Galería de ensayo mexicano. No narrarás, por Geney Beltrán

Geney Beltrán

Geney Beltrán (Culiacán, 1976) fija su postura respecto a lo humano que la narración debe privilegiar por encima del experimento fetichizado desde los tiempos de la vanguardia. Beltrán es narrador y editor. Ha publicado el volumen de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma. Su primera novela es Cartas ajenas (Ediciones B, 2011).

 

No narrarás

 

Últimamente he leído y escuchado numerosas exigencias de lo experimental en la ficción. El dogma: una novela o un libro de relatos deben experimentar rompiendo el marco de las convenciones narrativas, pues el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Lo demás se vería como epigonismo clasicista. La raíz del coraje se entiende: por su leal fijación en los números negros de los estados de venta, las grandes editoriales publican demasiadas «novelas de entretenimiento» —predecibles y sin exigencia— y las promueven como fulgurantes logros artísticos. Sergio Pitol despotrica en El mago de Viena: «Los creadores de literatura light exigen el trato que sería normal dar a Stendhal, a Proust, a la Woolf. ¡Qué tal!»

            En su ensayo «Un montón de lápices chatos», Rafael Lemus adjudica el estancamiento de la narrativa contemporánea a su incapacidad para desembarazarse del humanismo. ¿Cómo es esto? La pintura y la música han llevado la vanguardia de la primera mitad del siglo XX hasta sus últimas consecuencias: hoy, en gran parte, no representan, no significan, no narran. Sólo son colores, sonidos. La literatura, por su lado —plantea el autor—, ha perdido el impulso aventurero de 1922 y se empeña en representar, en significar, en narrar. En (gloso, torpemente) ser fiel a la naturaleza dialoguista del lenguaje. En ser otra cosa más que sólo lenguaje abstraído en el embeleso de su propia contemplación.

            Hay sin embargo un detalle que me salta.

            El color y el sonido —no menos que la forma, el volumen y el movimiento— podemos hallarlos en la naturaleza. Como tal, la pintura y la música —no menos que la arquitectura, la escultura y la danza— pueden aspirar a desentenderse de cualquier nexo con la esfera de lo humano. El lenguaje en cambio no sólo no está en la naturaleza sino que nos separa de ella: es nuestra creación y atributo y por lo tanto la literatura, de la que es fuente y océano, no puede no dar cauce a los asuntos morales, es decir, los relativos a la conducta humana y su universo. La literatura deshumanizada por entero es, acaso, imposible; lo que tuvimos en el siglo XX, desde las vanguardias de entreguerras y en las décadas de 1950 y 1960, fue la expresión de una conciencia vulnerada por la deshumanización social y política: las dos grandes guerras, el Holocausto y el Gulag, las ideologías traicionadas por los totalitarismos, la banalidad e inequidad del libre mercado en las sociedades democráticas. De la poesía a la novela al teatro, autores como Paul Celan, Samuel Beckett, Jean Genet, Eugène Ionesco y Peter Handke cifraron una respuesta al horror de los totalitarismos y la prostitución del lenguaje en manos del poder y las masas. No fueron sus obras (especulo) resultado de un programa metódico dirigido a convencer a los historiadores literarios, sino expresiones de un Zeitgeist terminal, una intuición artística perturbada ante la condición de la vida desde Verdun, Dachau, Nagasaki y Kolymá.

            Hoy la atmósfera moral es muy distinta a la del medio siglo XX. La sensibilidad contemporánea revela desencanto, sí, aunque también un acomodaticio cinismo. El Angst de los cincuenta y sesenta ha mutado en frivolidad e indiferencia ante la enésima barbarie del presente —Darfur, Myanmar, Palestina, Irak, el Tíbet—, los hechos del pasado parecen no importar sino como tramas de muy deslavadas novelas históricas y la imaginación apocalíptica se ha vuelto un lugar común explotado, muy significativamente, por los filmes de Hollywood: estamos en el borde incoloro en que ni el hoy ni el ayer ni el mañana inquietan una reflexión, no desafían: su recreación sólo entretiene y consuela.

            En este escenario, numerosos escritores se decantan por la redacción de libros sin consistencia artística, novelas ligeras que se leen como quien toma un vaso de agua y nada pasa. Literatura de consumo para las clases medias y altas: entretenida, pero sin la cápsula inserta del conocimiento y la indagación. Lo cual, acaso, ha sido una constante en largas hileras de autores que al paso de los años, por más éxito de ventas que los acompañe, desaparecen. No menos dudoso es el campo opuesto, en el que se distinguen juguetes retóricos, experimentos de un lenguaje onanista y hueco, minimalismos librescos orgullosamente —escoliastas de Borges sin desobediencia fértil frente a Borges— negados a narrar historias, díscolos a ver en la literatura un medio posible de ampliación de la sensibilidad y el conocimiento sobre el terreno de lo moral, es decir, insisto: el terreno de los dilemas inherentes al proceder humano.

            Creo necesario insistir en un principio ético de la escritura. Anota un personaje de Enrique Vila-Matas: «La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia». Durante un buen rato se ha visto con desprecio la noción del compromiso moral. Claro: la discusión del compromiso ideológico está superada. Pero esa derrota merecida de los defensores de Stalin y Fidel Castro no puede volverse ardid para el cinismo. La sinrazón existe, el escritor vive en el mundo, el lenguaje es un hecho social: la literatura puede hacer confluir la exactitud de esas tres realidades y dar a luz obras críticas y disolventes de toda preconcepción en quien las lea. Gombrowicz en su Diario: «nosotros, el arte, somos la realidad. El arte es un hecho y no un comentario añadido al hecho».

            Hablo de una postura ética y expresable, así, por la letra artística. Asumo, primero que nada, que el cliché wildeano de: «Literatura sólo hay mala o buena» esconde una imprecisión peligrosa y, para nuestro tiempo, ya desvergonzada: la mala literatura no es para estos efectos ni siquiera literatura-a-secas, y la imbricación del compromiso moral con la palabra literaria ha tenido exponentes que no pueden soslayarse: el primero es Cervantes, uno muy próximo J.M. Coetzee. El compromiso moral no debe tampoco entenderse como una apología edulcorada de los credos contemporáneos de la corrección política o, como diría Rafael Sánchez Ferlosio: de lo socialmente correcto. Juan Goytisolo expresa en una página de En los reinos de taifa: «Dar forma narrativa o poética a las ideas comunes de la época —libertad, justicia, progreso, igualdad de razas y sexos, etc.— carece de interés artístico si el autor, al hacerlo, no les tiende simultáneamente una trampa, no las ceba con pólvora o dinamita: todas las ideas, aun las más respetables, son moneda de dos caras y el escritor que no lo advierte en vez de actuar en la realidad opera en su fotografía». El compromiso moral es un compromiso con la época y sus incertidumbres, no con sus dogmas.

            Pienso así que, en aras de una experimentación obligada, no podemos desentendernos del narrar porque en el narrar se cifra la expresión posible de los conflictos de la Condición Humana. Sé que estas dos palabras despiertan sospechas ante lo grandilocuentes que suenan y lo mucho que se han utilizado para no decir nada. Pero quien escribe como respuesta a una necesidad de las vísceras —y no sólo porque puede hacerlo, porque tiene oficio, dinero, internet y un cuarto propio—, quien conoce el examen quisquilloso de un mundo interior —conflictos de la herencia y la sangre, la vivencia de la furia y el desencanto, autobiografías mentales de raigambre en la perplejidad— sabe de qué se habla al decir Condición Humana.

            Explico: hay dilemas morales que hoy, como ayer, son expresables por la concernida mirada del narrador. La sensibilidad ha venido mutando, sin dejar de ser fiel a su vertedero de contradicciones, a como se han transformado las relaciones sociales y las estructuras políticas. Los nuevos roles familiares y de género, la migración, los fundamentalismos y el laicismo nihilista, los modos vigentes de la violencia, el fracaso de las democracias y la relatividad ética del mercado, entre otros, dan pie, sin ánimo miserabilista ni cronístico, a la consideración de facetas propias de la condición humana —el desarraigo, la alienación, el coraje, el remordimiento, la impotencia, el miedo— y que sugieren una tentación inquietada para la verdad novelesca. ¿De cuándo acá la narrativa tiene que dejar de ser, si lo ha venido siendo desde Cervantes, dicción de una individualidad en conflicto con su tiempo? Esas realidades no son exteriores al escritor: las comparte en tanto perfiles de un aquí y un ahora que una sensibilidad imantada no puede sino compartir. Y lo humano, por supuesto, no es un lastre para el narrador. Es su veta. Hablo de la narrativa como La Saga de Adentro.

            Porque, en cuanto escritor, el asunto sí importa. Si se busca autenticidad (sé que se trata de una palabra peligrosa pero también transparente), no es posible escribir sobre cualquier cosa; el gran Macedonio Fernández por supuesto que andaba equivocado. Él insistía en que el verdadero artista ha de ser diestro para tratar con maestría cualquier asunto, como si fuese el conductor de un programa de complacencias en una estación de radio. El escritor tópico —el escribidor— tiene a la escritura como un oficio y solamente un oficio. Puede, y sin infligirse, verse dedicado a la redacción de novelas sobre ferrocarrileros o sobre el Imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés. Será la suya una decisión respetable, pero a fin de cuentas todo se reduce a una apuesta, ésa sí, voluble y limitada. Inauténtica. Esto es: perecedera.

            En cambio, el escritor artista —un modelo es Oé; podría agregar a Lowry, a Rulfo, al gran Graciliano Ramos— asedia los pocos temas que lo asedian, a través de un universo congruente de asuntos. Asume, sin defenderse, que la escritura es un incendio íntimo del que no es posible salir intacto: no es el suyo un oficio y sólo un oficio. Es un proceso intuitivo de introspección que —merced a la liberación de una sensibilidad abierta a la expresión de las emociones, las memorias, los sueños, las pasiones, las obsesiones— debe ser llevado al límite de las posibilidades expresivas para propiciar en el lector —ésa es la apuesta, el riesgo, la ambición— una desazón vital en que se pongan en juicio su sentido ético, su pensamiento y su postura ante el mundo. La apuesta, el riesgo, la ambición consiste en cambiar el mundo, cambiando a través de la escritura la idea que el lector tiene del mundo. «Pues, en realidad, es grande sólo aquello que proporciona material para nuevas reflexiones y hace difícil, más aún imposible, toda oposición y su recuerdo es duradero e indeleble», escribió Longino.

            La elección del asunto, pues, sí importa. Por supuesto: no es la presente una exigencia de temática inmediatista en la narrativa. Para Yourcenar —conjeturo— Adriano nunca fue sólo un asunto de la historia romana, sino un paradigma de su propia existencia: la educación clásica en la infancia, una multitud de reflexiones surgidas bajo el aliento de la cultura griega y latina. Pues mucha de la gran literatura —quiero decir, la única literatura— es implícita, literal u oblicuamente autobiográfica, así venga en clave fantástica, intimista, erótica, histórica, metadiscursiva o policial. Considero, así, ingenuo seguir defendiendo la idea de que la elección del asunto es secundaria. Se trata de un argumento parcial y, sobre todo, irresponsable. Por algo en esta época de mercadería editorial proliferan los escribidores que, al tratar cualquier asunto de moda en virtud de que carecen de un núcleo de temas necesarios, se dirigen a un público, no a los lectores. No a un lector. Pero toda esa mercadería, en lo que atañe a este escritor novato, raramente vale un céntimo por encima de los precios de la mierda.

            Retomo este principio: toda experimentación auténtica responde a un temperamento y una intuición, no a un programa metódico ni a una exigencia crítica. Espoleado por su búsqueda expresiva y su conocimiento partisano de la tradición, el escritor busca dentro de sí el qué y el cómo de su literatura. Esa pulsación exige un decir; por la naturaleza libre del artista, ese decir impugna el decir de su época. Todo decir personal supone el contradecir de los otros. El escritor sabe que la lengua es una herencia común: siglos y generaciones, historias y significados trashumantes. Hay una memoria plural en cada palabra. Quien escribe busca convertir esa herencia comunitaria en un territorio particular, arrebatándosela a los usos falaces del Estado, el capital y las iglesias, que convierten el filón moral de la palabra en un medio de control político: que la costumbre se vuelva regla. El escritor no tarda en descubrir, en consecuencia, que limpiar, a esa dicción heredada, de la tergiversación utilitaria de la propaganda, la publicidad y el dogma (intereses que se justifican en el peso chantajista del ayer) significa no negar sino volver a cifrar —desde una sintaxis inalienable— las posibilidades antiquísimas de la palabra de concentrar significados morales. El escritor establece un contacto «duradero e indeleble» con el lector si su decir, consciente no sólo del conservadurismo sino también de la riqueza de la lengua común, se emancipa, impugna a su época, revigoriza el pasado y enuncia una visión nueva, no raramente perturbadora, de los problemas humanos. Literatura que no es crítica de la vida en su sentido más amplio es literatura muerta. Y acaso, como Roberto Arlt, haya que escribir mal para calar más hondo.

            He aquí el cómo de la experimentación que valoro auténtica. Lo demás, me temo, sería imitación de la novedad más nueva: la innovación vuelta ejercicio de escoliastas, malabares de quien teme ser catalogado como epígono ante la opresiva conciencia de una tradición de innovadores desde la vanguardia. Sería ésta la pose del vacuo y el vano que, a falta de un paisaje interno, experimenta, a la manera de Fernando del Paso, no para el lector sino para el crítico y el historiador literarios. ¿…Que las recetas estéticas de la posmodernidad necesariamente reniegan de la expresión de una intuición inédita del Gran Tema literario de siempre: la vida humana? Pienso más bien que el uso rimbombante del fragmentismo, el pastiche o el metadiscurso sería tan sospechoso como los camellos en el libro de un autor árabe: color local de la época provisto por quien cree que lo propio de 2008 es sólo el internet y el zapping, y no una balacera en Culiacán y Juárez, no una guerra en Oriente Medio, no la soledad de un hombre cuyo hijo acaba de morir en un hospital cualquiera en una ciudad cualquiera: historias que no por ser de siempre dejan de ser de hoy. Borgesianamente hablando, «o ser posmoderno es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser posmoderno es una mera afectación, una máscara».

            En la riqueza misma de la tradición —en lo que T.S. Eliot llamaba «el sentido histórico» del artista, su «percepción del carácter tanto pretérito como presente del pasado»—, están las posibilidades de lo nuevo. Más concretamente, de lo propio y lo original que, como puntualizaba Chesterton, significa aquello que busca los orígenes. El ejemplo de James Joyce, vanguardista y conservador: cifra los caminos futuros de la ficción volviendo la vista atrás, nutriéndose de los caminos milenarios de la palabra desde Homero, y todo sin descuidar la exploración de sus temas imperiosos: los vínculos de la sangre y el sexo, la culpa como un laberinto que no revela sus muros, la creación en una sociedad indiferente, el trasfondo mítico de toda aventura humana… Cito a Macedonio Fernández: «Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo habían dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y comenzó».

            ¿De qué forma comenzar? ¿Con qué ambición? Toda respuesta —como la siguiente— pecaría de personal y unívoca: inútil acaso para alguien más, ni siquiera novedosa y con tufos de pasatista, pero sí asumida a la par de una práctica incipiente de quien no puede sino exigir aclararse una postura ética de la escritura.

            Hermann Broch expresó: «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela». Milan Kundera glosa: «La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela». Ante el mandamiento crítico del «No narrarás», una forma del riesgo para los bisnietos de Tolstói y Conrad sería buscar dentro de sí esas historias que exploren dilemas morales, o sea —insisto— los propios de las costumbres humanas: por qué actuamos como actuamos, hasta qué grado es cognoscible el porqué de nuestras pasiones y gestos emocionales. Este riesgo implica una búsqueda intuitiva —que puede conducir a lo abiertamente experimental o a lo necesariamente clasicista— y un compromiso moral: el de una pesquisa de conocimiento, en aras de expandir las posibilidades de nuestro hacer ante la realidad.

            Se trata, pues, de narrar.

            Diría Graciliano Ramos: «La palabra no fue hecha para embellecer o brillar como oro falso. La palabra fue hecha para decir». De otro modo: la ficción es examen de lo posible, no aplauso de la falsedad. Y la literatura «duradera e indeleble» es la que, más allá de su técnica experimental o clasicista, asume el riesgo y se compromete a formular esas preguntas que sugieren inquisiciones de conocimiento en quienes la leen. Y, sin dar respuestas, les cambian, después haber leído, su visión del mundo.

2008

 

Ensayo perteneciente al libro El sueño no es un refugio sino un arma (México, UNAM/Dirección de Literatura, 2009).

 

 

Datos vitales

Geney Beltrán Félix (Culiacán, México, 1976) es editor y escritor. Estudió letras hispánicas en la UNAM y literatura inglesa en la Universidad de Toronto. Fue editor de literatura del Fondo de Cultura Económica y jefe de redacción del suplemento Hoja por Hoja. Ha sido becario de la Fundación Lorena Alejandra Gallardo y la Fundación para las Letras Mexicanas (2006-2008). Obtuvo el Premio Nacional José Vasconcelos por el libro El biógrafo de su lector (Tierra Adentro, 2003), un ensayo sobre la obra de Macedonio Fernández. Compiló, con Verónica Murguía, el tomo titulado El hacha puesta en la raíz (Tierra Adentro, 2006). Publica crítica literaria en revistas y suplementos. Su bitácora virtual reside en www.elgeney.blogspot.com. Actualmente es jefe de redacción de la Revista de la Universidad de México.  Ha publicado también el volumen de ensayos El sueño no es un refugio sino un arma (unam, 2009) y el libro de relatos Habla de lo que sabes (Jus, 2009). Su primera novela es Cartas ajenas (Ediciones B, 2011).

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