatura menor» se caracterizaría por «la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato político y el dispositivo colectivo de enunciación» (31). Redescubrir ese posicionamiento en un «abajo» («agujero», «madriguera», «cueva») es la mejor metáfora que ambos críticos encuentran para definir la potencialidad de una escritura de «lo menor»: «Escribir como un perro que escarba su agujero, una rata que hace su madriguera. Y para eso, encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propio dialecto, su propio tercer mundo, su propio desierto» (33).

Deleuze y Guattari parten de la premisa de que la obra de Kafka es una compleja y enmarañada «madriguera» que tiene «múltiples entradas».[1] No parece banal el uso metafórico que hacen de la «madriguera» que, como dicta el diccionario, describe una «cueva o cavidad pequeña, estrecha y generalmente profunda que excavan el conejo, el topo, el tejón y otros animales salvajes de pequeño tamaño para refugiarse habitualmente». Extrapolado al poeta de nuestros días, alegoriza el espacio literario como «guarida», «agujero» o «túnel» que se excava en el suelo cultural con el fin de crear un hábitat adecuado para refugiarse contra los depredadores y las inclemencias del afuera.[2] Y para rematar la potencialidad de esa «línea de fuga vital», añaden: «No hay nada más grande y revolucionario que lo menor», lo que desplaza el sustancialismo del idioma (uno, mayor) a sus dimensiones diferenciales de alteridad (otro, menor): «Ser en su propia lengua como un extranjero», «Servirse del polilingüismo en nuestra propia lengua, hacer de ésta un uso menor o intensivo, (…) saber crear un devenir−menor» (44) (resaltado en el original).

             En nuestro uso específico, quisiera destacar estas poéticas que imbrican lo literario, lo político y lo social, a través de nuevas formas, estrategias y retóricas. Prácticas de discurso que construyen conciencias éticas por fuera de los alineamientos partidarios convencionales; exhiben reivindicaciones que suman por encima de diferencias sectoriales; rearman posiciones que superan la anomia y la disgregación social desde nuevos colectivos enunciativos transnacionales. Son poéticas que no temen comunicar, actuar, intervenir, expresar en el espacio público, desde la firme defensa de los espacios privados e íntimos, asumiendo su inextricable unidad. Esta indagación en poéticas de «mezcla», que confluyen en el uso desterritorializado y posnacional del idioma español/castellano, se apoya en un nuevo paradigma que Julio Ortega, entre muchos otros, ha venido transitando con su propuesta de «hispanismos transatlánticos».

            Precisamente el rótulo «Nuevos hispanismos» es el nombre de la colección editorial de Iberoamericana/Vervuert publicada en Frankfurt (en coedición con Madrid y México), que coordina el conocido ensayista, para ampliar la línea de los convencionales estudios de crítica literaria «hispánica» y exhibir la expansión del eje geo−cultural (de Hispanoamérica y España al mundo de habla hispana en EE. UU. y otras latitudes). En el volumen de 2012, Ortega rescata esta iniciativa como forma de «diálogo inclusivo entre sujetos, textos, codificaciones y reapropiaciones, que excede tanto el escenario melancólico de “lo colonial” como el artificio de “lo metropolitano”» (9). Porque sin duda reconoce que «los textos construyen hoy otro escenario (otro lector) del debate», que forma parte de «una civilización en construcción» y representa «el camino abierto del hispanismo internacional del siglo XXI» (10).

            Un importante grupo de estudiosos denominados allí «hispanistas» (como el mismo Ortega, Carlos Monsiváis, Nelly Richards, Enric Bou, Paul Julian Smith, Vicente Luis Mora, Jorge Carrión, etc.), oriundos de España, América Latina, Estados Unidos y el resto de Europa, exploran los nuevos espacios culturales y estéticos, releen los campos de estudio tradicionales, reformulan sus modos operativos y proponen tópicos a revisar como el cosmopolitismo, la construcción de hispanismos posnacionales, identidades migrantes y móviles, cuestiones éticas en relación con las estéticas, políticas del lenguaje, diálogos con la ciencia y las nuevas tecnologías, etc. Se han sucedido muchos otros volúmenes conjuntos de crítica que consolidan este paradigma panhispánico en estos últimos años. Entre ellos, destaquemos el de Ana Gallego Cuiñas en 2012, donde taxativamente enuncia el eje transformador de esta mirada:

Superadas las «obligaciones territorialistas» y las «miopías del nacionalismo», y aunque las fronteras nacionales sigan existiendo políticamente (su soberanía económica es una fantasía), se han disuelto los nexos naturales entre la experiencia cultural y la localización territorial (véase Ludmer) y ha surgido en los últimos tres lustros una literatura en español que sin duda está atravesada por una miríada de otras culturas y cuyo verdadero sello de identidad es la lengua. (3)

            Pero ¿qué es «el mundo hispánico»?, se pregunta Jorge Carrión, un viajero transoceánico incansable, para responder: «un espacio inabarcable. Más de trece millones de metros cuadrados repartidos en una veintena de estados cuya lengua oficial es el castellano, más plurilingüismos, insularidades, conflictos étnicos, nacionales y de transculturación», por eso propone como categoría de análisis y lectura «el paso del concepto de campo cultural de Pierre Bourdieu al de escena», guiado por un «trabajo de campo» que refute ideas preconcebidas, tópicos o estereotipos recibidos (2010:247). El desafío es ver, indagar, analizar cómo se crean a diario «alteridades de mezcla», objetos híbridos e «insumisos, que resisten ser procesados o serializados» (Ortega 2012:10), desde antiguas categorías territoriales, que han perdido validez hermenéutica antes estos escenarios «trans». Coincidimos pues en la urgencia por disolver los anacronismos del término atados a una tradición ya perimida, y resituar su familia textual frente a los nuevos paradigmas críticos.

 

 

 

  1. Identidades interculturales y poéticas glocales

 

Los nuevos hispanismos empiezan por cuestionar la retórica de su propia genealogía:

preguntan por quién habla, desde qué posicionamiento y para cuál propósito (…)

La crítica transatlántica, probablemente, empieza siendo una renovación del hispanismo

y una avanzada del Humanismo internacional.

Julio Ortega

 

            Un interrogante se vuelve imperativo para nuestras mentes contemporáneas, que todavía razonan con criterios forjados en las secuelas del racionalismo moderno de mediados del siglo XX, a pesar de los embates posestructuralistas y la differánce posmoderna. ¿Cuál es la identidad narrativa (Ricoeur 1985) que la poesía articula en el nuevo milenio? Es visible que esta cuestión sólo puede plantearse «en plural», porque son «las identidades» las que asumirán un carácter prioritario en su doble dimensión teórica y política, reformulando el ámbito de la subjetividad. De ningún modo se trata de un debate superado, como tampoco han perdido validez otras categorías como «comunidad», «verdad», «representación», «política» y «ética». Si hasta el siglo XX, las identidades respondían a regímenes de representación elaborados desde las metrópolis de la modernidad, hoy sabemos que los procesos globalizadores han desnudado la precariedad de esas identificaciones, anudadas sólo al territorio o al idioma, distribuyendo nuevas posiciones de enunciación con sujetos interculturales. Fronteras lingüísticas móviles, forzosos bilingüismos, internacionalización de los medios de comunicación, son factores que construyen un mapa epistemológico radicalmente distinto al de décadas atrás. El concepto de cultura ha dejado de ser un cerco territorial y lingüístico, y esta movilidad hojaldrada de la identidad en nuestros discursos responde a tal imaginario, más que a una supuesta diseminación anti−logocéntrica o a una fragmentación irreversible de una antigua indivisible mónada (o ego cartesiano).

            La literatura es uno de los medios por los cuales la acción de contar la propia historia deviene elaboración de una «identidad narrativa», que compensa ese proceso siempre inacabado de articulación del yo, como argumentara Paul Ricoeur. Y si la identidad es un proceso y una práctica atravesada por la temporalidad, contar la propia vida nos permite reconocernos en un «sí mismo» narrado, y será esta trama la que ofrezca cierto tipo de cohesión a lo vivido y nos permita postular un sentido a ese trayecto. Asimismo todo proyecto de auto−representación discursiva es una «estilización», donde los relatos del sujeto «no quieren ya remitir al ser, sino al sentir del yo» (Molero de la Iglesia:171). Contarse/hablarse consiste pues en un acto de lenguaje, pero más que rendir cuentas de una verdad «histórica», la literatura se ofrece como un espacio de articulación verbal que aspira a darnos una versión interior e interiorizada de la fluencia inatrapable del existir individual y colectivo.

            Georg Simmel en Las grandes urbes y la vida del espíritu (1903) definía precozmente la «urbanitas» moderna con conceptos que vale la pena destacar, porque se ven intensificados hoy ad infinitum: «nueva forma de percepción», «acrecentamiento de la vida nerviosa», «ininterrumpido intercambio de impresiones», «torbellino de experiencias», «sensación de desarraigo», «aguda intensificación de la conciencia». Como bien lo advirtiera «el hacer y padecer de las relaciones sociales» nos obliga a una «constante adaptación», en la cual nuestra personalidad queda segmentada, lo que implica «una represión de lo afectivo» y una inagotable negociación entre lo propio y lo ajeno. Impresionante diagnóstico hecho a principios del siglo XX, que parece haber sido escrito para este nuevo milenio, con cien años de escalofriante anticipación, agravada porque en aquel pronóstico no había forma (mental) de imaginar la colosal fractura que traería aparejada dicha urbanitas en las sociedades posindustriales.

            La literatura actual canaliza esa acrecentada temperatura emocional, que definiera Simmel con dicho término, y que excede la mera ubicación del sujeto en la ciudad como topos. En este imaginario social, que bien analiza Zygmunt Bauman o Richard Sennet, la categoría de «comunidad» se evapora tras la máscara de la «civilidad», que nos exime de la interacción real y los vínculos permanentes con los otros. Las nuevas subjetividades emergentes aparecen tensadas entre la pulsión que devora lo diferente y lo disuelve en una uniformidad aplanadora, y la expulsión o aniquilación de lo extraño (traducido en guerras de exterminio racial, reclusión en ghettos urbanos, xenofobia, intolerancia y violencia).

            Nuestra experiencia diaria forja este saber: alternativamente habitamos identidades locales y globales; pertenecemos simultáneamente a diferentes áreas y grupos; coexistimos en temporalidades y espacialidades superpuestas. Néstor García Canclini, en La globalización imaginada, la define como «un objeto cultural no identificado» (45), con agendas diversas y a menudo contradictorias. Las identidades contemporáneas son «artefactos culturales», no objetos naturales dados e invariables. «Aldea global», «tercera ola», «macdonalización» son nomencladores comunes a pobres y ricos, centrales y periféricos, viejos y jóvenes, pero no representan lo mismo para cada grupo: son síntoma de un conflicto entre imaginarios. Porque el reordenamiento global de la cultura no elimina desigualdades ni asimetrías (más bien surgen nuevas, como la comunicacional), de modo tal que vivimos entre fronteras porosas, y podemos transitar a la vez lo culto, lo popular y lo masivo, lo moderno y lo tradicional, salsa, rap y ópera, las seducciones del centro y las resistencias periféricas.

Por eso la dupla local/global da nacimiento al neologismo glocal (51), como una de las topografías que mejor ilustra ese doble estatuto, para pensarnos ya no de uno u otro lado, sino en ambos, anudados en sus intersecciones. García Canclini lo propone en 1999,[3] para designar esta interpenetración que vuelve inútil la falsa opción entre «defender la identidad o globalizarnos» (30). Por eso reivindica el concepto de «hibridez» como nuestra «escena de formación» (58), nos guste o no. Así resulta ingenuo ya demonizar un término («globalización») como si fuera una ideología per se. Se trata de un proceso social dinámico que nos atraviesa sin pedirnos permiso; una forma de existencia que nos impulsa a «aprehender fragmentos, nunca la totalidad de otras culturas, y reelaborar lo que veníamos imaginando como propio en interacciones y acuerdo con otros, nunca con todos» (123). Esta es la «globalización imaginada», no circular y absoluta, sino plural y multiforme, con «identidades flexibles, modulares, a veces superpuestas» (125), insertas en «culturas translocales» (61). Aquí se juega el carácter opresivo o liberador de nuestra experiencia cultural, en la forma que asumamos este desafío.

            Por otra parte, Ottmar Ette de la Universidad de Postdam explora la idea de «literaturas sin residencia fija», entendiéndolas como «formas de escritura translingües y transculturales» (20), que construyen «una poética del movimiento para el hispanismo» (16) desde «una teoría de lo transnacional» (21). Para «recartografiar» nuestros espacios «fronterizos», móviles y cambiantes (18−19), aboga por una práctica científica «nómada y transdisciplinaria» (22), que dé cuenta no sólo de una «coexistencia multicultural» en un mismo territorio, sino de «una convivencia intercultural» en ámbitos fronterizos, sujeta a encuentros transitorios o inestables, con intercambios fluidos y pasajes pendulares, «un saltar entre culturas» que no impone una sola como fija e inamovible. Especialmente en esta fase actual de «globalización acelerada» (23) y hegemonía «multimedial», las tecnologías son hoy «translingüísticas», destaca Ette, porque se interpenetran y nos traspasan, en un cruce incesante que afecta de manera decisiva nuestras antiguas formas de pertenencia a colectivos culturales, áreas de identificación cerradas o sistemas institucionalizados de expresión.

            Nos recuerda Vicente Luis Mora, en un artículo de Quimera, que esta concepción «glocalizada» tiende a «buscar y a buscarse en espejos diferentes, plurinacionales, que incluyen también lecturas e influencias de otras lenguas y países», además de destacar la permanente movilidad (física y virtual) de esta generación «extraterritorial, posnacional y deslocalizada» (2009:39). Y exhibe ejemplos de escritores (Volpi, Neuman, Bellatin) que «han decidido vivir en la intemperie del mundo», «en la errancia de una escritura que se quiere excéntrica y cada vez menos reconocible como idioma nacional», retomando palabras de Daniel Link (41), o citando a Manuel Vilas, quien afirma que el yo se ha vuelto «portátil» y «el proceso de pérdida de identidades locales y nacionales» es finalmente una «liberación» que sólo acaba de empezar (42).

 

 

 

  1. La koiné hispánica en el espacio transatlántico

 

¿Qué tienen en común el quechua y el catalán, el aymara y el gallego,

el guaraní y el vascuence, el mapuche y el bable? (…):

El español como lengua mediadora.

Julio Ortega

 

            La poesía que examinaremos aquí es un vehículo privilegiado para exhibir esas identidades que se saben y asumen como interculturales y buscan ser articuladas en y por una lengua común, replanteando los circuitos de circulación y consumo, sin engañarse respecto del peso del mercado de bienes culturales, la omnipotencia de los monopolios editoriales y la influencia abrumadora de las nuevas tecnologías y redes comunicacionales. Entendemos que con la expresión «espacio transatlántico» apuntamos a un nodo de convergencias y tránsitos de poéticas que dialogan y confluyen, reflejando sociedades multiculturales donde lo nativo/extranjero se disuelve encarnado en autores nómadas, cosmopolitas, migrantes, interesados en un lector ubicuo y no necesariamente vecino y connacional. Con vocación panhispánica, el idioma común no resulta ya una formalidad impuesta que encubre diversidades radicales, sino una plataforma de lanzamiento para afianzar un intercambio dialógico, que respete las variaciones regionales e históricas, pero funcione como conector. Sólo en este sentido se puede hablar de literaturas «posnacionales» en lengua española/castellana, como rótulo común que logre sepultar reificaciones nacionalistas y fundamentalismos territoriales, que han dejado de ser hace tiempo el único relato autorizado para comprendernos. Se pregunta Klaus Zimmerman: «¿En qué sentido podría ser compatible la idea del pluricentrismo con el establecimiento o mantenimiento de una koiné panhispánica (…) y en qué puede consistir la unidad en la diversidad, si queda excluida la estrategia de la uniformización?». En su respuesta se atreve a concebir una salida con la reposición de categorías desafiantes, como la de buscar la «unidad en el respeto» y «la construcción de una actitud ética», más que una fortuita ligazón en un «hecho lingüístico» normativo y purista (53).

            Se podrá argüir que se trata de una mirada satelital y planetaria del uso común del idioma español, aunando Latinoamérica y España, pero que parece ignorar las lenguas aborígenes y las autónomas de la península. Pero ya lo dijo bien Julio Ortega al hablar de «poliglotismo» en la «interactividad transatlántica»: hoy contamos con una «lengua plural (que media entre las originales, las peninsulares y las americanas)» y es «el piso en construcción de una cultura transatlántica» (2012:127). Por eso nos recuerda que «el español se formó como una magnífica suma de regionalismos peninsulares (…) donde dejan huella el gallego, el vascuence, el catalán; y pronto el árabe, el hebreo, sus derivados mutuos, y enseguida el inquietante repertorio americano…» (130). Y cuando se pregunta: «¿Qué tienen en común el quechua y el catalán, el aymara y el gallego, el guaraní y el vascuence, el mapuche y el bable?», responde: «El español como lengua mediadora». Estas lenguas «pueden atravesar su genealogía autoritaria y restrictiva y recobrar su horizonte crítico en el plurilingüismo que nos suma. Nada sería menos moderno que condenarnos al monolingüismo» (141).

            Para Ana Gallego Cuiñas, la idea de un «espacio transatlántico» del español construye una esfera de encuentro que incorpora sin disolver trayectorias individuales, sobre todo a partir del intenso intercambio de escritores desde los años 90, flujo donde un papel decisivo lo cumplió el mercado editorial, los premios literarios, las migraciones y cambios de residencia intermitentes de muchos autores, etc. Porque «el espacio no es una superficie sino una forma de ver el mundo, de leer la literatura», en suma «el espacio transatlántico es un sistema abierto que invita a producir nuevas líneas de lectura y formular otros interrogantes con relación a la identidad y al espacio literario en lengua española» (5). Este castellano estándar de ambos lados del océano es para Vicente Luis Mora un «panespañol», que modera cada vez más los modismos localistas, en la pluma de escritores que ya «no son ni latinoamericanos, ni hispanos, ni españoles, ni iberoamericanos, son hispánicos» (2009:41).

 

 

  1. Poesía fusión de muchas orillas

 

El poeta es un cultivador de grietas: fractura la realidad aparente,

 o espera que se agriete, para captar lo que está más allá del simulacro.

Roberto Juarroz

 

            Voy a ir citando aquí algunos versos de poetas que publican o circulan en antologías y sitios de internet en este entresiglos y de cara al nuevo milenio, con proyección transatlántica y abonando un territorio más virtual que geográfico. Este recorrido por nombres, quizás poco conocidos por el lector tradicional, me permite examinar las posiciones estéticas de un sujeto intercultural y panhispánico con conciencia de su pertenencia a una galaxia «glocal». Y de paso exhibir las bases discursivas que sustentan estas poéticas de lo menor, para analizar sus planteos y sus formas de articular la historia, reformular identidades y ensayar retóricas alternativas. Como bien afirman Bagué y Santamaría: «la pérdida de entidad de las grandes epopeyas ha conducido desde la poesía ficción de los años 80 y 90 hasta la poesía fusión de comienzos del tercer milenio» (32). Y este rótulo se revela polisémico porque abre el debate de su pertinencia a múltiples escenarios de producción y circulación, a la vez que denota una proliferación de dispositivos discursivos superadores de las convencionales etiquetas de estilo (realismo vs. experimentalismo). A propósito de la poesía argentina de los 90, destaca Alicia Genovese que el yo poético se acepta múltiple, flexible o nómade y

se puede entrar a la poesía por la parodia a la lírica y allí dentro desplazarse hacia una nueva forma de lirismo, se puede entrar por una dicción barroca hasta la napa de un realismo más despojado, se puede entrar por un realismo sucio y descubrir a los clásicos. (202)

            Las tendencias son diversas, aunque a menudo convergentes, desde las meditativas de cuño neosimbolista y las modalidades «aforísticas», cercanas a una «lírica del pensamiento» hasta la irreverente «postpoesía» o el amplio abanico de hiperrealismos (realismo sucio, neorrealismo, realismo de indagación), junto con membretes predicativos que proliferan señalando el vacío, la resistencia, la fisura y la marca de lo monstruoso o heterodoxo (poesía de la conciencia, poesía del desconsuelo, poesía deshabitada, poesía ante la incertidumbre, poesía del estremecimiento, poesía salvaje, poesía materialista, poesía feroz…). En España es visible la intervención teórica de «colectivos» como «Alicia bajo cero», aglutinado en torno a la Unión de Escritores del País Valenciano, o Material inflamable para manos incendiarias, que articula un espacio digital con vocación de transgredir la propiedad intelectual; la revista de literatura y política mientras tanto o Lunas rojas (revista de poesía civil difundida en la red por Virgilio Tortosa, Enrique Falcón, José Luis Ángeles, etc.). Voces del extremo vertebra un movimiento poético llamado poesía de la conciencia con encuentros anuales que se celebran desde 1999 en Moguer, y editan actas con una antología y una introducción que enuncia sus presupuestos teóricos.[4] También cabe mencionar el ciclo permanente Poesía en Resistencia, impulsado en Sevilla por el colectivo La Palabra Itinerante y varios Foros de debate de las artes. Un interesante experimento presentado como «estrategia de invasión por la red» es el sitio Manual de lecturas rápidas para la supervivencia (MLRS), subtitulado «Prácticas comunistas y libertarias de la poesía y la literatura», que defiende nuevos circuitos no reglados de consumo literario, acompañado de un rotundo alegato editorial: «El mundo no es una mercancía. Las ideas tampoco», y una «Biblioteca virtual», donde el lector puede encontrar más de un centenar de poemarios (http://www.nodo50.org).

            Se podrá argüir que esta ambición de expansión planetaria por rutas virtuales no canonizadas (sorteando conglomerados editoriales, mandatos mercantiles o legitimaciones académicas) no parece cuajar con la alegoría deleziana de la «madriguera» de la cual partimos, desde donde articular una voz de resistencia, pero internet se ha convertido vertiginosamente en una vía de expansión e interrelación de corrientes de escritura, que al tiempo que estalla en una visibilidad extrema, va tejiendo una suerte de infranet subterránea, que pugna por convertirse en alternativa a los aparatos más institucionalizados. Un escalonamiento infinito que abre pantallas que dialogan entre sí, se solapan, se reduplican, se autolegitiman. Baste como ejemplo citar el sitio «Las afinidades electivas», nacido en 2006 en Argentina, y adoptado luego en Perú y México, después en España, Chile, Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Costa Rica, Panamá y Venezuela, para ver el proceso de armado de un mapa lírico constante, como si fuera una antología móvil, dinámica, proliferante, que sin las ventajas de internet hubiera sido imposible de construir [http://lasafinidadeselectivas.blogspot.com] (Gijón:305).

            Y de esta expansividad transatlántica son muestra no sólo las compilaciones teóricas y críticas arriba mencionadas, o los blogs y links de internet. Basta recorrer los títulos de antologías relevantes aparecidas en dos escenarios hispánicos (español y argentino) por ejemplo, para verificar esta militancia nómade y esta indudable confluencia discursiva. En Argentina: Poesía en la fisura (1995) y Una antología de la poesía argentina (1970−2008) (2008) de Daniel Freidemberg, La doble voz. Poetas argentinas contemporáneas (1998) de Alicia Genovese, Monstruos. Antología de la joven poesía argentina (2001) de Arturo Carrera, Los poetas interiores (una muestra de la nueva poesía argentina) de Rodrigo Galarza (2005), Si Hamlet duda le daremos muerte. Antología de poesía salvaje (2010) de Julián Axat o La tendencia materialista. Antología crítica de la poesía de los 90 (2012) de Ana Mazzoni, Violeta Kesselman y Damián Selci.[5] En España, Feroces, marginales y heterodoxos en la última poesía española (1998) de Isla Correyero, las sucesivas antologías de Voces del extremo (2000−2013) auspiciadas por Antonio Orihuela, los Once poetas críticos en la poesía española reciente (2007) de Enrique Falcón. Otras tendencias con iguales ambiciones críticas son la antología Deshabitados compilada por Juan Carlos Abril (2008), las recopilaciones de Luis Bagué Quílez, Quien lo probó lo sabe. 36 poetas para el Tercer Milenio (2012), y junto con Alberto Santamaría, Malos tiempos para la épica. Ultima poesía española (2001−2012) (2013) o Yo es otro. Autorretratos de la nueva poesía de Josep Rodríguez (2011). Finalmente entregas de la revista Ex Libris (Alicante), La estafeta del viento (Casa de América en Madrid) o Paraíso (Jaén) se suman a crecientes recopilaciones transatlánticas, que unen ambas orillas como Poesía hispánica contemporánea, editada por Sánchez Robayna y Jordi Doce (2005) u otras más recientes con carácter de manifiesto como Poesía ante la incertidumbre. Antología (Nuevos poetas en español), editada por un colectivo de españoles e hispanoamericanos (2011). Son apenas ejemplos tomados al azar de esta clara conciencia de una pertenencia transnacional, aunque sus lugares de edición lleven la marca de una nación de origen.[6]

 

 

  1. Postpoesía: cyber poetas y lectoespectadores

 

…la Relatividad esconde fallos//

y la Naturaleza se equivoca//

la vida es inexacta//

qué esperabas poeta?//

mejorarla?

Vicente Luis Mora, «Número PI», Nova

 

            Otra tipología que el mercado ha salido a canibalizar es la relacionada con la llamada postpoesía, afterpop y literatura mutante, que revalúa la cultura popular, el archivo profano, la «basura» mediática, el sampler y la autoría convencional, tal cual se ve en textos de Agustín Fernández Mallo, Vicente Luis Mora, Jorge Carrión, Juan Francisco Ferré, Manuel Vilas, Eloy Fernández Porta, entre muchos otros. La prensa cultural empezó a difundir el término Generación Nocilla para etiquetar la obra de todo un grupo de autores españoles, nacidos entre 1960 y 1976. El rótulo emerge de una trilogía de novelas llamada Nocilla Project escrita por Agustín Fernández Mallo, inspirándose en el título de la canción «Nocilla ¡Qué Merendilla!» del grupo musical Siniestro Total. A partir de la publicación de la antología Mutantes empezó a usarse también el término Generación Mutante, aunque básicamente hace referencia a los mismos nombres. Eloy Fernández Porta en su ensayo Afterpop prefiere este marbete para designar esta estética que responde al imaginario de los medios de comunicación de masas y excede el marco acotado de lo generacional, nacional o literario.[7]

Sin duda, se puede hablar hoy de una blogosfera literaria en español como un espacio de identificaciones mixtas, compartidas. En el marketing universalista de las etiquetas flotan en la misma nube pangeicos e indies, mutantes y cyber, avantpop, afterpop o transpop, literatura del zapping o de todos los post (posnacional, posautónoma, poshumana). Como lo expresa Juan Francisco Ferré en el prólogo a Mutantes: «todo el mundo en nuestro tiempo tiene algo de freak, de mutante o de cyborg», porque «ninguna forma actual de subjetivación escapa a las determinaciones socioculturales que definen esas categorías polémicas» (Ortega y Ferré:11), de ahí su juego verbal: «se podría decir que estos escritores practican una suerte de post−literatura, de literatura del post, e incluso, del post−it» (13).

            Fernández Mallo (1967) acuña en el año 2000 el término poesía pospoética, que tendría más tarde su formalización en el ensayo Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma (2009), libro en el que de forma elíptica y experimental ensaya acercamientos a este nuevo paradigma: «La poesía post−poética intenta ser ese germen proteico, esa célula, que recoja la tradición, experimente con ella, la ensamble a todos los ámbitos de la cultura del siglo XXI (…) que damos en llamar “horizonte de sucesos”» (12). Define al poeta como un artesano y un crítico, que hace acopio de cualquier material utilizable y disponible en nuestra cultura (mundo audiovisual, diseño y publicidad, discursos científicos, teorías matemáticas y físicas, etc.), postulados elaborados en consonancia con una praxis reflejada en sus poemarios. En Antibiótico (2012) este físico mezcla ciencia y poesía; hasta el objeto más pequeño y cotidiano expresa un acontecimiento perturbador: «no importa/ la cantidad de tiempo que inviertas/ en crear un poema,/ importa que parezca/ haberse creado en un instante y solo,/ que solo te atraviese,/ que solo desaparezca».

            Manuel Vilas (1962) se destaca por audaces ensayos de ensamblaje de retóricas sin abandonar una postura de crítica y resistencia. Y lanza sus dardos verbales —entre el sarcasmo y la parodia hiperbólica— a nuestros altares de consumo global: «Estoy en el MacDonald’s de la Plaza de España de Zaragoza»: «Es el mejor restaurante del mundo./ Es un restaurante comunista./ Rumanos, negros, chilenos, polacos, cubanos, yo mismo,/ aquí estamos abajo, al lado de un muñeco», «somos millones, la tarde harapienta,/ el dolor en el cerebro, la comida», «estoy en paz aquí con todo: barata la carne, barata la vida, baratas las patatas», para concluir: «Si Lenin volviera, Macdonald’s sería el sitio,/ el palacio sin luna,/ el guetto de las reuniones clandestinas.// Algo importante está sucediendo/ en este subterráneo del MacDonald’s» (Bagué:62)

            Vicente Luis Mora (1970) edita en 2000 un precoz libro que titula Mester de Cibervía y en sus ensayos aborda la incidencia de internet y de las nuevas condiciones comunicacionales en la producción literaria. Indaga en profundidad sobre este nuevo escenario en sus ensayos Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (2006), La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual (2007), El lectoespectador (2012), entre otros. Con su blog Diario de Lecturas, iniciado en 2005 (http://vicenteluismora.blogspot.com.ar/), afirma «renovar el género de la crítica con nuevos formatos, como la video−reseña, el pasadizo intercultural o la hipercrítica, y ampliar el espectro de debate crítico e intelectual». Esta nueva «crítica−blog» le resulta «más libre y expansiva, por sus posibilidades naturales: no tiene límite de espacio, ni de tiempo, ni de formato», permite «incluir notas al pie», «insertar enlaces», «debatir con el autor del libro, con lectores o con otros críticos». Mora imagina «un inmenso y aléphico texto−google, accesible al instante desde cualquier lugar del planeta», que demanda «miradas teóricas más anchas, pangeicas, superiores, complejas, conectadas, nómadas, dialogantes, capaces de entender las relaciones de doble vuelta entre teorías, obras e ideas de autores de muy distintos orígenes y latitudes» (2010:285). Acuña términos específicos —desde su inicial «pangea» al de «internexto» (texto+internet) o «pantpágina» (pantalla+página)—, aunando cultura letrada y cultura informática. Su mayor aporte es haber contribuido a establecer redes sociales poéticas que visibilizan muchas iniciativas poco conocidas que habitan la web.

            La preeminencia de internet y su escalada de links encadenados va formando una familia virtual, donde el autor es lector, crítico y espectador de sí mismo y de los otros sobre la base de gustos, coincidencias y debates en tiempo real. La proliferación de revistas, blogs, redes sociales y sitios donde discutir o «subir» (post) textos propios, ha convertido el actual panorama poético digital en una especie de escaparate virtual de sobreexposición individual, abierto a la intervención de otros sujetos. Estos weblogs[8] de crítica y creación literaria, a menudo contestatarios y polémicos, nacen de cierta desconfianza frente al establishment institucional y empresarial y adoptan a menudo posturas de oposición frontal. Algún crítico ha hablado de «ciberactivismo» para estos grupos que aspiran a convertir la red en un sistema alternativo a la crítica institucional, que eluda las coerciones del mercado y ofrezca espacios de libertad para los nuevos autores y lectores, sin el control o la necesidad de legitimación de las instancias convencionales. En la blogosfera, como en el ciberespacio, se produciría —según Slavoj Zizek— «la suspensión de la autoridad», porque se presentan como «una alternativa a un sistema corrupto dominado por grupos de comunicación que también controlan suplementos literarios y cadenas de TV» (Gijón:357, 360). Aunque para otros se trata de un mero «pseudohorizontalismo, más asentado en el cuestionamiento de la autoridad que en la eliminación de efectivas relaciones de poder».[9]

            Asistimos también hoy al nacimiento de la llamada poesía digital o ciberpoesía, compuesta por manifestaciones poéticas creadas específicamente para internet. Esta poesía electrónica despliega procesos y relaciones que sólo pueden ser aprehendidos on line; son textos no trasladables al papel, y que a menudo incluyen una autoría colectiva (poeta+programador). El uso de dispositivos electrónicos es una condición fundamental para la lectura y la escritura de esta ciberpoesía, que «necesita obligatoriamente de un ordenador para ser leída», al tiempo que inaugura «un tipo de autor sin precedentes» y «un lector que puede reconstruir el texto según sus deseos e impulsos y elaborar su propio itinerario textual» (Muiño Barreiro:405). El hipertexto no es un género literario per se, sino un sistema que nos lleva de la cultura letrada a la cultura informática; el texto se lee pero antes se ve, se busca, se toca, se arma, mediante multitud de dispositivos y procesos complementarios. El poema es así resultado de la fusión de mensajes de texto, enlaces a sitios de internet, pasaje de pantallas, chats, blogs, diapositivas, mapas satelitales (google earth); las palabras van cayendo de a una, se disponen y mueven ante nuestros ojos, nos exigen clickearlas y se abren varias posibilidades para continuar. No es únicamente una poesía de la pantalla, sino también una poética de la programación, donde hay una hegemonía de lo espacial y el lector se desliza a saltos de una pantalla a otra en un texto entendido como texto−superficie (403).[10]

            Proliferan hoy multitud de términos que señalan nuevos objetos, unidos a técnicas y procedimientos electrónicos, relacionados con esta poesía en versión post. Por ejemplo, las e-tertulias, que son las bitácoras o blogs de creación y crítica literaria, que permiten crear microespacios culturales llamados «nanocomunidades» entre sus visitantes habituales (Díaz Rosales:286). Se habla ya de e-vanguardias, por el auge de la experimentación en esta poesía hipertextual, dentro de la que caben varias modalidades, como los anipoemas o «poesía en movimiento» (las letras se mueven en la pantalla), el videopoema, la poesía animada o audio−visual, la fotopoesía, la holopoesía (creada con rayos láser y tridimensional), o la poesía de generación automática (PAC=Poesía asistida por computadora) (Cuquerella:270). Por último, nacen las e-juglarías, como la «perfopoesía» (de performance), cercana a la actio teatral, que aspira al rescate de la oralidad del género en festivales y recitales (por ejemplo, en www.festivalperfopoesiasevilla.com) (Doménech : 296).

            Un agudo análisis de este nuevo imaginario lo realiza Joaquín Aguirre Romero, destacando la desmaterialización de la cultura, la velocidad de las novedades tecnológicas y un cambio en las operaciones socioculturales. Asistimos hoy al paso de una cultura de objetos a una cultura virtual, que no necesita de la materialidad para ser percibida en cualquier lugar del planeta. Muchas veces ya no existe incluso un objeto original y su reproducción (que otrora significaba la «pérdida del aura», según Benjamin, por su reproducción técnica artificial), sino que los objetos son directamente virtuales (26). El texto ya no es algo estable sino maleable, y exige la participación de aquel que ya no puede llamarse sólo lector o espectador. Por eso «la significativa frase: lo que no aparece en los medios no existe» refleja «esa necesidad del ver mediático por encima del ver real», como lo analizara ya Jean Baudrillard: «la precedencia del simulacro sobre una realidad finalmente escamoteada y, lo que es peor, ya innecesaria [porque] con el simulacro es suficiente» (33). Precisamente, la llamada mercadotecnia aprovecha a los usuarios para la difusión de sus productos a través de las «redes sociales», mediante la «técnica viral» («lista de favoritos», «amigos», «me gusta», «recomendados», «más visitados»), que actúan como fuente de orientación para otros usuarios. El gusto es resultado así de acciones horizontales, por ello hasta las instituciones buscan ingresar a las redes sociales como espacio sociocibernético de interacciones que permiten visibilidad y supervivencia social (34). Como la semiosfera de Lotman, el ciberespacio transforma a la sociedad lectora, cambiando las condiciones de comunicación, los hábitos del consumo y las estructuras de transmisión. Por eso «el efecto de la aceleración histórica es que el futuro está aquí… El futuro no es ya lo que está por venir, sino por el contrario, el presente inadecuado, el presente para el que no estamos preparados», y lo es «no sólo porque el tiempo se acelere, sino porque nosotros mismos nos retrasamos» (Aguirre Romero:21).

 

 

  1. Contrapoder e impugnación

 

Estos poemas fueron escritos

para iluminar la percepción de quienes pierden,

de a miles congregados en ingentes ciudades,

la sutileza del propio pensar en la uniformidad

de sus ocupaciones e incapaces son ya de reacción.

Sergio Raimondi (1968), Poesía Civil

 

            Inmersos en los convulsionados escenarios neoliberales, los poetas abandonan las antiguas utopías mesiánicas de liberación, las consignas lexicalizadas y las filiaciones partidarias, pero rubrican la vigencia de una postura estética de intervención en el campo social. No renuncian a un activismo o militancia cívica; enarbolan nuevas banderas y asumen causas colectivas en asociaciones no gubernamentales; participan de movilizaciones ecologistas y antibelicistas, marchas de protesta y otras formas colectivas de impugnación al poder («cacerolazos», «indignados», etc.). Son manifestaciones de «contrapoder» que reconocen una misma trama global en un espacio articulado por una misma lengua, de Nueva York a Madrid y de México a Buenos Aires: discursos contra el racismo, las intervenciones armadas, la discriminación, la desocupación, la contaminación, las guerras planetarias, los exterminios raciales, y totalitarismos de todo signo. A todos los une una legítima aspiración que bien sintetiza Pierre Bourdieu:

Los escritores y los artistas podrían desempeñar en la nueva división del trabajo político —o, para ser más exactos, en la nueva manera de hacer política que hay que inventar—, un papel absolutamente insustituible: otorgar fuerza simbólica, a través del arte, a las ideas y los análisis críticos, y dar una forma sensible a las consecuencias invisibles de las medidas políticas inspiradas en las filosofías neoliberales. (cit. por Falcón 2007, 9)

            Isla Correyero abre su antología Feroces, marginales y heterodoxos en la Última poesía española con un epígrafe de Emil Cioran que sentencia que «el futuro pertenece a las barriadas periféricas del globo» (7). Allí presenta a veintitrés poetas nacidos a partir de 1960, que —dice— «hablan la lengua de mi tribu, comparten las raíces de la maleza», «poseen el idioma universal de los extraños, de los agitadores, de los desobedientes», con un lenguaje «mestizo» y «una actitud vital comprometida» (14). Antonio Méndez Rubio (1967) no titubea en proponer su praxis desde «el no−lugar de la utopía, de lo que no existe pero tiembla y puede hacer que lo que existe se remueva», construyendo «una poesía libertaria» y «una palabra no intrumental(izable)» (217−218). El organizador de Voces del extremo, Antonio Orihuela (1965), apela al humor incisivo y acre para denunciar el estado de alienación del hombre de nuestras sociedades postindustriales: «Cada vez veo a más gente/ con una venda/ puesta en los ojos.// Incluso he visto gente, a las que/ habiéndoselas movido un poco// se la vuelven a colocar correctamente» (234).

            Estas subjetividades discursivas miran el mundo «desde abajo» —parafraseando a Michel De Certeau—, y adoptan el lugar (real y simbólico), de «los practicantes ordinarios», «caminantes del texto urbano», que reescriben lo real a través de formas específicas de apropiación, con sus «artes de hacer» (104). Por eso, la literatura focaliza al hombre o mujer, no en sus gestas o gestos públicos, sino en sus minúsculas huellas, siguiendo sus desvíos particulares a la norma común, sus retóricas cotidianas. Frente al opresivo panóptico que imaginara Michel Foucault, en el cual no hay escape —porque la subjetividad queda siempre atrapada en las redes del poder—, De Certeau imagina que la épica urbana contemporánea es la de aquel «hombre sin atributos» de Musil, dotado de una sensibilidad capaz de recrear nexos de intersubjetividad paralelos a los grandes poderes que gobiernan el mundo, haciendo uso de sutiles «artimañas» para sobrevivir y mantener un rostro propio. Es la «resistencia constante del héroe oscuro» (111), frente a poderes aparentemente omnímodos. Y la literatura actual insiste en encapsular en sus peripecias lo que la sociedad entiende por «vidas corrientes», el ser común, el «hombre gris», ni célebre ni marginal, atrapado en su fotografía doméstica, capturado en sus hábitos y relaciones: es el «momento plebeyo» (Gramsci) como un espacio susceptible de ser compartido.

            En la senda abierta por Brecht y las nuevas corrientes historiográficas se privilegia un relato de la historia «desde abajo», oponiendo a los grandes mitos de héroes, fechas públicas memorables y categorías macro-políticas (Patria, Estado, Nación), las historias mínimas de los hombres particulares que la protagonizan, sin estruendos ni llamativos titulares.[11] Abraham Gragera (1973) titula un poemario Adiós a la época de los grandes caracteres, y demanda voces que expresen «otra historia» anti−épica: «Así la telaraña dice adiós a la época de los grandes caracteres, mecida por el aire, la presa, el cazador/ (…) Y aquí es donde entras tú, con tus ropas a medio poner, rodeada de tajantes precipicios» (Abril:56). No sin ironía el poeta contempla un mundo caótico, renuente al heroísmo y la alabanza: «Ya verás como siga así este tiempo. Van a proliferar las elegías» (55). El relato de la Historia pública y canónica es atravesado por grietas minúsculas que lo astillan, donde las historias mínimas que los anales no registran demandan un nuevo sujeto cronista.

            En un sentido análogo, Beatriz Vignoli en un artículo periodístico habla de una «épica de la nada» al aludir a la poesía del argentino Martín Prieto (1961) por ejemplo, en su libro Los temas de peso (2009); un libro «hecho de minucias, detalles intrascendentes que no tienen ningún “peso” de por sí, (…) es “lo sublime banal” donde se respira alivio, un suave humor y hasta una módica versión de la felicidad en la levedad resultante del adelgazamiento de las capas de significación que portarían los signos»:

Después de varios años dedicados a la minucia,/ al enfermante relevamiento de los detalles,/ decidí abocarme a los temas de peso:/ el amor, la política, la trascendencia, la gloria./ Finalmente convencido de que el mundo/ era más amplio que mi departamento/ compré una pila de tarjetas magnéticas/ y salí a recorrer la ciudad en colectivo/ atento al paisaje y al rumor sordo/ en el que se convertía la parla simultánea/ de mis contemporáneos (del poema «Los temas de peso»)

            La poesía se poblará especialmente de causas y componentes de esta categoría de «lo menor», que no niegan su implicancia social, pero expresan reivindicaciones y afanes desde historias y escenarios «micro», deteniendo la mirada en las consecuencias de la globalización en la vida corriente de los individuos. Porque estas voces destacan las potenciales fisuras donde puede colarse la participación individual, los territorios corporales y afectivos, la reivindicación de un yo no alienado. María Gómez entrelaza el alegato ecologista con la conciencia de las limitaciones del individuo en esa lucha desigual:

Ante la ley vacía de justicia/ y ante alcaldes llenos de especulaciones/ ¿arriesgo mi nómina y el coche/ de segunda mano/ arrancando alambradas/ de las playas / o denunciando los yesos/ de la marisma?/ Buena pregunta para una ecologista/ del primer mundo.// Ahí queréis verme;/ ahí queréis vernos: sentados en el banquillo/ del dilema capitalista (Voces del extremo I, 80)

            Como vemos, su corrosiva ironía denuncia tanto las lacras del sistema neoliberal con su contaminación ambiental, como la «mala conciencia» que nos trae aparejada la inevitable servidumbre al estado de bienestar. Las causas planetarias son asumidas por un sujeto que nunca olvida su óptica menor, doméstica y privada. Las mismas voces que reivindican causas raciales, lingüísticas, de género, no ignoran las paradojas y contradicciones que entrañan, entre el confort que la sociedad de bienestar neoliberal nos otorga a manos llenas y las desigualdades que la propician y sustentan.

            Un remanente de malditismo toca la médula de estos poetas y la antología Feroces remarca su declarada marginalidad, que encuentra justificación no sólo en las declaraciones programáticas, sino en las mismas biografías de sus cultores: David González estuvo preso algunos años por robo a mano armada, Violeta Rangel estuvo recluida en una clínica psiquiátrica, y Graciela Baquero declara que en la universidad fue marginada por zurda y disléxica. Roger Wolfe también asume de manera consciente la pose de marginado, como alguien que se bebe «la vida por el cuello de una botella de cerveza», recordando el principio vital de Charles Bukowski, que invita desde internet a sus aficionados al consumo de cerveza («if you´re at the legal age for drinking!»). Pero este malditismo según Wolfe ya no es una pose snob; es una condena no deseada: son «las lentejas sin chorizo, es no poder pagar el alquiler y que te corten el teléfono». Bohemia, decadencia y perversión se han convertido en un bestseller de nuestra época de voyeurismo moral, como estrategia mercantilista de éxito. Por eso la innovación para estos realistas sucios pasa por ampliar el espectro de los temas y las técnicas con la introducción de nuevas tendencias en la lírica —influidos por los imaginistas, pasando por los San Francisco Poets, los movimientos punk de protesta, los modelos literarios de B. Traven y H. Hesse hasta Charles Bukowski— y forman parte de una nueva cultura de resistencia anárquica e internacional. Estos modelos de experiencia abren una nueva dimensión de incertidumbre existencial y su carácter primario es la transnacionalización, por eso ridiculizan el american way of life o sustituyen el ajenjo de Baudelaire por el Bourbon y los cigarrillos Winston.

            El protagonista de los poemas de este realismo sucio en español es un sujeto urbano problemático, escéptico y desencantado, que habita en los dominios de la marginalidad y en el borde del nihilismo y no aspira sino a sobrevivir desde su «madriguera». En uno de sus poemarios arquetípicos, Arde Babilonia (1994), Wolfe titula «Democracia» a un revulsivo texto que denuncia la hipocresía y el simulacro político: «Otra maldita tarde/ de domingo (…)/ Familias con niños/ sonrosadamente satisfechos de su recién cumplido/ deber electoral», para concluir con un descarnado retrato cívico: «Corderos de camino al matadero/ dándole a escoger el arma/ al matarife» (33). Se trata de un antihéroe desengañado que aborda la problematicidad de la vida social: el mundo destructor de las drogas y el alcohol como muletas para soportar la vida, la experiencia de la cárcel, la prostitución y la violencia sexual, la incomunicación, el hastío y la insolidaridad en la lucha por la supervivencia en un mundo hostil.

            Nuevos sujetos, géneros, etnias y regiones, anteriormente excluidos de las formas canónicas de representación cultural, buscan representarse con su propia voz, recobrando sus historias escondidas. Paradójicamente lo menor se ha convertido en un espacio de poder, que amenaza escapar al control epistemológico del centro. Como señalan Violeta Kesselman, Ana Mazzoni y Damián Selci en su antología de poesía argentina La tendencia materialista, la percepción cultural se concreta al trabajar la palabra con un «repertorio de materiales», que se corresponde con el nuevo posicionamiento que la cultura joven desplegará: «el joven no es el idealista que hace la revolución, sino el sujeto que articula una identidad partiendo de los argumentos del consumo cultural», y «el micro universo que se origina desde la ciudad, el barrio y la periferia, redefine todo un sistema cultural donde se practican críticas a las mediaciones que responden a una alta/baja cultura. Dentro de estas voces no hay tabúes al situar íconos y personajes, del horizonte kitsch, religioso, ficcional o literario, al lado del teatro de la vida cotidiana barrial», que empieza a emerger en la escritura de los 90 (23). Un padre aún joven de estos jóvenes, Jorge Riechmann, expresó con elocuencia el carácter «fuera de lugar» del poeta en el nuevo milenio: «En el aeropuerto/ un infiltrado./ Disidente en el hotel./ En el hipermercado saboteador./ Espía en la autopista./ Para que luego digan que es tediosa/ la vida en sociedades industriales» (2000:24).

 

 

  1. Identidades alter(n)adas: un sujeto−ahí

Alguien de quien soy alternativa

me acecha en el espejo…

A semejanza y preciso reflejo

no soy yo sino del otro imagen.

Alí Calderón

 

            Incertidumbre, inestabilidad, indeterminación (de voces, de géneros, de registros, de formatos). Figuras rotas, descalabradas, disponibles, en fuga; vacías pero ávidas, llenas de espacios blancos, entre el punctum y el píxel… de cara a los desafíos de un lector que se juega su perfil a ambos lados de la letra/imagen (en libros o pantallas). Carlos Pardo en sus «Notas sobre poesía y caducidad» expresa una aspiración generacional: «Deseamos una poesía rota, liberada de las cadenas de la identificación para sortear el espacio de la fragmentación que ocupa el mercado» (Abril:31).

            En el paradigma de lo menor, se rearticula la propia subjetividad y asistimos a un vaciamiento del convencional hablante lírico. El cuestionado yo no desaparece, pero se vuelve fractal, diseminado; es «alírico, un sujeto−ahí» (Bagué y Santamaría:24), que se va desembarazando de solemnidad y gana en evanescencia, levedad, como las identidades líquidas de las que nos habla Zygmunt Bauman. El auto−relato adquiere otra textura: es consecuencia del discurrir sobre lo real sin que el yo detente un lugar de privilegio. Es un sí mismo asumido como self (ipse) —como bien lo analiza Paul Ricoeur (1991)— que ya no se reconoce en la «mismidad» (same o ídem) sino en la alteridad del propio yo; su naturaleza siempre está en construcción, atravesada por la movilidad, la ubicuidad, el descentramiento.

            Para Santamaría estamos frente a una modificación radical del estatuto del artista, ya que «la nueva poética pretende que el poeta sea él mismo una cosa que se derrama entre las cosas» (Abril:73). Inmejorable forma de expresarlo tiene Álvaro Tato (1978) en su poema «0 kg»: «No nos llevamos nada./ Nuestras cosas se quedan./ Dejamos todo atrás.// No nos llevamos nada,/ lo mismo que trajimos./ Devolvemos el préstamo.// Ni nuestros nombres/ caben en este cuerpo,/ la maleta perfecta» (Bagué:197). Elena Medel no duda en afirmar en su poemario Tara que «mi vida se compone de varias extrañas personas que comparten mis problemas», y en ello basa su autodefinición como «una persona normal, o eso me dicen» (Bagué y Santamaría:61).

            Silvio Mattoni (1969) en «Carta» de La canción de los héroes, admite: «Soy ahora/ un otro que no cree ya en sí mismo»  http://www.vuelodigital.com.ar/articulo/193/poemas-de-silvio-mattoni-del-libro-cancion-de-heroes-seccion-coordinada-yanina-magrini). Y Carlos Pardo (1975) se describe en un poemario con un título elocuente, Echado a perder: «Ese trozo que nadie quiere una vez sacudido el mantel, ni los pájaros/ ni el viento,/ ese trozo soy yo» (Andújar:267). Para Edgardo Dobry (1962), la rotunda consistencia del cuerpo no es más que una cadena de miembros, una materialidad física que reunida por la biología da como resultado ése que se siente ser: «La uña de mi dedo,/ el dedo de mi mano,/ la mano de mi cuerpo,/ el cuerpo de mi yo./ Mi yo de mi yo de mi yo». (http://latormentaenunvaso.blogspot.com.ar/2009/02/cosas-edgardo-dobry.html, 31)

            El progresivo extrañamiento ahonda ribetes de vacío ante la propia definición del yo, por eso una fórmula posible de auto−identificación es la categoría de «incertidumbre», como la que plantean en su antología transatlántica (Poesía ante la incertidumbre [abreviatura PaI]) poetas españoles como Raquel Lanseros (1973), Daniel Rodríguez Moya (1976) o Fernando Valverde (1980), y latinoamericanos como Jorge Galán (El Salvador, 1973), Andrea Cote (Colombia, 1981), Ana Wajszczuk (Argentina, 1975) y Alí Calderón (México, 1982). Este último asume esta incertidumbre como una admisión de incertezas: «alguien que no soy yo… ronda mis pasos y me sigue» (150), «me olvida la memoria de las cosas/ soy lentas negras lágrimas y sangre (…)/ nada fui sino muerte entre las manos/ nunca podré colmar ese silencio» (154). O la experiencia de habitar una ajenidad que hace del yo el enemigo, el acosador, en Fernando Valverde: «en este poema espera un lobo/ que ha venido a buscarme.// Aunque intente estar quieto y no hacer ruido/ salta por las palabras un recuerdo/ que me arranca un aullido y me devora» (PaI, 115).

            Josep Rodríguez (1976) en su antología Yo es otro. Autorretratos de la nueva poesía (2011) examina esta nueva disponibilidad y apertura; es la gravitación material de una identidad que da otra vuelta de tuerca a la proclama de Rimbaud, como lo expresan los poemas−retratos que colecciona allí. El mismo Rodríguez en su libro Frío (2002) admite que «Vivir es abrazar oscuridades:/ de lo que no sabemos a lo que no sabemos,/ desde una lejanía a otra lejanía» (Andújar:257). El yo es tan incognoscible como el resto del mundo, lo cual no implica ni creer en una sobre−realidad trascendental, ni abjurar de todo acercamiento a lo irreal. En esta era posidealista urge ensanchar la categoría de realidad aceptando el misterio, los límites, lo que no es perceptible sino a través de conjeturas, dudas, incertidumbre. Carlos Marzal (1961), con insuperable precisión, nos dibuja como sujetos en tránsito, henchidos de insignificancia: «Hecho de nada. De fábrica fugaz y carne en vilo,/ barro que siente euforia de ser barro» (Marzal 2002:249).

            Estas identidades dotadas de una percepción aguda de su intrínseca otredad son además tentadas por la reduplicación infinita de un mundo tecnológico que las seduce con sus cantos de sirenas, para producir rostros alternos y reflejos especulares que construyen una imagen en abismo, como las muñecas rusas. Los juegos de roles y avatares, los nuevos heterónimos y apócrifos de internet, atrapan al yo en su voracidad y sólo devuelven fragmentos, retazos de un desconocido que se mira sin reconocerse, como lo expresa Andrés Neuman: «No sé por qué internet me tiene secuestrado (…)/ soy efímero efímero…», «me busco en google ocho veces al día/ para ver si averiguo adónde he ido» (42). Se incorpora con naturalidad la jerga de los internautas y la propia subjetividad es asumida como un juego de máscaras y lúdicos alter egos, como lo expresa Daniel Casado (1975) en «Avatares»: «Soy cada noche el sueño de Proteo (…)/ Navego por la Red cual fiero Ulises/ por ver si en vez de cantos de sirenas/ despierto entre mis brazos a Calipso/ que bien podrías ser tú, si tú quisieras». El lance amoroso deviene citas disfrazadas en la red tras personajes inventados: «Lo cierto es que me canso de inventarme/ tratando de vencer tu reticencia. Por ti seré de nuevo lo que esperas,/ la sola identidad que reconoces./ Mañana con el alba seré niebla/ tan leve como oscura es mi coartada:/ ser, de entre todas tus conquistas, esa/ que nunca colmará tus ilusiones» (Ex Libris, 37).

            La ambigua esclavitud de la tecnología, que nos ata y libera al mismo tiempo, es blanco de la mirada nada inocente de un poeta urbano como Pablo García Casado (1972), como vemos en el poema titulado «REC» de Las afueras, que alude a la función de «grabar» del contestador automático: «estás llamando al tres siete cuatro uno dos uno en este / momento no estoy en casa he cogido las maletas las llaves/ del coche me voy por algún tiempo quizás para siempre/ puedes hablar decir lo que nunca dijiste ahora que seguro/ no voy a escucharte delante de tus labios tienes el teléfono/ la soledad el silencio todo el silencio del mundo puedes hacerlo/ una vez que suene la señal gracias——-». O como lo expresa Vanesa Pérez-Sauquillo (1978), en el poema «Este es mi contestador automático», cuando describe sus funciones: «Para herir simplemente marque 1./ Para contar mentiras que me crea, marque 2./ Para las confesiones trasnochadas marque 4./ Para interpretaciones literarias/ producto del alcohol, marque 6» (Bagué:192).

            La ajenidad de una única lengua propia también es una experiencia que nos atraviesa a diario, como la formula Anahí Mallol (1968) en su poema «City Bay» de Polaroid (2001): «Una mañana/ de inmigrantes/ ilegales que llegan/ a mezclarse/ en una ciudad donde nadie/ puede decir/ yo soy de aquí/ ésta/ es mi lengua/ madre» (Ortiz Canseco y Salgado). ¿Quién es el inmigrante ilegal? ¿En qué ciudad se es nativo y en cuál extranjero? ¿Cómo reconocernos indivisos? ¿Qué actualidad tiene el nostálgico marbete de «ciudadano» o «lengua madre»? Como argumenta Julio Ortega, hoy «la práctica social construye espacios transfronterizos, plurinacionales, en los cuales la ciudadanía es un membership y el plurilingüismo una evidencia del nuevo siglo» (2010:12). Mucho más revulsivo, Martín Gambarotta (1968), en un fragmento de Punctum, expresa con sarcasmo la vaciedad de las palabras en la babel idiomática del planeta, su inevitable doblez: «En inglés se puede estar sick o ill,/ en castellano únicamente enfermo./ En algún sentido estar ill es/ más grave que estar sick aunque/ por lo general se los puede considerar sinónimos». Y la diáspora de significantes confluye en un único significado etimológico, pero oximorónico: «A esto hay que agregarle que/ en griego antiguo la palabra farmacón significaba/ remedio y veneno a la vez. No es difícil comprobarlo».

            Alteridad y alternancia, poliglotismo y avatares, el sujeto es un estar ahí−aquí sin centro unificador. El auto−relato no nace de un exceso de egocentrismo, sino de un afán por reubicar la subjetividad en el concierto cósmico, minimizar sus aristas, darle un lugar no central sino complementario, porque somos una pieza más en la gran máquina de lo viviente. Rafael Espejo (1975) nos presenta así un sujeto quasi−cósmico en «Idéntico a sí mismo» de Nos han dejado solos (2009): «Solo un envase soy:/ sin mí continuará/ a ciegas su aventura la energía» (Bagué y Santamaría:63). Juan Vicente Piqueras (1960) es rotundo cuando titula un poema «Yo ya no importa», y afirma: «Hoy sopla el viento y no tengo importancia.(…)/ Dan ganas de llorar./ Dan ganas pero no vale la pena:/ Yo ya no importa./ Un yo que llora, menos». (Ex libris, 95). Verónica Viola Fisher (1974) afirma en su poemario A boca de jarro (2003): «Sobrevivo/ porque no soy tan importante/ como para darme el lujo/ de desaparecer» (Ortiz Canseco y M.Salgado). Y Álvaro García (1965) inicia su «retrato» con esta modesta aspiración humana: «Aspiro al absoluto de estar vivo/ y le hago sitio al aire de este mundo/ en los pulmones y en el corazón (…), Nos queda el sol. Que roza nuestra piel/ y que resiste cuando no resistes» (Rodríguez:65).

 

 

 

  1. Genealogías afectivas: la atávica cadena de la especie

 

No todo es infierno en el infierno.

La belleza, el desapego y la compasión abren espacios insospechados.

Un haiku de Issa (1763−1827) completa bien la enseñanza calvinista:

«Ciruelo en flor…

Las puertas del infierno,

hoy, no se abren.»

Jorge Riechmann

 

            Esta persistencia en auto−interrogarse y revisar agendas existenciales sin el lastre metafísico de otras épocas (vida, muerte, destino, libertad) no parecen estar edificando un relato de clausura o una letanía agonística de ribetes nihilistas. El escepticismo como humus no es la única materia sobre la que emerge este yo poético. Jorge Riechmann titula su último libro Fracasar mejor (2013) para reivindicar el derecho a la esperanza —no en sí mismo o en la «civilización»— sino desde una militancia ecologista y una ética humanista, como aboga en el epígrafe que ubicamos en esta sección, para conjurar las calamidades cotidianas: «No todo es infierno en el infierno», porque subsisten «la belleza, el desapego y la compasión» y un «ciruelo en flor» puede obrar el milagro fugaz: «las puertas del infierno,/ hoy, no se abren». Conceptos como ética, valores, sentimientos parecen recuperar su incidencia ideológica en la poesía para consolidar una categoría —la de «pasión»— alejada de anteriores paradigmas estéticos.[12]

            La reivindicación del cuerpo y la esfera afectiva, las pasiones por encima de las razones replantean un nuevo imaginario donde la experiencia cotidiana del vivir, el ámbito íntimo y doméstico, valores y emociones adquieren protagonismo. Así lo expresa Alberto Santamaría (1976) cuando abre un poema amoroso con estas palabras: «ella dice atentado/ y la piel se le enreda alrededor del ombligo/ como una cereza», «cenamos,/ repican las últimas gotas en la ventana/ sabemos/ que en palestina han muerto cuatro…» (Bagué 2012:186). Y más directo, Andrés Neuman refuta el reduccionismo del recetario convencional de la «agenda social» clásica para incorporar la esfera emocional: «No sé por qué llamamos sociales a ciertos temas/ alterar emociones es la otra batalla/ el alma se revela como un soldado manco/ el pensamiento utópico nos devoró la boca/ nombrar en diagonal también es compromiso/ la valentía duda» (48).

            La poesía actual nos desafía desde altares sagrados y profanos, exhibiendo intimidades inconformes. Las tribunas que antiguamente polarizaban el registro poético, oponiendo metafóricamente la alcoba a la plaza y la casa a la calle, se han revelado anacrónicas. Nunca como hoy sentiremos tan henchidas de compromiso político las relaciones amorosas y filiales, ni tan profundamente afectivas y sentimentales la denuncia y la proclama de las nuevas agendas neosociales, que reclaman no sólo el fin de las guerras, sino la pureza del aire común que respiramos y un techo digno para esos rostros multicolores que habitan el desamparo de nuestras ciudades supuestamente globalizadas. Entre estas intimidades inconformes aparecen pliegues decisivos donde vemos confluir una meditación sobre el atávico eslabonamiento biológico entre padres e hijos, revisitado como puente indispensable para pensar la propia identidad. Como cuando Isabel Pérez Montalbán (1964) reescribe aquellas célebres «Palabras para Julia» de José Agustín Goytisolo, admitiendo el tono bajo, el peso de una herencia inevitable:

Hoy te escribo para mañana,/ para que puedas perdonarnos/ la inercia de ir muriendo sin darte explicaciones,/ por las respuestas torpes, por la herencia maltrecha. (…) /Que jamás el cansancio te sorprenda sin fuerzas./ Nunca digas qué largo es el camino,/ no puedo más y aquí me quedo. (Pérez Montalbán, «Un mar en remolino», 21).

            La sabiduría de la especie nos convierte en astutos animales que apenas se diferencian de sus hermanos cuadrúpedos por la memoria del fracaso heredado de generación en generación, como lo ilustra de manera proverbial Erika Martínez (1979) en «La casa encima»: «Tantos siglos removiendo esta tierra», «alineando ladrillos», «tantas mujeres fregando sus baldosas», «Tantos siglos para que yo,/ miembro de una generación prescindible,/ pierda la fe en la emancipación,/ mire el techo de mi dormitorio/ y se me venga la casa/ encima» (Bagué:210). Y en otro texto titulado «Genealogía», Martínez explota con ironía la desbordante afectividad que hace que todas las mujeres de la familia sientan en su propio cuerpo cada afección o padecimiento de la hija, como una suma de carne, piel y huesos que laten al unísono:

El día que me atropellaron/ mi madre, en la consulta,/ sintió que le crujía/ de pronto la cadera,/ mi hermana la clavícula,/ mi sobrina la tibia,/ mi pobre prima la muñeca./ Le siguieron mis cuatro tías/ y mis firmes abuelas,/con sus costillas y sus muelas,/ con sus sorpresas respectivas./ Entre todas, aquel extraño día,/ se repartieron/ hueso por hueso/ el esqueleto/ que yo no me rompía.// Les quedo para siempre agradecida. (Bagué: 207)

            Lo menor se articula a menudo con la proyección autobiográfica, y propone al lector un pacto de lectura con un contundente efecto de verosimilitud, sin renunciar a su naturaleza de simulacro y artificio. En el poema «Lista» de David González (1964), se rinde culto a la memoria activa de los muertos de la guerra civil española, sin ostentación partidaria ni afán doctrinario, desde las microhistorias domésticas y familiares:

Mi otro abuelo/ estuvo preso en oviedo/ en la cárcel provincial./ Después de la guerra.// Todas las mañanas/ ponían una lista/ en la puerta de entrada de la cárcel./ En esa lista estaban escritos/ los nombres y los apellidos/ de todas las personas/ a las que el día anterior/ habían puesto contra el paredón/ o dado muerte/ mediante garrote vil.// Imagínate a tu abuela,/ me decía mi padre,/ sin saber leer ni escribir,/ conmigo en brazos,/ preguntando a gritos/ a las otras mujeres/ si tu abuelo/ se había convertido// en tinta. (Falcón 90−91) (Resaltado en el original).

            Miriam Reyes (1974) también se reconoce en esa atávica marca biológica que une madre e hija y le confiere una identidad corpórea, cuando expresa: «Antes de nacer ya te llevaba escrita.// Si mi amor fuera el más grande/ cumpliría mi deber de transcribirte// copiaría algo tuyo en otro molde/ te daría un cuerpo nuevo// —eso que otros llaman/ toda una vida por delante—.// Te permitiría sobrevivirme» (Bagué:160). O Elena Medel, cuando evoca las tardes que pasaba de niña cocinando con su abuela, y afirma: «Vivir era costumbre de las dos», para constatar luego la magnitud de la pérdida en el presente: «Pero ahora no estás. Las dos ya no vivimos, y el frío me agarra por la espalda y me golpea…» (Bagué:213). Con desapasionada distancia, la argentina Macky Corbalán (1963) retrata en Inferno (1999): «Mis padres se amaron/ un tiempo razonable. Luego,/ se dedicaron a criar a sus hijos,/ a trabajar, a pasar los años./ Ahora, teme uno la falta del otro./ Como suelen decir:/ lo sobrenatural es/ lo más natural».

            El bienestar y la salud de «los viejos», la crueldad del deterioro físico y mental de los padres ancianos adquiere tanto protagonismo como las guerras, el terrorismo o los desastres ambientales. Si es posible expresar los alcances de lo menor en el cruce ético entre la responsabilidad del individuo y el contrato civil de la sociedad, el poema «Frontera del cielo» de Isabel Pérez Montalbán, dedicado a su padre anciano, puede ser un emblemático ejemplo de lo que proponemos pensar aquí: «Me dicen que ya no ves el telediario…», «que confundes la tarde y la mañana», «Pierdes la orientación y residuos del frío/ empañan tus manos. Ya no sales a pasear…», «Me dicen, en fin, que vaya preparándome/ para el final» (Correyero:290−291). Pero también la fuerza atávica de la cadena biológica adopta perfiles duros de rotunda evidencia en el proceso de autoconocimiento, como lo expresa en su dicción objetivista Fabián Casas (1965) en su poema «A mitad de la noche»: «Me levanto a mitad de la noche con mucha sed./ Mi viejo duerme, mis hermanos duermen./ Estoy desnudo en el medio del patio/ y tengo la sensación de que las cosas no me reconocen./ Parece que detrás de mí nada hubiese concluido./ Pero estoy otra vez en el lugar donde nací» (Ortiz Canseco y M.Salgado).

 

 

  1. Pensar como un semionauta

 

El reto es tratar de ver el bosque a partir de la suma de muchos de sus árboles.

Un bosque, el de la literatura, cuyas raíces son cada vez más nómadas.

Jorge Carrión

 

            En este nuevo milenio, signado por complejos procesos sociales y transformaciones comunicacionales de envergadura, resulta necesario interrogar nuestra intimidad histórica, nuestro umbral doméstico atravesado por lo social, nuestras lenguas de nacimiento y uso, nuestros hábitats de piedra y píxel. Formamos parte de esas «comunidades imaginarias» (Anderson) que se distinguen no por su pertenencia territorial, ni por el usufructo de un rasgo parcelado o minoritario, sino por el modo en que se piensan, expresan, comunican, celebrando sus encuentros y diferencias. La poesía aquí transitada, la que lleva el rostro del nuevo milenio, no teme afrontar los riesgos de defender una lengua de pertenencia común, que permite convertir esas identidades imaginarias en identidades imaginadas y dichas.

Ver la poesía como una fuerza social de acción sobre el mundo, como una experiencia transformadora, tanto para su autor como para su lector, es el primer paso para reponer una lógica del sentido —no instrumental, sino epistemológica— para estos nuevos sujetos ubicuos y transculturales. Reinscribir a la persona en el poema es darle nombre, cuerpo, historia, experiencia, en el orden del discurso, sin convertirlos en cepos. Este retorno del sujeto (más pasional que racional) reemplaza la concepción del hombre cristalizada en los antiguos mitos de clase, pueblo, partido, nación, sin declarar a éstos inexistentes, sino abordándolos desde sus historias particulares de inserción, desde sus usos y funcionamientos. Como afirma Beatriz Sarlo:

la actual tendencia académica y del mercado de bienes simbólicos se propone reconstruir la textura de la vida y la verdad albergadas en la rememoración de la experiencia, la revalorización de la primera persona como punto de vista, la reivindicación de una dimensión subjetiva (…). Son pasos de un programa que se hace explícito porque hay condiciones ideológicas que lo sostienen. (21)

            Pensar una cultura de lo menor es comprender sus estrategias de poder frente a un mercado global que amenaza con la uniformidad y la homologación de pensamientos y conductas. Es apostar por la performatividad del arte y su capacidad de intervención en el espacio público, no a la manera del slogan o el marketing, sino de modo subrepticio, como afirma Jacques Ranciere al definir «the politics of literature»: «the way literature does politics as literature» (2010: 20). Estas poéticas de lo menor pueden redirigir nuestro pensamiento al suceder mínimo en esta galaxia translocal, asumiendo su interculturalidad, desmitificando axiomas que el arte del siglo XX sacralizó, revolucionando desde el fragmento de vida, la épica de lo trivial y las «historias desde abajo», un discurso que nos permita confluir, dialogar, admitir incluso el sinsentido, los límites de la forma, la inasible precariedad del lenguaje que nos habla. Fundar (pertenecer) en suma a un espacio literario panhispánico, provisto de múltiples orillas, implica crear condiciones de reconocimiento, abandonar el paradigma de una crítica atonal, cercada por fronteras que solidifican cartografías que se han vuelto hoy porosas, móviles, multilingües. Abrirnos a un diálogo transcultural en este nuevo espacio panhispánico requerirá «pensar como un semionauta» —al decir de Heike Scharm—, es decir cuestionar nuestras identidades enraizadas e inmovilistas, «celebrar las diferencias por encima de la autopromoción de las propias idiosincrasias», transitar «el cuerpo ajeno» y «producir itinerarios en el paisaje de signos nómadas» de nuestras culturas transatlánticas (159).

            Para terminar con las palabras de Jorge Carrión, el reto es «comprender como un fenómeno orgánico la literatura que durante los cuatro últimos siglos se ha producido en dos continentes y en una misma lengua» (2010:250), «el reto es tratar de ver el bosque a partir de la suma de muchos de sus árboles. Un bosque, el de la literatura, cuyas raíces son cada vez más nómadas: tanto desde el polo de la escritura de creación como desde el polo (complementario) de la lectura creativa» (249). Y confiesa una esperanza que compartimos: «Quiero creer que no es tarde para la rectificación», «ese proyecto arbóreo sólo sería posible si se dejara atrás para siempre la reafirmación acrítica de identidades caducas (nacionales, raciales, espirituales) y se apostara sin ambages por la reinterpretación extremadamente crítica desde las dos orillas. Desde todas las orillas» (250).

***

 

            Y termino con dos graffitis plasmados en las paredes urbanas de la poesía en este tercer milenio. La primera foto está subida al sitio http://neorrabioso.blogspot.com.ar en su sección de «pintadas−neorrabiosas», y aparece enlazada con la última entrega de Voces del extremo de 2013, bajo el lema «Poesía y resistencia». La imagen ilustra esta noción de lo menor alimentado desde abajo, desde el cemento de paredes y calles, donde la poesía hace su «madriguera» y reclama un lugar de intervención en el espacio público. Desde este subsuelo cultural eleva sus brazos en un dudoso equilibrio, para manifestar su presencia a pesar de las calamidades planetarias, y su voluntad de inscribir estas identidades panhispánicas en un gesto abierto de inclusión:[13]

 

graf1

 

 

La segunda imagen se acerca a la utopía,[14] aunque estos poetas que dan su voz menor al nuevo siglo lo suscriben con su experiencia:

 

graf 2

 

 

Notas

[1] «La madriguera» es otra de las posibilidades de traducción del cuento de Kafka «La construcción», escrito en el último año de su vida. El protagonista —de incierta humanidad— es una especie de animal que cava una madriguera extensa y elige ese ámbito subterráneo para subsistir, aunque percibe las acechanzas del afuera/arriba: «Vivo pacíficamente en lo más profundo de mi casa, mientras el enemigo se me aproxima sigilosamente», porque siempre puede asomar un «hocico voraz» (citado por Borra:114).

[2] En una controvertida lectura de este relato de Kafka y en relación con la metáfora de la madriguera=rizoma de Deleuze, señala Arturo Borra que es un «espacio escindido por excelencia, en la “madriguera” el único espacio que queda es para transitar, posibilitar el movimiento continuo, la indecisión que lleva de la agitación al entusiasmo y del entusiasmo al agotamiento. El descanso apenas basta. Ante la aporía, no queda más que seguir cavando túneles que no portan (ni pueden portar) salvación en absoluto» (91). No obstante, «no se trata, en el caso de la madriguera, de un tratado de la desesperación, que relataría la angustia del autor. Ni siquiera hay “nihilismo”. (…) Ni desesperanza absoluta ni redención: claroscuro que hace insoluble la tensión misma. (…) La salida al sin−salida es el acceso al dispositivo socio−político que incluye una política del deseo. No una salida que suprime el antagonismo, sino más bien aquella que permite dar lugar al deseo como actividad subjetiva revolucionaria» (94).

[3] Vicente Luis Mora utiliza también este término, tomándolo de Jordi Borja y Manuel Castells en su libro de 1997, Local y global. La gestión de las ciudades en la era de la información (citado por Mora 2009:42).

[4] Reseño aquí la cronología de encuentros y actas publicadas por este colectivo: 1) 1999. Voces del extremo. Las voces de la poesía al otro extremo de la centuria. 2) 2000. Voces del extremo: poesía y conciencia. 3) 2001. Voces del extremo: poesía y conflicto. 4) 2002. Voces del extremo: poesía y utopía. 5) 2003. Voces del extremo: poesía y realidad. 6) 2004. Voces del extremo: poesía y canción. 7) 2005. Voces del extremo: poesía y ética. 8) 2006. Voces del extremo: poesía y vida. 9) 2007. (Suspendida) 10) 2008. Voces del extremo: poesía y capitalismo. 11) 2013. Voces del extremo: Poesía y resistencia.

[5] Añade Alicia Genovese con perspicacia que: «No hay una antología que pueda tomarse como referente más o menos completo de la diversidad de manifestaciones y líneas poéticas. Buscar las razones remite a tener en cuenta varias opciones, desde la cercanía temporal de la producción reunida hasta los replanteos ideológicos de una época que se niega tanto a armar colecciones con un sentido abarcador, amplio e imparcial como a construir relatos hegemónicos de un período, de una estética epocal o de una identidad nacional» (2003:200). Y continúa: «El campo poético oscila entre la escritura gestual de tribu urbana que es observada un tanto pintoresca o festivamente y la búsqueda incierta, inconformista, siempre incómoda con los amaneramientos grupales»; «es un discurso “inactual”»; porque «ha sido o ignorado, o despreciado, o escarnecido por los lenguajes circundantes»; por eso «en ese sentido, habría que caracterizar casi toda la actividad poética como producida desde un margen» (201).

[6] Para mencionar sólo algunas antologías afines en territorio latinoamericano, recordemos: ZurDos/ Antología poética, editada por Yanko González y Pedro Araya, que reúne a treinta escritores hispanoamericanos, nacidos entre 1961 y 1975. En 1997, Julio Ortega incluyó en Antología de la poesía hispanoamericana del siglo XXI/ El turno y la transición a poetas nacidos entre 1959 y 1975; o El decir y el vértigo/ Panorama de la poesía hispanoamericana reciente (1965−1979) de Rocío Cerón, Julián Herbert y León Pascencia Ñol y la de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986−2002.

[7] Este autor forma parte, junto con Agustín Fernández Mallo, del dúo de spoken word «Afterpop Fernández & Fernández» de lecturas literarias en las que se hace uso de música y audiovisuales, cultivando intensivamente la «performance poética».

[8] El término «Weblog» lo acuña en 1999 Peter Merholz como juego de palabras «We blog» (nosotros blogueamos), pero es también una fusión de web (red) y log (en inglés = diario) (Montesa:307).

[9] El blog de creación y crítica literaria más conocido es «Crítica poética y contracrítica» en http://crititicadepoesia.blogspot.com. Se trata de cinco críticos que desde 2007 preservan su anonimato bajo el seudónimo colectivo de Addison de Witt, con un carácter asumidamente contracultural. Es el foro que mayor número de visitas tiene de toda Hispanoamérica, con más de 35.000 usuarios únicos mensuales. Su influencia en el campo estético en español se apoya especialmente en dos secciones, «Secretos de poesía» (rescata poemarios aparecidos en editoriales minoritarias y olvidados y repasa los Premios literarios denunciando los lazos entre jurados y galardonados, demandando mayor transparencia) y «Contracrítica» (que comenta reseñas aparecidos en grandes diarios y suplementos, desenmascarando relaciones entre reseñadores y reseñados) (Montesa:361). Muy criticados por mantenerse anónimos, no obstante propician estos blogs una crítica independiente de editoriales y universidades, que arman el canon. Para Pérez Tapias en Internautas y náufragos. La búsqueda de sentido en la cultura digital (2003) —citando a Bourdieu en La distinción (1979)— se da una «circulación circular de la interlegitimación» por la cual un poeta desconocido cita al célebre esperando obtener su atención (Gijón 360).

[10] En la lectura de un poema digital, en la pantalla aparece un texto y al pulsar ciertas palabras, «las letras tienen animación y si se pincha en una de ellas destacada en negrita, el enlace nos lleva a un video relacionado con el mensaje inicial con banda sonora incluida, o con el susurro del viento mientras los versos de un supuesto poema se organizan en forma de ramas del árbol y al escucharse la brisa, una palabra cae, emulando una hoja». Nos podemos preguntar si se trata de «poema, composición musical, cine, pintura, fotografía», o es más bien un cúmulo de manifestaciones artísticas de varios autores (poetas, ingenieros, músicos, científicos y programadores), que producen un objeto estético interdisciplinario (Cuquerella:266).

[11] Varias categorías pueden ser abordadas para definir esta tendencia —«tranches de vie», «history from below», «microhistorias»— que se corresponden con líneas disciplinares desarrolladas por la «nueva historia», y ofrecen ángulos enriquecedores para indagar la relación actual entre literatura y experiencia, que ya hemos estudiado en libros anteriores (Scarano:2007).

[12] El poema no sólo construye edificios verbales, o comunica saberes, sino que permite provocar experiencias; es capaz de «crear relaciones» entre personas de carne y hueso, como argumenta Paolo Fabbri (56). Por eso la pertinencia del término «pasión» en estas nuevas poéticas, ya que es pensada desde quien recibe el texto: «La pasión es el punto de vista de quien es impresionado y transformado con respecto a una acción», decía Descartes en su tratado sobre Las pasiones del alma (Fabbri:61).

[13] Cf. Batania/Neorrabioso, La poesía ha vuelto y yo no tengo la culpa [en línea]. Madrid, 2014, 72 págs. Consultado el 12 de septiembre de 2014 en http://neorrabioso.blogspot.com.ar

[14] Graffitti recogido en el sitio de facebook de El club de los libros perdidos [en línea]. Consultado el 11 de septiembre de 2014 en http://elclubdeloslibrosperdidos.blogspot.com.ar/2013/04/declaro-el-estado-de-poesia-permanente.html

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