Estudio sobre la poesía mística (III)

Tercera parte de esta revisión que José Luis Camacho ha emprendido sobre el tema de la poesía mística.

5. La mística contemporánea

Aunque la Reforma Protestante había afectado severamente al pensamiento místico, la Contrarreforma pudo frenar un poco este ataque. El Siglo de Oro español se inserta en este período, aunque los historiadores esgriman el argumento tan común del atraso intelectual español con respecto al resto de Europa. Ya Erasmo de Rotterdam y Jean Colet habían advertido a la Iglesia el riesgo de seguir subsistiendo de un pensamiento proveniente de la Edad Media. Tanto en la parte protestante (Lutero) como en la parte católica (Ignacio de Loyola) se empezó a registrar un giro de la mística hacia lo subjetivo y lo psicológico, y más aún, de aplicación urgente en la realidad inmediata. En el ya mencionado Concilio de Trento se fijó el método escolástico como Teología perenne para la Iglesia. La escolástica se puso al día con autores como el Cardenal Tomás de Vío, interlocutor de Lutero, Melchor Cano, Domingo Soto y algunos santos como Roberto Belarmino. Esta puesta al día de la escolástica tuvo por consecuencia un intento de la teología por ocupar un lugar de nuevo entre las ciencias duras de esa época. El resultado fue contraproducente para la mística y su literatura. ¿La razón? La nueva pretensión de la teología de ser ciencia exacta. El lenguaje de la teología se divorció del de la mística por el temor a la herejía. Así, cualquiera que “escuchara voces” o “viera cosas” se volvería automáticamente sospechoso. Las dificultades ya mencionadas de los místicos españoles con el Santo Oficio o con los superiores de sus Órdenes son una muestra de ello. Pero esta Reforma no fue suficiente para que la Iglesia y su pensamiento prevalecieran. Las nuevas corrientes racionalistas comenzaron a hacer mella, incluso entre los pensadores considerados ortodoxos. Curiosamente un español, Gabriel Vázquez (1549-1604) fue el primero en refutar a la teología como ciencia. Su Commentariorum ac Disputationum in Primam Partem Sancti Thomae en el estudio IV llamado “An Theologia sit vere et proprie scientia”:

Afirma que la teología no es ciencia en sentido pleno: no lo es ante el foro universal compuesto por toda clase de personas, católicos, herejes e infieles, porque sus principios no son evidentes para todos, sino que – al ser recibidos por la revelación y la fe- solamente son válidos o probantes para los fieles. (Rovira Belloso, 1996: 111)

Esta reveladora autocrítica abriría las puertas a nuevos filósofos que tratarían de derrumbar el edificio dogmático en el que se asentaba la Iglesia. Con hechos como éste, la mística tenía menos autoridad y oportunidad para prevalecer, puesto que se le consideraba inferior a la teología.

En Francia, una serie de autores nuevos atemperarían la mística hasta llevarla a un extremo más racional. Bossuet (1627-1710), interesado por la aplicación de la espiritualidad en la vida cotidiana, San Francisco de Sales, que con su Introduction a la vie devote aterrizaría para los fieles muchos conceptos sobre vida piadosa, Fenelón (1651-1715), quien iniciaría una querella entre los llamados “quietistas” y los jansenistas. El Jansenismo, inspirado por Cornelis Jansen, antiguo catedrático de Lovaina y obispo de Ypres fue la respuesta de algunos sectores de la Iglesia al avance del racionalismo: se trataba de un seguimiento radical de los mandamientos por una sobrevaloración del pecado. Postulaba que la gracia de Dios operaba de tal modo, que aquellos que la experimentaban se salvaban, pero por esta razón se salvarían muy pocos. El quietismo, defendido por Fenelón, abogaba por una mayor holgura en la práctica religiosa no sólo exterior, sino también interior. Por sus similitudes con algunos movimientos protestantes, fueron anatemizadas por Inocencio X en 1653. Esta querella estuvo vigente hasta la llegada de la Ilustración y debilitó la poca credibilidad del catolicismo en Francia después de las guerras de religión. Tanto las obras del jansenismo como del quietismo no ayudaron en nada a la literatura mística, pues no salieron del estilo de los manuales de espiritualidad, vigentes desde tiempos de la Devotio Moderna.

En resumen, el pensamiento místico empezó a encontrar cada vez más adversarios dentro y fuera de la Iglesia. Se había acostumbrado a la masa de fieles a una mística “uniformada confesionalmente”, genuinamente católica. Cuando el mundo cambió y la Iglesia no fue más la aduana intelectual del mundo, la mística se fue quedando atrás hasta ser considerada un signo de antigüedad y de atraso. Aun así, hay en el siglo XVII algunas muestras de poesía mística tardía. Johann Scheffler, (1624-1667), un fraile menor alemán nacido en Breslau, quien escogiera como pseudónimo Angelus Silesius (el ángel de Silesia), por su residencia en dicha ciudad, que hoy pertenece a Polonia. Lo más interesante de Angelus Silesius es que se trata de un converso: nacido en la fe luterana, se convirtió al catolicismo en 1653. Ávido lector de los místicos españoles (cuyos libros habían llegado a Alemania en tiempos de Carlos V), en especial de fray Juan de los Ángeles, franciscano seguidor de Santa Teresa un tanto ignorado por las antologías (cuyos Triunfos del Amor de Dios y Vergel del alma religiosa fueron valorados positivamente por Menéndez y Pelayo como genuinas obras místicas), Silesius se lanzó a la redacción de una gran obra en forma de epigramas llamada Der Cherubinische Wandersmann (El viajero querubínico). Consistente en 1665 poemas en dos partes, esta obra se considera la cumbre de la mística barroca en Alemania. Sin embargo, un converso alemán en el apogeo de la Reforma sufre de un natural aislamiento, pues volverse católico en esos años consistía en un retroceso ideológico importante. Silesius murió en 1667 de una tuberculosis sufrida durante un retiro. Su obra indica una continuidad con la mística renana mencionada en el capítulo anterior, frenada abruptamente por las contiendas religiosas. Con la muerte de Silesius llegamos a una era en que los místicos “confesionales” empiezan a desaparecer, y si no desaparecieron, al menos no dejaron obras poéticas rescatables. Entre la segunda mitad del siglo XVII hasta el advenimiento de la Revolución Francesa aparecieron una serie de personajes místicos que entran en la categoría de “taumaturgos”. Dos personajes clave fueron Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690) y el Beato Claude de la Colombière (1640-1682), ambos propagadores entusiastas del culto al Sagrado Corazón de Jesús, basado en las revelaciones recibidas por la primera. Este nuevo culto reavivó la vida espiritual de muchas personas, pero con el tiempo devino en una manifestación de lo que los teólogos llaman “piedad popular”, es decir, una espiritualidad de compra-venta basada en la devoción de imágenes y actos de religiosidad meramente externos. El conflicto, primero con el protestantismo y después con el racionalismo provocó una especie de retroceso en la vida intelectual católica: pareciera un retorno al dogma en un período de incertidumbre. Es ocioso conjeturar que esto explica la ausencia de poetas místicos en el seno de la Iglesia. Se produjo poesía, desde luego, pero no con las innovaciones estilísticas que caracterizaron a los místicos del siglo de Oro. Por ejemplo, 1591, la aparición de Magdalen Tears (Lágrimas de Magdalena), un sentido poemario de manos del beato Robert Southwell (1561-1695) conmovió a los católicos londinenses. Se trataba de poemas diseñados para consolar a la minoría católica que quedó en Inglaterra. La muerte violenta de Southwell (ejecutado por traición a la Corona) le dio al poemario un cariz especial, pero eso no lo hacía poesía mística. Ejemplos como éste recorren la Europa del siglo de las Luces, pero siempre sin alcanzar los niveles de calidad de los poetas anteriores.

Por los mismos años ya estaba preparado el campo intelectual que desterraría a la mística. La obra de Renato Descartes (1596-1650) sembraría la duda existencial que llevaría a posteriores pensadores a impulsar el desprestigio de la mística. Educado por jesuitas y creyente piadoso, Descartes jamás negó la existencia de Dios, al contrario, la intentó demostrar mediante el Discurso del Método (1637) y sus Meditaciones metafísicas (1641). Pero su sistema de pensamiento no contemplaba aquellos fenómenos no comprobables mediante la razón. Decía en su Meditación primera:

Hace ya mucho tiempo que me he dado cuenta de que, desde mi niñez, he admitido como verdaderas una porción de opiniones falsas, y que todo lo que he ido edificando después sobre tan endebles principios no pude ser sino muy dudoso e incierto; desde entonces he juzgado que era preciso, acometer seriamente, una vez en mi vida, la empresa que deshacer todas las opiniones a las que había dado crédito, y empezar de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. (Descartes, 2003: 125)

El cartesianismo era una apuesta a construir toda una nueva forma de ver el mundo, y lo consiguió en una forma que no esperaba. La mentalidad racionalista que produjo se infiltró a todas las ciencias y cualquier cosa que no estuviera demostrada con la razón era parte de un pasado intolerante y oneroso que se debía superar. Esto significaba no sólo la transición de una época del pensamiento; se trataba del advenimiento de las revoluciones sociales que decapitarían -literalmente- a la monarquía europea. Con el fin de la Era de los reyes, la Iglesia, despojada de sus naturales protectores, se enfrentó con el descontento de una población que estaba al tanto de su tradicional alianza con los círculos de poder.

Desprestigiada, enfrentada y criticada por sus excesos anteriores, la Iglesia quedó sumida en un caos interno y externo que se agravó con la llegada de la Revolución Francesa en 1789. Viene entonces la ruptura de la Modernidad con la vivencia religiosa del pasado: de una espiritualidad pública se pasa a una espiritualidad privada. Y más aun, la política tradicionalmente jerárquica, la noción de nobleza y caballerosidad, los días festivos y las explicaciones tradicionales del mundo empezaron a cambiar a resultas del laicismo. Con esto, la mística y su literatura recibieron un golpe del que nunca se recuperaría por completo. Si el mundo tenía una perspectiva sacramental, ahora sería una racional. Fueron los filósofos de la Enciclopedia quienes impulsaron en la mayoría no ilustrada un desprecio por aquello no comprobable. Aún así, era raro que los filósofos “duros” no se plantearan el problema de Dios. Esta problemática está presente en Crítica de la razón pura de Immanuel Kant. En los países a los que se extendía la Ilustración, la obra de Kant dejaba claro que el problema de Dios debía acometerse con nuevas perspectivas. En este sentido, España siguió en un relativo atraso por su apego a la ortodoxia católica. Con respecto a la problemática del mundo hispano con el ilustrado, dice Rovira Belloso “La diferencia entre el teólogo hispano y el filósofo ilustrado estribará en que, después de Kant, la comunidad científica no concede valor objetivo – científico- al conocimiento metafísico que intenta conocer lo que está más allá de las condiciones espacio-temporales de nuestra sensibilidad. Pero Kant cree que puede “hacer un lugar a la fe” (Rovira Belloso, 1996: 113).

Así, la mística como fenómeno enmarcado por la profesión de determinada religión debía superar ese obstáculo confesional. Y entramos así en el problema de la ortodoxia. Si toda mística anterior se había desarrollado en el marco de determinada práctica religiosa, ¿podía resurgir en un ámbito que no fuera religioso? Al abordar el problema de la mística ortodoxa, el Diccionario de Espiritualidad de Ermanno Ancilli menciona:

Entendemos por ortodoxia la perfecta conformidad con la doctrina de la Iglesia, tanto moral como dogmática. Este criterio es más bien negativo en el sentido de que donde no se da no se podría hablar de mística católica auténtica, pero su presencia no es por sí misma una garantía suficiente. (Ancilli, 1975: 624)

Todos los místicos habían tenido problemas con la ortodoxia por la problemática entre el lenguaje místico y el teológico, además de la sospecha de herejía, pero en los países libres del dominio intelectual de la Iglesia, los filósofos reconocían, desde Platón, la existencia de una mística que trascendía a las religiones. De cualquier modo, la espiritualidad después de la Revolución Francesa entró en un severo desprestigio entre las clases acomodadas y en los ambientes de Academia. La resolución científica a las dudas sobre el mundo natural se convirtió en la delicia de muchos y en la razón de que muchos abandonaran las cosas “que habían tenido por ciertas” como afirmaba Descartes. La Iglesia no ayudó mucho a la conciliación con el mundo intelectual. Algunas órdenes, en especial la Compañía de Jesús, se sirvieron de estas nuevas filosofías para la formación de sus religiosos y reconocieron que debían ponerse al día en cuestión académica. Pero la mayoría de los miembros de la jerarquía católica le declararon la guerra al racionalismo. Si bien los miembros más brillantes se sirvieron de esos conocimientos, recomendaban al vulgo que no se adhirieran a los grupos racionalistas. Un manual de Historia Sagrada publicado en 1939 aún mencionaba que la “impiedad y corrupción de costumbres llegaron pronto a su apogeo, fomentadas por el filosofismo, o sea el racionalismo, secta perniciosa que negaba toda verdad revelada”. Además, estas ideas no sólo amenazaban la espiritualidad, sino también a la monarquía, y provocaron la Independencia de los países americanos. Esta querella entre Fe y razón duró mucho tiempo y tuvo un punto álgido en 1870 con la pérdida de los Estados Pontificios para Italia. Con un panorama como éste, era muy difícil conciliar ambas posturas. Si bien los enciclopedistas más violentos alentaron atrocidades durante la Revolución (ultrajes, blasfemias, profanaciones e incluso martirios), mucha gente aludía a los mismos hechos cometidos por la Iglesia en el pasado. El problema en realidad residía en el enfrentamiento entre dos modos de pensamiento. Con el triunfo del racionalismo, la ciencia y la política pudieron desarrollarse con mayor soltura y los beneficios fueron notorios. La Iglesia tuvo que aprender a tener un papel secundario en la escala social a la que sus fieles se adaptaron. La mística “clásica” o “confesional” como cosa muy cierta y creída por todos, terminó siendo rechazada y relegada al pasado en muchos círculos.

El proceso para que una parte del mundo reaccionara contra el racionalismo fue complejo y surgió en Alemania. Paralelamente al auge del racionalismo y la vida burguesa, muchos pensadores alemanes comenzaron a pensar en que había muchas cosas que el racionalismo no alcanzaba explicar, como las pasiones humanas. Una buena parte de la juventud alemana sentía que la vida comme il faut que venía de Francia no podía satisfacer las necesidades internas de las personas. El ideal de hombre ilustrado, en pocas palabras, se quedaba corto: algo estaba faltando. Goethe, al comentar la génesis de su Werther, mencionaba la insatisfacción de los jóvenes de su tiempo:

En semejante elemento, en tal ambiente, ocupados en estudios y aficiones de este género, atormentados por pasiones no satisfechas, sin que de fuera recibiéramos fuertes impulsos de acción, con la única perspectiva de acomodarnos a una vida burguesa, lenta y sin espíritu, disgustados y desconcertados, nos aveníamos con el pensamiento de poder abandonar a nuestro arbitrio esa vida cuando ya no nos satisficiese. (Goethe: 1970: 14)

Estos jóvenes notaban las debilidades del racionalismo y sus efectos en la vida cotidiana. Por lo tanto, revisitaron las antiguas literaturas de su país y encontraron en la Edad Media una inspiración que sentían que colmaba sus necesidades. Estamos en el origen del Romanticismo. Este movimiento parecía la respuesta lógica a un mundo que se había vuelto demasiado lógico. Las capacidades del espíritu humano para los románticos superaban la razón humana, y encontraron eco en las voces de los filósofos idealistas. Estos noveles escritores tuvieron un antecedente importante en Inglaterra: John Milton (1608-1674). Erudito, historiador y poeta, Milton cultivó desde niño una devoción al latín que lo llevaría a ser un buen exegeta de las Sagradas Escrituras. Por haber recibido una formación escolástica en el Christ College de Cambridge estaba familiarizado con la teología tanto católica como protestante. Sus primeras paráfrasis de los salmos fueron bien vistas por sus contemporáneos, pero es su Paradise Lost (El Paraíso perdido) el que habría de dejar huella en sus seguidores románticos. La obra narra la caída de Satanás y su consiguiente venganza contra el hombre, terminando con la profecía de la Redención. Esta reinterpretación de temas bíblicos fue la detonadora tanto del rescate de la literatura mística como de la fascinación romántica por la figura demoníaca. La relación polémica de Milton con el movimiento de los “Acorazados” de Cromwell y su posterior trabajo en su gobierno, que devino en su arresto y desgracia tras la restauración de la monarquía, hicieron que fuera considerado un autor subversivo y blasfemo. Muerto de gota en 1674, Milton dejó un legado de temas sagrados que serían rescatados por otros autores. En Suecia, unos años después, Emmanuel Swedenborg (1688-1772) hijo de un pastor que llegó a ser obispo de Skara, inauguraría un tipo de mística más controversial. Graduado de la Universidad de Upsala en 1709, Swedenborg inició una serie de viajes por Europa que lo conducirían a interesarse en la ciencia y la mecánica. Regresó a Suecia en 1715 por una enfermedad de su padre y llegó a ser consejero en asuntos científicos de Carlos XII. Hacia 1743 tuvo una crisis religiosa supuestamente inspirada por una serie de visiones y sueños del más allá. Afirmaba tener comunicación con seres celestes y haber tenido una visión de Cristo en 1744. Estas experiencias se volcaron en varias obras, primero el Journal of Dreams (Diario de sueños) que no fue publicado hasta 1859 en Inglaterra y molestó mucho a algunos sectores de la sociedad Victoriana por ciertas implicaciones sexuales, y después Arcana Coelestia (8 volúmenes en 1749), una serie de narraciones de las visitas y viajes a las zonas celestes y Apocalypsis Explicata (5 volúmenes en 1785), una exégesis del último libro de la Biblia. Las ideas de Swedenborg fueron realmente visionarias, desde prototipos de aparatos avanzados hasta sugerir una especie de “Internet” en el que la comunicación se haría mediante seres celestes. Sus experiencias místicas y su traslado a las letras proponían un tópico muy caro a los románticos: la unión de Ser con la Esencia de todas las cosas creadas. Este planteamiento se proponía devolver al hombre el estado anterior a la “Caída”, es decir, como vivía en el Paraíso, en gracia, inocencia y armonía. Esta nueva teoría de la redención fue tomada en cuenta tanto en la poesía como en la prosa romántica. La obra de Swedenborg influenció a Baudelaire, Balzac, Emerson, Yeats ya muchos otros.

Tras estos antecedentes ¿cuáles eran las características de esta nueva mística? El romanticismo retomó el tema de lo sagrado, pero en la mayoría de los casos era aconfesional, como reclamo de libertad. Valoraba el pasado, pero en contadas ocasiones se alineó con las estructuras religiosas. Era pues, una mística panteísta, avocada a rescatar los valores de un mundo armónico y no caótico en el que los seres vivieran en paz con ellos. La contemplación absorta de la naturaleza por parte de los románticos llevaba inevitablemente a pensar el Absoluto y en el Creador. Por tanto, su mística está pensada para ser una religión interior, en la que el alma humana se relaciones con el Creador sin mediaciones. Un tema inequívocamente romántico era el conflicto interior: el eterno combate entre las regiones superiores e inferiores del alma. Volcada a la literatura como diario y autobiografía, recordaba mucho a los anteriores testimonios de la misma tendencia, de la que las Confesiones de San Agustín son la obra maestra. En palabras de M.H. Abrams:

Un fenómeno más importante y más dramático fue la tendencia, fundada en los textos del propio Nuevo Testamento, de interiorizar el Apocalipsis transfiriendo el teatro de los acontecimientos de la tierra y el cielo exteriores al espíritu del creyente individual, donde se representa, metafóricamente, todo el drama escatológico de la destrucción de la vieja creación, la unión con Cristo y la emergencia de la nueva creación- no in illud tempus, sino en esta vida. (Abrams, 1992: 36)

Así, esta búsqueda interior de los románticos y la necesidad de encontrar un modo de expresar el conflicto interior y el deseo de renacimiento, llevaron a una nueva clase de mística que, aunque no estuviera ligada a la ortodoxia, representaba la búsqueda de los antiguos autores. Un ejemplo de esta tendencia es la vida y obra de Friedrich Leopold Freiherr Von Hardenberg (1772-1801), conocido como Novalis. Proveniente de una antigua familia aristocrática alemana, Novalis (que viene a significar “el que siembra nuevas tierras”) inició muy joven la búsqueda de nuevas modalidades de expresión literaria. Aunque había estudiado derecho en Jena y Leipzig, encontró la manera de ingresar a los círculos intelectuales más importantes de su país. Amigo de Schlegel y de Fichte, desarrolló para los románticos nuevas justificaciones y teorías sobre la visión del mundo. En 1797, tras un período de crisis y depresión por la muerte de su prometida, Sophie Von Khun, inició la redacción de lo que se considera su obra maestra: Hymnen an die Nacht (Himnos a la Noche), un poemario en el que vuelca su dolor y perspectivas de la otra vida, viendo a la muerte no como un castigo sino como un tránsito. Para Novalis, la noche representaba el principio femenino de la creación, por lo que la obra está llena de alusiones amorosas. Aparentemente esta obra lo hizo superar el duelo, pues emprendió estudios científicos e incluso escribió sobre la posible unidad de las iglesias. Un segundo tomo de poesías, Geistliche Lieder (Cantos Sagrados) en 1799 sería su última obra, antes de su prematura muerte a los 29 años de edad en 1801. La obra de Novalis estaba alineada en el interiorismo que Goethe cultivaría más tarde. Aficionado a la teología desde los estudios en Leipzig y espoleado por las conversaciones con Fichte, pudo redactar de forma muy clara la perspectiva romántica con relación al espíritu. En sus propias palabras:

Soñamos con viajes a través del universo. ¿Acaso el universo no está dentro de nosotros? El camino misterioso conduce hacia adentro. La eternidad con sus mundos, el pasado y el futuro están en nosotros o no están en ninguna parte…El primer genio que se penetró a sí mismo halló el germen típico de su inmenso mundo…El hombre es capaz en cualquier instante de ser un ser suprasensible. Sin eso no sería un ciudadano del mundo, sería un animal. (Böhmer, 1992: 117)

Estas palabras, que muchos años después impresionarían a Charles Beguin, explican la posición de Novalis: lo místico en su obra es consecuencia de la interiorización. Otros de sus contemporáneos generaron visiones mucho más osadas. El caso más ilustrativo es el del inglés William Blake (1757-1827). Segundo de 5 hijos, desde pequeño presentó una personalidad reservada y capacidad para las artes. Según sus escritos, tuvo un par de experiencias místicas a esa edad: la visión de dos ángeles en un árbol del condado de Peckham Rye y la del profeta Ezequiel en un campo cercano a su casa. Cuando sus talentos para la pintura se manifestaron, ingresó a la Royal Academy, donde sus horizontes se ampliaron. Llegó a conocer a lo más granado del gremio pictórico de su época, incluyendo a los más revolucionarios como Fuseli, con quien cultivara amistad. Instaló un taller para sus grabados junto con su esposa Catherine Boucher y empezó a mezclar la pintura con la literatura. Con There is no natural religion, all religions are one (1788) puso de manifiesto sus convicciones religiosas. Blake no solo abogaba por la interiorización de Dios, sino que proponía audaces nuevas visiones de la religión bajo una interpretación muy personal. Consideraba que la imaginación era superior a las otras potencias intelectuales porque era la única capaz de percibir la “Infinitud” de Dios. Blake, al igual que Milton, optó por la expresión poética como reinterpretación de los temas sagrados. La creación de una serie de mitologías que superaban por mucho a las de Milton en The Marriage of Heaven and hell (Las bodas del Cielo y del infierno), y sobre todo Book of Urizen, Book of Ahania y Book of Los (Los libros de Urizen, Ahania y Los, respectivamente) en los que creaba una serie de seres celestes que reflejaban sus posturas religiosas hicieron de Blake un personaje difícil de clasificar entre sus contemporáneos. Su obra, respaldada por su enigmática obra pictórica (que podríamos comparar con la de El Bosco en su época) se rebelaba contra la imagen de un Dios represor. Sus ideas sobre la libertad sexual y la sacralización de todo lo viviente hacían de él una presencia inquietante en los círculos intelectuales ingleses. En su obra, Urizen representa al Yavhé del Antiguo Testamento, Los a la imaginación y Orc al espíritu del caos. La compleja cosmogonía de Blake impide agruparlo en los místicos “ortodoxos”. Sin embargo, mantuvo siempre un odio feroz contra el ateísmo y el materialismo. Acusado de pronunciar palabras sediciosas en 1803, Blake enfrentó un juicio que terminaría alejándolo de la sociedad y sumirse en un aislamiento que volcó en la pintura solamente interrumpido por sus reuniones con el círculo del pintor John Linell. Sus ilustraciones sobre el tema de Job se encuentran en la cima de su obra. Muerto en Londres en 1872, dejó una obra abierta a la interpretación que sigue discutiéndose.

El caso de Blake inaugura una mística “abstracta”, regida por impulsos interiores y no por la práctica religiosa o la adhesión a un dogma. En este sentido, hay un conflicto entre el romanticismo inglés y el idealismo alemán. A los poetas ingleses como Coleridge y Wordsworth, el idealismo alemán les pareció distante y vago hasta el momento de sus viajes a Alemania. Aquí habría que diferenciar la “teoría de la redención” para ambas posturas. La postura inglesa, según M.H. Abrams, es la transición de una “teodicea” tradicional a una distinta. Si entendemos la teodicea como el concepto introducido por Leibniz, es decir como la justificación de Dios o el descubrimiento de la justicia de Dios como superior al mal, la teodicea consiste en una especie de revelación. Se le podría llamar así a la consecuencia de un proceso de conversión. Para los románticos ingleses, la teodicea no consiste en un proceso de purificación como en el catolicismo tradicional; consiste en el autodescubrimiento, en la toma de conciencia de uno mismo y de la naturaleza como uno solo. Es una “teodicea secular – una teodicea sin un theos operativo- que conserva la forma del antiguo razonamiento” (Abrams, 1992: 91), es decir, que mantiene la intencionalidad de obras como las de los místicos cristianos, pero con un enfoque aconfesional: es el caso de los poetas que, entrado el siglo XIX, continuaron explorando la veta de esta nueva mística romántica. Robert Browning, (1812-1889) nacido en Inglaterra pero viajero por vocación, generó una obra compleja que no sería valorada hasta el siglo XX. Influenciado poderosamente por el romanticismo exacerbado de Byron, Browning desarrolló el monólogo dramático en obras como Gold Hair, Rabbi Ben Ezra (1864) y su obra maestra Dramatis Personae. Su poesía es intimista, avocada a la teodicea mencionada anteriormente. Feroz crítico del Papado y del Imperio de Napoleón III, Browning murió en Venecia en 1889.

Impregnados por el reclamo de libertad creativa, los poetas como Browning bebían de las tradiciones locales de su país para evocar atmósferas y ambientes que correspondieran a la mística de los Románticos. Asimismo, muchos comparten el rasgo común de una educación cristiana que los impulsaba a buscar algún modelo de absoluto, algunos, como Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), fueron hijos de sacerdotes o reverendos. Coleridge es la muestra de un talento que pudiera considerarse malogrado: habiendo publicado Lyrical Ballads en 1789 (en colaboración con William Wordsworth) y obtenido fama en su país tras su paso por Cambridge, se avocó al idealismo metafísico alemán. Entusiasta traductor de Schiller, su obra fue sufriendo un declive en la calidad por su adicción al opio, que lo llevaría a la muerte en 1834. Después de Coleridge, estaba claro que el romanticismo se había vuelto un producto de exportación que no excluía a España y sus antiguas colonias. La introducción del pensamiento romántico “puro” se le debe a Cecilia Böhl de Faber (1796-1877) también conocida como Fernán Caballero. Teniendo a Cádiz como ciudad de residencia, estableció alrededor de ella una serie de seguidores que compartían la idea de los románticos alemanes, a veces por razones políticas.

En España, el depositario de esta nueva ola romántica fue Gustavo Adolfo Domínguez Bastida (1836-1870) que escogiera cambiar su apellido por Bécquer, apellido de abolengo proveniente de Flandes, que habían llevado sus ancestros desde la llegada de un Adam Becker a España. Huérfano a tierna edad, tendría una infancia llena de cambios y mudanzas hasta que a los 17 años, secundado por sus amigos Narciso Campillo y Julio Nombela, se traslada a Madrid, para buscar un puesto entre los poetas de su tiempo. El llamado “proyecto” de Bécquer, que incluía una obra monumental llamada Historia de los templos de España se vio trunco muchas veces por las estrecheces económicas que nunca le abandonaron. Trabajando desde 1860 en los diarios El porvenir, El Contemporáneo y El mundo, iniciaría una obra poética considerable, de la cual sus Rimas, aparecidas en 1868 son la muestra fehaciente. La obra de Bécquer transforma la lírica española en muchos niveles, que van del estilístico al rítmico. Experimentando con la métrica, logró una poesía menos densa que la de sus contemporáneos y de algún modo, consiguió algo inédito: la adopción de su figura y poesía por parte de la juventud como emblema del romanticismo. Sin embargo, en su tiempo no fue reconocido como un pilar de la poesía española por algunos círculos que llamaron a su poesía, despectivamente “suspirillos germánicos”. Muerto a los 34, no pudo continuar una carrera que pudo ser reconocida en vida. Sus biógrafos discuten la inspiración de sus poesías amatorias tomando en cuenta el conflicto que Bécquer tenía entre su esposa Casta Esteban y otra mujer llamada Elisa Guillén. Revalorado por la Generación del 27, Bécquer se convirtió en la quintaesencia del romanticismo español. Su misma vida parecía un testimonio de ello. Sin embargo, algunos autores incluyendo al mismo Fernando Rielo lo consideran un continuador de la mística hispánica. José Pedro Díaz menciona en su estudio sobre Bécquer:

Las expresiones líricas que hasta aquí comentamos ponen en evidencia una constante profunda y general que impregna casi toda la vivencia poética de Bécquer y que consiste en una situación que provisionalmente llamaré destierro, una experiencia que nuestro poeta comparte con muchos románticos. Para ellos, la tierra es sólo una estación transitoria y de valor incierto. Por eso el poeta ve en el sueño, que le esfuma los contornos del presente o los inunda de de alusiones más altas, una revelación de lo suyo: al sueño lo siente como una emanación directa de lo trascendental. (Díaz, 1971: 461)

Muchos de los recursos estilísticos de Bécquer se alinean para lograr describir este estado de destierro. La primera parte de sus Rimas abundan en este tipo de temática. Estos poemas ofrecen una controversia similar a la de los poetas místicos; ¿provienen a acaso de inspiración erótica o mística? Los componentes imaginarios becquerianos se mueven en una tónica que no deja lugar a dudas sobre su intención espiritual: fuego, viento, galope, ligereza, celeridad, inmensidad.

Pongamos un ejemplo en la Rima XV:

Tú, sombra aérea que cuantas veces
voy a tocarte te desvaneces.
como la llama, como el sonido,
como la niebla, como el gemido
del lago azul!
……………………………………
……………………………………
yo, que incansable corro y demente
Tras una sombra, tras la hija ardiente
De una visión!

Guardando las distancias, sabiendo que son productos de épocas distintas y que están inspirados por diferentes motivaciones, podríamos asimilar esta actitud poética con poemas como “Tras un amoroso lance”. La misma idea de asir lo inasible se puede rastrear en muchas de las poesías de Bécquer. Rielo pensaba que tras Bécquer, se había rescatado mucho de la mística en las letras españolas, aunque pareciera aconfesional o meramente lírico sin ninguna intención religiosa.

Los últimos poetas románticos sufren el embate de nuevas filosofías del siglo XIX. Positivismo y pragmatismo se disputaban el monopolio de la razón y se notaba en querellas como la de Hegel y Kierkegaard. La visión de la filosofía como “empresa de salvación” hacía que las disputas fueran enconadas. Para entonces, la situación de la religión dentro de las humanidades es cada más marginal. El concepto de mística había sufrido transformaciones por su paso a través de diferentes corrientes, destacando el romanticismo. Con las disciplinas del pensamiento en cambio constante, el pensamiento religioso no podía quedarse atrás.

En este plano religioso, una curiosa renovación vendría curiosamente, de la mano de un converso: John Henry Newmann (1801-1890). Nacido en Londres y educado en Oxford, Newmann se preparó para el ministerio anglicano. Al conseguirlo, fue enviado a la iglesia de Santa María, donde fue vicario en 1828. Combinando su ministerio con una intensa vida intelectual, fundó el “Movimiento Tractariano” que con el tiempo cobraría fama como el “Movimiento de Oxford”. Basado en los Tracts for the present time (Tratados para el tiempo presente), una serie de textos escritos entre 1834 y 1841 que polemizaban sobre el papel del anglicanismo como religión de Estado y otros temas religiosos de actualidad, Newmann desarrolló la teoría de la “vía media” entre las distintas corrientes del cristianismo. Tras leer y revisar a los autores patrísticos mencionados en el primer capítulo, decidió su conversión al catolicismo en 1845, provocando una polémica que abarcó ambas iglesias. En 1848, tras ser ordenado sacerdote “revalidando” lo aprendido en su ministerio anglicano, fundó el Oratorio de Birmingham, un lugar diseñado para el renacimiento del catolicismo inglés. Tras un período pasado en Dublín, Newmann vivió siempre en el Oratorio, donde escribió la obra que resumía las razones de su conversión: Apologia pro vita sua (1864). Elevado al rango de Cardenal por León XIII en 1879, Newmann dedicó todo su esfuerzo en imprimirle al Oratorio una espiritualidad particular. Tras su muerte en 1890, sus discípulos continuaron la obra y produjeron muestras de una literatura fresca y vibrante. En poesía, el más importante es Gerald Manley Hopkins (1844-1889). De padre poeta y político, proveniente de una familia de 8 hermanos, estudió en el Balliol College de Oxford. Con inquietudes religiosas, Hopkins vacila entre su fe natal y el catolicismo al interesarse en el Movimiento de Oxford en 1866. Llamado “la estrella de Balliol” por sus virtudes académicas, llamó la atención de Newmann, quien lo introdujo en los vericuetos del movimiento. En 1868, decidió ser recibido en la Iglesia Católica por manos de Newmann. Por su naturaleza intelectual, buscó una Orden que le permitiera el desarrollo de sus habilidades, por lo que ingresó en la Compañía de Jesús en el mismo año. Los rigores de prepararse como jesuita lo hicieron profundizar en estudios filosóficos, especialmente en las obras de Duns Scoto. Desde 1875 manifestó un profundo interés en la individualidad de la esencia de las cosas y su origen. Desarrolló una teoría estética personal, la Sweet special scene, una revaloración de los paisajes tradicionales ingleses amenazados por la Revolución Industrial. Este interés “ecológico” motivó sus primeros poemas, que publicaba en una revista jesuita, The Month. Uno de los más famosos fue The Wreck of the Deutschland, motivado por la impresión que sufriera tras leer la noticia de tres monjas asesinadas en una trifulca. Windhover, su obra más completa, solamente fue leída por amigos y hermanos de la Compañía. Tras su ordenación en 1877 descuidó un poco la actividad poética por razones de su ministerio. Una tifoidea hizo que su muerte fuera prematura, a los 45 años en 1889. La poesía de Hopkins se insertaba en un nuevo tipo de mística. Era una mística “contestataria” contra el orden social y moral que pretendía la Revolución Industrial. Es importante mencionar que el Movimiento de Oxford estaba plenamente armado para emprender una crítica contra el materialismo y el positivismo, llamado por Joaquín Xirau “una de las formas más agudas de la disolución del mundo y la vida” (Xirau, 1996: 348). Sus miembros estaban versados en lógica y filosofía, por lo que las muestras de su trabajo, incluida la poesía de Hopkins, estaban repletas de un trasfondo filosófico y espiritual muy especial. Inserto en una época donde la Iglesia Católica se avocaba de nuevo al triunfalismo (recuérdese el marcado autoritarismo del Concilio Vaticano I) y Nietzche anunciaba la muerte de Dios, el Movimiento de Oxford demostraba que mediante la intelectualidad se podía combatirá a las ideologías que pretendían desterrar la sabiduría de las edades anteriores. En palabras de Joseph Pierce

La reductio ad absurdum que resultó del rechazo de la Ilustración de la filosofía escolástica y su ahesión al axioma cartesiano cogito ergo sum era demasiado obvia. Partiendo del “Pienso, luego existo”, el mundo moderno había retrocedido al escepticismo definitivo, el que cuestionaba la objetividad de la misma existencia: “Soy, pero no puedo estar seguro de que nada más sea”, es decir, una regresión de la sabiduría imperecedera de los antiguos a la primigenia sopa del reduccionismo escéptico. (Pearce; 1999, 128)

Con el siglo XIX a punto de terminar, el Movimiento de Oxford fue uno de los últimos intentos serios de poner en perspectiva la confusión que se notaba en las rivalidades de las escuelas filosóficas. Los poetas del período que compartían la noción de “Mística” como la propusieron los románticos continuaron la búsqueda de nuevos mundos literarios que expresaran estados del alma. Después de Hopkins, lo poetas místicos “ortodoxos” se vuelven cada vez más una rareza. Se ha discutido mucho sobre la presencia de estados místicos en la poesía de varios autores de fines de siglo, entre otros, Rainer María Rilke (1875-1926). Su Libro de Horas parece estar impregnado de lo que él mismo llamó en su diario el espacio cósmico interior, entendido como la esencia misma del alma humana. Rilke aplicó a su obra poética una conjunción de imágenes muy similares a la de la poesía mística, unidas a una gran precisión conceptual. Sin embargo, la mística de su poesía responde a las líneas generales de los románticos: la búsqueda interior del Absoluto o la intimación de las proyecciones espirituales. Con la llegada del siglo XX, el panorama místico se volvería tan reducido, que se puede estudiar en casos aislados.

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