Foja de poesía No. 131: Juan Carlos Morales Mejía

Juan Carlos Morales Mejía

A continuación una muestra del poeta ecuatoriano Juan Carlos Mejía (Ibarra, 1967). Es autor del proyecto Mitologías de Ecuador. Entre sus libros de poesía cabe mencionar: Arquero de luna, El poeta y la luna, El poeta y el mar.

 

 

 

Frente a las aguas

Las aguas, que una tarde, ya no fueron las mismas,

en los ojos de Heráclito, el Oscuro.

El río Ganges donde navega la Ceniza.

El mar, límite del Averno, en el rostro del Navegante.

Las aguas, el río, el mar que he convocado

para no verte nunca, para creer que has muerto.

 

 

 

El resplandor

Un poeta sueña

en su amada

bajo la Luna

nómada.

Ese instante

es más eterno

que el resplandor

de miles

de espadas

en el campo

de batalla.

 

 

 

Non plus ultra

Mar tenebroso:

a la distancia

vienen tres carabelas.

 

 

 

La música

El sonido de las trompetas en Jericó:

siete días el Arca de la Alianza

rodeó este pueblo maldito para siempre.

La ulterior sonoridad de los cruzados

que la levantaron desde su memoria.

La música que escuchó Gautanama,

descendiente de los sakis y que buscaba

la verdad envuelto en un sayal amarillo,

cuando entendió el significado de una rosa.

El ruido intenso de las monedas

en las manos de Judas y la conciencia

de que el Mesías era demasiado humano.

La partitura que Mozart compuso

para su padre muerto y que no era el Réquiem.

El preludio de Nietzche cuando entendió

que Zaratustra tenía espíritu dionisiaco.

Los violines de los indios en San Juan,

antes de entrar a la cascada de Peguche.

El bandoneón de Astor Piazzolla

en una atardecer en Buenos Aires.

El canto del shamán del Tena, Luis Andy,

sobre la cabeza de una muchacha.

La sospecha de que hay música en tus ojos.

 

 

 

 El iluminado

 

Un hombre descubre

en el bisonte las huellas

de su propia derrota:

la caverna lo sabe.

Luego, Saulo de Tarsis

junto a su caballo

y una ceguera premonitoria:

la defensa de una fábula:

Jesús ante el Monte de los Olivos

con miedo de ser Dios.

Judas, el zelote, sabe que

el Mesías es solo un hombre

y devuelve las monedas.

 

Alonso Quijano en el suelo

y un haz de luz filtrándose

en los molinos: no hay

una Dulcinea de ventura;

Walt Whitman avisora que es

infeliz cuando su nombre

suena en el Capitolio:

un bosque lo espera;

José Arcadio Buendía,

frente al pelotón de fusilamiento,

recuerda el hielo:

Melquiades no descifra a Macondo

desde los pecesitos de oro;

el poeta César Dávila Andrade

se encierra en los efluvios

de su Catedral Salvaje:

un cóndor ciego cae

envuelto en un gabán de plumas.

 

Y en un instante todos

saben que poseen un don:

ese don los arrastra hacia

la Vida, que es un presagio.

Todos dicen a su modo:

Padre, padre… padre

¿por qué me has abandonado?

 

 

 

El pájaro de Perugia

Antonioni da Luca guardaba una imagen: el vuelo rasante de un gorrión entre sus manos de niño. Ahora, a los cincuenta años era un hombre que conservaba en sus ojos miles de horizontes, atiborrados de bandadas en pos de un sol tenue.

            El embrujo del vuelo de las aves era motivo suficiente para prolongar su vida. Tras estudiar los planos aéreos de Leonardo da Vinci se convenció de que algún día los seres humanos podrían volar. Nadie le creyó.

            Antonioni, huyó de Perugia cuando los parroquianos lo descubrieron batiendo sus brazos en el campanario. Tenía atadas veintitrés palomas a su cuerpo y una mirada de ángel del infortunio en sus ojos de almendras.

            Desde ese día tuvo cuidado de sus experimentos. Por eso, en el invierno de 1558 se escabulló de Glasgow a las costas escocesas para mirar si aún quedaban aves que no pudieran migrar. En medio de su soledad no halló vestigios de plumas de cigüeñas entre la hierba mojada. De regreso, en medio de la niebla, recordó la leyenda de Ícaro que construyó sus alas y fijó las plumas con cera para escapar. El sol lamió esas comisuras cuando Ícaro revoloteó en su torno.

            No lo resistió más. Se procuró otro sendero y llegó hasta un acantilado. A lo lejos, el rumor del mar ascendía hasta su pecho. Abrió los brazos y rezó una oración impalpable. La bruma golpeó su cara. Tomó impulso y se lanzó al vacío. En el vértigo de la caída comprendió que los dioses no habían olvidado a su aéreo hijo: en el dedo meñique, de su mano izquierda, comenzó a crecerle una pluma…

 

 

 

La fórmula

Salvatore de Bragante se dio una noche a las permutaciones con el tiempo. El astrolabio permanecía silente a la espera de una noche propicia. Muy cerca, el fuego producía sombras dantescas en la estancia. Pese a los leños ardientes hacía un poco de frío, algo normal para la estación de invierno en Aquitania. La noche se presentaba sosegada, a juzgar por las estrellas.

            El feudo, donde se encontraba el nigromante, alguna ocasión perteneció al duque de Roberto de Artois. Ahora dependía de la decisión de los poderosos, a miles de leguas de distancia. Salvatore recordó las lecturas de la cábala y otros ritos que llegaron de los tiempos en que los faraones eligieron las tumbas en Kefrén. El tiempo giraba en torno al astrólogo, que estaba cerca del fogón.

            Miró el reflejo de su propia sombra. Respiro. Levantó levemente la cabeza. Alzo su mano muy despacio. De reojo observó que su sombra permanecía quieta, en un espacio. Era una masa informe en un tiempo, más bien relativo, multiplicado por dos.

 

 

Datos vitales

Juan Carlos Morales Mejía (Ibarra, 1967, Ecuador) es autor del proyecto Mitologías de Ecuador. Libros publicados: Fabulario del dragón, Quito: las calles de su historia. Poesía: Arquero de luna, El poeta y la luna, El poeta y el mar; mitos: Los dioses mágicos del Amazonas, Mitologías de Imbabura, El duende de San Vicente. Como músico, dirige el proyecto Poetas de América, con musicalizaciones de: Borges, Huidobro, Vallejo, Carrera Andrade, Dávila Andrade, Loinaz, Cardenal, Sabines, Rojas, Granda, Preciado, entre otros.

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